Índice de La duquesa de Langeais de Honoré de BalzacPrimera parteTercera parteBiblioteca Virtual Antorcha

SEGUNDA PARTE

El general abandonó la isla, volvió al cuartel general; y, alegando razones de salud, solicitó un permiso y regresó prontamente a Francia.

He aquí ahora la aventura que había determinado la situación respectiva en que se encontraban los dos personajes de esta escena: Lo que se nombra en Francia el arrabal de Saint-Germain no es ni un barrio, ni una secta, ni una institución, ni nada que pueda claramente expresarse. La plaza Royal, el arrabal de Saint-Honoré, la chaussée de Antin poseen igualmente hoteles en que se respira el aire del arrabal de Saint-Germain. Es así que todo el arrabal no está ya en el arrabal. Personas nacidas muy lejos de su influencia pueden sentirla y agregarse a ese mundo, mientras que otras nacidas en él pueden ser desterradas para siempre. Las maneras, el habla, la tradición, en fin, del arrabal Saint-Germain es para París lo que antaño era la Corte, lo que fue el hotel Saint Paul en el siglo catorce, el Louvre en el quince, el Palais y el hotel Rambouillet y la plaza Royale en el dieciséis, luego Versalles en el diecisiete y dieciocho. En todas las fases de la historia, el París de la clase elevada y de la nobleza ha tenido su centro, como el París vulgar tendrá siempre el suyo. Esta singularidad periódica ofrece una amplia materia de reflexión a los que quieren observar o pintar las diferentes zonas sociales; y quizás no se deban buscar las causas de la misma sólo para justificar el carácter de esta aventura sino para servir también a graves intereses, más vivaces en el porvenir que en el presente, si, empero, la experiencia no es un contrasentido para las facciones como lo es para la juventud. Los grandes señores, y las gentes ricas que siempre parodiarán a los grandes señores, en todas las épocas han alejado sus casas de los lugares excesivamente habitados. Si bajo el reinado de Luis XIV el duque de Uzes se construyó el hermoso hotel a cuya puerta instaló la fuente de la calle Montmartre (acto de beneficencia que lo convirtió, además de sus virtudes, en objeto de una veneración tan popular que el barrio en masa siguió su comitiva), aquel rincón de París estaba desierto aún. Pero no bien fueron abatidas las fortificaciones y los pantanos situados más allá de los bulevares se cubrieron de viviendas, la familia de Uzes abandonó aquel lindo hotel habitado actualmente por un banquero. Más tarde la nobleza, comprometida en medio de las tiendas, abandonó la plaza Royal, los alrededores del centro parisiense, y cruzó el río a fin de poder respirar a sus anchas en el arrabal de Saint-Germain, donde ya se habían levantado palacios en torno del hotel construido por Luis XIV para el duque de Maine, el benjamín de sus legitimados. Para las gentes acostumbradas a los esplendores de la vida, ¿hay, en efecto, algo más innoble que el tumulto, el barro, los gritos, el mal olor y la estrechez de las calles populares? Las costumbres de un barrio comercial o manufacturero ¿no están en constante desacuerdo con los hábitos de los grandes? El Comercio y el Trabajo se acuestan a la hora en que la aristocracia recién piensa en comer, los unos se agitan ruidosamente cuando la otra descansa; sus cálculos no coinciden jamás; los unos son el cobro y la otra es el gasto. De ahí que sus costumbres sean diametralmente opuestas. Y esta observación nada tiene de desdeñosa: una aristocracia es, en cierto modo, el pensamiento de una sociedad, así como la burguesía y el proletariado son su organismo y su acción. De ahí que existan sedes distintas para esas fuerzas; y, de su antagonismo, proviene una antipatía aparente que da lugar a una diversidad de movimientos realizados, empero, con una finalidad común. Esas discordias sociales aparecen como tan lógicas en toda carta constitucional, que hasta el liberal más inclinado a quejarse de ello, como de un atentado contra las sublimes ideas bajo las cuales los ambiciosos de las clases inferiores ocultan sus proyectos, encontraría prodigiosamente ridículo que el señor duque de Montmorency habitara en la esquina de la calIe Saint-Martin y la que lleva su nombre; o que el duque de Fitz-James, descendiente de la raza real escocesa, tuviese su hotel en la esquina de la calle Marie-Stuart y la calle Montorgueil. Sint ut sint, aut non sint: estas bellas palabras pontificales podrían servir de divisa a los Grandes de todos