Índice de La duquesa de Langeais de Honoré de BalzacPresentación de Chantal López y Omar CortésSegunda parteBiblioteca Virtual Antorcha

PRIMERA PARTE

En cierta ciudad española situada sobre una isla del Mediterráneo existe un convento de Carmelitas Descalzas, en el cual la regla de la Orden instituida por Santa Teresa se ha conservado en el primitivo rigor de la reforma debida a esa ilustre mujer. Por más extraordinario que parezca, el hecho es verdadero. Aunque las casas religiosas de la Península y las del Continente hayan sido casi todas destruidas o trastornadas por los estallidos de la revolución francesa y de las guerras napoleónicas, el rico convento y los pacíficos habitantes de aquella isla se hallaron al abrigo de las inquietudes y expoliaciones generales, gracias a la protección de la marina inglesa. Las tempestades de todo género que agitaron los quince primeros años del siglo diecinueve se estrellaron, pues, en aquella roca poco distante de las costas de Andalucía. Si el nombre del emperador llegó a zumbar hasta en esa playa, es dudoso que su fantástico cortejo de gloria y las llameantes majestades de su vida meteórica hayan sido comprendidos por las santas mujeres arrodilladas en aquel claustro. Cierta rigidez conventual que nada había alterado prestigiaba ese asilo en todas las memorias del mundo católico; y la pureza de su regla también atraía, desde los puntos más alejados de Europa, a tristes mujeres cuyas almas, despojadas de todo lazo terreno, suspiraban por ese largo suicidio cumplido en el seno de Dios. Por otra parte, ningún convento era tan favorable como aquél al desasimiento completo de las cosas del mundo, exigido por la vida religiosa. Sin embargo, es dado ver en el Continente un gran número de esas residencias magníficamente construidas a tal objeto: unas están sepultadas en el fondo de los más solitarios valles; otras, suspendidas en lo alto de las montañas más abruptas o arrojadas al borde de los precipicios; en todo lugar ha buscado el hombre la poesía de lo infinito, el solemne horror del silencio; en todas partes ha querido él acercarse a Dios: la ha interrogado en las cimas, en el fondo de los abismos, al borde de lo acantilados, y lo encontró al fin en todo lugar. Pero en ninguna parte como en esa roca medio europea y medio africana podían encontrarse tantas armonías diferentes capaces de levantar el alma, igualar las impresiones más dolorosas, atemperar las más vivas y ofrecer a las penas de la vida un lecho profundo. Aquel monasterio fue construido en la extremidad de la isla, y sobre el punto más alto de la roca que por efecto de una gran revolución del globo, está cortada a pique sobre el mar y le presenta las duras aristas de sus planos ligeramente roídos a la altura del agua, pero infranqueables de cualquier modo. Además la roca está protegida de todo ataque por escollos peligrosos que se prolongan a lo lejos y sobre los cuales juegan las olas del Mediterráneo. Es necesario, pues, estar en el mar para ver los cuatro cuerpos del edificio, cuadrado, cuya forma, dimensiones y aberturas, fueron minuciosamente prescritas por las leyes monásticas. Vista desde la ciudad la iglesia disfraza enteramente las sólidas construcciones del claustro, cuyos techos aparecen cubiertos por anchas losas que los hacen invulnerables a los golpes del viento, a las tormentas y a los ardores del sol. La iglesia, debida a las liberalidades de una familia española, corona la ciudad: audaz y elegante, su fachada presta una fisonomía bella y grandiosa a esa pequeña ciudad marítima. ¿No es un espectáculo lleno de todas nuestras sublimidades terrestres aquél de una ciudad cuyos techos, apretados y dispuestos casi todos en anfiteatro delante de un lindo puerto, aparecen dominados por un magnífico pórtico de triglifo gótico, de campanarios, de menudas torres y flechas recortadas? La religión dominando la vida ofrece sin cesar a los hombres el fin y los medios, ¡imagen muy española por otra parte! Ubicad ese paisaje en el medio del Mediterráneo, bajo un cielo quemante; acompañadlo de algunas palmeras, de numerosos árboles achaparrados pero vivaces que mezclan sus verdes frondas agitadas a los follajes esculpidos de la inmóvil arquitectura. Ved las franjas del mar blanqueando los arrecifes y oponiéndose al azul zafir de las aguas; admirad las galerías, las terrazas construidas en lo alto de cada vivienda y a las que los habitantes suben para respirar el aire de la noche, entre las flores y las copas de los árboles que veis en sus pequeños jardines. Después, en el puerto, algunas velas. Escuchad, en fin, bajo la serenidad de una noche qUe comienza, la música del órgano, el canto de los oficios y el son admirable de las campanas en plena mar. Doquiera, el rumor y la calma; pero más a menudo la calma por doquiera. Interiormente la iglesia se dividía en tres naves oscuras y misteriosas. La furia de los vientos había impedido tal vez al arquitecto construir lateralmente aquellos arbotantes que adornan casi todas las catedrales y entre los que se instalan las capillas; de modo tal que ninguna luz esparcían allí los muros que flanqueaban las dos pequeñas naves. Dichas murallas ofrecían al exterior el fuerte aspecto de sus masas grises, apoyadas de tramo en tramo sobre enormes contrafuertes. La nave central y sus dos pequeñas galerías laterales sólo estaban iluminadas, pues, por la rosa de vitrales coloreados abierta con milagroso arte sobre el pórtico, cuya exposición favorable había permitido el lujo de los encajes de piedra y demás hermosuras particulares del orden impropiamente llamado gótico. En su mayor parte, las tres naves estaban libradas a los habitantes de la ciudad que acudían a oir la misa y los oficios. Delante del coro se hallaba una reja, detrás de la cual pendía un cortinado oscuro y de pliegues numerosos que se entreabría ligeramente en el medio, a fin de no dejar ver sino al oficiante y el altar. La reja estaba separada a Intervalos iguales por pilares que sostenían una tribuna interior y el órgano. Dicha construcción, armonizando con los ornamentos de la iglesia, reproducía exteriormente, en madera tallada, las pequeñas columnas de las galerías sostenidas por los pilares de la nave central. Si un curioso hubiera tenido la audacia de trepar sobre la balaustrada de aquellas galerías, le hubiera sido imposible ver dentro del coro otra cosa que las largas ventanas octógonas y coloreadas que se disponían regularmente en torno del altar mayor.

