Índice de La duquesa de Langeais de Honoré de BalzacCuarta parteSexta parteBiblioteca Virtual Antorcha

QUINTA PARTE

Durante cerca de una semana la señora de Langeais esperó volver a ver al señor de Montriveau; pero Armando se limitó a enviar todas las mañanas su tarjeta al hotel de Langeais. Cada vez que dicha tarjeta le era entregada, la duquesa no podía menos que temblar, herida de pensamientos siniestros, aunque indistintos, como lo es un presentimiento de desgracia. Leyendo aquel nombre, ora creía sentir en sus cabellos la mano poderosa de aquel soldado implacable, ora se pronosticaba ella venganzas que su movediza imaginación pintaba como atroces. Harto bien lo había estudiado ella para no temerle. ¿Sería, quizás, asesinada? Aquel hombre de cuello de toro, ¿no la despanzurraría, tirándola por sobre su cabeza? ¿No la hollaría bajo sus pies? ¿Cuándo, dónde y cómo la tomaría? ¿Qué género de tortura meditaba para ella? ¡Bien que se arrepentía ya! En ciertas horas, si él hubiera venido, la duquesa se abría lanzado a sus brazos con un total abandono. Cada noche, al dormirse, evocaba la fisonomía de Montriveau en un aspecto diferente: tanto su sonrisa amarga, como la contracción jupiteriana de sus cejas, o su mirada de león, o cualquier movimiento altanero de sus espaldas, se lo hacían aparecer como terrible. Al día siguiente, la tarjeta le pareía bañada en sangre. Vivía turbada por ese nombre, como no lo habia sido por el amante fogoso, terco, exigente. Luego sus aprensiones se agrandaban aun en el silencio: debía prepararse, sin ayuda extraña, a una lucha horrible de la cual no le era permitido hablar. Aquella alma orgullosa y dura era hoy más sensible a las titilaciones del odio que ayer a las caricias del amor. Si el general hubiera podido verla cuando, presa de amargos pensamientos, fruncía ella su entrecejo en aquel tocador donde había saboreado tantos deleites, acaso habría concebido grandes esperanzas. ¿El orgullo no es uno de los sentimientos humanos que sólo pueden inspirar nobles acciones? Aunque la señora de Langeais guardara el secreto de sus pensamientos, es permitido suponer que el señor de Montriveau ya no le era indiferente. ¿No es una inmensa conquista para el hombre ocupar enteramente a una mujer? En ella debe operarse necesariamente un progreso, ya en un sentido ya en el otro. Poned a una criatura femenina bajo los pies de un caballo furioso o frente a cualquier animal terrible: caerá ciertamente de rodillas y aguardará la muerte; pero si el bruto es compasivo y no la mata del todo, ella amará al caballo, al león, al toro, y hablará luego a su gusto. La duquesa se sentía bajo los pies del león: temblaba, pero sin odiar. Aquellas dos personas, tan singularmente ubicadas una frente a la otra, volvieron a encontrarse tres veces en público. Cada vez, en respuesta de sus coquetas interrogaciones, la duquesa recibió de Armando saludos respetuosos y sonrisas impregnadas de una ironía tan cruel, que confirmaban sus aprensiones matinales inspiradas por la tarjeta de visita. La vida no es sino lo que quieren nuestros sentimientos, y los sentimientos habían cavado un abismo entre aquellas dos personas.

La condesa de Serizy, hermana del marqués de Ronquerolles, dio a comienzos de la semana siguiente un gran baile al que asistió la señora de Langeais. La primera figura que al entrar vio la duquesa fue la de Armando: Armando la esperaba esta vez, ella lo creyó al menos. Ambos cambiaron una mirada, y un sudor frío brotó de súbito en todos los poros de aquella mujer: había creído a Montriveau capaz de alguna venganza inaudita, proporcionada a su cólera, y la venganza ya había sido encontrada, estaba pronta y en ebullición. Los ojos de aquel amante traicionado la hirieron con la luz del rayo, y en su semblante resplandecía un odio feliz. No obstante la voluntad que traía la duquesa de expresade frialdad y altivez, sus ojos permanecieron nublados. Se ubicó junto a la condesa de Serizy, la cual no pudo menos que decirle:

- ¿Qué tenéis, mi querida Antonieta? Inspiráis miedo.

- Una contradanza me repondrá en seguida -respondió ella dando su mano a un joven que se adelantaba.

La señora de Langeais se puso a valsar con una especie de furor o arrebato que agravó la dura mirada de Montriveau. El general permaneció de pie, delante de los que se divertían mirando a los bailarines: cada vez que la duquesa pasaba junto a él, sus ojos caían sobre aquella cabeza girante, como los de un tigre seguro de su presa. Concluido el vals, la señora de Langeais fue a sentarse junto a la condesa, y el marqués no dejo de mirarla, conversando al mismo tiempo con un desconocido.

- Señor -le decía-, una de las cosas que más me han impresionado en ese viaje ...

La duquesa era toda oídos.

- ... es la frase que pronuncia el guardián de Westminster al mostrar el hacha con la cual un enmascarado cortó, según dicen, la cabeza de Carlos I.