los países. Tal hecho, patente en cada época, y siempre aceptado por el pueblo, lleva en sí sus razones de estado: es a la vez un efecto y una causa, un principio y una ley. Las masas tienen un buen sentido que no abandonan sino cuando gentes de mala fe las conturban, un buen sentido que finca en verdades de orden general y valederas en Moscú, en Londres, en Ginebra o en Calcuta. Juntad en un espacio dado varias familias de fortuna desigual: pronto veréis cómo se forman círculos superiores o patricios, y cómo no tardan en formar una primera, segunda y tercera sociedad. Puede ser que la igualdad sea un derecho, pero ninguna fuerza humana logrará convertirla en un hecho; y popularizar esta idea sería bien útil a la dicha de Francia. Hasta en las masas menos inteligentes se revela la armonía política: la armonía es la poesía del orden, y los pueblos tienen una viva necesidad de orden. La concordancia entre las cosas, en una palabra, la unidad, ¿no es acaso la más simple expresión del orden? En Francia, más que en cualquier otro país, la arquitectura, la música, la poesía, todo se basa en ese principio, el cual, además, está en la raíz de su claro y puro idioma; y el idioma será siempre la más infalible fórmula de una nación. De ahí que veáis al pueblo adoptar los aires más poéticos y mejor modulados, adherirse a las ideas más simples y amar los motivos que contienen mayor riqueza de pensamiento. Francia es el único país en que una pequeña frase puede levantar una gran revolución, sus masas no se han agitado nunca sino para tratar de poner de acuerdo a los hombres, las cosas y los principios. Por otra parte, ninguna otra nación capta mejor el pensamiento de unidad que debe existir en la vida aristocrática, tal vez porque ninguna, como ella, comprendió mejor las necesidades políticas: la historia nunca la verá en atraso; y, si Francia se ve a menudo engañada lo es, como una mujer, por ideas generosas y cálidos sentimientos cuyo alcance ha escapado en un principio a sus cálculos.

Así, como primer trazo característico, el arrabal de Saint-Germain tiene el esplendor de sus hoteles, sus grandes jardines, su silencio, en armonía antaño con la magnificencia de sus fortunas territoriales.

Ese espacio ubicado entre una clase y toda una capital, ¿no es una consagración material de las distancias morales que deben separarlas? En todas las creaciones, la cabeza tiene su lugar señalado; y si por azar una nación hace caer su cabeza, tarde o temprano advierte que se ha suicidado. Como las naciones no quieren morir, trabajan entonces por rehacerse una cabeza; y si no tienen ya fuerzas para ello, perecen como perecieron Roma, Venecia y tantas otras. La distinción, introducida por la diferencia de costumbres entre las otras esferas de actividad social y la esfera superior, implica necesariamente un valor real y capital en las cimas aristocráticas. Y en todo Estado, sea cual fuere su forma de gobierno, no bien los patricios faltan a sus condiciones de superioridad completa, pierden su fuerza y no tardan en ser hundidos por el pueblo. El pueblo quiere siempre ver en las manos, en el corazón y la cabeza de sus patricios la fortuna, el poder y la acción, así como la palabra, la inteligencia y la gloria: sin esa potencia triple, todo privilegio se desvanece. Como las mujeres, los pueblos aman la fuerza en aquellos que los gobiernan, y su amor va a la par de su respeto; no acuerdan su obediencia sino a los que se imponen. Una aristocracia desestimada es como un rey holgazán o un marido en enaguas: antes de ser nada es nula ya; de ahí la separación de los grandes y sus costumbres diferentes. En una palabra, el hábito general de las castas patricias es a la vez el símbolo de una potencia real y la razón de su muerte cuando han perdido esa potencia. El arrabal de Saint-Germain se ha dejado abatir momentáneamente por no haber querido reconocer las obligaciones de una existencia que le hubiera sido fácil perpetuar aun: no tuvo la buena fe de advertir a tiempo, como lo hizo la aristocracia inglesa, que las instituciones tienen sus años climatéricos en que las palabras no tienen el mismo significado, en que las ideas toman otras vestiduras y en que las condiciones de la vida política cambian totalmente de forma, bien que sin alterar esencialmente de fondo. Dichas ideas quieren desarrollos que pertenecen a tal aventura, en la cual entran como definición de las causas y como explicación de los efectos.

