Índice de Los tres crímenes de Arsenio Lupin de Maurice Leblanc Capítulo noveno - La mujer que mata Apéndice - Película La vida de Chucho el rotoBiblioteca Virtual Antorcha

LOS TRES CRÍMENES DE ARSENIO LUPIN

Maurice Leblanc

EPÍLOGO

El suicidio




I

- ¡A caballo! -ordenó el emperador.

Y luego añadió:

- O mejor, a lomos de asno -al ver el magnífico jumento que le traían-. Waldemar, ¿estás seguro de que este animal es dócil?

- Respondo como de mí mismo, señor -afirmó el conde.

- En ese caso, estoy tranquilo -contestó el emperador en forma mecánica.

Y volviéndose hacia su escolta de oficiales, agregó:

- Señores, a caballo.

Había allí, en la plaza principal de la aldea de Capri, una muchedumbre contenida por los carabineros italianos y en medio de la cual se encontraban todos los asnos de la región, requisados para la visita del emperador a aquella isla maravillosa.

- Waldemar -dijo el emperador, poniéndose a la cabeza de la caravana-: ¿por dónde empezamos?

- Por la villa de Tiberio, señor.

Pasaron bajo un arco y luego siguieron por un camino mal pavimentado que se elevaba poco a poco sobre el promontorio oriental de la isla.

El emperador se sentía de mal humor y se burlaba del colosal conde de Waldemar, cuyos pies arrastraban por el suelo de cada lado del desventurado asno, al que aplastaba con su peso.

Al cabo de tres cuartos de hora llegaron al Salto de Tiberio, peñascal prodigioso, de trescientos metros de altura, desde donde el tirano precipitaba sus víctimas al mar ...

El emperador descendió de su cabalgadura, se acercó a la balaustrada y echó una mirada al abismo. Luego quiso seguir a pie hasta las ruinas de la villa de Tiberio, donde se paseó por las salas y los pasillos derruidos.

Se detuvo un instante.

La vista que desde allí se dominaba era magnífica, abarcando a la punta de Sorrento y toda la isla de Capri. El azul ardiente del mar dibujaba la curva admirable del golfo, y los frescos aromas se mezclaban al perfume de los limoneros.

- Señor -dijo Waldemar-, todavía es más hermoso el paisaje visto desde la pequeña capilla del ermitaño que se encuentra en la cumbre.

- Vamos entonces.

El propio ermitaño estaba bajando a esa hora a lo largo de un escabroso sendero. Era un anciano de paso vacilante y de espalda curvada. Llevaba en la mano el registro en el que los viajeros inscribían, de ordinario, sus impresiones.

Colocó ese registro sobre un banco de piedra.

- ¿Qué debo escribir? -preguntó el emperador.

- Poned vuestro nombre, señor, y la fecha de vuestro paso por aquí ..., y lo que os agrade.

El emperador tomó la pluma que le tendía el ermitaño y se inclinó.

- Cuidado, señor, cuidado.

Se escucharon gritos de pavor ..., un gran estrépito por el lado de la capilla ... El emperador se volvió. Y vio entonces una enorme roca que rodaba en tromba por encima de él.

En ese instante, el emperador fue sujetado por el ermitaño y lanzado por este a diez metros de distancia.

La roca fue a chocar contra el banco de piedra ante el cual se encontraba el emperador unos segundos antes. El choque hizo pedazos el banco.

Sin la intervención del ermitaño, el emperador hubiera perdido la vida.

El emperador le tendió la mano, y le dijo simplemente:

- Gracias.

Los oficiales se apresuraron a rodearle.

- No es nada, señores ... No ha pasado nada más que el susto consiguiente ... Un susto mayúsculo, lo confieso ... A pesar de todo, sin la intervención de este hombre valiente ...

Y acercándose al ermitaño, le preguntó:

- ¿Cuál es su nombre, amigo mío?