Durante la expedición francesa enviada a España para restablecer la autOridad del rey Fernando VII, y después de la toma de Cádiz, un general francés, llegado a la isla para hacer reconocer en ella el gobierno real, prolongó allí su residencia con el fin de ver dicho convento, y logró introducirse en él. Ciertamente, la empresa era delicada; pero un hombre cuya vida no había sido, por decirlo así, más que una serie de poesías en acción y que siempre había vivido novelas en lugar de escribirlas, un hombre de ejecución sobre todo, no podía menos que sentirse tentado por una cosa en apariencia imposible. ¿Abrirse legalmente las puertas de un convento de mujeres? Apenas el Papa o el arzobispo metropolitano lo habrían permitido. ¿Usar la astucia o la fuerza no habría equivalido, en caso de indiscreción, a perder toda su fortuna militar sin conseguir su objeto? El duque de Angulema todavía estaba en España, y, entre todas las faltas que hubiera podido cometer impunemente un hombre estimado por el generalísimo, sólo aquélla no le habría merecido piedad. Dicho general había solicitado tal misión a fin de satisfacer una secreta curiosidad, aunque jamás curiosidad alguna fue tan desesperada. Pero aquella última tentativa era ya un caso de conciencia. La casa de aquellas Carmelitas era el único convento español que había escapado a sus pesquisas. Durante la travesía, que apenas duro una hora, se había levantado en su alma un presentimiento favorable a sus esperanzas; pues, aunque del convento sólo había visto las murallas y de sus religiosas ni aun los vestidos conocía, ni siquiera la voz, como no fuera en los cantos de la liturgia, encontró en aquellas murallas y en esos cantos ligeros indicios que justificaron su frágil esperanza. Por más ligeras que resultasen, en fin, sospechas tan extrañamente despertadas, nunca pasión humana se interesó tanto en ello como lo hizo entonces la curiosidad del general. Pero no hay nunca pequeños acontecimientos para el corazón: él lo engrandece todo y pone en las mismas balanzas la caída de un imperio de catorce años y la caída de un guante de mujer; y casi siempre, el guante pesa en ella más que el imperio. Ahora bien, he ahí los hechos en toda su simplicidad positiva. Después de los hechos vendrán las emociones.

Una hora después que el general hubo abordado la isla, la autoridad real fue restablecida en ella. Algunos españoles constitucionales, que allí se habían refugiado después de la toma de Cádiz, se embarcaron en una nave que el general les permitió fletar para que se dirigieran a Londres. No hubo, pues, ni resistencia ni reacción alguna. Aquella pequeña Restauración insular no se hizo sin una misa a la cual debieron asistir las dos compañías enviadas en expedición. Ahora bien ignorando el rigor de la clausura en las Carmelitas Descalzas, el general había esperado lograr en la iglesia algunas noticias referentes a las religiosas encerradas en el convento, una de las cuales le era quizás más cara que la vida y más preciosa que el honor. Al principio sus esperanzas fueron cruelmente defraudadas: a decir verdad, la misa se celebró con pompa; en honor de la solemnidad, las cortinas que ocultaban habitualmente el coro fueron descorridas y dejaron ver las riquezas, los preciosos cuadros y las urnas adornadas de pedrerías, cuyo fulgor borraba el de los ex-votos de oro y plata, colgados por los marinos de aquel puerto en los pilares de la nave central; pero las religiosas se habían refugiado en la tribuna del órgano. Sin embargo, y a pesar de aquel primer fracaso, durante la misa en acción de gracias se desarrolló largamente el drama tal vez más secretamente interesante que haya hecho latir un corazón de hombre. La hermana que tocaba el órgano despertó un entusiasmo tan vivo que ninguno de los militares lamentó haber asistido al oficio: hasta los soldados se complacieron, y todos los oficiales fueron presa del mismo rapto. En cuanto al general, permaneció calmo y frío en apariencia. Las sensaciones que le causaron los diferentes trozos ejecutados por la religiosa entran en el pequeño número de hechos cuya expresión se niega a la palabra y la vuelve impotente, pero que, semejantes a la muerte, a Dios, a la Eternidad, no pueden apreciarse sino en el ligero punto de contacto que tienen con los hombres. Por un raro azar, la música del órgano parecía pertenecer a la escuela de Rossini, el compositor que ha dado más pasión humana al arte musical y cuyas obras, por su número y extensión, inspiraran algún día un respeto homérico. Entre las partituras debidas a ese amable genio, la religiosa parecía haber estudiado más particularmente la del Mose, quizás porque el sentimiento de la música sagrada cobra en él su más alto grado. Tal vez aquellos dos espíritus, uno tan gloriosamente europeo y el otro desconocido, se habían encontrado en la intuición de una misma poesía. Tal opinión era la de dos oficiales, verdaderos dilettanti, que añoraban sin duda en España el teatro Favart. Durante el Te Deum, en fin, fue imposible no reconocer un alma francesa en el carácter que tomó de súbito la música. El triunfo del Rey Cristianísimo excitaba evidentemente la más honda alegría en el corazon de aquella religiosa. Y, ciertamente, era francesa. Bien pronto el sentimiento de la patria estalló, brotó como una gavilla de luz en una réplica de órgano en la que la hermana introducía motivos que respiraron tOda la delicadeza del gusto parisiense y a los cuales se mezclaron vagamente los pensamientos de nuestros más hermosos aires nacionales. En ese gracioso homenaje hecho a las armas triunfantes, manos españolas no habrían puesto el calor que acababa de denunciar el origen de la organista.