- ¿Qué frase? -preguntó la señora de Serizy.

- No toquéis el hacha -respondió Montriveau con un tono de voz amenazante.

- En verdad, señor marqués -dijo la duquesa de Langeais-, al repetir esa vieja historia, de todos conocida, miráis mi cuello con un aire tan melodramático que me parece ver un hacha en vuestras manos.

Pronunció riendo estas últimas palabras, aunque sentía ya un sudor frío.

- Pero, señora -respondió él-, circunstancialmente, aquella historia es muy nueva.

- ¿Cómo es eso? ¿En qué? Decidlo, por favor.

- En que, señora, vos también habéis tocado el hacha -le dijo Montriveau por lo bajo.

- ¡Qué encantadora profecía! -repuso ella sonriendo con afectada gracia-. ¿Y cuándo caerá mi cabeza?

- Señora, no deseo ver caer vuestra linda cabeza. Sólo temo que os aceche alguna desgracia. Si os cortaran los cabellos, ¿no lamentaríais esos lindos bucles rubios de los cuales sacáis tanto partido?

- Hay personas a las cuales las mujeres gustan hacer esos sacrificios, y a menudo se los hacen a hombres que no saben darles crédito.

- De acuerdo. Pero, ¿y si de pronto un bromista, mediante algún procedimiento químico, os arrebatase esa belleza, dándoos una apariencia de cien años, cuando sólo tenéis dieciocho?

- Pero, señor -interrumpió ella-, la viruela puede ser nuestra batalla de Waterloo. Al día siguiente conocemos a los que verdaderamente nos aman.

- ¿No lamentaríais perder ese delicioso rostro que ... ?

- Ah, mucho, y no tanto por mí como por aquel que se deleitase con mi rostro. No obstante, si yo fuera sinceramente amada, ¿qué me importaría la belleza? ¿Qué opináis, Clara, sobre esto?

- Es una especulación peligrosa -respondió la señora de Serizy.

- ¿Podríamos preguntar a su majestad, el rey de los brujos -repuso la señora de Langeais-, cuándo he cometido la falta de tocar el hacha, yo que no he ido a Londres todavía?

- Non so -dijo él dejando escapar una risa burlona.

- ¿Y cuándo empezará el suplicio?

Aquí Montriveau sacó su reloj y verificó la hora con una convicción realmente pavorosa.

- No terminará el día -respondióle-, sin que os suceda una horrible desgracia ...

- No soy un niño a quien se pueda espantar fácilmente -repuso la duquesa-; o, más vale, soy un niño que no conoce el riesgo. Vaya bailar, pues, al borde del abismo.

- Encantado estoy, señora, de hallar en vos tanto carácter -respondió él al verla ocupar su sitio en una cuadrilla.

A pesar de su fingido desdén por las negras predicciones de Armando, la duquesa era víctima de un verdadero terror; y la opresión moral y casi física en que la tenía su amante, apenas cesó cuando éste abandonó la sala de baile. Sin embargo, después de haber gozado un momento el placer de respirar a su gusto, ella se sorprendió al sentir la falta de aquellas emociones terribles, tan ávida es de sensaciones extremas la naturaleza femenina. Aquel pesar no era de amor, pero entraba, ciertamente, en los sentimientos que lo preparan. Luego, como si la duquesa experimentara de nuevo el efecto que Montriveau le había hecho sentir al consultar la hora con tanta convicción, volvió a ser presa del espanto y se retiró del baile. No era todavía la medianoche. El servidor que le aguardaba fuera le puso el abrigo y se adelantó en busca de su carruaje; luego, cuando se vio sentada en él, cayó en un desvarío muy natural provocado por la predicción del señor de Montriveau. Al llegar, entró en un vestíbulo muy parecido al de su casa; mas de pronto desconoció la escalera; luego, en el instante en que se volvía para llamar a su gente, varios hombres la asaltaron con rapidez, le arrojaron un pañuelo a la boca, la ataron las manos y los pies y se la llevaron. Gritó desesperadamente.

- Señora -le dijo alguien al oído-, tenemos orden de mataros si gritáis.

El espanto de la duquesa fue tan grande que no se explicó jamás cómo y por dónde fue llevada. Cuando recobró el sentido se vio con los pies y los puños atados mediante cordeles de seda y acostada en el canapé de una habitación masculina. No pudo contener un grito al encontrarse con los ojos de Armando de Montriveau que, tranquilamente sentado en una butaca y envuelto en su robe de chambre, fumaba un cigarro.

- No gritéis, señora duquesa -dijo, quitándose fríamente el cigarro de la boca-. Tengo jaqueca. Por otra parte, voy a desataros. Pero escuchad bien lo que tengo el honor de deciros -y desató delicadamente las cuerdas que oprimían los tobillos de la duquesa-, ¿de que os servirían vuestros gritos? Nadie puede oírlos. Sois demasiado bien educada para entregaros a muecas inútiles. Si no permanecéis tranquila, si tratáis de luchar conmigo, os ataré de nuevo los pies y las manos. Creo que, bien mirado, os respetaréis lo bastante para estar en ese canapé como si estuvierais en el vuestro: helada todavía, si lo quereis ... Me habéis hecho derramar en ese canapé no pocas lágrimas que yo escondía siempre a todos los ojos.