El ermitaño había conservado puesto su capuchón. Lo apartó un poco, y en voz muy baja, de manera que no lo oyera más que su interlocutor, respondió:

- El nombre de un hombre que se siente muy feliz de que usted le haya estrechado la mano, señor.

El emperador tuvo un gesto de sorpresa y retrocedió. Luego, dominándose inmediatamente, dijo a los oficiales:

- Señores, les ruego que suban hasta la capilla. Pueden desprenderse otras rocas, y acaso sería prudente el avisar a las autoridades de esta región. Después vendrán ustedes a reunirse conmigo. Tengo que dar las gracias a este excelente hombre.

Se alejó, acompañado del ermitaño. Y cuando ya estuvieron a solas le dijo:

- ¡Usted! ¿Por qué?

- Tenía que hablaros, señor. Una petición de audiencia ... ¿Me la hubierais concedido? No lo creo. Entonces opté por actuar directamente y pensé en hacerme reconocer de vuestra majestad cuando firmase el registro ... Pero ese estúpido accidente ...

- En resumen ... -dijo el emperador.

- Las cartas que Waldemar os entregó de mi parte, señor ..., esas cartas son falsas.

El emperador hizo un gesto de viva contrariedad.

- ¿Falsas? ¿Está usted seguro?

- Absolutamente seguro, señor.

- Sin embargo, aquel Malreich ...

- El culpable no era Malreich.

- ¿Quién era entonces?

- Pido a vuestra majestad que considere mi respuesta como un secreto. El verdadero culpable era la señora Kesselbach.

- ¿La propia esposa de Kesselbach?

- Sí, señor. Ahora ya está muerta. Fue ella quien hizo, o mandó hacer, las copias que están en vuestro poder. Pero las verdaderas cartas las guardaba ella.

- Pero ¿dónde están? -exclamó el emperador-. Eso es lo importante. Es preciso encontrarlas a toda costa. Considero esas cartas de extraordinario valor ...

- Aquí están, señor.

El emperador quedó estupefacto. Miró a Lupin, miró a las cartas, volvió a mirar a Lupin y seguidamente guardó el paquete sin examinarlo.

Evidentemente, una vez más, aquel hombre le desconcertaba. ¿De dónde venía, entonces, aquel bandido que, poseyendo un arma tan terrible, se la entregaba de aquella manera, generosamente y sin condiciones? Porque le hubiera sido tan sencillo el quedarse con aquellas cartas y usar de ellas a su capricho. Pero no, él había hecho una promesa. Y ahora cumplía su palabra.

Y el emperador pensó en todas las sorprendentes cosas que aquel hombre había realizado. Le dijo:

- Los periódicos han publicado la noticia de vuestra muerte ...

- Sí, señor. En realidad, estoy muerto. Y la Justicia de mi país se siente feliz de verse libre de mí y ha hecho enterrar los restos calcinados e irreconocibles de mi cadáver.

- Entonces, ¿estáis libre?

- Igual que lo he estado siempre.

- ¿Ya nada os tiene ligado a nada?

- Nada.

- En ese caso ...

El emperador dudó unos momentos, y luego dijo con firmeza:

- En ese caso, entrad a mi servicio. Os ofrezco el mando de mi policía personal. Seréis amo absoluto. Tendréis todos los poderes, incluso sobre la otra Policía.

- No, señor.

- ¿Por qué?

- Porque soy francés.

Hubo un silencio. La respuesta desagradó al emperador, quien dijo:

- Sin embargo, puesto que nada os tiene ligado ...

- Pero lo que me liga no puede desanudarse, señor.

Y añadió, riendo:

- Como hombre he muerto, pero soy un ser vivo como francés. Me sorprende que vuestra majestad no lo comprenda.

El emperador dio unos pasos a derecha e izquierda, y después dijo:

- De todos modos, quisiera corresponderos. He sabido que las negociaciones respecto al gran duque de Veldenz se han roto.

