Índice de La duquesa de Langeais de Honoré de Balzac | Tercera parte | Quinta parte | Biblioteca Virtual Antorcha |
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CUARTA PARTE
Se separaron contentos el uno del otro. La duquesa había hecho un pacto que le permitiría probar al mundo, con sus palabras y sus acciones, que el señor de Montriveau no era su amante. En cuanto a él, la muy astuta se prometía dejarlo, no acordándole otros favores que los obtenidos por sorpresa en aquellas pequeñas luchas cuyo curso ella gobernaba a su placer. Bien sabía ella revocar al día siguiente las concesiones otorgadas la víspera; y estaba tan seriamente decidida a permanecer físicamente virtuosa, que no veía ningún riesgo en aceptar ciertos preliminares sólo peligrosos para las mujeres muy enamoradas. En fin, una duquesa separada de su marido, poca cosa ofrecíale al amor, sacrificándole un matrimonio anulado desde hacía tiempo. Por su parte Montriveau, dichoso de haber obtenido la más vaga de las promesas y eliminado para siempre las objeciones que una esposa encuentra en la fe conyugal para negarse al amor, se felicitaba de haber conquistado aún algo más de terreno; y así, durante algún tiempo, abusó de los derechos de usufructo que con tanta dificultad se le habían concedido. Más niño que nunca, el hombre se dejaba llevar a todas las puerilidades que hacen del primer amor la flor de la vida: se hacía nuevamente pequeño, abandonando su alma y las burladas fuerzas de su pasión en las manos de aquella mujer, en sus cabellos rubios cuyos bucles ondulantes besaba, en su hermosa frente que creía pura. Inundada de amor, vencida por los efluvios magnéticos de un sentimiento tan cálido, la duquesa vacilaba en renovar la querella que habría de separarlos para siempre. Aquella débil criatura era más mujer de lo que se pensaba, tratando de conciliar las exigencias de la religión con las vivaces emociones de la vanidad y las apariencias del placer que tanto enloquecen a las parisinas. Todos los domingos oía misa y no faltaba a ningún oficio; luego, por la noche, se hundía en las embriagadoras voluptuosidades que procuran los deseos constantetnente reprimidos. Armando y la señora de Langeais se asemejaban a esos faquires de la India, cuya castidad se ve recompensada con las mismas tentaciones que les inspira. También la duquesa habría terminado, quizás, por resolver el amor en aquellas caricias fraternales que, Sin duda, hubiesen parecido inocentes a los ojos del mundo, pero a las cuales el ardor de su pensamiento comunicaba excesivas depravaciones. ¿Cómo explicar de otro modo el misterio incomprensible de sus perpetuas fluctuaciones? Todas las mañanas se proponía ella cerralee sus puertas al marqués de Montriveau; luego, a la hora convenida, todas las noches se dejaba subyugar por él. Tras una corta defensa, Se tornaba menos arisca: su conversación se hacía dulce, untuosa; sólo dos amantes podrían obrar así. La duquesa desplegaba su más brillante ingenio, sus coqueterías más atrayentes; luego, cuando había irritado el alma y los sentidos de su amante, hubiera querido llegar al fin, pero tenía su nec plus ultra de pasión; y al llegar a ese límite se enojaba si él dominado por su ardor, daba señales de querer franquear las barreras. Ninguna mujer se resiste al amor sin algún motivo; por lo cual la señora de Langeais no tardó en rodearse de una segunda línea de fortificaciones, aún más difícil de vencer que la primera. Evocó entonces los terrores de la religión: el más elocuente Padre de la Iglesia nunca defendió con más arte la causa de Dios; jamás las venganzas del Todopoderoso fueron tan bien justificadas como por la voz de la duquesa. No empleaba ni frases de sermón ni amplificaciones de retórica: ella tenía su pathos personal. A la más ardiente súplica de Armando respondía con una mirada húmeda de lágrimas y con cierto gesto que traducía una temible plenitud de sentimientos: Lo hacía callar, suplicándole gracia: ¡ni una palabra más, no quería escucharla! Sucumbiría, sin duda; y la muerte le resultaba preferible a una dicha criminal.
- ¡No es, pues, cualquier cosa desobedecer a Dios! -le decía, reencontrando una voz debilitada por combates interiores sobre los cuales aquella linda comediante parecía lograr un dominio pasajero-. Os sacrificaría con gusto los hombres y la tierra entera; pero bien egoísta sois al pedirme todo un futuro por un instante de placer. Vamos, pues, ¿no sois dichoso? -agregaba ella, tendiéndole una mano y mostrándosele en un negligé que le ofrecía consuelos en los cuales se cobraba siempre.
Cuando se dejaba robar un beso furtivo, ya por debilidad propia, ya para retener al hombre cuya pasión le ofrecía emociones inusitadas, la marquesa fingía temor, se ruborizaba y hacía que Armando abandonase el canapé en el momento en que el canapé se tornaba peligroso para ella.
- Vuestros placeres son pecados que yo expío, Armando -se lamentaba ella-. Me cuestan penitencias y remordimientos.
Viéndose ya con dos sillas interpuestas entre él y aquellas faldas aristocráticas, Montriveau blasfemaba y renegaba de Dios. La duquesa se ofendía entonces.
-Pero, amigo mío -decía ella secamente-, no comprendo cómo os negáis a creer en Dios cuando es imposible creer en los hombres. Callaos, no habléis así: tenéis el alma demasiado grande para seguir las tonterías del liberalismo, que tiene las pretensiones de matar a Dios.
