Índice de Los tres crímenes de Arsenio Lupin de Maurice Leblanc Capítulo séptimo - El hombre negroCapítulo noveno - La mujer que mataBiblioteca Virtual Antorcha

LOS TRES CRÍMENES DE ARSENIO LUPIN

Maurice Leblanc

CAPÍTULO OCTAVO

El mapa de Europa




I

¡Pedro Leduc amaba a Dolores!

Para Lupin constituyó un dolor profundo, agudo. cual si hubiera sido herido en la propia entraña de su vida ... Un dolor tan fuerte. que experimentó -y esto por primera vez- la visión clara de lo que Dolores había venido a ser para él, poco a poco y sin que tuviera conciencia de ello.

Pedro Leduc amaba a Dolores y la miraba como se mira a aquella a quien se ama.

Lupin sintió en sí, cegado, enloquecido, el instinto del asesino. Aquella mirada .... aquella mirada de amor que se posaba sobre la joven viuda ..., aquella mirada le enfurecía. Tenía la impresión del gran silencio que envolvía a la mujer y al joven, y en ese silencio, en la inmovilidad de las actitudes, lo único viviente era esa mirada de amor, aquel himno mudo y voluptuoso mediante el cual sus ojos proclamaban toda la pasión, todo el deseo, todo el entusiasmo, todo el impulso de un ser hacia otro.

Y veía también a la señora Kesselbach. Los ojos de Dolores estaban invisibles bajo sus párpados cerrados, aquellos párpados alegres, con largas pestañas. Pero ¡cómo sentía ella la mirada de amor que buscaba la suya! ¡Cómo se estremecía bajo la caricia impalpable!

Ella le ama ..., ella le ama, se dijo Lupin, abrasado de celos.

Y cuando vio a Pedro Leduc haciendo un ademán, pensó:

¡Oh!, si ese miserable se atreve a tocarla. le mato.

Y pensaba. a la par que comprobaba los desvaríos de su razón y tratando de combatirlos:

¡Qué estúpido soy! ¡Cómo te dejas arrastrar, Lupin! ... Veamos; es completamente natural que si ella le ama ... Sí, evidentemente, habías creído adivinar en ella una cierta emoción al hallarse a tu lado ... Una cierta turbación ... Idiota, pero tú no eres más que un bandido, un ladrón .... mientras que él es duque. es joven ...

Pedro Leduc permanecía inmóvil. Pero sus labios se movían y pareció como si Dolores se despertara. Suavemente, lentamente. ella alzó los párpados. volvió un poco la cabeza y sus ojos se entregaron a los del joven, con esa mirada que se ofrece y que se entrega y que es más profunda que el más profundo de los besos.

Fue algo súbito. brusco y repentino como un rayo. En tres saltos. Lupin cruzó el salón, se lanzó sobre el joven. le derribó al suelo. y poniendo una rodilla sobre el pecho de su rival, irguiéndose ante la señora Kesselbach, gritó fuera de sí:

- Pero ¿no lo sabe usted? ¿No se lo ha dicho este canalla? ... ¿Y usted le ama? ¿Acaso tiene una cabeza de gran duque? ¡Ah. qué gracia tiene esto!

Enfurecido, sarcástico, mientras Dolores le miraba con estupor, añadió:

- ¡Un gran duque él! ¡Hermann Cuarto de DeuxPonts-Veldenz! ¡Príncipe reinante! ¡Gran elector! ¡Es para morirse de risa! ¡El! Pero si se llama Baupré, Gerardo Baupré, el último de los vagabundos ... Un mendigo al que recogí del fango. ¿Gran duque? Pero si fui yo quien le hizo gran duque. ¡Ah, ah, qué cosa tan divertida! ... Si usted le hubiera visto cortarse el dedo meñique ...; se desvaneció tres veces ...; era una gallina mojada ... ¡Ah!, y tú te permites poner los ojos sobre las damas ... y rebelarte contra el amo ... Espera un poco, gran duque de Deux-Ponts-Veldenz.

Lupin le levantó en sus brazos como un fardo, le balanceó unos momentos en el aire y le arrojó por la ventana abierta.

- Cuidado con los rosales, gran duque ...; tienen espinas.

Cuando se volvió, Dolores estaba junto a él y le miraba con ojos que él no le había visto nunca ..., los ojos de una mujer que odia y a quien la cólera ha exasperado. ¿Era posible que esta fuese Dolores, la débil y enfermiza Dolores?

Ella balbució:

- ¿Qué es lo que hace usted? ... ¿Cómo se atreve? ... ¿Y él ...? Entonces, ¿es verdad? ... ¿El me ha mentido?

- ¿Que si él ha mentido? -exclamó Lupin, comprendiendo en ella la humillación femenina-. ¿Que si él ha mentido? ¡El, gran duque! No es más que un polichinela cuyos hilos manejaba yo. Un instrumento al que yo manejaba para representar escenas creadas por mi fantasía. ¡Ah, ese imbécil, ese imbécil!

Dominado por la rabia, golpeaba con el pie sobre el suelo y amenazaba con el puño hacia la ventana abierta. Se puso a caminar de un extremo a otro de la estancia lanzando frases en las que estallaban la violencia de sus pensamientos secretos.