- Sí, señor. Pedro Leduc era un impostor. Ha muerto.

- ¿Qué puedo hacer por usted? Usted me ha entregado estas cartas ... Usted me ha salvado la vida. ¿Qué puedo hacer?

- Nada, señor.

- ¿Se empeña usted en que yo quede como deudor?

- Sí, señor.

El emperador miró una última vez a aquel hombre extraño que se erguía ante él como un igual.

Luego inclinó ligeramente la cabeza y, sin pronunciar una palabra más, se alejó.

- ¡Vaya con su majestad! Le he cerrado una salida -dijo Lupin, siguiendo al emperador con la mirada.

Y filosóficamente agregó:

- En verdad, la revancha es insignificante, y me hubiera gustado mucho más recobrar Alsacia y Lorena ... Pero, de todos modos ...

Se interrumpió y golpeó el suelo con un pie.

- ¡Condenado Lupin! Serás siempre el mismo, hasta el último minuto de tu existencia, odioso y cínico. Serenidad, sangre fría; ha llegado la hora ... Ahora o nunca.

Ascendió por el sendero que conducía a la capilla y se detuvo ante el lugar de donde se había desprendido la roca.

Se echó a reír.

- La obra fue bien realizada y los oficiales de su majestad no vieron más que fuego. Mas ¿cómo hubieran podido adivinar que fui yo mismo quien excavó esta roca, quien en el último instante di el golpe de pico definitivo y la roca rodó, siguiendo el camino que yo había trazado entre ella ... y el emperador?

Suspiró.

- ¡Ah Lupin, qué complicado eres! Y todo eso porque habías jurado que esta majestad te daría la mano. ¿Y qué has sacado con todo ello? La mano de un emperador no tiene más de cinco dedos, como dijo Víctor Hugo.

Entró en la capilla y con una llave especial abrió la puerta baja de un pequeña sacristía.

Sobre un montón de paja yacía un hombre con las manos y los pies atados y una mordaza en la boca.

- Bueno. ermitaño -le dijo Lupin-. La cosa no ha durado demasiado, ¿verdad? Veinticuatro horas, a lo sumo ... ¡Qué bien he trabajado por cuenta tuya! Imagínate que acabas de salvarIe la vida al emperador. Eso es la fortuna. Van a construirte una catedral y levantarte una estatua ... hasta el día en que te maldecirán ... Los individuos de esta clase pueden hacer tanto daño ..., sobre todo aquellos a quienes el orgullo acabará por hacerles perder la cabeza. Escucha, ermitaño, toma tus hábitos.

Desconcertado, casi muerto de hambre, el ermitaño se irguió, titubeante.

Lupin volvió a vestirse sus ropas con rapidez, y le dijo:

- Adiós, digno anciano. Perdóname por todas estas molestias. Y reza por mí. Voy a necesitarlo. La eternidad me abre sus puertas de par en par. Adiós.

Permaneció unos instantes en el umbral de la capilla. Era el instante solemne en que, a pesar de todo, se duda ante un terrible desenlace. Pero su resolución era irrevocable, y, sin reflexionar más, se lanzó pendiente abajo corriendo, cruzó la plataforma del Salto de Tiberio y cabalgó sobre la balaustrada.