Las discusiones teológicas y políticas le servían de duchas para calmar a Montriveau, el cual no sabía volver al amor cuando ella excitaba su cólera llevándolo a mil leguas de aquel tocador en alas de las teorlas absolutistas que defendía admirablemente. Pocas mujeres se atreven a ser demócratas, porque, de serlo, estarían en contradicción con sus despotismos en materia de sentimientos. Pero, a menudo, también el general sacudía sus crines, abandonaba la política, rugía como un león, azotaba sus flancos, se lanzaba sobre la presa y se volvía temible ante los ojos de su amante. Si aquella mujer se sentía picada de una fantasía lo bastante fuerte como para comprometerla, sabía, en cambio, abandonar su tocador: a tiempo desertaba ella de aquel aire tan cargado de deseos, se dirigía al salón, se sentaba al piano, cantaba los aires más deliciosos de la música moderna y vencía de tal modo el amor de los sentidos. En aquellos momentos se mostraba sublime a los ojos de Armando: ya no fingía ella, sus gestos eran verdaderos; y el pobre amante se creía amado. Aquella resistencia egoísta era, a su entender, la expresión de una santa y virtuosa criatura; y el hombre se resignaba y hablaba de amor platónico, ¡él, un general de artillería! Cuando hubo jugado bastante con la religión en su propio interés, la señora de Langeais intentó hacerla en el interés de Armando: quiso devolverlo a los sentimientos cristianos, adaptando el Genio del Cristianismo al uso de los militares. Montriveau se impacientó, encontrando su yugo pesado. Entonces ella insistió en romperle la cabeza con la idea de Dios, esperando tal vez que Dios la librara de un hombre que perseguía su objeto con una constancia de la cual empezaba a asustarse. Por otra parte, se complacía en prolongar toda querella que prometiese eternizar la lucha moral, tras de la cual solía venir una lucha material bastante más peligrosa.
Pero si la oposición hecha en nombre de las leyes matrimoniales representa la época civil de aquella guerra sentimental, esta otra constituyó la época religiosa, y también hizo crisis, como la precedente, después de lo cual su rigor decreció. Una noche, habiendo llegado más temprano que de costumbre, Armando encontró al señor abate Gondrand, director espiritual de la señora de Langeais, arrellanado en un sillón y frente a la chimenea, como digeriendo su cena y los lindos pecados de su penitente. A la vista de aquel hombre de tez fresca y reposada, calmo de frente, ascético de boca y maliciosamente inquisitivo de ojos, que lucía en su porte una verdadera nobleza eclesiástica y ya en su habito el violeta episcopal, se ensombreció singularmente el rostro de Montriveau, que no saludó a nadie y permaneció silencioso. Fuera de su amor, el general no carecía de tacto: adivinó, pues, cambiando algunas miradas con el futuro obispo, que aquel hombre era el promotor de las dificultades con que el amor de la duquesa se armaba contra él. ¡Que un abate ambicioso estorbara y retuviera la dicha de un hombre tan bien templado como Montriveau! Aquel pensamiento le hizo arder la cara, crispar los dedos, levantarse, andar y patalear; luego, cuando volvió a su lugar con la intención de provocar un estallido, una sola mirada de la duquesa bastó para calmarlo. La señora de Langeais, sin sentirse turbada por el negro silencio de su amante que hubiera molestado a cualquier otra mujer, siguió conversando muy espiritualmente con el señor Gondrand sobre la necesidad de restablecer la religión en su antigua magnificencia. Mucho mejor que el abate, explicaba ella por qué la Iglesia debía ser a la vez un poder espiritual y temporal; y lamentaba que la cámara de los Pares no tuviese aún su banca de los obispos, como la cámara de los Lores tenía la suya. Sin embargo el abate, sabiendo que la cuaresma le permitiría tomarse un desquite, cedió la plaza al general y se fue. La duquesa se levantó apenas para devolver la humilde reverencia que recibiese de su director, tan intrigada estaba con la actitud de Montriveau.
- ¿Qué tenéis, amigo mío?
- Tengo a vuestro abate sobre el estómago.
- ¿Por qué no tomáis un libro? -le dijo ella, sin preocuparse de ser oída o no por el abate que ya cerraba la puerta.
Montriveau quedó mudo por un instante, pues la duquesa acompañó sus palabras con un gesto que multiplicaba la impertinencia de las mismas.
- Mi querida Antonieta, os agradezco que hayáis dado al Amor una primacía sobre la Iglesia. Pero, dejadme, por favor, que os dirija una pregunta.
-Ah, me interrogáis, y yo lo quiero -repuso ella-. ¿No sois mi amigo? Ciertamente, puedo mostraros el fondo de mi corazón: en él sólo veréis una imagen.
- ¿Habláis con ese hombre de nuestro amor?
- Es mi confesor.
- ¿Sabe que os amo?
- Señor de Montriveau, espero que no pretenderéis introduciros en el secreto de mi confesión.
- Ese hombre conoce, pues, todas nuestras querellas y mi amor por vos ...
- Es Dios el que las conoce por él.
- ¡Dios, Dios! Debo estar yo solo en vuestro corazón. Pero dejad a Dios tranquilo, por amor de él y de mí. Señora, no iréis ya más a confesaros, o ...
- ¿O qué? -dijo ella sonriendo.
- O no volveré jamás.
- ¡Partid, Armando! Adiós, adiós para siempre.
Se levantó y fue a su gabinete sin dirigir una sola mirada a Montriveau, que había quedado de pie y con la mano apoyada en una silla. Jamás supo él mismo cuánto tiempo quedó así: el alma tiene el poder desconocido de extender o estrechar el espacio. Abrió luego la puerta del tocador: estaba oscuro. Una voz débil se hizo fuerte para decir con acritud:
- No he llamado. ¿A qué vienes sin orden mía? Suzette, déjame.
- ¿Sufres, pues? -exclamó Montriveau.
- Levantaos, señor -repuso ella tocando una campanilla-. Y salid de aquí, al menos por un instante.
- La señora duquesa pide luz -dijo él al camarero que no tardo en encender las velas.
Cuando los dos amantes estuvieron solos, la señora de Langeais permaneció acostada en el diván, muda e inmóvil, como si Montriveau no estuviera presente.
- Querida -murmuró él con un acento de dolor y de bondad sublimes-, sé que hice mal. No te querría, ciertamente, sin religión ...
- No es poca dicha -replicó ella sin mirarle y con voz dura- que reconozcáis la necesidad de la conciencia. Os doy gracias en nombre de Dios.
Aquí el general, abatido por la inclemencia de aquella mujer que sabía convertirse para él, y a su capricho, ya en una desconocida, ya en una hermana, aventuró hacia la puerta un paso de desesperación, y se dispuso a dejarla para siempre, sin una palabra. Sufría él, y la duquesa reía para sus adentros de aquellas congojas causadas por una tortura moral bastante más cruel que lo que fue antaño la tortura judiciaria. Pero aquel hombre no era dueño de irse. En toda suerte de crisis la mujer está en cierto modo grávida de cierta cantidad de palabras, y, si no las ha dicho, tiene la sensación que dan las cosas incompletas. La señora de Langeais, que no lo había dicho todo, retomó la palabra.