- ¡Ese imbécil! ¿No ha podido ver lo que yo esperaba de él? ¿Acaso no ha adivinado la grandeza de su papel? ¡Ah, ese papel se le meterá a la fuerza en la cabeza! ¡Levanta la cabeza, cretino! Serás gran duque por mi voluntad. Y príncipe reinante con una lista civil y unos sujetos para esquilarlos, y un palacio que Carlomagno te reconstruirá, y un amo que seré yo, Lupin. ¿Comprendes, desventurado? Levanta la cabeza; maldito, levántala más alto. Mira al cielo, recuerda que uno de los Deux-Ponts fue colgado por robo, incluso antes que se hablase siquiera de los Hahenzollern. Y tú eres un Deux-Ponts, y no uno de los inferiores; yo estoy aquí, yo, Lupin. Y tú serás gran duque, yo te lo digo. ¿Un gran duque de cartón? Sea, pero un gran duque, a pesar de todo, animado por mi soplo y quemado por mi fiebre. ¿Un fantoche? Sea, pero un fantoche que dirá mis palabras, que hará mis gestos, que ejecutará mi voluntad, que realizará mis sueños ... ¡Sí ..., mis sueños!

Ahora ya no accionaba; permanecía inmóvil, como dominado por la magnificencia de sus sueños íntimos.

Luego se acercó a Dolores, y con voz sorda, con una especie de exaltación mística, exclamó:

- A mi izquierda, Alsacia y Lorena ... A mi derecha, Bade, Wurtemberg, Baviera ..., Alemania del Sur ..., todos esos Estados mal soldados, descontentos, aplastados bajo la bota del Carlomagno prusiano, pero inquietos, dispuestos a liberarse ... ¿Comprende usted todo lo que un hombre como yo puede hacer en medio de todo esto, todo lo que puede despertar en aspiraciones, todo lo que puede soplar en odio, todo lo que puede provocar revueltas y cóleras?

Y en voz más baja repitió:

- Y a la izquierda, Alsacia y Lorena ... ¿Comprende usted? Esos ..., esos sueños ... Pero es la realidad de mañana, de pasado mañana. Sí ..., yo lo quiero, yo lo quiero ... ¡Oh, todo lo que yo quiero y todo lo que yo haré es inaudito! ... Piense usted, a dos pasos de la frontera de Alsacia, en plena tierra alemana, cerca del viejo Rin. Bastará un poco de intriga, un poco de genio, para revolucionar al mundo. El genio yo lo tengo ..., me sobra talento hasta para venderlo ... Y yo seré el amo. Seré quien dirija. Para el otro, para el fantoche, el título y los honores ... Para mí, el poder. Yo permaneceré en la sombra. Nada de cargos: ni ministro, ni siquiera chambelán. Nada. Seré uno de los servidores de palacio, quizá el jardinero ... ¡Oh, qué formidable vida el cultivar flores y cambiar el mapa de Europa!

Dolores le contemplaba ávidamente, dominada y sometida por la fuerza de aquel hombre. Sus ojos expresaban una admiración que ella no intentaba disimular.

Lupin colocó las manos sobre los hombros de ella, y le dijo:

- He ahí mi sueño. Por grande que sea, será desbordado por los hechos, os lo juro. El kaiser ya ha visto lo que yo valía. Un día me encontrará acampado ante él y cara a cara. Tengo todos los triunfos en la mano. Valenglay se pondrá de mi parte ... Inglaterra también ... La partida está jugada ... He ahí mis sueños ... Y hay otro más ...

Se calló súbitamente. Dolores no apartaba de él su mirada y una emoción infinita transfiguraba su rostro.

Una inmensa alegría invadió a Lupin al sentir una vez más, y tan claramente, la turbación de aquella mujer ante él. Lupin ya no tenía impresión de ser para ella ... lo que en realidad era, un ladrón, un bandido, sino un hombre, un hombre que amaba y cuyo amor provocaba sentimientos inexpresados en el fondo de un alma amiga.

Entonces ya no habló, pero, sin que sus labios las pronunciaran, le dijo todas las palabras de ternura y de adoración ..., mientras soñaba en la vida que juntos podrían llevar no lejos de Veldenz, en el anonimato, pero todo poderoso.

Los unía un largo silencio. Luego, ella se levantó, y suavemente le ordenó:

- Marchaos, os suplico que os marchéis ... Pedro se casará con Genoveva, os lo prometo; pero es mejor que os marchéis ... Que no permanezcáis aquí ... Marchaos; Pedro se casará con Genoveva.

Lupin esperó unos instantes. Acaso esperaba y deseaba palabras más precisas, pero no se atrevió a preguntar nada. Y se retiró deslumbrado, embriagado y feliz de obedecer y de unir su destino al de ella.

Cuando se dirigía hacia la puerta, Lupin encontró una silla baja que tuvo que apartar. Pero al hacerlo su pie tropezó con algo que llamó su atención. Inclinó la cabeza para ver. Era un pequeño espejo de bolsillo, de ébano, con monograma en oro.

Lupin se estremeció y vivamente recogió el objeto.

El monograma se componía de dos letras entrelazadas, una L y una M.

¡Una L y una M!

- Luis de Malreich -dijo Lupin, estremeciéndose.

Se volvió hacia Dolores.

- ¿De dónde viene este espejo? ¿De quién es? Sería muy importante que ...

Dolores echó mano a aquel objeto y lo examinó.

- No lo sé ... Jamás lo había visto .., Quizá sea de algún criado.