Mientras que Montriveau le hablaba, la duquesa echó una mirada en torno suyo, una furtiva mirada de mujer que lo abarca todo fingiéndose distraída. Le gustaba mucho aquella habitación bastante parecida a la celda de un monje: el alma y el pensamiento del hombre planeaba en ella; ningún ornamento alteraba la pintura gris de las vacías paredes. En el suelo se extendía un verde tapiz: un canapé negro, una mesa cubierta de papeles, dos grandes sillones, una cómoda ornada de un reloj Y un lecho muy bajo sobre el cual se extendía un paño rojo con guarda negra, denunciaban los hábitos de una existencia reducida a su más simple expresión. Sobre la chimenea, un triple candelabro evocaba con su forma egipcia, la inmensidad del desierto en que aquel hombre había errado largamente. Junto al lecho, entre el pie que enormes patas de esfinge dejaban adivinar, bajo los pliegues de la tela, y uno de los muros laterales de la habitación, se hallaba una puerta oculta por una cortina verde con franjas negras y rojas. La puerta por la cual habían entrado los desconocidos mostraba una cortina semejante, pero descorrida y sujeta mediante una abrazadera. En la última mirada que la duquesa lanzó a las dos cortinas para compararlas, advirtió que la puerta vecina al lecho estaba abierta, y que ciertos fulgores rojos encendidos en la otra pieza se dibujaban en los flequillos de abajo. Su curiosidad fue naturalmente atraída por aquella triste luz que apenas le dejaba entrever algunas formas raras en la tiniebla; pero no pensó en aquel instante que el peligro podía venirle de allá, y quiso entonces satisfacer un interés más ardiente.

- Señor, ¿sería indiscreto preguntaros qué pensáis hacer de mí? -dijo ella con una impertinencia y una burla taladrante.

La duquesa creía adivinar un amor excesivo en las palabras de Montriveau. Además, para raptar a una mujer, ¿no es preciso adorarla?

- De ningún modo, señora -respondió él arrojando con gracia su última bocanada de humo-. Estáis aquí por muy poco tiempo. Quiero antes explicaros lo que sois y lo que soy. Cuando os enroscáis en el diván de vuestro tocador, no encuentro palabras con que manifestar mis ideas, pues en vuestra casa, y al menor pensamiento que os disguste, tomáis el cordón de vuestra campanilla, gritáis fuerte y ponéis a vuestro amante en la puerta como si fuese el último de los miserables. Aqui tengo el espíritu libre; nadie puede aquí arrojarme a la calle; aquí sereis mi víctima por algunos minutos y tendréis la extremada bondad de escucharme. Nada temáis: no os he raptado para deciros injurias ni para obtener de vos a la fuerza lo que no supe merecer o lo que no quisisteis otorgarme buenamente. Sería una indignidad, y si vos concebis la violación acaso, yo no la concibo.

Con un movimiento brusco arrojó su cigarro al fuego.

- Senora, tal vez os molesta el humo.

Se levantó al punto, sacó del hogar una cazoleta, quemó perfumes y purificó el aire. El asombro de la duquesa sólo podía compararse a su humillación: estaba en poder de aquel hombre, y aquel hombre no quería abusar de su poder. Sus ojos, resplandecientes de amor antaño, estaban ahora fijos y tranquilos como estrellas. La mujer tembló. Luego el terror que Armando le inspiraba creció mediante una de aquella sensaciones análogas a la agitación sin movimiento de las pesadillas; quedó como clavada por el miedo al ver que los fulgores sorprendidos detrás de la cortina se intensificaban como bajo un soplete; de pronto al alcanzar su mayor fuerza, los reflejos iluminaron a tres personas enmascaradas. Aquella visión horrible se desvaneció tan pronto que la duquesa la creyó una fantasía óptica.

- Señora -prosiguió Armando contemplándola con despreciativa frialdad-, un minuto, uno solo me bastará para alcanzaros en todos los momentos de vuestra vida; es la sola eternidad de que puedo disponer: yo no soy Dios. Escuchadme bien -dijo, tras una pausa tendiente a dar mayor solemnidad a su discurso-. El amor llegará siempre a vuestros deseos; tenéis sobre los hombres un poder sin límites. Pero acordaos que un día llamasteis al amor: vino él tan puro y cándido como puede serlo en la tierra, tan respetuoso como violento; acariciante, como lo es el de una mujer abnegada o el de una madre por su hijo; tan grande, en fin, que casi era una locura. Os habéis burlado de tal amor, habéis cometido un crimen. Toda mujer tiene el derecho de negarse a un amor cuando sabe que no podrá compartirlo; y el hombre que ama sin hacerse amar no tiene el derecho de quejarse. Pero, señora duquesa, atraer con fingidos sentimientos a un desdichado, huérfano de todo cariño; hacerle vislumbrar la dicha para luego arrebatársela; robarle su porvenir de felicidad y matarlo no sólo por un día sino por toda la eternidad de su existencia, envenenando todas sus horas y todos su pensamientos, ¡he ahí lo que yo llamo un crimen!