- No tenemos las mismas convicciones, general, y eso me apena. Para una mujer sería terrible no creer en una religión que le permite amar más allá de la tumba. Pongo aparte los sentimientos cristianos, ya que no creéis en ellos. Pero dejadme al menos que os hable de las conveniencias. ¿Queréis prohibirle la santa mesa a una mujer de la corte, cuando es obligatorio aproximarse a ella durante la Pascua? Es preciso, sin embargo, saber hacer alguna cosa por el partido. A pesar de sus deseos, los liberales no matarán el sentimiento religioso: la religión será siempre una necesidad política. ¿Os encargaríais de gobernar un pueblo de razonadores? Napoleón no lo osaba, y perseguía a los ideólogos. Para impedir que los pueblos razonen es necesario imponerles un sentimiento. Aceptemos, pues, la religión católica en todas sus consecuencias. Si queremos que Francia vaya a misa, ¿no debemos comenzar por ir nosotros mismos? Ciertamente, es más hermoso conducir a los pueblos mediante ideas morales que por medio de cadalsos, como en el tiempo del Terror, único medio que vuestra revolución supo inventar para hacerse obedecer. Vamos, amigo, sed, pues, de vuestro partido, vos que podríais ser su Sylla si tuviéseis la menor ambición. Ignoro la política, y sólo razono por sentimiento; pero sé lo bastante, sin embargo, para adivinar que la sociedad sería trastornada si a cada instante se pusieran sus fundamentos en discusión ...
- Si vuestra corte, si vuestro gobierno piensan así, me inspiráis compasión -dijo Montriveau-. La Restauración, señora, debe decirse lo que dijo Catalina de Médicis cuando creyó perdida la batalla de Dreux: ¡Y bien, iremos al sermón! Ahora bien, 1815 es vuestra batalla de Dreux. Como el trono de aquel tiempo, vosotros la habéis ganado a cara o cruz, pero la habéis perdido por derecho. El protestantismo pohtlco ha quedado victorioso en los espíritus. Si no queréis hacer un Edicto de Nantes o si, haciéndolo, lo revocáis; si un día resultarais convictos y confesos de no querer ya la Carta, que no es sino una prenda entregada al sostén de los intereses revolucionarios, la Revolución se levantará otra vez, pero terrible, y no os dará sino un solo golpe. No es ella la que saldrá de Francia, porque es para Francia como su propio suelo. Los hombres se dejan matar, pero no los intereses ... Y bien, mi Dios, ¿qué nos importan Francia, el trono, la legitimidad y el mundo entero? Son pamplinas al lado de mi felicidad. Reinad haceos expulsar, poco importa. ¿Dónde estoy, pues?
- Amigo mío, estáis en el tocador de la señora duquesa de Langeais.
- ¡No, no más duquesa, no más Langeais! ¡Estoy junto a mi querida Antonieta!
- ¿Queréis hacerme el favor de quedaros donde estáis? -dijo ella riendo y rechazándolo, pero sin violencia.
- ¿No me habéis amado nunca, pues? -repuso él con cierta rabia que le relampagueaba en los ojos.
- No, amigo mío.
Aquel no valía un sí.
- Soy un gran tonto -dijo el general besando la mano de aquella reina terrible convertida en mujer.
Y repuso, apoyando la cabeza en los pies de su amiga:
- Antonieta, eres demasiado castamente tierna para contar nuestra dicha a cualquiera.
- ¡Ah, sois un gran loco! -dijo ella incorporándose con un movimiento gracioso aunque vivo. Y sin agregar una palabra se dirigió al salón.
- ¿Qué tienes ahora? -se preguntó el general, ignorando el poder de las conmociones que su cabeza ardiente había comunicado a su amiga.
Al llegar al salón estaba furioso, pero entonces oyó algunos celestes acordes. La duquesa se había sentado al piano. Los hombres de ciencia o de poesía, que pueden comprender y gozar a la vez sin que la reflexión estorbe sus placeres, sienten que el alfabeto y la fraseologla musical son los instrumentos íntimos del músico, así como la madera o el cobre son los del ejecutante. Para ellos existe una música aparte en el fondo de la doble expresión que tiene aquel sensual idioma del alma. Andiamo mio ben puede arrancar lágrimas de alegría o hacer reir de lástima, según la cantante. A menudo, aquí o allá, una muchacha expirando bajo el peso de una pena desconocida o un hombre cuya alma vibra bajo los acicates de una pasión, toman un tema musical y se entienden con el cielo o se hablan a sí mismos en alguna melodia sublime, especie de poema perdido. De igual modo, el general escUchaba en aquel momento uno de esos poemas tan desconocidos como puede serlo la queja solitaria de un pájaro muerto sin compañía en la selva virgen.
- ¡Gran Dios!, ¿qué música tocáis? -dijo con voz emocionada.
- El preludio de una romanza llamada, según creo, Fleuve du Tage.
- No sabía yo lo que podía llegar a ser una música de piano -repuso él.
- ¡Ay, amigo mío! -dijo ella lanzandole por primera vez una mirada de mujer amorosa-. Tampoco sabéis que os amo, que me hacéis sufrir horriblemente y que me lamento sin darlo a entender demasiado pues de otro modo sería vuestra ... Pero no veis nada.
- ¡Y vos, en cambio, no queréis hacerme feliz!
- Armando, moriría de dolor al día siguiente.
El general salió bruscamente; pero cuando se vió en la calle enjugó dos lágrimas que había contenido a la fuerza en sus ojos.