La grandeza de los castillos y palacios aristocráticos, el lujo de sus detalles, la constante suntuosidad de sus muebles, el área en la cual su dichoso propietario, rico antes de nacer, se mueve sin disgusto y sin experimentar ningún rozamiento; además el hábito de no descender jamás al cálculo de los mezquinos intereses de la existencia, el tiempo de que dispone, la instrucción superior que puede adquirir prematuramente: en fin, las tradiciones patricias que le dan fuerzas sociales que sus adversarios apenas compensan con sus estudios, con una voluntad y una vocación tenaces; todo ello debería elevar el alma del hombre que, desde sus verdes años, posee tales privilegios, e imprimirle aquel alto respeto de sí mismo cuya menor consecuencia es una nobleza del corazón en armonía con la nobleza del nombre. Tal sucede con algunas familias; y no es difícil encontrar en el arrabal de Saint-Germain algunos bellos caracteres, excepciones que alegan contra el egoísmo general que ha causado la pérdida de aquel mundo aparte. Tales ventajas son propias de la aristocracia francesa, como lo serán de todas las eflorescencias patricias que se darán en la superficie de las naciones mientras asienten su existencia sobre la base del dominio, el dominio-suelo o el dominio-dinero, única base sólida de una sociedad regular; pero dichas ventajas no duran en los patricios sino mientras acatan las condiciones bajo las cuales el pueblo se las deja tener. Son especies de feudos morales cuya obtención obliga frente al soberano, y aquí el soberano es hoy el pueblo, ciertamente. Los tiempos han cambiado y también las armas: el mesnadero a quien antaño bastaba llevar la cota de malla, manejar bien la lanza y mostrar su pendón, debe hoy dar pruebas de inteligencia; y donde antes no hacía falta sino un gran corazón hoy es preciso un ancho cráneo. El arte, la ciencia y el dinero forman el triángulo social en que se inscribe el escudo del porvenir y del cual debe proceder la moderna aristocracia. Un hermoso teorema equivale a un gran nombre: los Fugger modernos son príncipes de hecho; un gran artista es realmente un oligarca, representa todo un siglo y se hace casi siempre una ley. De igual modo el talento de la palabra, las máquinas de alta presión del escritor, el genio del poeta, la constancia del comerciante, la voluntad del hombre de estado que concentra en sí mil cualidades brillantes, la espada del general, esas conquistas, en fin, hechas por uno solo sobre toda la sociedad para imponerse a ella, todo eso debe pertenecer hoy en monopoho a la aristocracia, como antaño le pertenecía la fuerza material. Para estar a la cabeza de un país, ¿no es necesario ser digno siempre de conducirlo y de constituirse en su alma y en su espíritu para que las manos obedezcan y obren? ¿Cómo gobernar un pueblo sin tener las potencias que hacen el comando? ¿Qué sería el bastón de los mariscales sin la fuerza intrínseca del capitán que lo empuña? El arrabal de Saint-German ha jugado con los bastones creyendo que todo el poder radicaba en ellos; había invertido los términos de la proposición que rige su existencia. En lugar de arrojar las insignias que chocaban al pueblo y de guardar secretamente la fuerza, dejó pasar la fuerza a la burguesía, se agarro fatalmente a las insignias y ha olvidado las leyes que le imponia su debilidad numérica. Una aristocracia, que apenas constituye la milésima parte de una sociedad, debe, hoy como ayer, multiplicar sus medios de acción a fin de oponer en las grandes crisis un peso igual al de las masas populares; y en nuestros días los medios de acción deben ser fuerzas reales y no recuerdos históricos. Desgraciadamente, la nobleza en Francia estaba hinchada todavía de su antiguo poder ya desvanecido: tenía en su contra una suerte de presunción. de la cual era difícil que se librase. Acaso sea un defecto nacional: mas que otros hombres, el francés tiende siempre a un grado superior al que se encuentra; raramente plañe a los desventurados que se hallan debajo, pero gime siempre al ver tantos felices por encima de él; aunque de mucho corazón demasiado a menudo prefiere escuchar su espíritu. Ese instinto nacional que siempre hace ir a los franceses adelante, aquella vanidad que roe sus fortunas y los rige tan absolutamente como el principio de economía rige a los holandeses, ha dominado desde hace tres siglos a la nobleza, que, bajo tal relación, fue eminentemente francesa. El hombre del arrabal Saint-Germain ha sacado siempre la conclusión de que su superioridad material le daba implícita la superioridad intelectual: todo en Francia parecía convencerlo de lo mismo, porque desde el establecimiento del arrabal Saint-Germain (revolución aristocrática que se inició el día en que la monarquía se fue de Versalles), salvo escasas lagunas, se ha apoyado siempre en el poder, que será siempre en Francia más o menos arrabal