- Señor ...

- No puedo aún permitiros una respuesta. Escuchadme, pues. Tengo, por otra parte, derechos sobre vos; pero sólo quiero usar los del juez sobre el criminal, a fin de despertar vuestra conciencia; si no tuvierais ya conciencia, nada os diría; pero, ¡sois tan joven! debéis tener aún mucha vida en el corazón, me gusta creerlo al menos. Si os creo lo bastante depravada como para cometer un crimen no castigado por las leyes, no me parece que lo seáis tanto como para no entender mis palabras. Prosigo entonces.

En aquel momento la duquesa oía el sordo rumor de un soplete con el cual los desconocidos que acababa ella de entrever atizaban sin duda el fuego cuya claridad se había proyectado en la cortina; pero la mirada fulgurante de Montriveau la obligó a permanecer inmóvil, con los ojos fijos en él. Por más grande que fuese su curiosidad, el fuego de las palabras de Armando le interesaba más aún que aquel otro misterioso fuego.

- Señora -prosiguio el general tras una pausa-, cuando en París el verdugo debe poner su mano sobre un pobre asesino y acostarlo en la plancha que, según la ley, un asesino debe ocupar antes de perder la cabeza ... Ya lo sabéis, los periódicos previenen a los ricos y a los pobres, a fin de decirles a los unos que duerman tranquilos y a los otros que velen para vivir. Y bien, vos, que sois religiosa y algo devota, hacéis decir misas por aquel asesino: sois de la familia, pero de la rama primogénita, la cual puede entronizarse en paz, vivir dichosa y sin preocupaciones. Llevado por la miseria o por la ira, vuestro hermano sólo ha matado a un hombre; pero vos, vos habéis matado la dicha de un hombre, su hermosa vida, sus mejores creencias. El otro, ingenuamente, ha esperado a su víctima y la ha matado a pesar suyo, por temor del patíbulo; vos, en cambio, habéis amontonado todas las maldades de la debilidad contra una fuerza inocente; habéis amansado el corazón de vuestro paciente para devorarlo mejor; lo habéis engolosinado de caricias, sin omitirle ninguna que pudiese hacerle suponer, soñar y querer las delicias del amor; le habéis exigido mil sacrificios, sin hacerle ninguno; le habéis hecho ver la luz antes de reventarle los ojos. ¡Admirable coraje! Tales infamias son un lujo que no entienden las pobres burguesas de las cuales os burláis: ellas saben darse y perdonar, saben amar y sufrir; nos empequeñecen con la grandeza de sus abnegaciones. A medida que subimos la escala social encontramos tanto cieno como abajo, sólo que arriba el cieno se endurece y se dora. Sí, para encontrar la perfección de lo innoble es necesario una bella educación, un gran apellido, una linda mujer, una duquesa. Para caer a lo más bajo era preciso estar en lo más alto. Digo mal lo que pienso: sufro aún de las heridas que me habéis inferido. ¡Pero no creáis que me quejo! No, mis palabras no son la expresión de ninguna esperanza personal, ni contienen amargura ninguna. Sabedlo bien, señora, os perdono; y este perdón es bastante entero como para que no lamentéis haberlo venido a buscar a pesar vuestro ... El mal está en que podríais abusar de otros corazones tan infantiles como el mío; y yo quiero evitarlo. Me habéis inspirado, pues, un proyecto de justicia. Expiad aquí vuestra falta, Dios os perdonará tal vez, y lo deseo; pero es implacable y os castigará.

A tales palabras, los ojos de aquella mujer abatida, rota, se llenaron de lágrimas.

- ¿Por qué lloráis? -preguntó él-. Sed fiel a vuestra naturaleza. Sin emoción habéis contemplado las torturas del corazón que heríais. Basta, señora, consolaos. No puedo ya sufrir. Otros os dirán que les habéis dado la vida: yo os digo con delicia que me habéis dado la nada. Acaso adivinéis que no me pertenezco, que debo vivir para mis amigos y que de tal modo tendré que soportar a la vez la frialdad de la muerte y las pesadumbres de la vida. ¿Tendréis tanta bondad? ¿Seréis como los tigres del desierto que hacen la herida y después la lamen?

La duquesa se deshizo en lágrimas.

- Ahorrad, pues, esas lágrimas, señora. Si creyera en ellas, sería para desconfiar. ¿Son o no uno de vuestros artificios? Después de todos los que habéis empleado, ¿cómo creer que haya en vos algo sincero? Nada vuestro tendrá, en adelante, el poder de conmoverme. Lo he dicho todo.

La señora de Langeais se levantó con un movimiento lleno de nobleza y humildad.

- Tenéis el derecho de tratarme duramente -dijo, tendiéndole al hombre una mano que él no recogió-. Vuestras palabras no son aún lo bastante duras, y merezco ese castigo.