- ¿Francia está, pues, en todas partes? -dijo un soldado.

El general había salido durante el Te Deum, le era imposible escuchar: la ejecución de la organista le denunciaba una mujer amada con delirio, la cual se había sepultado tan profundamente en el seno de la religión y escondido con tanto afán a las miradas del mundo, que hasta entonces había escapado a las insistentes búsquedas hechas con habilidad por hombres que disponían de un gran poder y de una inteligencia superior. La sospecha despertada en el corazón del general fue casi justificada por el llamado de un aire delicioso en su melodía, el aire de Fleuve du Tage, romanza francesa cuyo preludio había oído ejecutar muchas veces, en un tocador de París, por la persona que él amaba, y del cual aquella religiosa acababa de servirse para expresar, en medio del júbilo de los triunfadores, las nostalgias de una exilada. ¡Terrible sensación! ¡Esperar la resurrección de un amor perdido, reencontrarlo perdido todavía, entreverlo misteriosamente al cabo de cinco años, durante los cuales la pasión se había irritado en el vacío y magnificado en la inutilidad de las tentativas hechas para darle satisfacción!

¿Quién alguna vez en su vida no ha revuelto su casa, sus papeles, escudriñado su memoria con impaciencia buscando un objeto precioso, y sentido luego del inefable placer de encontrarlo, tras un día o dos agotados en vanas pesquisas, después de haber esperado y desesperado de encontrarlo, después de haber gastado las más vivas irritaciones del alma por aquella nadería importante que le inspiraba casi una pasión? ¡Y bien, prolongad esa especie de rabia durante cinco años; colocad una mujer, un corazón, un amor en el lugar de aquella nadería; transportad la pasión a las más altas regiones del sentimiento; luego imaginad un hombre ardiente, un hombre de corazón y semblante de león, uno de esos hombres de crin o melena que imponen y comunican un reSpetuoso terror a los que lo encaran! Tal vez comprendáis entonces la brusca salida del general durante el Te Deum, en el instante en que el preludio de una romanza, oída por él antaño, con delicias, bajo artesonados de oro, vibró en la nave de aquella iglesia marina.

Descendió la calle montuosa que conducía a la iglesia, y sólo se detuvo cuando los graves sones del órgano ya no llegaban a su oído. Incapaz de pensar en otra cosa que no fuera su amor, cuya erupción Volcanica le quemaba el pecho, el general francés no advirtió el final del Te Deum sino cuando la concurrencia española descendía en oleadas. Pensó que su conducta o su actitud podrían parecer ridículas, y recobró su lugar a la cabeza del cortejo, diciéndoles al alcalde y al gobernador de la ciudad que una súbita indisposición le había obligado a salir. Luego, a fin de poder quedarse en la isla, pensó en sacar partido de aquel pretexto dado al azar. Aferrándose a una supuesta agravación de su malestar se negó a presidir el banquete ofrecido a los oficiales franceses por las autoridades insulares; se metió en cama e hizo escribir al mayor general para anunciarle la enfermedad pasajera que le obligaba a ceder el mando de las tropas a un coronel. Aquella vulgar astucia, tan natural por otra parte, lo libró de todo cuidado por el tiempo que necesitaba para realizar sus proyectos. A guisa de hombre esencialmente católico y monárquico, se informó de la hora de los oficios y afectó la adhesión más grande a las prácticas religiosas, piedad que en España no debía sorprender a nadie.

Al día siguiente, durante la partida de sus soldados, el general se dirigió al convento para asistir a vísperas. Encontró la iglesia abandonada por los habitantes que, pese a su devoción, se habían dirigido al puerto para ver el embarque de las tropas. El francés, dichoso de hallarse solo en la iglesia, tuvo buen cuidado de hacer que el ruido de sus espuelas se divulgara en las bóvedas sonoras; marchó estrepitosamente, tosió y se habló a sí mismo en voz alta, para dar a entender a las religiosas, y sobre todo a la organista, que si los franceses partían, al menos quedaba uno. Aquel singular aviso ¿fue acaso escuchado, comprendido? El general así lo creyó. Durante el Magnificat, el órgano pareció darle una respuesta llevada en las vibraciones del aire. El alma de la religiosa voló hacia él en alas de sus acordes, y se emocionó en el movimiento de los sonidos. La música estalló en todo su poderío y enardeció la iglesia: aquel canto de júbilo, consagrado por la sublime liturgia de la Cristiandad Romana a la exaltación del alma en presencia de los esplendores del Dios vivo siempre, se convirtió en la expresión de un corazón casi espantado de su felicidad en presencia de los esplendores de un amor perecedero, que aún duraba y que venía a agitada en la tumba religiosa donde se sepultan las mujeres para renacer como esposas de Cristo.