- De un criado, en efecto -dijo él-, pero es muy extraño ... Hay en esto una coincidencia ..,

En ese momento, Genoveva penetró por la puerta del salón y, sin ver a Lupin, a quien ocultaba un biombo, exclamó de pronto:

- Mire su espejo, Dolores ... ¿Al fin lo encontró? ... Y tanto tiempo como llevo buscándolo ... ¿Dónde estaba?

La muchacha se marchó, diciendo:

- Bueno; tanto mejor ,.. Pero qué inquieta estaba usted ... Voy a avisar inmediatamente para que ya no lo busquen más.

Lupin no se había movido. Estaba confuso y trataba en vano de comprender. ¿Por qué Dolores no había dicho la verdad? ¿Por qué no se había explicado en relación con aquel espejo? Se le ocurrió una idea, y dijo un poco al azar:

- ¿Conocía usted a Luis de Malreich?

- Sí -respondió ella, observando a Lupin y cual si se esforzara por adivinar los pensamientos que le asediaban.

Lupin se precipitó hacia ella en extremo agitado.

- ¿Usted le conocía? ¿Quién era? ¿Qué es esto? ¿Y por qué no dijo usted nada? ¿Dónde le conoció usted? Hable ..., responda ..., se lo suplico ...

- No -respondió ella.

- Pero es preciso ..., es preciso ...; piense usted ..., Luis de Malreich, el asesino, el monstruo ..., ¿por qué no dijo usted nada?

Ella, a su vez, puso sus manos sobre los hombros de Lupin y declaró con voz muy firme:

- Escuche: no me interrogue nunca, porque nunca lo diré ... Es un secreto que morirá conmigo ... Ocurra lo que ocurra, nadie lo sabrá. nadie en el mundo, lo juro ...

II

Durante algunos minutos Lupin permaneció ante ella, ansioso, con la mente trastornada.

Recordaba el silencio de Steinweg y el terror que experimentó el anciano cuando le había pedido que le revelase el terrible secreto. Dolores lo sabía también ..., y ella también callaba.

Sin decir una sola palabra, Lupin abandonó la estancia.

El aire libre, el espacio abierto, le hicieron bien.

Pasó más allá de los muros del parque y erró durante largo tiempo por los campos. Hablaba en voz alta y decía:

- ¿Qué ocurre? ¿Qué es lo que hay? Hace meses y meses que, al propio tiempo que lucho y actúo, hago bailar al extremo de sus hilos a todos los personajes que deben contribuir a la ejecución de mis proyectos; y, durante ese tiempo, olvidé completamente el inclinarme sobre ellos y observar lo que se agita en su corazón y en su cerebro. No conozco a Pedro Leduc, no conozco a Genoveva, no conozco a Dolores ... y los he tratado como muñecos, cuando en realidad son personajes vivientes. Y ahora tropiezo con obstáculos ...

Golpeó el suelo con el pie y exclamó:

- Con obstáculos que no existen. El estado de alma de Genoveva y de Pedro no me importa .... va estudiaré eso más tarde. en Veldenz. cuando yo haya hecho su felicidad. Pero Dolores ... Ella conoce a Malreich y, sin embargo, no ha dicho nada ... ¿Por qué? ¿Qué relaciones los unen? ¿Tiene ella miedo de él? ¿Tiene ella miedo de que él se fugue y corra a vengarse de una indiscreción?

Cuando llegó al coche, Lupin regresó al chalet que había reservado para sí en el fondo del parque. Cenó de muy mal humor, echando maldiciones contra Octavio, que le servía unas veces demasiado lentamente y otras veces demasiado de prisa.

- Ya tengo bastante; déjame solo ... Hoy no haces más que tonterías ... ¿Y este café? ... Es indecente ...

Arrojó la taza aún medio llena, y después, durante dos horas, se paseó por el parque rumiando las mismas ideas. Al fin. en su mente se precisó una idea:

Malreich se ha escapado de la prisión y está aterrorizando a la señora Kesselbach ... El sabe ya por ella el incidente del espejo ...

Lupin se encogió de hombros, y se dijo:

Y esta noche él va a venir a tirarte de los pies. Vamos, estoy diciendo desatinos. Lo mejor es que me acueste.

Regresó a su habitación y se acostó. Inmediatamente se durmió con pesado sueño, agitado por pesadillas. Dos veces se despertó e intentó encender la lámpara, pero las dos volvió a caer dormido, como narcotizado. Sin embargo, oyó sonar las campanadas de las horas en el reloj de la aldea ..., o más bien creyó oírlas, pues estaba hundido en una especie de estupor en el que le parecía conservar todo su espíritu.

Se sintió alucinado por sueños de angustia y de espanto. Claramente escuchó el ruido de su ventana que se abría. Y claramente también, a través de sus párpados cerrados, a través de las espesas sombras, vio una forma que avanzaba. Y esa forma se inclinó sobre él.

Tuvo la energía increíble de levantar los párpados y mirar ..., o cuando menos así se lo imaginó.

¿Soñaba? ¿Estaba despierto? Se preguntaba esto con desesperación.

Todavía otro ruido ... A su lado, alguien tomaba la caja de cerillas.

Voy a ver de una vez, dijo con una gran alegría.

Se oyó el crujido de una cerilla. La vela quedó encendida.

De la cabeza a los pies, Lupin sintió que el sudor brotaba de su piel, al propio tiempo que su corazón dejaba de latir, inmovilizado por el espanto. El hombre estaba allí.

¿Era posible? No, no ... Y, sin embargo, él veía ...