Saint-Germain. De ahí su derrota en 1830. En esa época fue como un ejército operando sin base: no había usufructuado la paz para implantarse en el corazón de la nación; pecaba por un defecto de instrucción y por no haber visto en total el conjunto de sus intereses; en beneficio de un presente dudoso mataba un certero porvenir. He ahí, tal vez, la razón de aquella falsa política. La distancia física y moral, que los Grandes se esforzaban en mantener entre ellos y el resto de la nación, ha traído fatalmente como único resultado que, durante cuarenta años, la clase alta, nutriendo sólo el sentimiento personal, dejase morir en ella el patriotismo de casta. Antaño, cuando la nobleza francesa era grande, rica y poderosa, los gentileshombres sabían, en el peligro, elegirse jefes y obedecerlos. Disminuidos ya, se han mostrado indisciplinables; y, como en el Bajo Imperio, cada uno quería ser emperador; viéndose todos iguales en su debllldad, todos se creyeron superiores. Cada familia arruinada por la revolución, arruinada por la equitativa distribución de los bienes, sólo penso en ella, lejos de pensar en la gran familia aristocrática; y les parecía que enriqueciéndose todas el partido sería más fuerte. ¡Gran error! También el dinero sólo es un símbolo del poder. Compuestas de personas que conservaban altas tradiciones de buena cortesía, de verdadera elegancia, de fino lenguaje y de orgullo nobiliario, en armonía con sus existencias (ocupaciones mezquinas cuando se han convertido en lo principal de una vida de la cual sólo debieron ser accesorios), aquellas familias tenían cierto valor intrínseco que, puesto en la superficie, no les dejó más que un valor nominal. Ninguna de esas familias ha tenido el coraje de decirse: ¿Somos lo bastante fuertes para llevar el poder?; sino que se abalanzaron sobre el mismo como hicieron los abogados en 1830. En lugar de mostrarse protector como un grande el arrabal de Saint-Germain se mostró ávido como un recién venido Desde el día en que a la nación más inteligente del mundo se le probó que la nobleza restaurada organizaba el poder y el presupuesto en su beneficio, la nobleza cayó mortalmente enferma: quería ser una aristocracia cuando no podía ser más que una oligarquía, dos sistemas harto diferentes que bien comprenderá cualquier hombre lo bastante hábil como para leer con atención los nombres patronímicos de los lores de la alta cámara. Ciertamente, el gobierno real tuvo buenas intenciones pero olvidaba constantemente que al pueblo hay que hacerle querer todo, incluso su felicidad, y que Francia, mujer caprichosa, quiere ser feliz o castigada a su gusto. Si hubiera tenido muchos duques de Laval, cuya modestia ilustró su nombre, el trono se habría hecho tan sólido como lo es el de la casa de Hannover. En 1814, y sobre todo en 1820, la nobleza francesa tenía que dominar la época más instruida, la burguesía más aristocrática, el país más femenino del mundo. El arrabal de Saint-Germain bien pudo fácilmente conducir y divertir a una clase media ebria de distinciones, amorosa del arte y amiga de la ciencia. Pero los mezquinos conductores de aquella época inteligente odiaban el arte y la ciencia; y ni aun supieron presentar la religión de que tanto necesitaban con los colores poéticos que la hubiesen hecho amar. Mientras que Lamartine, Lamennais, Montalembert y algunos otros escritores de talento, doraban de poesía, renovaban o engrandecían las ideas religiosas, todos aquellos que malbarataban el poder hacían sentir la amargura de la religión. Jamás nación alguna fue más complaciente: se hallaba entonces como una mujer fatigada que se vuelve fácil. Jamás poder alguno cometió tantas torpezas: Francia y la mujer han preferido siempre las faltas. Para reintegrarse, para fundar un gran gobierno oligárquico, la nobleza del arrabal debía escudriñarse a sí misma de buena fe, a fin de encontrar en ella misma la moneda de Napoleón, o abrirse el vientre para pedir a sus entrañas un Richelieu constitucional; si tal genio ya no existía en ella, debió buscarlo hasta en el frío desván donde podía estar acaso a punto de morir, y asimilárselo, como hace la cámara de los lores ingleses con los aristócratas del azar; luego, ya encontrado el hombre, ordenarle que fuera implacable, que cortara las ramas podridas y podase el árbol aristocrático. Pero el gran sistema del torysmo inglés era demasiado inmenso para pequeñas cabezas, y su importación requería demasiado tiempo a los franceses, para los cuales un éxito lento equivale a un fiasco. Por otra parte, lejos de ejercer aquella política redentora que busca la fuerza donde la ha puesto Dios, aquellas grandes pequeñas gentes odiaban toda fuerza que no viniese de ellos; en una palabra, lejos de rejuvenecer, el arrabal Saint-Germain ha envejecido. La etiqueta, institución de segunda necesidad, hubiera podido ser mantenida si no hubiese aparecido mas que