Ciertamente, el órgano es el más grande, el más audaz, el más poderoso de los instrumentos creados por el genio humano. Es una orquesta entera a la cual una mano hábil puede pedirle todo, segura de que ha de expresado todo. En cierta manera, ¿no es un pedestal sobre el que se posa el alma para lanzarse a los espacios, cuando, en su vuelo, quiere trazar mil cuadros, pintar la vida, recorrer el infinito que separa el cielo de la tierra? Cuanto más un poeta escucha sus gigantescas armonías, mejor concibe que, entre los hombres arrodillados y el Dios escondido en los deslumbrantes fulgores del Santuario, sólo las cien voces de ese coro terrestre pueden salvar la distancia y convertirse en los intérpretes capaces de transmitir al cielo las plegarias humanas, con la omnipotencia de sus modos, con la diversidad de sus melancolias, con los tintes de sus cavilosos éxtasis, con el trazo impetuoso de sus arrepentimientos y las mil fantasías de todas las creencias. Sí, bajo esas largas bóvedas, las melodías creadas por el genio de las cosas santas encuentran grandores inauditos de los cuales se adornan y fortifican. Allá, el día cadente, el silencio profundo, los cantos que alternan con el trueno del órgano, les tejen a Dios como un velo a través del cual irradian sus luminosos atributos. Todas esas riquezas sagradas parecieron ser arrojadas como un grano de incienso en el frágil altar del Amor y frente al trono eterno de un Dios celoso y vengador. En efecto, el júbilo de la religiosa no tuvo el carácter de grandeza y gravedad que debe armonizarse con las solemnidades del Magnificat; le dió ella ricos, graciosoS desarrollos cuyos diferentes ritmos dejaban traslucir una alegría humana. Sus motivos tuvieron el entusiasmo de una cantante que procura expresar el amor, y sus cantos retozaron como el pájaro cerca de su compañera. Después, a ratos, ella se lanzaba en el pasado para loquear o llorar en él alternativamente. Su modo cambiante tenía algo de desordenado, como la agitación de la mujer dichosa por el retorno de su amante. Luego, tras las flexibles fugas del delirio y los efectos maravillosos de aquel reconocimiento fantástico, el alma que así hablaba inició un retorno sobre sí misma. La organista, pasando del mayor al menor, supo instruir a su oyente acerca de su situación actual. Le narró de pronto sus largas melancolías y le pintó su lenta dolencia moral: cada día ella había anonadado un sentido, cada noche mutilado un pensamiento, reduciendo gradualmente su corazón a cenizas. Tras algunas blandas modulaciones, su música cobró, de tinte en tinte, un color de tristeza profunda; y bien pronto los ecos derramaron las penas a torrentes. En fin, de súbito, las altas notas hicieron estallar un concierto de voces angélicas, como para anunciar al amante perdido, aunque no olvidado, que la reunión de sus dos almas no se haría sino en el cielo: ¡conmovedora esperanza! Llegó el Amén: no ya júbilo ni lagrimas en el aire, ni melancolía ni congojas. El Amén fue un retorno a Dios, un acorde final, grave, solemne, terrible. La organista desplegó todos los crespones de la religiosa, y, tras los últimos gruñidos de los bajos que hicieron estremecer a los oyentes hasta los cabellos, pareció ella dejarse caer nuevamente en la tumba de la cual había salido por un instante. Cuando, gradualmente, los aires hubieron cesado en sus vibraciones ondulatorias, hubieseis dicho que la iglesia, luminosa hasta entonces, entraba de nuevo en una profunda oscuridad.

El general había sido rápidamente llevado por el curso de aquel vigoroso genio, y lo había seguido en las regiones que acababa de recorrer. Comprendía en toda su extensión las imágenes de que tanto abundo aquella ardiente sinfonía, y para él todos aquellos acordes iban bien lejos. Tanto para él como para la organista ese poema constituía el porvenIr, el presente y el pasado. La música, aún la del teatro, ¿no es para las almas tiernas y poéticas, para los corazones enfermos y heridos, un texto que interpretan según sus propios recuerdos? Si es necesario un corazón de poeta para crear un músico, ¿no son necesarios el amor y la poesía para entender las grandes obras musicales? La Religión, el Amor y la Música, ¿no son acaso la triple expresión de Un mismo hecho, la necesidad de expansión por la cual toda alma noble Se siente trabajada? Esas tres poesías van todas a Dios, que desata todas las emociones terrestres. También esa Trinidad humana participa de las grandezas infinitas de Dios, al que no configuramos jamás sino rodeado de los fuegos de amor, de los sistros de oro de la música de luz y de armonía. ¿No es el principio y el fin de nuestras obras?