- ¿Yo castigaros, señora? Pero, ¿castigar no es amar? No, señora no esperéis de mí nada que se parezca a un sentimiento. En mi propia causa, podría yo hacerme acusador y juez, sentencia y verdugo; pero no. Cumpliré en seguida un deber, y no un deseo de venganza. A mi juicio, la mejor venganza es el desprecio de una venganza posible. ¡Quién sabe si al vengarme no me convertiría en el ministro de vuestros placeres! Acaso en lo sucesivo, llevando la triste librea de que la sociedad reviste a los criminales, os veáis obligada a tener probidad. ¡Entonces amaréis!

La duquesa escuchaba con una sumisión que no era ni fingida ni coquetamente calculada, y no respondió sino tras un intervalo de silencio.

- Armando -dijo-, me parece que resistiéndome al amor obedecía yo a todos los pudores de la mujer; y no es de vos que hubiera esperado tales reproches. Para inventarme crímenes me armáis de todas mis debilidades. ¿Cómo no habéis supuesto que la curiosidad del amor me arrastraba un día más allá de mis deberes, y que al siguiente día me desesperaba de haber ido tan lejos? ¡Ay, era un pecado por ignorancia! Había, os lo juro, tanta buena fe en mi culpa como en mis arrepentimientos. Mi dureza revelaba más amor que mis complacencias. Y por otra parte, ¿de qué os quejáis? No os ha bastado el donativo de mi corazón, y habéis exigido brutalmente mi persona ...

- ¡Brutalmente! -exclamó el señor de Montriveau. Pero agrego para sí: Estoy perdido, si me dejo llevar por riñas de palabras.

- -afirmó la duquesa-, habéis llegado a mí como a una de esas malas mujeres, sin respeto, sin ninguna de las atenciones que pide el amor. ¿No tenía yo el derecho de reflexionar? Y bien, he reflexionado. La inconveniencia de vuestra conducta es excusable: el amor es su principio; dejadme que lo crea y que os justifique ante mí misma. Bien, Armando, esta noche, cuando predecíais mi desgracia, yo crela en nuestra felicidad. Sí, yo tenía confianza en ese carácter noble y orgulloso del cual me habéis dado tantas pruebas ... Y era toda tuya -agregó, inclinándose al oído de Montriveau- sí, experimentaba nO se qué deseo de hacer feliz a un hombre tan violentamente probado por la adversidad. Amo por amo, yo deseaba un hombre grande. Cuanto más alta me sentía, menos deseaba descender. Confiando en ti, veía toda una vida de amor en el instante en que me mostrabas la muerte. La fuerza no marcha sin la bondad. Amigo mío, eres demasiado fuerte para oDrar mal con una pobre mujer que te ama. Si he procedido mal, ¿no puedo acaso obtener un perdón?, ¿no puedo reparar los daños que causé? El arrepentimiento es la gracia del amor, y quiero ser graciosa para ti. ¿Cómo quieres que no compartiera con todas las mujeres esas incertidumbres, temores y timideces que naturalmente se prueban cuando se ata una por toda la vida? Esas burguesas a las cuales me has comparado se dan, ciertamente, pero combaten. Y bien, yo he combatido, pero heme aquí ... ¡Dios mío, no me escuchas! -exclamó ella, interrumpiéndose. Luego se torció las manos mientras gritaba: ¡Pero si te amo! ¡Pero si soy tuya! -Cayó de rodillas a los pies de Armando-. ¡Tuya, tuya, mi solo, mi único dueño!

- Señora -dijo Armando queriendo levantarla-, Antonieta no puede salvar a la duquesa de Langeais. No creo ni en una ni en otra. Os dais hoy, pero quizás os negaréis mañana. Ningún poder del cielo ni de la tierra me garantizaría ya la fidelidad de vuestro amor. Las prendas estaban en el pasado, y no tenemos ya pasado.

En aquel momento el resplandor se hizo tan vivo que la duquesa, volviendo sus ojos hacia la cortina, volvió a ver muy claramente a los tres hombres enmascarados.

- Armando -dijo-, no quisiera pensar mal de vos. ¿Cómo es que hay hombres allá? ¿Qué preparáis contra mí?

- Esos hombres son tan discretos como lo seré yo mismo acerca de lo que ha de suceder aquí. No veáis en ellos más que mi brazo y mi corazón. Uno de ellos es cirujano ...

- ¡Un cirujano! -dijo ella-. Armando, amigo mío, no hay dolor más cruel que la incertidumbre. Hablad, pues, decidme si queréis mi vida: os la daré sin que tengáis que tomarla ...

- ¿No me habéis comprendido? -replicó Montriveau-. ¿No os he hablado de justicia? Para que ceséis en vuestras aprensiones voy a explicaros lo que decidí hacer con vos -agregó fríamente, tomando un pedazo de acero que había sobre la mesa.

Le mostró una cruz de Lorena adaptada al extremo de un vástago de acero.

- Dos amigos míos -explicó- están haciendo enrojecer ahora una cruz igual a la de este modelo. La aplicaremos en vuestra frente, allí, entre los dos ojos, para que no podáis esconderla bajo algunos diamantes y sustraeros a las preguntas de la gente. Llevaréis, pues, en la frente la marca vergonzosa que llevan en la espalda los forzados, vuestros iguales. El dolor no es mucho, pero temo alguna crisis nerviosa, o alguna resistencia ...