en las grandes ocasiones; pero la etiqueta se convirtió en una lucha cotidiana, y en lugar de ser una cuestión de arte o de magnificencia, se hizo una cuestión de poder. Si en un principio faltó al trono un consejero tan grande como las circunstancias lo requerían, a la arístocracia le faltó sobre todo el conocimiento de sus intereses generales, que habría podido suplirlo todo. Ella se detuvo ante el matrimonio del señor de Talleyrand, el único hombre que tenía una de esas cabezas metálicas en que se forjan de nuevo los sistemas políticos capaces de hacer revivir gloriosamente a las naciones. El arrabal se burlo de los ministros que no eran gentileshombres, y no daba gentileshombres capaces de ser ministros; hubiera podido prestar verdaderos servicios al país, ennobleciendo las justicias de paz, fertilizando el suelo, construyendo rutas y canales, haciéndose potencia territorial en acto; pero vendía sus tierras para jugar a la Bolsa. Hubiera podido privar a la burguesía de sus hombres de acción y de talento que minaban el poder, atrayéndolos a sí y abriéndoles sus filas; prefirió en cambio combatirlos, y sin armas, ya que sólo tenía en tradición lo que antaño poseía en realidad. Para su desgracia, quedábale a esa nobleza fortuna bastante como para sostener su morgue. Contenta con sus recuerdos, ninguna familia pensó seriamente en hacer tomar las armas a sus primogénitos, entre los haces que el siglo diecinueve arrojó a la plaza pública: la juventud, excluida de los asuntos, bailaba en lo de Madame, en lugar de continuar en París, con la influencia de talentos jóvenes, conscientes y no responsables del Imperio ni de la República, la obra que los jefes de la familia, por su parte, habrían debido comenzar en los departamentos, haciendo reconocer sus títulos por justicia, conformándose al espíritu del siglo y refundiendo la casta según el gusto de los tiempos. Concentrada en el arrabal de Saint-Germain donde vivía el espíritu de los antiguos opositores feudales mezclado al de la vieja corte, la anstocracia, mal unida en el castillo de las Tullerías, fue más fácil de vencer, no existiendo más que sobre un punto y sobre todo tan mal constituida como lo estaba en la cámara de París. Tejida con el país hubiera sido indestructible, pero metida en su arrabal, adosada a su castillo y extendida en el presupuesto, bastaba un golpe de hacha para cortar el hilo de su vida agonizante; y la chata figura de un abogadito se destacó para dar ese golpe de hacha. No obstante el admirable discurso del señor Roger Collard, la herencia de los pares y mayorazgos cayo bajo las pasquinerías de un hombre que se alababa de haber disputado hábilmente al verdugo algunas cabezas, pero que mataba torpemente grandes instituciones. Hay aquí ejemplos y enseñanzas para el porvenir. Si la oligarquía francesa no tuviese una vida futura, sería triste y cruel torturarla después de su deceso, y no quedaría sino pensar en su sarcófago; mas si el escalpelo de los cirujanos es duro, suele devolver la vida a los moribundos. El arrabal de Saint-Germain puede llegar a sentirse más poderoso en la persecución que en el triunfo, si se resuelve a tener un jefe y un sistema.

Fácil es ahora resumir esta ojeada semipolítica: la falta de una visión generosa y el vasto cúmulo de pequeños errores; el deseo de restablecer grandes fortunas, de lo cual se preocupaba cada uno; una verdadera necesidad de religión para sostener la política, y una sed de placeres que dañaba el espíritu religioso y necesitaba de hipocresías; las resistencias parciales de algunos espíritus elevados que veían justo y contrariaron las rivalidades de corte; la nobleza de provincia, a menudo más pura que la de la corte, pero que, rozada con harta frecuencia, termina por distanciarse; todas estas causas se reunieron para darle al arrabal de Saint-Germain las costumbres más discordantes. No fue ni compacto en su sistema, ni consecuente en sus actos, ni completamente moral, ni francamente licencioso, ni corrompido, ni corruptor; ni abandonó enteramente las cuestiones que le dañaban ni adoptó las ideas que lo habrían salvado. En fin, por más débiles que fueran las personas, el partido habíase armado, no obstante, de todos los grandes principios que hacen la vida de las naciones. Ahora bien, ¿qué es necesario ser para morir en su fuerza? Fue difícil en la elección de las personas presentadas; tuvo buen gusto y desprecio elegante; pero, ciertamente, su caída nada tuvo de brillante ni de caballeresco. La emigración del 89 aún acusaba sentimientos, pero la de 1830 sólo acusa intereses. Algunos hombres ilustres en las letras, los triunfos de la tribuna, el señor de Talleyrand en los congresos, la conquista de Argel y muchos nombres que se hicieron gloriosos en los campos de batalla muestran a la aristocracia francesa los medios que le quedan para nacionalizarse y hacer aún reconocer sus