¡Oh, qué aterrador espectáculo! ... El hombre, el monstruo, estaba allí.

- No quiero ..., no quiero -balbució Lupin, enloquecido.

El hombre, el monstruo, estaba allí, vestido de negro, con una máscara sobre el rostro y el sombrero blando ocultando sus cabellos rubios.

- ¡Oh, yo sueño ..., sueño! -dijo Lupin, riendo-. Es una pesadilla ...

Con todas sus fuerzas, imponiéndose toda su voluntad, intentó hacer un ademán, uno solo, que alejara al fantasma. Pero no lo logró.

Y de pronto recordó: la taza de café, el sabor de aquel brebaje ..., semejante al gusto del café que había tomado en Veldenz.

Lanzó un grito, hizo un último esfuerzo y volvió a caer agotado.

Pero en su delirio sentía que el hombre soltaba el cuello de su camisa, ponía al desnudo su garganta y alzaba el brazo ... y vio que su mano se crispaba sobre el mango de un puñal ... Un pequeño puñal de acero, semejante a aquel que había matado al señor Kesselbach, a Chapman, a Altenheim y a tantos otros.

III

Unas horas más tarde, Lupin se despertó agotado por la fatiga y con un amargo sabor de boca. Permaneció quieto durante algunos minutos, poniendo en orden sus ideas, y de pronto, recordando, hizo un movimiento instintivo de defensa, como si alguien le atacara.

- ¡Qué imbécil soy! -exclamó, saltando de la cama-. Es una pesadilla, una alucinación. Basta con reflexionar. Si fuera él, si verdaderamente fuera un hombre de carne y hueso el que esta noche levantó el brazo contra mí, me hubiera degollado como a un pollo. Ese no titubea. Seamos lógicos. ¿Por qué me hubiera perdonado? ¿Por mis lindos ojos? No; he soñado, eso es todo ...

Se puso a silbar en tono bajo y se vistió, afectando la mayor calma, pero su espíritu no cesaba de batallar y sus ojos buscaban ...

Sobre el piso, en el reborde de la ventana, no había huella alguna. Como su habitación se encontraba en la planta baja y él dormía con la ventana abierta, sería evidente que el agresor hubiera penetrado por allí.

No descubrió nada, así como tampoco no encontró señal alguna al pie del muro exterior, ni sobre la arena del paseo que bordeaba el chalet.

- Sin ... embargo, sin embargo ... -repetía Lupin entre dientes.

Llamó a Octavio.

- ¿Dónde preparaste el café que me diste anoche?

- En el castillo, jefe, como todo lo demás. Aquí no hay cocina.

- ¿Y tú tomaste de ese café?

- No.

- ¿Tiraste el que quedaba en la cafetera?

- Caramba. sí, jefe. Usted lo encontró muy malo. Sólo tomó unos sorbos.

- Está bien. Prepara el auto. Vamos a salir.

Lupin no era hombre capaz de permanecer mucho tiempo en estado de duda. Quería una explicación decisiva con Dolores. Pero para esto necesitaba, ante todo, aclarar ciertos puntos que le parecían oscuros y ver a Doudeville, que desde Veldenz le había enviado informes bastante extraños.

Se hizo conducir directamente al gran ducado, adonde llegaron a eso de las dos de la tarde. Celebró una entrevista con el conde Waldemar, a quien pidió, con un pretexto cualquiera, que retrasara el viaje a Bruggen de los delegados de la regencia. Luego fue a ver a Juan Doudeville en una taberna de Veldenz.

Doudeville le llevó entonces a otra taberna, donde le presentó a un señor de baja estatura y bastante pobremente vestid9: herr Stockli, empleado en los archivos del Registro civil.

La conversación fue larga. Salieron juntos los tres y pasaron disimuladamente por las oficinas del Ayuntamiento. A las siete, Lupin cenó y emprendió viaje de nuevo. A las diez llegó al castillo de Bruggen y preguntó por Genoveva, a fin de penetrar en compañía de ella en la habitación de la señora Kesselbach.

Le dijeron que la señorita Ernemont había sido llamada a París por un telegrama de su abuela.

- Está bien -dijo Lupin-. Pero ¿puedo ver a la señora Kesselbach?

- La señora se retiró a su habitación, inmediatamente después de cenar. Debe de estar durmiendo.

- No, he visto luz en su gabinete. Ella me recibirá.

En realidad, apenas esperó la respuesta de la señora Kesselbach. Penetró inmediatamente detrás de la sirvienta en el gabinete de Dolores y despidió a aquella.

Tengo que hablar con usted, señora; es urgente ... Perdóneme ... Confieso que puedo parecerle a usted inoportuno ... Pero usted lo comprenderá, estoy seguro.

Lupin estaba muy excitado y no parecía en modo alguno dispuesto a aplazar la explicación, tanto más cuanto que, antes de entrar, le había parecido percibir ruido.

Sin embargo, Dolores estaba sola y tendida en una otomana. Dolores le dijo con voz cansada:

- Quizá hubiéramos podido ... mañana ...

Lupin no respondió, sorprendido de pronto por un olor que le llamaba la atención en el gabinete de Dolores ... Un olor a tabaco. Inmediatamente tuvo la intuición, la certidumbre, de que un hombre se encontraba allí en el mismo momento en que él llegó. Y que ese hombre continuaba cerca de ellos, oculto en alguna parte ...