- ¿Resistencia? -dijo ella palmoteando de júbilo-. ¡No, no, ahora quisiera ver aquí al mundo entero! ¡Ah, mi Armando, marca, marca pronto a tu criatura como a una pequeña cosa tuya! Querías prendas de mi amor, y aquí las tienes todas en una. ¡Ah, en tu venganza sólo veo clemencia, perdón y dicha eterna! Cuando así hayas marcado por tuya una mujer, cuando tengas un alma que lleva tu cifra en rojo, no podrás abandonarla nunca, y serás mío para siempre. Aislándome en la tierra, te encargarás de mi dicha, so pena de ser un cobarde; y yo te sé grande y noble. La mujer que ama se marca siempre a sí misma. ¡Venid, señores, entrad y marcad a la duquesa de Langeais, que pertenece para siempre al señor de Montriveau! Entrad pronto, mi frente arde más que vuestro acero.

Armando se volvío rápidamente, por no ver a la duquesa palpitante y arrodillada; y dijo una palabra que hizo desaparecer a sus tres amigos. Las mujeres habituadas a la vida de los salones conocen el juego de los espejos; y la duquesa, interesada en leer el corazón de Armando, era toda ojos. Armando, que no desconfiaba de su espejo, dejó ver dos lágrimas prontamente enjugadas: todo el porvenir de la duquesa vivía en aquellas dos lágrimas. Cuando volvió para levantar a la señora de Langeais, ella estaba de pie y se creía amada. Es así que su corazón debió palpitar vivamente, cuando Montriveau le dijo, con aquella firmeza que tan bien sabía ella interpretar antaño, al burlarse de él:

- Señora, os concedo gracia. Podéis considerar esta escena como nunca realizada, os lo aseguro. Quiero pensar que habéis sido franca en las coqueterías de vuestro canapé, y aquí no menos franca en las efusiones de vuestro corazón. Pero digámonos adiós ahora. Me siento sin fe. Si os hiciese caso, me atormentaríais aún, y siempre seríais la duquesa. Y ... pero, ¡adiós!, jamás nos entenderemos. ¿Qué deseáis ahora, ir a vuestra casa o volver al baile de la señora de Serizy? He tomado todas las precauciones para dejar vuestra reputación intacta. Ni vuestros servidores ni los demás pueden saber lo que ha ocurrido entre nosotros en este cuarto de hora: vuestros servidores os creen en el baile, y vuestro coche aún está en el patio de la señora de Serizy. ¿Dónde queréis ir?

- ¿Cuál es vuestra opinión, Armando?

- Señora duquesa, se acabó el Armando. Somos extraños el uno para el otro.

- Llevadme, pues, al baile -dijo ella, curiosa por saber hasta dónde llegaba el poder de Armando-. Devolved al infierno de la gente a una criatura que sufría y continuará sufriendo, si ya no hay felicidad para ella. ¡Oh amigo mío, os amo, sin embargo, como aman las burguesas! Os amo hasta saltaros al cuello en el baile, delante de todo el mundo, si me lo pedís. Ese horrible círculo no me ha corrompido; soy joven, y acabo de rejuvenecerme todavía. Sí, soy una niña, tu niña: acabas de crearme. ¡Oh, no me expulses de mi Edén!

Armando hizo un gesto negativo.

- ¡Ah, si debo salir, déjame llevar de aquí alguna cosa, una nada, esto, para guardarlo esta noche sobre mi corazón! -dijo ella, apoderándose del gorro de Armando y envolviéndolo en su pañuelo.

- No -agregó en seguida-, no pertenezco a ese círculo de mujeres depravadas; no lo conoces, y mal puedes apreciarme; sábelo, pues algunas se dan por dinero, otras son sensibles a los regalos, todo allí es infame. ¡Ah, quisiera ser una simple burguesa, una obrera, si prefieres una mujer que esté bajo tu nivel a otra cuya abnegación debe aliarse con las grandezas humanas! Armando mío, hay entre nosotros grandes, nobles, castas y puras mujeres, y son deliciosas. Desearía poseer todas las noblezas, para sacrificártelas todas. La desdicha quiso que naciese duquesa; y desearía yo haber nacido en un trono, para que nada faltase a mi sacrificio. Sería una costurera para ti y una reina para los otros.

El general escuchaba, humedeciendo sus cigarros.

- Cuando queráis partir -dijo-, avisadme.

- Es que deseo quedarme ...

- ¡Hum!

- ¡Vaya, este cigarro está mal dispuesto! -exclamó ella, apoderándose del que tenía él y llevándoselo a la boca.

- ¿Fumaríais? -le dijo él.

- ¡Ah, qué no haría yo por agradarte!

- Si queréis agradarme, marchaos, señora ...

- Obedezco -repuso la duquesa llorando.

- Es necesario cubriros el rostro para que no veáis por qué caminos os llevan.

- Ya estoy lista, Armando -contestó ella vendándose los ojos.

- ¿Veis algo?

- No.

Montriveau hizo el gesto de querer besarle los labios, y ella se le aproximó.