La religión duró tres meses, al cabo de los cuales la duquesa, fastidiada con sus propias repeticiones, le rindió a su amante un Dios atado de pies y manos. Acaso temía ella que, a fuerza de loar la eternidad, el amor del general se perpetuase en este mundo y en el otro. En honor de aquella mujer, necesario es creerla virgen, aun de corazón; de otro modo sería horrible. Lejos aún de aquella edad en que el hombre y la mujer se encuentran mutuamente demasiado cerca del porvenir para perder el tiempo y embrollarse sus goces, ella estaba, sin duda, no en su primer amor, sino en sus primeros placeres. No sabiendo comparar el bien y el mal, carente de los sufrimientos que le habrían enseñado el valor de los tesoros arrojados a su pies, la duquesa jugaba con ellos. Ignorando las esplendorosas delicias de la luz, se complacía en quedarse en las tinieblas. Armando, que comenzaba a entrever aquella rara situación, ponía toda su esperanza en la primera palabra de la naturaleza. Todas las noches, al abandonar la casa de Langeais, pensaba que una mujer no se abandonaba durante siete meses a los cuidados de un hombre, a sus más fervientes y delicadas pruebas de amor y a las exigencias superficiales de una pasión, para malograrlo todo en un momento; y pacientemente aguardaba la estación del sol, no dudando que al fin recogería la primicia de los frutos. Había concebido sin dificultad los escrúpulos de la mujer casada y los escrúpulos religiosos, y aquellos combates lo hacían dichoso, además. Encontraba que la duquesa era púdica, cuando sólo era horriblemente coqueta; y no la hubiese querido de otro modo. Le gustaba, pues, verla erigir obstáculos: ¿acaso no triunfaba él, gradualmente, de los mismos? Y cada triunfo, ¿no umentaba la débil suma de privilegios amorosos largamente prohibidos y otorgados luego por ella con todas las apariencias del amor? Pero tanto había saboreado las menudas conquistas de que se a alimentan los amantes tímidos, que se habían convertido ya en costumbres para él. En materia de obstáculos sólo tenía, pues, que vencer sus propios terrores, ya que no hallaba otras dificultades a su dicha que los caprichos de la que se dejaba llamar Antonieta. Resolvió entonces conseguir más, conseguirlo todo: turbado como un amante, joven aún, que no se atreve a creer en el rebajamiento de su ídolo, vaciló largamente y conoció esas terribles reacciones de corazón, esos arrebatos que una palabra destruye y esas firmes decisiones que mueren en el umbral de una puerta. Se despreciaba por no tener el coraje de decir una palabra, y no la decía. Con todo, cierta noche, presa de una oscura melancolía, procedió a la hosca demanda de sus derechos ilegalmente legítimos. La duquesa no aguardó el requerimiento de su esclavo para adivinar su deseo: ¿acaso el deseo de un hombre es alguna vez secreto? ¿No tienen las mujeres toda la ciencia infusa de ciertas alteraciones fisonómicas?
- ¿Cómo? ¿Queréis dejar de ser mi amigo? -dijo ella interrumpiéndolo a la primera palabra y lanzándole miradas embellecidas por cierto rubor divino que corrió bajo su diáfana tez como una sangre nueva-. Como recompensa de mis generosidades queréis mi deshonra. Reflexionad, pues, un poco. Yo he reflexionado mucho: pienso siempre en nosotros. Hay una probidad de mujer a la que no debemos faltar, así como vosotros no debéis faltar al honor: no sé engañar, y si os pertenezco no podré ser en modo alguno la mujer del señor de Langeais. Estáis exigiendo, pues, el sacrificio de mi posición, de mi clase, de mi vida, por un amor dudoso que no ha sabido tener siete meses de paciencia. ¿Cómo, ya me queréis arrebatar la libre disposición de mí misma? No, no me habléis más de tal cosa. No, no me digáis nada. No quiero, no puedo escucharos.
Aquí la señora de Langeais tomó a dos manos su cabellera para echar atrás los mechones de bucles que le enardecían la frente; y pareció muy animada.
- Visitáis -dijo- a una débil criatura; y con bien medidos cálculos pensáis: Durante algún tiempo ella me hablará de su marido, luego de Dios y al fin de las inevitables consecuencias del amor; pero usaré, abusaré del influjo que haya conquistado; me haré necesario, y uniré a los lazos de la costumbre los arreglos hechos de medida para el público; y cuando la gente haya concluido al fin por aceptar nuestra unión, seré el amo de esa mujer. Tales son vuestros pensamientos, confesadlo. ¡Ah, calculáis y decís que amáis! ¿Enamorado vos? ¡Lo creo bien! Me deseáis, y queréis tenerme por amante, eso es todo. Y bien, no: la duquesa de Langeais no descenderá tanto. Que las ingenuas burguesas se dejen engañar por vuestras falsías; yo no lo haré jamás. Nada me garantiza vuestro amor: me habláis de mi belleza, y puedo volverme fea en seis meses como la querida princesa, mi vecina; estáis enamorado de mi gracia e ingenio, y, ¡gran Dios!, os acostumbraréis a ellos como os acostumbraríais al placer. ¿No os habéis acostumbrado desde hace unos meses a los favores que tuve la debilidad de concederos? Un dia, cuando yo estuviese perdida, sólo me daríais como razón de vuestro cambio estas palabras decisivas: Ya no os amo. Clase, fortuna, honor, toda la duquesa de Langeais se hundiría en una esperanza burlada. Tendría hijos que atestiguarían mi vergüenza, y ... Pero -agrego, dejando escapar un gesto de impaciencia- demasiado buena soy al exlicaros lo que sabéis mejor que yo. ¡Vamos, no pasemos de aquí! Afortunadamente puedo romper aún los lazos que creíais tan fuertes. ¿Hay pues, algo de heroico en ir todas las noches al hotel de Langeais para estar unos momentos junto a una mujer cuya charla os agrada y con la cual os divertís como con un juguete? También algunos fatuos vienen a mi casa, de tres a cinco, y con no menos regularidad que vos por la noche. Son bien generosos: me burlo de ellos, sufren con tranquilidad mis impertinencias y me hacen reír; mientras que vos, a quien concedo los más preciosos dones de mi alma, queréis perderme y me causáis mil disgustos. ¡Callad, basta, basta! -exclamó, viéndolo dispuesto a tomar la palabra-. No tenéis ni corazón, ni alma, ni delicadeza. Bien sé lo que queréis decir, mas prefiero pasar a vuestros ojos por una mujer fría, insensible, sin abnegación y aun sin alma, antes que pasar a los ojos del mundo por una mujer ordinaria y condenarme a las penas eternas después de haberme condenado a vuestros pretendidos placeres, que os cansarán sin duda. Vuestro amor egoísta no vale tantos sacrificios ...