títulos, si es que a ello se digna. En los seres organizados se realiza un trabajo de armonía íntima. Si un hombre es perezoso la pereza se traiciona en cada uno de sus movimientos. De igual modo la fisonomía de una clase de hombres se conforma al espíritu general, al alma que anima el cuerpo. Bajo la Restauración, la mujer del arrabal Saint-Germain no despliega ni el orgulloso ardor que las damas de la corte ponían antaño en sus actitudes, ni la humilde grandeza de las virtudes tardías con las cuales expiaban sus culpas y que divulgaban en torno suyo tan vivo resplandor. No tuvo ella nada de muy ligero ni de muy grave. Sus pasiones, salvo alguna excepción, fueron hipócritas; por así decirlo, ella transigió con sus goces. Algunas de aquellas familias llevaron la vida burguesa de la duquesa de Orléans, cuyo lecho conyugal se mostraba tan ridículamente a los visitantes del Palacio Real; apenas dos o tres continuaron las costumbres de la Regencia, e inspiraron una suerte de disgusto a mujeres mas hábiles. Aquella nueva gran señora no tuvo ninguna influencia en las costumbres: pudo, en la desesperación de su causa, ofrecer el espectaculo imponente de las mujeres de la aristocracia inglesa; pero vacilo tontamente entre antiguas tradiciones, fue devota a la fuerza y lo escondió todo, hasta sus bellas cualidades. Ninguna de aquellas francesas logró crear un salón donde la sociedad pudiese tomar lecciones de buen gusto y de elegancia: su voz, antaño tan influyente en literatura, esa expresión viviente de las sociedades, fue totalmente nula. Ahora bien, cuando una literatura carece de un sistema general, no forma cuerpo y se disuelve con el siglo. Cuando, en cualquier tiempo, un pueblo aparte, así constituido, se encuentra en medio de una nación, el historiador no tarda en dar casi siempre con una figura principal que resume las virtudes y los defectos de la masa a la cual pertenece: Coligny entre los Hugonotes, el Coadjutor en el seno de la Fronda, el mariscal de Richelieu bajo Luis XV, Danton en el Terror. Tal identidad de fisonomía entre un hombre y su cortejo histórico entra en la naturaleza de las cosas. Para seguir un partido, ¿no es necesario concordar con sus ideas? Para brillar en una época, ¿no es preciso representarla? De esa obligación constante en que se halla la cabeza prudente y sabia de los partidos, y que la induce a obedecer los prejuicios y locuras de las masas que hacen la cola, derivan las acciones que algunos historiadores reprochan a los jefes de partido cunado, a mucha distancia de las ebulliciones populares, juzgan en frío las pasiones mas necesarias a la conducción de las grandes luchas seculares. Lo que es verdadero en la comedia histórica de los siglos, lo es igualmente en la esfera más estrecha de las escenas parciales del drama nacional titulado Las Costumbres.

En el comienzo de la vida efímera que llevó el arrabal de Saint-Germain durante la Restauración y a la cual, si las consideraciones precedentes son verdaderas, no supo dar ninguna consistencia, hubo una joven mujer que, pasajeramente, fue el tipo más completo de la naturaleza, superior y débil a la vez, grande y pequeña, de su casta. Era una mujer artificialmente instruida, realmente ignorante; llena de sentimientos elevados, pero carente de un pensamiento que los ordenase; capaz de gastar los más ricos tesoros del alma en obedecer las conveniencias; pronta a desafiar a la sociedad, pero vacilando y cayendo en el artificio, como consecuencia de sus escrúpulos; con más obstinación que carácter, más capricho que entusiasmo, más cabeza que corazón; soberanamente mujer y soberanamente coqueta, y parisiense sobre todo, amante del brillo y de las fiestas, sin reflexión alguna, o reflexionando demasiado tarde; de una imprudencia que llegaba casi a la poesia; arrebatadora en su insolencia, pero humilde en lo profundo de su corazón; ostentadora de la fuerza, como una caña bien recta, mas pronta, como esa caña, a inclinarse bajo una mano poderosa; hablando mucho de la religión, bien que sin amarla, y sin embargo capaz de aceptarla como un desenlace. ¿Cómo explicar una criatura verdaderamente múltiple, susceptible de heroísmo y olvidándose de ser heroica para, decir una maldad; joven y suave, menos vieja de corazón que envejecida por las máximas de los que la rodeaban, y consciente de sus filosofías sin haberlas aplicado; con todos los vicios del cortesano y todas las noblezas de la mujer adolescente; desconfiada de todo y a veces demasiado crédula? ¿No será siempre un retrato inconcluso el de aquella mujer en la cual los tintes más cambiantes se chocaban entre sí, pero produciendo una confusión poética, porque había en ellos una luz divina, un resplandor de juventud que daba cierta unidad a sus trazos confusos? La gracia le servía de unidad: nada en ella era representado. Esas pasiones, esas medio-pasiones, aquella veleidad de grandeza. y