- Estáis mirando, señora.

- Es que soy algo curiosa.

- ¡Me engañáis siempre!

- ¡Ah! -dijo ella con la rabia de la grandeza desconocida-. Retirad ese pañuelo y conducidme, señor. No abriré los ojos.

Seguro de la probidad manifestada en aquel grito, Armando guió a la duquesa que, fiel a su palabra, se hizo voluntariamente ciega. Pero al llevarla paternalmente de la mano, ya para hacerla subir, ya para descender, Montriveau estudió las vivas palpitaciones que agitaban el corazón de aquella mujer dominada tan súbitamente por un amor verdadero. La señora de Langeais, feliz de poder hablarle, se complació en decirle todo, pero él se mostró inflexible; y cuando la mano de la duquesa lo interrogaba, la suya permanecía muda. Después de haber andado juntos algún tiempo, Armando le ordenó avanzar: ella lo hizo, y advirtió cómo impedía él que su vestido rozase las paredes de una abertura quizás estrecha. La señora de Langeais fue sensible a ese cuidado que, a su juicio, revelaba un poco de amor todavía. Pero, en Cierto modo, aquel gesto fue el adiós de Montriveau, porque inmediatamente la abandonó sin decirle una palabra. Sintiéndose en una atmósfera cálida, la duquesa abrió entonces los ojos y se vio ante la chimenea del tocador de la condesa de Serizy. Su primer cuidado fue reparar el desorden de su toilette: reajustó su vestido y restableció la poesía de su peinado, todo ello en un instante.

- Y bien, mi querida Antonieta, os buscábamos por todas partes -dijo la condesa abriendo la puerta del tocador.

- He venido a respirar aquí -respondió ella-; en los salones hace un calor insoportable.

- Se pensaba que habíais partido. Pero mi hermano Ronquerolles dijo haber visto a vuestros servidores que os esperaban.

- Estoy deshecha, querida. Dejadme reposar aquí un instante.

Y la duquesa se sentó en el diván.

- ¿Qué tenéis? Estáis temblando.

En este punto entró el marqués de Ronquerolles.

- Señora duquesa -dijo-, temo que os suceda un accidente. Acabo de ver a vuestro cochero tan borracho como los Veintidós Cantones.

La duquesa no respondió: miraba la chimenea, los espejos, buscando allí los rastros de su pasaje; luego experimentó una sensación extraordinaria, viéndose entre las alegrías del baile después de la terrible escena que acababa de dar otro curso a su vida. Se puso a temblar violentamente.

- Tengo los nervios alterados por la predicción que me ha hecho aquí el señor de Montriveau -dijo al fin-. Aunque sólo sea una broma, quiero ver si el hacha de Londres me persigue hasta en sueños. Adiós, pues, querida. Adiós, señor marqués.

Al atravesar los salones recibió cumplimientos que le dieron lástima, tan pequeña le parecía entonces la sociedad de la cual era reina, ella, tan humillada y tan mínima. Por otra parte, ¿qué eran todos los hombres al lado de aquél que amaba ella verdaderamente y cuyo carácter retornaba las proporciones gigantescas que le había negado hasta entonces pero que ahora magnificaba ella quizás fuera de toda medida? No pudo menos que mirar al sirviente que la había acompañado, y lo vio dormido.

- ¿No habéis salido de aquí? -le preguntó ella.

- No, señora.

Subiendo a su carroza vio que su cochero estaba realmente en tal estado de ebriedad que la hubiese aterrorizado en cualquier otra circunstancia; pero las grandes sacudidas de la vida roban sus alimentos vulgares al temor. Por otra parte, llegó a su casa sin accidente alguno; pero en ella se sintió cambiada y presa de sentimientos completamente nuevos. Para ella no había más que un hombre en el mundo, y solo para él deseaba tener algún valor en adelante. Si los psicólogos logran definir prontamente el amor ateniéndose a las leyes de la natUraleza, los moralistas encuentran mayor dificultad en explicarlo, si lo desan considerar en todos los desarrollos que le ha dado la sociedad. Sin embargo, y a pesar de las mil sectas heréticas que dividen la iglesia amorosa, existe una línea recta que separa netamente sus doctrinas, una línea que las discusiones no encorvarán jamás y cuya inflexible aplicación explica la crisis en la cual, como casi todas las mUjeres, la duquesa estaba sumergida. Ella no amaba todavía, pero tenía una pasión.