Estas palabras representan imperfectamente a las que tarareó la duquesa con la viva prolijidad de un organillo. Ciertamente, pudo hablar largo tiempo, ya que el pobre Armando, como respuesta a ese torrente de notas aflautadas, oponía sólo un silencio lleno de sentimientos horribles. Por primera vez entreveía la coquetería de aquella mujer, y adivinaba instintivamente que el amor abnegado, el amor compartido, no podía calcular y razonar así en una mujer sincera. Luego experimentó una especie de vergüenza al recordar que, involuntanamente, había hecho él los cálculos que le reprocharan. Examinándose al fin con una buena fe totalmente angélica, sólo encontró egoísmo en sus palabras, en sus ideas, en sus respuestas concebidas y no expresadas. Se adjudicó la culpa, y en su desesperación tuvo deseos de tirarse por la ventana. El yo lo mataba: ¿qué decirle, en efecto, a una mujer que no creía en el amor? Dejadme probaros cuánto os amo. El yo, siempre. Montriveau no sabía, como lo saben en esos casos los heroes de tocador, imitar al lógico rudo cuando marchaba delante de los Pirronianos que negaban el movimiento. Aquel hombre audaz carecia, precisamente, de la audacia habitual en los amantes que conocen las fórmulas del álgebra femenina. Si tantas mujeres, y aun las más virtuosas, son víctimas de esas gentes hábiles en amor, a las cuales el vulgo da un feo nombre, es quizás porque son calculistas y porque el amor, a pesar de su delicioso lirismo de sentimiento, quiere un poco más de geometría que lo que pensamos. Ahora bien, la duquesa y Montriveau se parecían en que ambos eran igualmente inexpertos en materia de amor. Ella conocía poco la teoría, ignoraba la práctica, no sentía nada y lo reflexionaba todo; él conocía poca práctica, ignoraba la teoría y sentía demasiado para reflexionar; uno y otro sufrían, pues, la desgracia de aquella situación tan extravagante. En aquel estado, todos los pensamientos de Montriveau se reducían a éste: Dejaos poseer. Frase horriblemente egoísta para una mujer en la cual tales palabras no despertaban ningún recuerdo ni sugerían ninguna imagen. Sin embargo, era necesario responder. Aunque con la sangre azotada por esas pequeñas frases en forma de flechas bien agudas, bien frías y bien aceradas que le habían llegado una a una, Montriveau debía esconder su rabia para no perderlo todo por una extravagancia.
- Señora duquesa, lamento hasta la desesperación que Dios no haya inventado para la mujer otro modo de confirmar el donativo de su corazón, sino el de agregarle el donativo de su persona. El alto precio en que os valoráis me ordena no valoraros en menos. Si, como decís me dais el alma y los sentimientos, ¿qué importa lo demás? Por otra parte, no hablemos más si es que mi dicha os pide tantos sacrificios. Sólo perdonaréis que un hombre de corazón se sienta humillado al verse confundido con un perro.
El tono de aquella última frase habría espantado a otras mujeres. Pero cuando una portafaldas se ha colocado por sobre todo al dejarse divinizar, ningún poder terreno es tan orgulloso como ella.
- Señor marqués -dijo la duquesa-, lamento hasta la desesperación que Dios no haya inventado para los hombres un modo de confirmar el donativo de su corazón que no sea el de manifestar deseos prodigiosamente vulgares. Si entregando nuestro corazón nos hacemos esclavas, el hombre a nada se compromete aceptándolo. ¿Quién me asegura que seré amada siempre? Tal vez el mismo amor que os prodigaría para reteneros, fuera la causa de que me abandonaseis. No quiero ser una segunda edición de la señora de Beauseant. ¿Sábese, acaso, qué os retiene junto a nosotras? Nuestra constante frialdad es el secreto de la constante pasión en algunos de vosotros; los demás necesitan una abnegación perpetua y una adoración en todo momento; para estos últimos la suavidad, para los otros el despotismo. Ninguna mujer ha logrado aún descifrar vuestros corazones.
Hizo una pausa tras de la cual varió de tono:
- En fin, amigo mío, no podéis impedir que una mujer tiemble al hacerse esta pregunta: ¿Seré amada siempre? Estas palabras, por duras que sean, me las inspira el temor de perderos. ¡Dios mío, no soy yo quien habla, sino la razón! ¿Y cómo habla en una persona tan loca como yo? Verdaderamente, no lo sé.
Oír esta respuesta iniciada con la ironía más hiriente y terminada con los acentos más melodiosos de que una mujer puede servirse para pintar el amor en toda su ingenuidad, ¿no era pasar en un instante del martirio al cielo? Montriveau palideció, y por primera vez en su vida cayó de hinojos ante una mujer: besó el ruedo de su vestido, sus pies y sus rodillas; pero, en honor del arrabal Saint-Germain, es necesario no revelar los misterios de sus tocadores, donde se quería todo del amor, salvo lo que pudiera confirmarlo.
- Querida Antonieta -exclamó el general entregándose al delirio en que lo sumergía el total abandono de la duquesa, que se creyo generosa dejándose adorar-, sí, tienes razón, no quiero que conserves esas dudas. Tiemblo en este instante al pensar que pueda ser abandonado por el ángel de mi vida, y quisiera inventar lazos indisolubles para nosotros.
- ¡Ah! -dijo ella en voz baja-. ¿Lo ves? Tengo, pues, razón.
- Déjame concluir -repuso Armando-. Con una sola palabra voy a disipar todos tus temores. Escucha: si te abandonase merecería mil muertes. Sé toda mía, y te daré el derecho de matarme si te traiciono. Escribiré yo mismo una carta en la cual declararé ciertos motivos que me obligarían a matarme; en ella, en fin, dejaré mis últimas disposiciones. Tendrás, pues, ese testamento que legitimará mi muerte, y así podrás vengarte sin temer nada de Dios ni de los hombres.
- ¿Tengo necesidad de esa carta? -dijo ella-. Si yo perdiese tu amor, ¿qué me importaría la vida? Si yo quisiera matarte, ¿no sabría seguirte acaso? No, te agradezco la idea, pero no quiero la carta. ¿No podría creer yo al fin que sólo por temor me eres fiel y que el peligro de una infidelidad pudiera ser una tentación para el que así entrega su vida? Armando, lo que te pido es más difícil.