¿Pedro Leduc? No. Pedro Leduc no fumaba. Entonces, ¿quién?

Dolores munnuró:

- Acabemos, se lo ruego.

- Sí, sí, pero ante todo ... ¿Le sería a usted posible decirme ...?

Se detuvo. ¿De qué serviría interrogarla? Si había allí, verdaderamente, un hombre oculto, ¿lo denunciaría ella?

Entonces, Lupin se decidió, y tratando de dominar aquella especie de temor molesto que le oprimía al presentir la presencia de un extraño, dijo en voz baja, de modo que solamente Dolores le oyera:

- Escuche usted, he sabido una cosa ... que no comprendo ... y que me turba profundamente. Es preciso que usted me responda, Dolores.

Pronunció el nombre de ella con una gran dulzura, cual si intentara dominarla por la amistad y la ternura de su voz.

- ¿De qué se trata? -dijo ella.

- En el Registro Civil de Veldenz hay tres nombres que corresponden a los nombres de los últimos descendientes de la familia Malreich, establecida en Alemania.

- Sí, usted ya me contó eso ...

- Como usted recordará, primero está Raúl de Malreich, más conocido bajo el apodo de Altenheim, el bandido, el apache del gran mundo ..., ahora muerto ..., asesinado.

- Sí.

- Seguidamente, figura el de Luis de Malreich, el monstruo, el espantoso asesino que dentro de unos días será guillotinado.

- Sí.

- Y luego, por último, Isilda, la loca ...

- Sí.

- Todo eso, por tanto, está bien comprobado, ¿no es así?

- Sí.

- Pues bien -continuó Lupin, inclinándose más sobre ella-: conforme a una investigación que acabo de realizar, resulta que el segundo de los tres nombres, Luis, o, más bien, la parte de la línea en la cual está escrito, fue hace tiempo objeto de raspaduras. La línea aparece con una escritura nueva, hecha encima y con una tinta mucho más reciente, pero que no logró borrar por entero lo que había escrito debajo. De modo que ...

- ¿De modo que ... ? -dijo la señora Kesselbach en voz baja.

- Pues que, con una buena lupa, y sobre todo por medio de procedimientos especiales de que dispongo, hice resurgir algunas de las sílabas borradas y, sin error alguno y con toda certidumbre, conseguí reconstruir lo que había sido escrito primeramente. Y entonces lo que allí aparece no es el nombre de Luis de Malreich, sino ...

- ¡Oh!, calle usted, calle usted ...

Súbitamente, agobiada por el excesivo esfuerzo de resistencia que Dolores hacía, se encogió y con la cabeza entre las manos y con los hombros sacudidos por convulsiones, rompió a llorar.

Lupin miró largo tiempo a aquella criatura, imagen de la divinidad, tan digna de lástima y tan desamparada. Y sintió impulsos de callarse, de suspender el torturante interrogatorio que le infligía.

Pero ¿acaso no procedía él así para salvarla? Y para salvarla, ¿no era necesario que él supiese la verdad, por dolorosa que resultase?

Prosiguió:

- ¿Y por qué esa falsedad?

- Es mi marido -balbució ella-. Fue él quien hizo eso. Con su fortuna, él lo podía todo, y antes de nuestro matrimonio consiguió de un empleado subalterno que este cambiara en los libros de registro el nombre del segundo hijo de la familia.

- Que cambiara el nombre y el sexo -dijo Lupin.

- Sí -confirmó ella.

- Así pues -continuó él-, yo no me había equivocado: el antiguo nombre, el verdadero, era Dolores. Pero ¿por qué su marido ...?

Dolores, con las mejillas bañadas por el llanto. llena de vergüenza, murmuró:

- ¿No lo comprende usted?

- No.

- Pero piense usted -dijo ella, temblorosa- que yo era la hermana de Isilda la loca, la hermana de Altenheim el bandido. Mi marido. O más bien dicho, mi prometido, no quiso que yo continuara siéndolo. El me amaba. Y yo también le amaba y consentí en ello. Mandó suprimir en los libros de registro el acta de Dolores de Malreich y me compró documentos nuevos, otra personalidad, otra acta de nacimiento, y me casé en Holanda bajo otro nombre de soltera, el de Dolores Amonti.

Lupin reflexionó por unos momentos, y dijo, pensativo:

- Sí .... sí .... comprendo. Pero entonces Luis de Malreich no existe, el asesino de su marido, el asesino de su hermana y el de su hermano no se llama así ...; su nombre ...

Dolores se irguió. respondiendo vivamente:

- Sí, su nombre es ese, se llama así ... A pesar de todo, ese es su nombre ... Luis de Malreich ... L y M ..., recuérdelo usted ...; no investigue más ... Es un terrible secreto, y además. ¡qué importa! ... El culpable está allá ... El es el culpable ... Yo se lo dije. ¿Acaso se defendió cuando yo le acusé cara a cara? ¿Acaso podía defenderse, lo mismo con ese nombre que con otro? Es él .... es él ... El ha matado ... El golpeó con el puñal ... El puñal de acero ... ¡Ah!. si se pudiera decir todo ... Luis de Malreich ... Si yo pudiera ...

Ella se revolcaba sobre la otomana, presa de una crisis nerviosa, y su mano estaba crispada sobre la de Lupin, el cual escuchó que Dolores tartamudeaba estas palabras mezcladas a otras ininteligibles:

- Protéjame .... protéjame ...; sólo usted puede hacerlo ...; no me abandone; soy tan desgraciada ... ¡Ah, qué tortura, qué tortura! ... Es un infierno.