El francés adivinó que en aquel desierto, sobre aquella roca circundada por el mar, la religiosa se había entregado a la música para verter en ella el exceso de pasión que la devoraba. ¿Acaso había hecho de sus amores un homenaje a Dios, o era el triunfo de sus amores sobre la Divinidad? Difícil era precisarlo. Pero, ciertamente, el general no dudó que reencontraba, en aquel corazón muerto al mundo, una pasión tan ardiente como la suya. Terminadas las vísperas, regresó a la casa del alcalde en la cual se había alojado: por el momento, presa de los mil deleites que prodiga una satisfacción largamente esperada, buscada penosamente, no se detuvo a reflexionar en otra cosa. Era todavía amado. La soledad había engrandecido el amor en aquel corazón, tanto como el amor la había engrandecido en el suyo gracias a las barreras sucesivamente franqueadas y puestas entre ambos por aquella mujer. Aquel estado de quietud tuvo su duración natural. Luego le llegó el deseo de ver nuevamente a esa mujer, de disputársela a Dios, de raptársela; proyecto temerario que satisfizo a su condición de hombre audaz. Después de la cena se acostó para evitar las preguntas, para estar solo, para poder reflexionar a sus anchas; y permaneció sumergido en las más profundas meditaciones hasta la mañana siguiente. Sólo se levantó para ir a misa: fue a la iglesia y se instaló tan cerca de la reja, que su frente rozaba la cortina; hubiera querido desgarrada, pero el general no estaba solo, pues su huésped le había acompañado por cortesía, y la menor imprudencia hubiese comprometido el porvenir de su pasión y arruinado sus flamantes esperanzas. Dejóse oír el órgano, pero no lo tocaban las mismas manos: la organista de los dos días anteriores no estaba ya en el teclado, y todo resultó frío y sin interés para el general. ¿Acaso su amiga estaba agobiada por las mismas emociones bajo las cuales sucumbía casi su vigoroso corazón de hombre? ¿Había ella entendido y compartido tan bien aquel amor largamente deseado, que languidecía ahora sobre su lecho, en la celda? En el momento en que mil reflexiones del mismo género se elevaban en el espíritu del francés, oyó resonar muy cerca la voz de la persona que adoraba y que reconoció por su claro timbre: aquella voz, ligeramente turbada por cierto temblor que la enriquecía con todas las gracias de un pudor tímido, dominaba la masa del canto como aquélla de una prima donna sobre la armonía de un final, y producía en el ánimo el efecto que produce un filete de oro o de plata en un friso oscuro. ¡Ciertamente, era ella! Siempre parisiense, no había declinado su coquetería, aunque hubiese trocado los adornos del mundo por la toca y la dura etamina de las Carmelitas. Después de haber afirmado su amor, la víspera, en medio de las alabanzas dirigidas al Señor, ahora parecía decide a su amante: Sí, soy yo, estoy aquí y amo siempre; pero estoy a salvo del amor: me escucharás, y he de envolverte con mi alma, pero me quedaré bajo la oscura mortaja de este coro del cual ningún poder logrará arrancarme. o me veras nunca

- ¡Es ella! se dijo el general, desprendiendo su frente de las manos en las que la apoyaba y levantándola; pues no había logrado en un principio dominar la emoción agobiadora que se levantó, como un torbellino en su corazón, cuando aquella voz conocida vibró bajo los arcoS, acompañada por los murmullos de las olas. La tempestad estaba fuera, y la calma en el interior del santuario. Y aquella voz tan rica seguía desplegando todos sus mimos, llegaba como un bálsamo hasta el abrasado corazón de aquel amante, y florecía en un aire que se hubiera deseado aspirar mejor para recoger las emanaciones de un alma que tan bien exhalaba su amor entre las palabras del rezo. El alcalde se unió a su huésped y lo encontró bañado en lágrimas, durante la Elevación que fue cantada por la religiosa; terminado el oficio, lo llevó a su vivienda. Sorprendido de hallar tanta devoción en un militar francés, el alcalde había invitado a comer al confesor del convento, y así se lo anunció al general, que nunca recibió una noticia con tanto placer. Durante la comida, el confesor fue objeto de las atenciones del francés, cuyo interesado respeto confirmó a los españoles en la alta opinión que ya tenían de su piedad. El general preguntó gravemente el nombre de las religiosas, los detalles sobre las rentas del convento y sus riquezas, tal como un hombre que deseaba interesarse cortésmente por las cosas en que el viejo sacerdote debía estar más ocupado. Luego se informó de la vida que llevaban aquellas santas mujeres: ¿podían ellas salir?, ¿era posible verlas?

- Señor -le respondió el venerable eclesiástico-, la regla es severa. Así como es necesario un permiso de Nuestro Santo Padre para que una mujer entre en una casa de San Bruno, el mismo rigor se observa aquí. A un hombre le es imposible entrar en un convento de Carmelitas Descalzas, si no es sacerdote y afectado por el arzobispo a los servicios de la casa. Ninguna religiosa puede salir de ella. Sin embargo, la Gran Santa (la madre Teresa) abandonó a menudo su celda. Sólo el Visitador o las Madres Superioras pueden autorizar a una religiosa para que se vea con extraños, sobre todo en casos de enfermedad, y siempre Con la venia del arzobispo. Ahora bien, como cabeza de Orden, esta casa tiene una Madre Superiora. Entre otras extranjeras, tenemos a una francesa, la hermana Teresa, que dirige la música de la capilla.