realidad de pequeñez, esos sentimientos fríos y aquellos impulsos ardientes, eran naturales y se originaban en su situación tanto como en la de la aristocracia a la cual pertenecía. Circunscribiéndose a sí misma, se colocaba orgullosamente por encima del mundo, al amparo de su nombre. Algo del yo de Medea existía en su vida, tanto como en la de la aristocracia que moría sin querer volver a su lugar, ni tenderle la mano a algún médico político, ni ser tocada, de tal modo sentíase ya débil si no ya polvo. La duquesa de Langeais, tal era su nombre, estaba casada desde hacía cuatro años cuando se produjo la Restauración, es decir, en 1816, época en la que Luis XVIII, iluminado por la revolución de los Cien Días, comprendió su situación y su siglo, a pesar de su corte que, sin embargo, triunfó más tarde sobre aquel Luis XI, pero no sobre el hacha, cuando fue abatido por la enfermedad. La duquesa de Langeais era una Navarreins, familia ducal que desde Luis XIV tenía por principio no abdicar su título en las alianzas. Tarde o temprano las hijas de aquella casa debían tener, como su madre, un taburete en la corte. A la edad de dieciocho años, Antonieta de Navarreins salió del profundo retiro en que vivía para casarse con el hijo mayor del duque de Langeais. Ambas familias estaban a la sazón alejadas del mundo; pero la invasión de Francia hacía presumir a los realistas que el retorno de los Borbones era la sola conclusión posible de la guerra. Los duques de Navarreins y de Langeais, fieles a los Borbones, habían resistido noblemente a todas las seducciones de la gloria imperial, y en las circunstancias en que vivían fuera de tal unión debieron seguir naturalmente la vieja política de sus familias: la señorita Antonieta de Navarreins se casó, pues, con el pobre señor marqués de Langeais, cuyo padre murió algunos meses después del matrimonio. A la vuelta de los Borbones, las dos familias recobraron su jerarquía, sus cargos y sus dignidades en la corte, y volvieron al movimiento social, fuera del cual se habían mantenido hasta entonces. Se convirtieron en las mas brillantes cumbres de aquel nuevo mundo político. En aquel tiemp de cobardías y falsas conversiones, la conciencia pública se complacio en reconocer a las dos familias como dechados de fidelidad sin mancha, y en admirar la correspondencia de sus vidas privadas con su carácter político, hecho al cual todos los partidos rinden involuntariamente homenaje. Mas, por una desgracia bastante común en los tiempos de transacción, las personas más puras, las que por la elevación de sus miras y la bondad de sus principios hubieran hecho creer a Francia en la generosidad de una política nueva y audaz, fueron separadas de los negocios públicos que no tardaron en caer en manos de gentes interesadas en llevar los principios a su extremo para dar muestra de adhesión. Las familias de Langeais y de Navarreins permanecieron en las altas esferas de la corte, condenadas a los deberes de la etiqueta por un lado y a los reproches y burlas del liberalismo por el otro, acusadas de saciarse de honores y riquezas cuando, en realidad, su patrimonio no aumentaba y las liberalidades de la Lista Civil se consumían en gastos de representación, necesarios a toda monarquía europea, así fuese republicana. En 1818 el señor duque de Langeais mandaba una división militar, y la duquesa tenía en la corte un puesto que la autorizaba a vivir en París, lejos de su marido y sin escándalo. El duque y la duquesa vivían, pues, enteramente separados, así de hecho como de corazón, sin noticia del mundo. Aquel matrimonio de convención había seguido la suerte bastante común de los pactos de familia. Dos caracteres antipáticos entre sí se habían encontrado frente a frente, se habían rozado en secreto y secretamente herido, hasta desunirse para siempre. Luego, cada uno había obedecido a su naturaleza y a las conveniencias. El duque de Langeais, espíritu tan metódico como podía serlo el caballero de Folard, se libró metódicamente a sus gustos y a sus placeres; y dejó que su mujer siguiera los suyos, después de haber reconocido en ella un espíritu eminentemente orgulloso, un corazón frío, una gran sumisión a los usos del mundo y una lealtad joven que la mantendrían pura bajo la mirada de los antepasados y en una corte discreta y religiosa. Vivió, pues, en gran señor del siglo precedente, abandonando a una mujer de veintidós años, gravemente ofendida, y cuyo carácter tenía una cualidad temible, la de no perdonar jamás una ofensa cuando todas sus vanidades de mujer, cuando su amor propio y acaso sus virtudes habían sido desconocidas o lastimadas ocultamente. Una mujer puede olvidar un ultraje público, porque tiene la posibilidad de engrandecerse con él o de ejercitar su clemencia; pero las mujeres no perdonan jamás las ofensas ocultas, porque detestan las cobardías, las virtudes y los amores secretos.