- ¿Y qué me pides?
- Tu obediencia y mi libertad.
- ¡Dios mío -exclamó él-, soy como un niño!
- Un niño voluntarioso y bien mimado -dijo ella acariciando los espesos cabellos de la cabeza que reposaba sobre sus rodillas-. ¡Ah, sí, bastante más amado de lo que cree, y sin embargo muy desobediente! ¿Por qué no quedarnos en esto? ¿Por qué no sacrificarme deseos que me ofenden? ¿Por qué no aceptar lo que concedo, si es todo lo que honestamente puedo conceder? ¿No eres dichoso, pues?
- ¡Oh, sí! -dijo él-. Soy dichoso cuando no tengo dudas. Antonieta, ¿dudar en amor no es igual que morir?
Y se mostró de pronto tal cual era y tal cual son todos los hombres bajo el fuego de los deseos, elocuente, insinuante. Después de haber gustado los placeres permitidos sin duda por un secreto y jesuítico ukase, la duquesa experimentó esas emociones cerebrales cuyo hábito hacía que el amor de Armando le fuese tan necesario como la sociedad, el baile y la Opera. Verse adorada por un hombre cuya superioridad y carácter inspiran miedo, convertido en un niño, jugar como Popea con un Nerón; muchas mujeres, como lo hicieron las esposas de Enrique VIII, han pagado esa dicha peligrosa con toda la sangre de sus venas. Pues bien, ¡y raro presentimiento!, entregándole sus lindos cabellos rubios en los cuales gustaba él pasear sus dedos, sintiendo como le presionaba la pequeña mano de aquel hombre verdaderamente grande y jugando con los negros mechones de su cabellera en aquel tocador en que reinaba, la duquesa se decía: Este hombre es capaz de matarme si advierte un día que me divierto con él.
El senor de Montriveau permaneció hasta las dos de la mañana junto a su amante, que ya no le parecía ni una duquesa ni una Navarreins: Antonieta había llevado su disfraz hasta parecerse a una mujer. Durante aquella deliciosa velada, el más dulce prefacio que jamás parisiense alguna dio a lo que la gente denomina una falta, al general le fue dado ver en ella, pese a los arrumacos de un pudor fingido, toda la hermosura de las doncellas. Le fue dado pensar, con alguna razón, que tantas disputas caprichosas eran otros tantos velos con los cuales Un alma celeste se había vestido, y que era necesario levantarlos uno a uno, como aquellos con los que envolvía su adorable persona. La duquesa fue para él la más simple, la más ingenua de las amantes, y la consideró entonces como la mujer de su elección; se retiró al fin dichoso de haberla inducido a darle tantos gajes de amor, que le parecía imposible no ser en adelante para ella un esposo secreto cuya elección estaba aprobada por Dios mismo. Con ese pensamiento, con el candor de los que sienten todas las obligaciones del amor al saborear sus placeres, Armando regresó lentamente a su casa: siguió los muelles, a fin de abarcar el mayor espacio posible de cielo, como si deseara que firmamento y naturaleza se agrandasen en la medida de su corazón. Le parecía que sus pulmones aspiraban más aire que de costumbre; al andar se interrogaba y se prometía amar tan religiosamente a la duquesa, que todos los días ella pudiese encontrar en su constante dicha una absolución para sus culpas sociales. ¡Dulces agitaciones de una vida plena! Los hombres capaces de teñir sus almas de un sentimiento único sienten un goce infinito al contemplar en raptos toda una vida que arde sin cesar, así como ciertos religiosos pueden contemplar en sus éxtasis toda la luz divina. Nada sería el amor sin esa creencia en su perpetuidad, porque la constancia lo engrandece. Así fue como, presa de su dicha, Montriveau entendía la pasión: Somos, pues, el uno para el otro. Tal pensamiento era para ese hombre un talismán que realizaba los deseos de su vida. No se preguntaba si la duquesa cambiaría o si aquel amor duraría siempre: no se lo preguntaba, porque tenía fe, una virtud sin la cual no hay futuro cristiano, pero que tal vez sea mas necesaria aún a las sociedades. Por primera vez concebía la vida por el sentimiento, él, que sólo había vivido para la acción más exorbitante de las fuerzas humanas, la abnegación casi corporal del soldado.
Al siguiente día el señor de Montriveau se dirigió temprano al arrabal de Saint-Germain: tenía una cita en una casa vecina del hotel Langeais, al que se dirigió una vez terminados sus asuntos. El general iba en compañía de un hombre por el cual le parecía sentir una especie de aversión cuando lo encontraba en los salones. Aquel hombre era el marqués de Ronquerolles, cuya reputación se había hecho tan grande en los tocadores de París, un hombre de ingenio y de talento, de coraje sobre todo, y que daba el tono a toda la juventud parisiense; era un hombre galante, cuyos éxitos y experiencia eran igualmente envidiados, y que no carecía de fortuna ni de nacimiento, virtudes que añaden tanto lustre en París a las gentes de moda.
- ¿Dónde vas? -dijo el señor de Ronquerolles a Montriveau.
- A casa de la señora de Langeais.
- ¡Ah, es verdad! Olvidaba que te has dejado cazar en su pega-pega. Lamento que malogres con ella un amor que podrías emplear bastante mejor en otra parte. Conozco diez mujeres que valen mil veces más que esa cortesana de título, que hace con su cabeza lo que otras, más francas, hacen ...
- ¿Qué estás diciendo, querido? -le interrumpió Armando-. La duquesa es un ángel de candor.
Ronquerolles se puso a reír.
- Puesto que así lo crees -dijo-, debo hacerte una aclaración. Ante todo una palabra que no tiene consecuencia entre nosotros: ¿la duquesa te pertenece? En tal caso, nada tendría que decirte. Vamos, hazme tu confidencia. Trato de que no pierdas el tiempo en injertar tu alma en una naturaleza ingrata que hará fracasar todas tus esperanzas de cultivo.
Cuando Armando hubo hecho ingenuamente un resumen de la situación, en el que describió con minuciosidad los favores tan penosamente obtenidos, Ronquerolles rompió a reír tan cruelmente que a cualquier otro le hubiera costado la vida. Pero al ver cómo se miraban y hablaban esos dos seres en el rincón de un muro y tan lejos de los hombres como si se hallasen en un desierto, fácil era presumir que una amistad sin límite los unía y que ningún interés humano podía desavenirlos.