- Lupin, te doy tres minutos para hacer el payaso. Pero, dirás tú, ¿de qué sirve si no hay nadie aquí? ... Pero ¿acaso no estás tú? ¿No puedes representar para ti mismo tu última comedia? ¡Caray!, el espectáculo vale la pena ... Arsenio Lupin, obra cómico-heroica en ochenta cuadros ... El telón se alza sobre el cuadro de la muerte ... y el papel lo representa Lupin en persona ... Bravo, Lupin ... Señoras y señores, palpen mi corazón ... Setenta pulsaciones por minuto ... y la sonrisa en los labios. Bravo, Lupin ... ¡Ah, ese bromista, qué cara dura tiene! Bien; salta, marqués ... ¿Estás listo? Es la aventura suprema, amigo mío. ¿No lo lamentas? ¡Y por qué, Dios mío! Mi vida fue magnífica. ¡Ah Dolores, si nunca hubieras aparecido, monstruo abominable! Y tú, Malreich, ¿para qué me hablaste? ... Y tú, Pedro Leduc ... Heme aquí ... Mis tres muertos, voy a unirme a vosotros ... ¡Oh mi Genoveva, mi querida Genoveva! ... Pero ¿no se ha acabado esto, viejo payaso? Ya voy ... Ya corro ...

Pasó la otra pierna por encima de la balaustrada. Miró al fondo del abismo y vio el mar inmóvil y sombrío. Alzando la cabeza, dijo:

- Adiós, Naturaleza inmortal y bendita. Mariturus te saludat. Adiós, todo cuanto es bello. Adiós, esplendor de las cosas. Adiós, vida.

Envió besos al espacio, al cielo, al sol ... y, cruzando los brazos, saltó.

II

Sidi-bel-Abbés. El cuartel de la Legión Extranjera. Cerca de la sala de informes, una pequeña habitación de bajo techo donde un ayudante fuma y lee un diario.

A su lado, cerca de la ventana abierta, asomando sobre el patio, dos endiablados suboficiales parlotean en un francés ronco, mezclado de expresiones germánicas.

La puerta se abre. Alguien entra. Un hombre delgado, de talla media, elegantemente vestido.

El ayudante se pone en pie, de mal humor contra el intruso, y gruñe:

- ¡Oh!, ¿qué demonios hace el centinela? ... Y usted, señor, ¿qué quiere?

- Prestar servicio.

Lo dijo con claridad, imperativamente.

Los dos suboficiales rieron burlones. El hombre los miró de reojo.

- En una palabra, ¿usted quiere alistarse en la Legión? -preguntó el ayudante.

- Sí, lo quiero, pero con una condición.

- ¡Caramba!, condiciones ... ¿Y cuál es?

- La de no pudrirme aquí. Hay una compañía que sale para Marruecos. Quiero irme en ella.

Uno de los suboficiales bromeó de nuevo y se le oyó decir:

- Los moros van a llevarse un susto. Este señor se alista ...

- ¡Silencio!-gritó el hombre-. No me gusta que se burlen de mí.

El tono era seco y autoritario.

-Escucha, recluta, a mí hay que hablarme de otro modo ... Porque si no es así ...

El suboficial, que era un gigante y tenía el aspecto de un bruto, replicó:

- Si no es así, ¿qué? ...

- Entonces vais a ver cómo me llamo yo ...

El individuo se acercó a él, le agarró por la cintura, le balanceó sobre el borde de la ventana y le tiró al patio. Y luego le dijo al otro:

- Y ahora tú. Lárgate.

El otro se marchó.

El individuo se volvió inmediatamente hacia el ayudante y le dijo:

- Mi teniente, le ruego que avise al comandante que don Luis Perenna, grande de España y francés de corazón, desea alistarse al servicio de la Legión Extranjera. Vaya usted, amigo.

El otro, desconcertado, no se movía.

- Vaya, amigo, inmediatamente. No tengo tiempo que perder.

El ayudante se levantó, observó con mirada curiosa a aquel sorprendente personaje, y, con la mayor docilidad del mundo, salió.

Entonces Lupin sacó un cigarrillo, lo encendió, y en voz alta, al propio tiempo que se sentaba en el lugar del ayudante, dijo:

- Puesto que el mar no me ha querido, o, más bien, puesto que en el último momento yo no he querido el mar, vamos a ver si las balas de los moros son más compasivas. Y además, a pesar de todo, eso será más elegante ... Haz frente al enemigo, Lupin, y hazlo por Francia ...
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