- ¡Ah! -respondió el general fingiendo sorpresa-. Esa compatriota mía ¿no estaba satisfecha por el triunfo de las armas de los Borbones?

- Les expliqué el objeto de la misa -repuso el clérigo-. Ellas son siempre algo curiosas.

- Pero la hermana Teresa puede tener intereses en Francia. Tal Ve querría enviar allá noticias suyas, o recibirlas.

- No lo creo, pues en tal caso se hubiera dirigido a mí.

- En calidad de compatriota -dijo el general-, me gustaría verla si ello fuese posible, si consintiera la Madre Superiora, si ...

- En la reja, y aun en presencia de la Reverenda Madre, una entrevista sería imposible para cualquiera. Pero en favor de un libertador del trono católico y de la santa religión, la orden puede dormir Un momento, pese a la rigidez de la Madre. Yo hablaré de ello -dijo el confesor guiñando los ojos.

- ¿Qué edad tiene la hermana Teresa? -preguntó el amante sin atreverse a interrogarlo sobre la belleza de la religiosa.

- Ya no tiene edad -respondió el sacerdote con una simplicidad que hizo estremecer a su interlocutor.

A la mañana siguiente, antes de la siesta, el confesor anunció al general que la hermana Teresa y la Madre consentían en recibirlo, junto a la reja del locutorio, antes de la hora de vísperas. Después de la siesta, durante la cual el francés mató el tiempo yéndose a pasear al puertecillo, el sacerdote volvió a buscarlo y lo introdujo en el convento; lo guió bajo una galería que flanqueaba el cementerio y en la cual algunas fuentes, numerosos árboles y arcos multiplicados mantenían una frescura que armonizaba con el silencio del lugar. Llegados al fondo de aquella galería, el confesor hizo entrar a su acompañante en una sala dividida en dos por una reja cubierta de un cortinado oscuro. En la parte, digamos pública, de la sala, donde el sacerdote dejó al general, un banco de madera se alargaba junto al muro, y algunas sillas, también de madera, se distribuían cerca de la reja. El techo estaba sostenido por vigas de encina, y no presentaba ornamento alguno. En aquel sitio no había más luz que la que llegaba por dos ventanas pertenecientes a la parte del salón afectada a las religiosas, de modo tal que dicha luz, débil en sí y mal reflejada por una madera de tintes oscuros, apenas bastaba para iluminar el Cristo negro, el retrato de Santa Teresa y un cuadro de la Virgen, que decoraban las paredes grises del locutorio. Los sentimientos del general, a pesar de su violencia, tomaron entonces un color melancólico: en aquella calma domestica, se volvió apacible. Algo inmenso como la tumba lo sobrecogio allí: ¿no era su silencio eterno, su paz profunda, sus ideas de infinito? Luego la quietud y el pensamiento fijo del claustro, ese pensamiento que se desliza en el aire, en el claroscuro, en todo, y que no hallándose trazado en ninguna parte se ve magnificado todavía por la imaginación; aquella gran palabra, en fin: la paz del Señor, es capaz de entrar allí a la fuerza en el alma menos religiosa. Los conventos de hombres se conciben poco: en ellos el hombre parece débil, pues ha nacido para la acción y para cumplir una vida de trabajos a la que se sustrae en la celda. Pero en un monasterio de mujeres, ¡cuánta fuerza viril y que conmovedora debilidad! Un hombre puede ser llevado al claustro por mil sentimientos, y se arroja en él como a un precipicio; pero la mujer no lo hace sino llevada por un solo sentimiento: ella no se desnaturaliza puesto que sólo busca su desposorio con Dios. Podéis decirle a los religiosos: ¿por qué no habéis luchado? Pero la reclusión de la mujer, ¿no es acaso siempre una lucha sublime? El general, en fin, encontró llenos de sí mismo aquel mudo locutorio y aquel convento perdido en el mar. Raramente llega el amor a la solemnidad; pero un amor fiel aun en el seno de Dios, ¿no era una cosa solemne, y mucho más de lo que podía esperar un hombre del siglo diecinueve, hecho a las costumbres que corrían? Las infinitas grandezas de aquella situación podían obrar sobre el alma del general: estaba, justamente, lo bastante bien situado como para elevarse a la altura de aquel desenlace grandioso, olvidando la política, los honores, a España y a las gentes de París. Por otra parte, ¿había algo más verdaderamente trágico? ¡Cuántos sentimientos en la situación de los dos amantes reunidos en medio del mar y sobre un banco de granito, pero distanciados por una idea, es decir, por una barrera infranqueable! Ved al hombre diciéndose: ¿Triunfaré sobre Dios en ese corazón? Un suave rumor hizo estremecer a ese hombre: la cortina oscura se corrió; luego vio él a una mújer que se mantenía de pie, pero cuya figura se le escondía en la prolongación del velo plegado sobre la frente: siguiendo la regla de la casa, vestía el hábito cuyo color se ha hecho proverbial. El francés no pudo ver los pies desnudos de la religiosa, que le hubieran atestiguado su terrible flacura; sin embargo, a pesar de los numerosos pliegues con que la ropa encubría y no adornaba a la mujer, el visitante adivinó que las lágrimas, los rezos, la pasión y la vida solitaria la habían marchitado ya.

Una helada mano de mujer, la de la Superiora sin duda, sostenía el cortinado aún; y el general, examinando al testigo necesario de aquella conversación, encontró la mirada negra y profunda de una vieja religiosa, casi centenaria, un mirar claro y joven, desmentido por las arrugas numerosas que surcaban su pálido semblante.