- Querido Armando, ¿por qué no me dijiste que te preocupaba la duquesa? Ya te habría dado algunos consejos que te hubieran permitido llevar mejor esa intriga. Debes saber, en primer término, que a las mujeres de nuestro aristocrático arrabal les gusta bañarse en amor, pero que desean poseer sin ser poseídas. Han transigido con la naturaleza, pues la jurisprudencia de la parroquia les ha permitido casi todo, menos el pecado positivo. Las golosinas con que te regala tu linda duquesa son pecados veniales de los que se limpia luego en las aguas de la penitencia. Pero si llevases tu atrevimiento a querer seriamente el gran pecado mortal que deseas sin duda, ya verias con que profundo desdén las puertas del tocador y de la casa te serían cerradas en el acto. Le tierna Antonieta lo olvidaría todo y serías para ella menos que cero. Tus besos, querido amigo, serían enjugados con la indiferencia que una mujer pone en las cosas de su toilette: la duquesa borraría el amor de sus mejillas como lo hace con el rouge. Conocemos bastante a esas mujeres, la parisiense pura. ¿Has visto en la calle trotar a una modistilla? Su cabeza vale tanto como un cuadro: lindo sombrero, mejillas frescas, peinado coquetón y fina sonrisa; lo demás apenas está cuidado. ¿El retrato no te dice nada? He ahí la parisiense: bien sabe que sólo su cabeza será vista, por eso es que a su cabeza dedica todos los cuidados, adornos y vanidades. Y bien, tu duquesa es todo cabeza: no siente sino por la cabeza, tiene un corazón en la cabeza y una voz de cabeza, es golosa por la cabeza. A tan pobre cosa nosotros le damos un nombre: una Lais intelectual. Has sido burlado como un niño. Si lo dudas, haz la prueba esta noche, mañana o al instante: visítala, trata de reclamar, de exigir imperiosamente lo que se te niega; nada conseguirás, aunque te emplees a fondo como el señor mariscal de Richelieu.
Armando estaba anonadado.
- ¿La deseas hasta el punto de haberte convertido en un tonto?
- ¡La quiero a cualquier precio! -dijo Montriveau desesperado.
- Pues bien, escucha. Sé tan implacable como ella, trata de humillarla y de lastimar su vanidad; procura interesar, no el corazón ni el alma, sino los nervios y la linfa de aquella mujer a la vez nerviosa y linfática. Si consigues despertarle un deseo, estás salvado. Pero abandona tus hermosas ideas de niño. Si teniéndola ya en tus uñas de águila cedes o reculas, si tiembla una sola de tus pestañas y ella cree poder dominarte aún, se deslizará de entre tus garras como un pez, para no dejarse atrapar nunca. Sé inflexible como la ley: no tengas más compasión que la que puede tener el verdugo. Golpea; y, cuando hayas golpeado, golpea todavía, golpea siempre como si le dieras el knout. Las duquesas son duras, mi querido Armando, y esas mujeres sólo se ablandan a fuerza de golpes: el sufrimiento les da el corazón que no tienen, y golpearlas es hacer una obra de caridad. Castiga, pues, sin descanso. ¡Ah! Cuando el dolor haya enternecido sus nervios y ablandado sus fibras, cuando el cerebro haya cedido a ese juego, la pasión entrará tal vez en los resortes metálicos de aquella máquina de lágrimas, de modales, desmayos y frases amerengadas; y verás entonces el más fogoso de los incendios, si es que la chimenea toma fuego. ¡Aquel acero femenino llegará en la fragua al rojo vivo! Y es posible que tal incandescencia termine en amor, aunque lo dudo. Por otra parte, ¿la duquesa vale la pena de tomarse tanto trabajo? Si la cosa fuera conmigo, ella tendría que amoldarse previamente a un hombre como yo; y la convertiría en una mujer encantadora. Mientras que tú y ella quedaréis en el A B C del amor. Pero tú amas, y no compartirías en este momento mis opiniones sobre la materia. ¡Que lo paséis bien, mis pequeños! -agregó Ronquerolles riendo, tras una pausa-. Por mi parte, me declaro en favor de las mujeres fáciles: al menos son tiernas, aman naturalmente Y sin condimentos sociales. Mi pobre muchacho, ¿una mujer que se enreda y que sólo quiere inspirar amor? Sí, podemos tener una, pero como quien tiene un caballo de lujo, como quien goza en ver un combate entre el canapé y el confesionario, entre el blanco y e! negro, entre la reina y el alfil; una partida de ajedrez que nos divertimos en jugar. Un entendido en el juego daría el mate en tres jugadas. Si yo me las viera con una mujer de tal género, me propondría como fin ...
Aquí sopló una palabra en el oído de Armando y lo abandonó bruscamente para no escuchar la respuesta.
En cuanto a Montriveau, se puso de un salto en el patio del hotel de Langeais, subió a las habitaciones de la duquesa y, sin hacerse anunciar, entró en su dormitorio.
- Eso no se hace -le dijo ella ciñéndose apresuradamente su peinador-. Armando, sois un hombre abominable. Vamos, dejadme, os lo ruego. Salid, salid, pues. Esperadme en el salón. Vamos.
- Angel querido -repuso él-, ¿un esposo no tiene, pues, ningún privilegio?
- Pero, señor, sorprender así a una mujer es de un gusto deplorable, aun en un esposo.
Montriveau se dirigió a ella y la estrechó entre sus brazos.
- Perdona, mi querida Antonieta; pero mil sospechas desagradables me torturan el corazón.
- ¿Sospechas? ¡Ah, ah!
- Sospechas casi justificadas. Si me amaras, ¿me harías ahora esta pregunta? ¿No habrías estado contenta de verme? ¿No sentirías, acaso, no sé qué movimiento de corazón? Yo, que no soy mujer, siento íntimos temblores al solo eco de tu voz; y el deseo de saltarte al cuello me asalta muy a menudo en medio de un baile.
- Ah, si tendréis sospechas hasta que os salte yo al cuello delante de todo el mundo, creo que seré sospechada toda mi vida. ¡A vuestro lado Otelo es un niño!