Lupin, con su mano libre, le acarició los cabellos y la frente con infinita dulzura, y, a influjo de la caricia, ella se tranquilizó poco a poco.

Luego, Lupin la miró de nuevo largo tiempo, y se preguntó qué podría haber oculto detrás de aquella hermosa y pura frente ... ¿Qué secreto atormentaba aquella alma misteriosa?

¿Tenía ella miedo también? Pero ¿de quién? ¿Contra quién suplicaba ella que la protegiese?

De nuevo, Lupin se sintió obsesionado por la imagen del hombre de negro, de aquel Luis de Malreich, enemigo tenebroso e incomprensible, cuyos ataques tenía que contener sin saber de dónde venían y ni siquiera si iban a producirse.

¡Qué importaba que el monstruo estuviese en la prisión vigilado día y noche! ... ¿Acaso no sabía Lupin por propia experiencia que hay seres para quienes la prisión no existe y que se liberan de sus cadenas en el minuto fatídico? Y Luis de Malreich era de esos.

Sí, cierto es que había un alguien en la prisión de la Santé, en la celda de los condenados a muerte. Pero ese podía ser un cómplice, o bien otra víctima de Malreich ...

Mientras él, el propio Malreich, rondaba en torno al castillo de Bruggen, se deslizaba a favor de las sombras como un fantasma invisible, penetraba en el chalet del parque, y, en la alta noche, alzaba su puñal sobre Lupin dormido y paralizado.

Y era Luis de Malreich quien aterrorizaba a Dolores, quien la enloquecía con sus amenazas, quien la tenía prisionera suya por algún secreto temible y la obligaba al silencio y a la sumisión.

Y Lupin imaginaba el plan del enemigo: arrojar a Dolores, desconcertada y temblorosa, en los brazos de Pedro Leduc; suprimirle a él, Lupin, y reinar en su lugar con el poder de un gran duque y los millones de Dolores.

Hipótesis probable, hipótesis segura, que se adaptaba a los acontecimientos y proporcionaba una solución a todos los problemas.

¿A todos? -objetaba Lupin-. Sí ... Pero, entonces, ¿por qué no me mató esta noche en el chalet? No tenía más que querer hacerlo, pero no lo quiso. Un ademán y yo estaría muerto. Ese ademán él no lo hizo. ¿Por qué?

Dolores abrió los ojos, le vio y sonrió con pálida sonrisa.

- Déjeme usted- suplicó ella.

Lupin se levantó, titubeante. ¿Iría a ver si el enemigo estaba oculto detrás de la cortina o escondido detrás de las ropas colgadas en aquel armario?

Ella repitió dulcemente:

- Váyase ...; voy a dormir ...

Lupin se fue.

Ya fuera, se detuvo bajo los árboles que formaban un macizo de sombras delante de la fachada del castillo. Vio luz en el gabinete de Dolores. Luego esa luz pasó al dormitorio. Al cabo de unos minutos se hizo la oscuridad.

Esperó. Si el enemigo estaba allí, ¿saldría acaso del castillo? Transcurrió una hora ... Dos horas ... Ningún ruido.

No hay nada que hacer -pensó Lupin-, O bien él se ha encerrado en algún rincón del castillo ..., o bien ha salido por una puerta que yo no puedo ver desde aquí ... A menos que todo eso sea, por mi parte, la más absurda de las hipótesis ...

Encendió un cigarrillo y regresó hacia el chalet.

Cuando se acercaba, divisó, bastante lejos todavía, una sombra que parecía alejarse. Permaneció quieto por temor a provocar alarma. La sombra cruzó una avenida. A la claridad de la luna le pareció reconocer en aquella sombra la silueta negra de Malreich. Se lanzó tras él. La sombra huyó y desapareció.

Vamos -se dijo-. Será mañana. Y esta vez ...

IV

Lupin entró en la habitación de Octavio, le despertó y le ordenó:

- Toma el auto. Estarás en París a las seis de la mañana. Vete a ver a Jacobo Doudeville, y le dirás: primero, que me mande noticias del condenado a muerte; segundo, que me envíe, apenas se abran las oficinas de Correos, un telegrama así concebido ...

Redactó el telegrama en una hoja de papel, y agregó:

- Tan pronto cumplas tu misión regresarás, pero por aquí y bordeando los muros del parque. Vete, pero es preciso que nadie se dé cuenta de tu ausencia.

Lupin regresó a su habitación, hizo funcionar el resorte de su linterna y comenzó a realizar una minuciosa inspección.

En efecto, es eso -dijo para sí al cabo de un instante-. Alguien ha venido esta noche aquí mientras yo acechaba debajo de la ventana. Y si ha venido, no tengo duda alguna sobre su intención ... Decididamente, no me equivocaba ... La cosa está que arde ... Ahora ya puedo estar seguro de recibir el golpe de puñal ...

Por prudencia tomó un cobertor, escogió un lugar del parque bien aislado y durmió allí bajo las estrellas.

A eso de las once de la mañana se presentó Octavio ante él.

- Ya está hecho, jefe. El telegrama fue enviado.

- Muy bien. Y Luis de Malreich, ¿continúa en la prisión?

- Sí, continúa allí. Doudeville pasó frente a su celda ayer noche en la Santé. El carcelero salía de la celda. Habló con él. Malreich continúa siendo el mismo, al parecer: mudo como una estatua. Espera.