- Señora duquesa -preguntó él, con voz fuertemente emocionada, a la religiosa que había bajado la frente-, ¿vuestra compañera entiende el francés?

- Aquí no hay ninguna duquesa -respondió la religiosa-. Soy la hermana Teresa, y ésta que habéis llamado mi compañera es mi madre en Dios, mi Superiora.

Tales palabras, tan humildemente pronunciadas por la voz que antano se armonizaba con el lujo y la elegancia, en medio de los cuales había vivido aquella mujer como reina de la moda en París, por aquella boca, en fin, cuyo lenguaje fue ayer tan ligero y burlón, resonaron Como un rayo en los oídos del general.

- Mi santa madre sólo habla el latín y el español -agregó la religiosa.

- Yo no sé ni el uno ni el otro -repuso el general-. Mi querida Antonieta, presentadle mis excusas.

Al oír su nombre pronunciado tan dulcemente por un hombre tan duro antaño con ella, la religiosa experimentó una viva emoción interior que traicionaron los suaves temblores de su velo sobre el cual la luz caía plenamente.

- Hermano -dijo llevándose una manga bajo el velo, tal vez para enjugar sus ojos-, me llamo la hermana Teresa ...

Luego se volvió hacia la madre, y, en español, le dijo estas palabras que el general entendía perfectamente, pues conocía del idioma lo bastante para comprenderlo y aun hablarlo:

- Querida madre, este caballero os presenta sus respetos; y os ruega le perdonéis el no poder hacerlo por sí mismo, ya que ignora las dos lenguas que habláis.

La anciana inclinó lentamente su cabeza, y su fisonomía cobró una expresión de dulzura angélica realzada, sin embargo, por el sentimiento de su poder y su dignidad.

- ¿Conoces a este caballero? -le preguntó la Madre clavándole una penetrante mirada.

- Sí, madre.

- ¡Vuelve a tu celda, hija! -dijo la Superiora en tono imperativo.

El general se escondió detrás de la cortina para no dejar que se vieran en su rostro las emociones que lo agitaban; y, en la sombra, creía ver aún los ojos penetrantes de la Superiora. Aquella mujer, dueña de la frágil y pasajera felicidad cuya conquista le costara tantos cuidados, le había producido miedo; y temblaba, él, que jamás se había asustado ni ante una triple fila de cañones. La duquesa se dirigía ya hacia la puerta, pero se volvió:

- Madre -dijo con un tono de voz horriblemente calmo-, ese francés es uno de mis hermanos.

- ¡Entonces quédate, hija! -respondió la vieja mujer tras una pausa.

Aquel admirable jesuitismo acusaba tanto amor y pena, que un hombre menos fuertemente organizado que el general habría desfallecido al probar tan vivos placeres en medio de un inmenso peligro nuevo para él. ¡De qué valor eran, pues, las palabras, las miradas y los gestoS en una escena en que el amor debía escapar a ojos de lince y a uñas de tigre! La hermana Teresa volvió.

- Ya veis, hermano, a lo que me atrevo para conversaros de vuestra salvación y de los votos que mi alma formula cada día por vos al cielo. Cometo un pecado mortal. He mentido. ¡Cuántos días de penitencia para borrar esa mentira! Pero no importa: será padecer por vos. No sabéis, hermano, qué felicidad se siente al amar en el cielo; al poder confesarse estos sentimientos, ahora que la religión los ha purificado y exaltado a las mas altas regiones y que solo nos es permitido mirar al alma. Si las doctrinas, si el espíritu de la santa a quien debemos este asilo no me hubiera elevado por sobre las miserias terrestres y arrebatado, si no a la esfera en que mora, por lo menos fuera de este mundo, no os hubiera vuelto a ver. Pero me es dado veros, oíros y permanecer en calma ...

- Y bien, Antonieta -exclamó el general, interrumpiéndola-, haced que os vea yo, que os amo ahora con delirio, perdidamente, Como queríais ser amada.

- No me llaméis Antonieta, os lo suplico. Los recuerdos del pasado me hacen mal. No veáis en mí sino a la hermana Teresa, una criatura confiada en la misericordia divina.

Y agregó, tras una pausa:

- Moderaos, hermano. Nuestra Madre nos separaría sin piedad, si vuestro semblante traicionase pasiones mundanas o si vuestros ojos dejaran caer lágrimas.

El general inclinó la cabeza como para recogerse. Cuando volvió a poner sus ojos en la reja, vio, entre dos barrotes, la figura pálida y enflaquecida, pero aún ardiente de la religiosa. Su tez, en que florecían antaño todas las gracias de la juventud y donde un blanco mate contrastaba dichosamente con los colores de la rosa de Bengala, había cobrado el tono pálido de una copa de porcelana bajo la cual se encierra una débil luz. Aquella hermosa cabellera, de la cual estuvo ayer tan orgullosa, había sido afeitada: una venda ceñía su frente y rodeaba su rostro; cercados de ojeras, debidas a las austeridades de aquel vivir, sus ojos lanzaban por momentos rayos afiebrados, y su calma habitual no era más que un velo. De aquella mujer, en fin, sólo quedaba el alma.