- ¡No soy amado! -dijo él con desesperación.
- Por lo menos, convenid en que ahora no sois amable.
- ¿Debo trabajar agradaros todavía para?
- ¡Ya lo creo! -dijo ella con aire imperativo-. Vamos, salid, dejadme. No soy como vos: yo deseo agradaros siempre ...
Nunca mujer alguna supo mejor que la señora de Langeais poner tanta gracia en su impertinencia: ¿no valía tanto como redoblar su efecto?, ¿no era como para volver furioso al hombre más frío? En aquel instante sus ojos, el sonido de su voz y su actitud revelaban una especie de libertad perfecta que no se halla nunca en una mujer amante cuando está en presencia de aquel cuya sola vista la hace palpitar. Desengañado ya por las advertencias del marqués de Ronquerolles, y ayudado ahora por esa rápida intuición que momentáneamente suelen tener los hombres menos sagaces cuando la pasión los inspira, pero que no falta nunca en los hombres fuertes, Armando adivinó la verdad terrible que se traicionaba en la serenidad de la duquesa, y su corazón se hinchó de tormenta, como un lago pronto a levantarse.
- ¡Si ayer eras sincera, sé mía, querida Antonieta! -exclamó él-. Yo quiero ...
- En primer lugar -dijo ella, rechazándolo con tanta fuerza como tranquilidad-, no debéis comprometerme. Mi camarera podría oíros. Respetadme, os lo ruego. Vuestra familiaridad está bien por la noche, en mi tocador; pero aquí, nada. Y luego, ¿qué significa vuestro ¡yo qUiero!, ¡Yo quiero! Nadie me ha dicho aún esa palabra: me parece muy ridícula, perfectamente ridícula.
- ¿No me cederéis nada en ese punto? -dijo él.
- ¡Ah!, ¿llamáis un punto a la libre disposición de nosotras mismas? Un punto muy capital, en efecto; y me permitiréis que sea en ese punto absolutamente dueña de mí.
- ¿Y si desconfiando de vuestras promesas yo lo exigiese?
- En ese caso me probaríais que procedí muy mal al haceros la más leve promesa; no sería tan tonta como para cumplirla y os rogaría que me dejaseis en paz.
Montriveau palideció, quiso lanzarse sobre ella; pero la duquesa tocó la campanilla, y al ver aparecer a la camarera le dijo al general sonriendo con burlona gracia:
- Tened la bondad de volver cuando yo esté visible.
Armando de Montriveau sintió entonces la dureza de aquella mujer fría y cortante como el acero: la vió abrumadora de desprecio. En un instante había roto ella lazos que sólo eran fuertes para su amante. La duquesa había leído en la frente de Armando las exigencias secretas de aquella visita, y juzgó que había llegado el momento de hacerle sentir a ese soldado imperial que las duquesas podían prestarse al amor sin entregarse a él, y que su conquista era más difícil de hacer que lo había sido la de Europa.
-Señora -dijo Armando-, no tengo tiempo de esperar. Como lo habéis dicho, soy un niño mimado. Cuando seriamente desee aquello de lo cual hablábamos ahora, creedme que lo tendré.
- ¿Lo tendréis? -dijo ella con un aire de altivez al que se mezclaba cierta sorpresa.
- Lo tendré.
- ¡Oh, me daríais gusto al quererlo! Sólo por curiosidad estada encantada de saber cómo os arreglaríais ...
- Perfectamente -respondió Montriveau riendo hasta espantar a la duquesa-. Me siento feliz al poner algún interés en vuestra existencia. ¿Me permitís que os venga a buscar esta noche para ir al baile?
- Os doy mil gracias. El señor de Marsay se os ha adelantado, y tiene mi promesa.
Montriveau saludó gravemente y se retiró.
- Ronquerolles tenía razón -se dijo-. Vamos a jugar ahora una partida de ajedrez.
Desde entonces ocultó sus emociones bajo una calma completa. Ningún hombre es lo bastante fuerte como para soportar esos cambios que hacen pasar al alma desde el mayor bien a las desdichas supremas. ¡Había vislumbrado la vida feliz sólo para sentir mejor el vacío de su existencia precedente! Fue una borrasca terrible; pero sabía sufrir, y resistió el asalto de sus pensamientos tumultuosos, como la roca de granito resiste los embates del océano iracundo.
- No logré decirle nada -pensaba él-. En su presencia carezco de ingenio. Ignora ella hasta qué punto es vil y despreciable. Nadie ha osado poner a esa criatura frente a sí misma. Se ha burlado sin duda de no pocos hombres. Yo los vengaré a todos.
Quizás por primera vez, el amor y la venganza se mezclaron en un corazón de hombre, y en partes tan iguales que a Montriveau le hubiera sido imposible decir qué cosa lo empujaba, si el amor o la venganza. Aquella misma noche fue al baile en que debía estar la duquesa de Langeais, y casi desesperó de alcanzar a esa mujer a la cual tentado estaba de atribuirle algo de demoníaco: se le mostró graciosa y llena de agradables sonrisas, como para dar a entender a la gente que no se había comprometido con el señor de Montriveau. Un mutuo enojo traduce amor. Pero si la duquesa no había cambiado sus maneras, mientras que el marqués se mostraba sombrío y apenado, ¿no era expresar a las claras que Armando no había obtenido nada de ella? La gente bien sabe adivinar la desdicha de los hombres desdeñados, y no la confunde con las riñas que algunas mujeres ordenan fingir a sus amantes en la esperanza de ocultar un mutuo amor. Y todos se burlaron de Montriveau, el cual, no habiendo consultado a su consejero, permaneció dolorido y meditabundo, lejos de comprometer a la duquesa respondiendo a su falsa amistad con demostraciones apasionadas, como se lo habría prescrito el señor de Ronquerolles. Armando de Montriveau abandonó el baile, sintiendo horror de la naturaleza humana y creyendo apenas en tan completas perversidades.
- Señora duquesa -decía para sí, mirando las ventanas luminosas del salón en que bailaban, reían o hablaban las más bellas mujeres de París-, si no hubiera verdugos que castigasen esos crímenes, te agarraría por el moño del cuello y te haría sentir un hierro más tajante que el cuchillo de la Greve. Acero contra acero, ya veremos qué corazón es más cortante.
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