- ¿Y qué es lo que espera?

- ¡Caramba!, la hora fatal. En la Prefectura se dice que la ejecución tendrá lugar pasado mañana.

- Tanto mejor, tanto mejor -dijo Lupin-. Lo que está más claro es si se ha evadido o no.

Renunció a comprender e incluso a investigar el enigma: hasta tal punto presentía que toda la verdad iba a serle revelada. No tenía más que preparar su plan a fin de que el enemigo cayera en la trampa.

O que caiga yo mismo en ella, pensaba, riendo.

Se sentía alegre, con el espíritu libre, y nunca antes se había anunciado para él una batalla con mayores posibilidades.

Desde el castillo un criado le trajo el telegrama que le había ordenado poner a Doudeville, y que el cartero acababa de entregar. Lo abrió y lo guardó en el bolsillo.

Poco antes de mediodía encontró a Pedro Leduc en uno de los paseos del parque, y sin más preámbulo le dijo:

- Te andaba buscando ... Hay cosas graves ... Es preciso que me respondas francamente. ¿Desde que te encuentras en este castillo, has visto alguna vez a algún otro hombre que no sean los criados alemanes que yo he colocado aquí?

- No.

- Reflexiona bien. No se trata de un visitante cualquiera. Me refiero a un hombre que se ocultaría, cuya presencia tú hubieras comprobado ..., o incluso que tú hubieras sospechado por algún indicio, por alguna huella.

- No ... ¿Es que acaso usted habrá ...?

- Sí. Aquí se oculta alguien ... Alguien ronda por aquí ... ¿Dónde? ¿Y quién? ¿Y con qué objeto? Yo no lo sé ..., pero lo sabré. Ya tengo presunciones. Por tu parte, estate ojo alerta ... Vigila ... y, sobre todo, no le digas ni una palabra a la señora Kesselbach ... Es inútil inquietarla ...

Lupin se fue.

Pedro Leduc, sorprendido, desconcertado. reanudó su camino hacia el castillo. En el trayecto, sobre el césped, vio un papel azul. Lo recogió. Era un telegrama. No se trataba de un papel cualquiera, arrugado, que se arroja sin darle importancia, sino que estaba plegado cuidadosamente ... Perdido, sin duda, por alguien. El telegrama estaba dirigido al señor Meauny, nombre que llevaba Lupin en Bruggen. Contenía estas palabras:

Ya sabemos toda la verdad. Imposible comunicar revelaciones por carta. Tomaré el tren esta noche. Nos veremos mañana a las ocho en la estación de Bruggen.

Magnífico -se dijo Lupin, que desde un macizo próximo vigilaba los manejos de Pedro Leduc-. Perfecto; de aquí a diez minutos. este joven idiota le habrá enseñado el telegrama a Dolores y le habrá comunicado todas mis inquietudes. Hablarán todo el día y el otro lo oirá; el otro se enterará, porque lo sabe todo, porque vive en la propia sombra de Dolores y porque Dolores está entre sus manos como una presa fascinada ... Y esta noche él actuará. por miedo al secreto que deberán revelarme ...

Lupin se alejó canturriando.

Esta noche .... esta noche ... se bailará ... Esta noche ... ¡Qué vals. amigos míos! El vals de la sangre con la música de un pequeño puñal niquelado ... En fin. vamos a reímos.

En la puerta del pabellón llamó a Octavio. subió a su dormitorio. se acostó en la cama y le dijo al chófer:

- Siéntate ahí, Octavio, y no te duermas. Tu jefe va a descansar. Vela por él, fiel servidor.

Durmió con excelente sueño.

- Como Napoleón en la mañana de Austerlitz -dijo al despertarse.

Era la hora de la cena. Comió copiosamente, y después, mientras fumaba un cigarrillo, inspeccionó sus armas y cambió las balas de sus dos revólveres.

La pólvora seca y la espada afilada, como dice mi amigo el kaiser ... ¡Octavio!

Octavio acudió.

- Vete a cenar al castillo con los criados. Anúnciales que te vas esta noche a París en el automóvil.

- ¿Con usted, jefe?

- No, solo. Y tan pronto hayas terminado de cenar, partirás, en efecto, ostensiblemente.

- Pero ¿no iré a París?

- No, esperarás fuera del parque, en la carretera, a un kilómetro de distancia ... Hasta que yo llegue. Esto va a durar mucho.

Fumó otro cigarrillo, se paseó, pasó delante del castillo, vio luz en las habitaciones de Dolores y luego regresó al chalet. Allí tomó un libro. Era las Vidas de hombres ilustres.

- Aquí falta una, y es la más ilustre -dijo-. Pero el porvenir está ahí, y pondrá las cosas en su punto. Y me pondrán aquí como a Plutarco un día cualquiera.

En el libro leyó la Vida de César, y anotó al margen de las páginas algunos pensamientos.

A las once y media subió.

Por la ventana abierta se inclinó hacia la noche inmensa, clara y sonora, temblorosa de ruidos confusos. A su mente acudieron recuerdos ... Recuerdos de frases de amor que había leído o había oído pronunciar, y repitió varias veces el nombre de Dolores con el fervor de un adolescente que apenas se atreve a confiar al silencio el nombre de su bien amada.

Vamos, preparémonos, se dijo.