Tal era la posición, oculta al mundo, en que se hallaba la señora duquesa de Langeais y en la cual no reflexionaba ella, cuando llegaron las fiestas celebradas en ocasión del matrimonio del duque de Berry. En aquel momento la corte y el arrabal de Saint-Germain salieron de su atonía y reserva, y entonces comenzó aquel esplendor inaudito de que hizo abuso el gobierno de la Restauración. Ya fuese por cálculo, ya por vanidad, la duquesa de Langeais, en aquel momento, no aparecía jamas en público sino rodeada o acompañada de tres o cuatro mujeres, también distinguidas por su nombre y fortuna. Reina de la moda, también tenía ella sus damas de honor que reproducían sus maneras y su ingenio: las había elegido hábilmente entre algunas personas que no estaban aún, ni en la intimidad de la corte ni en el corazón del arrabal Saint-Germain, y que tenían, sin embargo, la pretensión de llegar a ello; simples dominaciones que aspiraban a elevarse hasta los alrededores del trono y mezclarse a los poderosos serafines de la alta esfera llamada le petit chateau. Así ubicada, la duquesa de Langeais era más fuerte, dominaba mejor y estaba más segura: sus damas la defendían contra la calumnia y la ayudaban a representar el detestable papel de mujer de mundo. A su antojo podía ella burlarse de los hombres y de las pasiones, excitarlas y cosechar los homenajes de que se nutre toda naturaleza femenina, sin dejar de ser dueña de sí misma. En París y en la mas alta compañía, la mujer es siempre mujer: vive de inciensos adulaciones y honores. La belleza más real, la figura más admirable nada es si no es admirarada: un amante y zalamerías son los testimonios de su poder. ¿Qué es un poder desconocido? Nada.

Imaginad la más linda mujer del mundo, sola en el ángulo de un salón: está triste. Cuando una de tales criaturas se halla en el seno de las magnificencias sociales, quiere reinar, pues, en todos los corazones no pudiendo a veces hacerlo en uno solo. Aquellas galas, aprestos y coqueterías se mostraban a los más pobres seres que es dado imaginar, fatuos sin espíritu, hombres cuyo mérito consistía en una pasable figura y por los cuales las mujeres se comprometían sin fruto, verdaderos ídolos de madera dorada que, salvo algunas excepciones, no tenían ni los antecedentes de los gomosos de La Fronda, ni la valentía de los héroes del imperio, ni el espíritu y las maneras de sus abuelos, pero que querían ser gratuitamente algo semejante, que a fuer de jóvenes franceses no carecían de valor, que algo hubieran hecho si se los hubiese sometido a una prueba y que nada podían bajo un reino de gastados vejestorios que los arrojaban al margen. Fue una época helada, mezquina y sin poesía: tal vez sea necesario mucho tiempo para que una restauración se convierta en una monarquía.

Desde hacía dieciocho meses la duquesa de Langeais llevaba aquella vida hueca, dedicada exclusivamente al baile, a las visitas, a los triunfos sin objeto y a las pasiones efímeras, nacidas y muertas en el transcurso de una velada. Cuando entraba en un salón atraía las miradas, recogía palabras aduladoras y algunas expresiones apasionadas que sabía ella estimular con el gesto y que no iban más allá de su epidermis. Su tono, su manera, todo en ella imponía autoridad. Vivía en una especie de fiebre de vanidad y de perpetuo goce que la aturdía; llegaba muy lejos en la conversación, oía todo y se depravaba, por así decirlo, en la superficie del corazón. Vuelta a su casa, muchas veces enrojecia por la misma causa que la hizo reír, por tal historia escandalosa cuyos detalles le ayudaran a discutir las teorías del amor que ignoraba y las sutiles distinciones de la pasión moderna que hipócritas complacientes le comentaran. Llegó un momento en que comprendió que la criatura amada sólo era la que logra ser reconocida universalmente por su belleza y espíritu. ¿Qué prueba un marido? Prueba que una mujer estaba, o ricamente dotada, o bien instruida, o que tuvo una madre hábil, o que satisfacía las ambiciones del hombre; un amante, en cambio, es el constante programa de sus perfecciones personales. La señora de Langeais aprendió, joven aún, que una mujer puede dejarse amar ostensiblemente sin hacerse cómplice del amor, sin aprobarlo, sin ofrecerle más que algunos flacos réditos. La duquesa tuvo, pues, su corte; y número de los que la adoraban o la cortejaban fue una garantía de su virtud. Era coqueta, amable y seductora hasta el final del baile, la fiesta o la velada; luego, caído el telón, quedaba sola, fría, indiferente, hasta el otro día en que resucitaba para darse a otras emociones igualmente superficiales. Había dos o tres jóvenes que la amaban verdaderamente y de los cuales se burlaba con una perfecta insensibilidad. Se decía ella: Soy amada, me aman; y tal certidumbre la satisfacía. Semejante al avaro satisfecho de saber que sus caprichos pueden ser cumplidos, no iba ella tal vez ni siquiera hasta el deseo.

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