- ¡Ah -exclamó el general-, abandonaréis esta tumba, vos que os habéis convertido en mi vidal Me pertenecéis, y no sois libre de daros, ni siquiera a Dios. ¿No me habíais prometido sacrificarlo todo a la menor de mis órdenes? Quizás ahora me encontraréis digno de aquella promesa, cuando sepáis lo que hice por vos. Os he buscado en el mundo entero: desde hace cinco años ocupáis mi pensamiento de cada instante y sois la ocupación de mi vida. Mis amigos, cuyo poder conocéis, me han ayudado con todas sus fuerzas a buscaros en los conventos de Francia, Italia, España, Sicilia y América. A cada fracaso, mi corazón se iluminaba más vivamente: a menudo, he realizado largos viajes tras una falsa esperanza; gasté mi vida y los más anchos latidos de mi corazón en torno de las negras murallas de innumerables claustros. No os hablo ya de una fidelidad sin límites, ¿qué valdría ella?, sino de los votos infinitos de mi amor. Si antaño erais sincera en vuestros remordimientos, no debéis vacilar en seguirme hoy.

- Olvidáis que no soy libre.

- El duque ha muerto -respondió él vivamente.

La hermana Teresa enrojeció:

- Que Dios lo reciba en su gloria -dijo emocionada-, fue generoso para conmigo. Pero yo no hablaba de esas ligaduras que por vos quise romper sin escrupulos.

- Habláis de vuestros votos -gritó el general frunciendo las cejas-. No creía yo que alguna cosa pesara en vos más que vuestro amor. Pero no lo dudéis, Antonieta: obtendré del Santo Padre un breve que anule vuestros juramentos; iré a Roma, imploraré a todas la potencias de la tierra; y si Dios pudiese descender, yo le ...

- No blasfeméis.

- ¡No os inquietéis por Dios! ¡Ah, más me gustarfa saber que por mí franquearíais estos muros; que, esta misma noche, os arrojaríais en una barca mar afuera! ¡Buscaríamos la felicidad, no sé dónde, en el extremo del mundo! Y, junto a mí, recobraríais la vida, la salud, bajo las alas del amor.

- No habléis así -repuso la hermana Teresa-. Ignoráis en lo que os habéis convertido para mí. Os amo ahora mejor que os amaba, ruego por vos a Dios todos los días, y ya no os veo con los ojos de la carne. ¡Si conocierais, Armando, la felicidad de poder librarse a una amistad pura que Dios protege! Ignoráis cuán dichosa soy al invocar para vos las bendiciones del cielo. Jamás ruego por mí: Dios hará de mí lo que su voluntad disponga; pero en lo que se refiere a vos, al precio de mi eternidad quisiera tener alguna certidumbre de que sois feliz en este mundo y lo seréis en el otro por todos los siglos. Mi vida eterna es todo lo que mi desdicha me ha dejado para ofreceros. Ahora, envejecida por las lágrimas, ya no soy ni joven ni hermosa; por otra parte, despreciaríais a una religiosa qÜe se convirtió en vuestra mujer y a quien ningún sentimiento, ni el amor maternal, sabría absolver en este mundo ... ¿Qué me diréis que pudiera balancear el cúmulo de reflexiones que amontonó mi corazón durante cinco años y que lo han cambiado, carcomido y marchitado? ¡Debí entregárselo a Dios menos triste!

- Lo que yo diré, mi querida Antonieta, es que te amo; que la afección, el amor, el amor verdadero, la dicha de vivir en un corazón enteramente nuestro, sin reservas, es tan raro y difícil de encontrar, que he dudado de ti, que te he sometido a duras pruebas; pero ahora te amo con todas las potencias de mi alma: si me sigues en la retirada, no escucharé más voz que la tuya, no veré otro semblante que el tuyo ...

- ¡Silencio, Armando! Acortáis el solo instante que se nos ha concedido para vernos aquí.

- Antonieta, ¿quieres seguirme?

- Pero, si no os abandono. Vivo en vuestro corazón, bien que ya no por interés de un placer mundano, de una vanidad, de un gozo egoísta; ¡vivo aquí por vos, pálida y marchita, en el seno de Dios! Si Dios eS justo, seréis feliz ...

- ¡Frases, nada más que frases! ¿Y si te quiero pálida y marchita? ¿Y si no puedo ser feliz sino poseyéndote? ¿Conocerás aún, pues, otros deberes en presencia de tu amante? ¿No está él por debajo de todo en tu corazón? Antaño lo posponías a la sociedad; ahora lo pospones a Dios, a mi salvación. En la hermana Teresa reconozco siempre a la duquesa que ignoraba los placeres del amor, insensible bajo las apariencias de la sensibilidad. No me amas; no me has amado nunca ...

- ¡Ah, hermano!

- ¿No quieres abandonar esta tumba, dices que amas mi alma? Pues bien, la perderás para siempre, me mataré ...

- ¡Madre! -gritó la hermana Teresa en español-. ¡Os he mentido, este hombre es mi amante!

Al punto cayó la cortina. El general, estupefacto, oyó apenas cómo las puertas interiores se cerraban con estrépito.

- ¡Ah! -exclamó, entendiendo cuánto había de sublime en el grito de la religiosa-. ¡Me ama todavía! Es necesario sacarla de aquí ...

Índice de La duquesa de Langeais de Honoré de BalzacPresentación de Chantal López y Omar CortésSegunda parteBiblioteca Virtual Antorcha