Dejó la ventana entreabierta, apartó un velador que estorbaba el paso y colocó sus armas debajo de la almohada. Luego. tranquilamente, sin la menor emoción, se metió en la cama completamente vestido y apagó de un soplo la vela. Y el miedo comenzó.

Fue inmediato. Desde que las sombras le envolvieron, comenzó el miedo.

- ¡Maldita sea! -exclamó.

Saltó de la cama. tomó las armas y las arrojó al pasillo.

- Con mis manos solo, con mis manos solo. Nada vale tanto como la presión de mis manos.

Se acostó. De nuevo las sombras y el silencio, y de nuevo el miedo, el miedo socarrón, lacerante, invasor ...

En el reloj de la aldea sonaron doce campanadas ... Lupin pensó en aquel ser inmundo que allí abajo. a cien metros. a cincuenta metros de él, se preparaba, probaba la punta aguda de su puñal.

- Que venga ..., que venga -munnuraba. tembloroso-, y los fantasmas se desvanecerán ...

En el reloj de la aldea sonó ahora la una. Y transcurrían los minutos .... minutos interminables, minutos de fiebre y angustia ... En la raíz de sus cabellos brotaban gotas de sudor que corrían por su frente, y tal le parecía que aquel era un sudor de sangre que le bañaba por entero ...

Las dos ... y entonces, en alguna parte, muy cerca. vibró casi imperceptible un ruido, un ruido de hojas removidas ... Un ruido que no era en modo alguno el de las hojas que remueve el viento de la noche ...

Cual Lupin había previsto, se produjo en él instantáneamente una inmensa calma. Toda su naturaleza de gran aventurero trepidaba de alegría.

Era, al fin, la lucha.

Se oyó otro ruido más claro bajo la ventana, pero todavía débil, al extremo de que era preciso poseer el agudo oído de Lupin para percibirlo. Transcurrían los minutos, minutos espantosos ...; la sombra era de un negro macizo. No penetraba en ella la claridad de una estrella o de la luna. De pronto, sin que nada hubiera oído Lupin, este supo que el hombre estaba en la habitación.

El hombre avanzaba hacia el lecho. Avanzaba como un fantasma, sin desplazar el aire de la estancia y sin mover los objetos que tocaba. Pero con todo su instinto, con toda su potencia nerviosa, Lupin veía los ademanes del enemigo e incluso adivinaba la sucesión de sus ideas. Lupin no se movía, arqueado contra el muro y casi de rodillas, presto a saltar. Sintió que la sombra crecía, palpaba las ropas de la cama para darse cuenta del punto sobre el que iba a golpear. Lupin escuchó su respiración. Hasta le pareció oír los latidos de su corazón. Y comprobó con orgullo que su propio corazón no latía con más fuerza ..., en tanto que el corazón del otro ... ¡Oh, sí, cómo lo 'escuchaba!, aquel corazón desordenado, loco, que, como el batiente de una campana, chocaba con las paredes del pecho.

La mano del otro se alzó ... Un segundo, dos segundos ...

¿Acaso titubeaba? ¿Iba todavía a dejar vivo a su adversario?

Y en el gran silencio, Lupin dijo:

- Golpea, golpea de una vez.

Se oyó un grito de rabia ... El brazo bajó como movido por un resorte. Luego se oyó un gemido. Aquel brazo, Lupin lo había cogido al vuelo, sujetándolo a la altura del puño ... Y revolcándose fuera del lecho, imponente, irresistible, apresó al hombre por la garganta y le derribó.

Eso fue todo. No hubo lucha. Ni siquiera podía haber lucha. El hombre yacía en tierra como clavado, atornillado al suelo por dos tornillos de acero que eran las manos de Lupin. No había hombre en el mundo, por fuerte que fuese, que pudiera desprenderse de aquella presa.

Y ni una palabra. Lupin no pronunció ninguna de aquellas palabras que se divertía en decir, de ordinario, con su verbo burlón. No tenía deseos de hablar. Eran unos momentos demasiado solemnes. No experimentaba ninguna vana alegría, ninguna exaltación gloriosa. En el fondo, no sentía más que un apremio: el saber quién estaba allí ... ¿Luis de Malreich, el condenado a muerte? ¿Algún otro? ¿Quién?

Arriesgándose a estrangular a aquel hombre, le apretó la garganta un poco más, otro poco más y un poco más todavía.

Y entonces sintió que todas las fuerzas del enemigo, todo cuanto le quedaba de fuerzas, le abandonaban. Los músculos del brazo se aflojaron, quedaron inertes. La mano se abrió y soltó el puñal.

Luego, ya libre de toda amenaza por parte de su adversario, con la vida de este suspendida en la temible garra de sus dedos, sacó su linterna de bolsillo, puso sin apoyarlo su índice sobre el resorte y la acercó a la cara del hombre.

Ya no tenía más que apretar el resorte, que quererlo así, y entonces ya sabría todo.

Durante unos segundos saboreó su poder. Una ola de emoción se alzó dentro de él. Le invadió la visión de su triunfo. Una vez más, y en forma soberbia, heroica, él era el amo.

De un golpe seco hizo la luz. El rostro del monstruo apareció iluminado. Lupin lanzó un aullido de espanto. Era Dolores Kesselbach.
Índice de Los tres crímenes de Arsenio Lupin de Maurice Leblanc Capítulo séptimo - El hombre negroCapítulo noveno - La mujer que mataBiblioteca Virtual Antorcha