El amor y la pasión son dos estados de alma diferentes que los poetas Y las gentes de mundo, los filósofos y los necios confunden constantemente. El amor comprende una mutualidad de sentimientos, una certidumbre de gozo que nada altera, y un cambio demasiado constante de placeres, una adherencia demasiado completa entre los corazones, para no excluir los celos. La posesión es entonces un medio y no un fin; una infidelidad hace sufrir, pero no desata; el alma no es ni más ni menos ardiente, ni está más o menos inquieta: es incesantemente dichosa; el deseo, en fin, extendido por un soplo divino desde un extremo al otro sobre la inmensidad del tiempo, nos lo tiñe de un mismo color: la vida es azul como lo es un cielo puro. La pasión es el presentimiento del amor y de su infinito, al cual aspiran todas las almas que sufren. La pasión es una esperanza que tal vez resulte burlada. Pasión significa a la vez sufrimiento y transición: la pasión cesa cuando la esperanza muere. Sin deshonrarse, hombres y mujeres pueden concebir numerosas pasiones: ¡es tan natural dirigirse hacia la dicha! Pero en la vida sólo hay un amor. Todas las discusiones escritas o verbales hechas en torno a los sentimientos pueden resumirse en estas dos preguntas: ¿es una pasión?, ¿es un amor? No existiendo el amor sin el conocimiento íntimo de los goces que lo perpetúan, la duquesa estaba, pues, bajo el yugo de una pasión. Por eso experimentaba las agitaciones devoradoras, los cálculos involuntarios, los quemantes deseos, todo lo que se expresa, en fin, con la palabra pasión: sufría. En medio de las turbaciones de su alma, se chocaban torbellinos levantados por su vanidad, su amor propio, su orgullo y su soberbia, es decir, por todas las variedades del egoísmo. Le había dicho a un hombre: Te amo, soy tuya. ¿La duquesa de Langeais podía proferir inútilmente tales palabras? Debía, ciertamente, o ser amada o abdicar su papel social. Sintiendo entonces la soledad de su lecho voluptuoso en que la voluptuosidad no había metido aún sus pies ardientes, ella se agitaba y se repetía: Quiero ser amada. Y la fe que aún guardaba en sí misma le daba la esperanza de conseguirlo. La duquesa estaba punzada, la vanidosa parisiense humillada, la mujer verdadera entreveía la felicidad, y su imaginación, vengándose del tiempo perdido, se complacía en hacerle reverberar los fuegos inextinguibles del goce. Alcanzaba casi las sensaciones del amor, pues en la duda de ser amada se sentía dichosa repitiéndose: Lo amo. Sentía deseos de hollar bajo sus pies a Dios y al mundo. Montriveau era su religión ahora. Pasó el día siguiente en un estado de estupor moral, mezclado a ciertas agitaciones corporales, difícil de expresar. Rompía todas las cartas que iba escrilendo e hizo mil suposiciones imposibles. A la hora en que Montriveau llegaba en otro tiempo quiso creer que llegaría, y halló placer en esperarlo. Su vida se concentró en el solo sentido del oído: a veces cerraba los ojos, esforzándose por escuchar a través de los espacios. Luego deseaba el poder de aniquilar todo obstáculo entre ella y su amante, a fin de obtener aquel silencio absoluto que permite captar un rumor a enormes distancias. En aquel recogimiento las pulsaciones de su reloj se le hicieron odiosas: constituían una especie de charla siniestra que optó por interrumpir. La medianoche sonó en el salón.

- Dios mío -se decía-, verlo aquí sería la felicidad. Y sin embargo, antes venía él traído por el deseo. Su voz llenaba este tocador, y ahora, ¡nada!

Acordándose de las escenas de coquetería que le había hecho y por las cuales lo había perdido, lágrimas de desesperación corrieron por sus mejillas durante largo tiempo.

- La señora duquesa no sabe tal vez que son las dos de la mañana -le dijo su camarera-. He creído que la señora estaba indispuesta.

- Sí, voy a acostarme -respondió la señora de Langeais enjugando sus lágrimas-. Pero recuerda, Suzette, que no debes entrar aquí sin orden mía, y no te lo recordaré dos veces.

Durante una semana la señora de Langeais fue a todos los sitios en que esperaba encontrar al señor de Montriveau. Contrariando sus costumbres, llegaba temprano y se iba tarde, no bailaba ni jugaba. ¡Tentativas inútiles! No logró ver a Armando ni osaba pronunciar su nombre. Cierta noche, sin embargo, en un momento de desesperanza, dijo a la señora de Serizy, con tanta indiferencia como le fue posible fingir:

-¿Estáis, pues, reñida con el señor de Montriveau? No lo veo ya en vuestra casa.

- ¿Que ya no viene aquí? -respondió la condesa riendo-. No se le ve en ninguna parte. Sin duda está ocupado con alguna mujer.

- Yo creía -repuso la duquesa con dulzura-, que el marqués de Ronquerolles era uno de sus amigos ...

- Jamás he oído a mi hermano decir que lo conociera.

La señora de Langeais nada respondió; y entonces la señora de Serizy creyó poder fustigar impunemente una amistad discreta que tan amarga le había sido durante mucho tiempo:

- ¿Extrañáis, pues, a ese triste personaje? -le dijo-. He oido contar de él cosas monstruosas: heridlo, y no vuelve jamás ni perdona; amadlo, y os pondrá una cadena. Eso decía yo a uno de los tantos que lo ponen por las nubes; y me respondía siempre con una palabra: Sabe amar. Y no cesan de repetirme: Montriveau abandonará todo por un amigo: es un alma inmensa. ¡Ah, bah! La sociedad no pide almas tan grandes. Los hombres de ese carácter están bien en sus casas; que se queden en ellas y que nos dejen con nuestras amables pequeñeces. ¿Qué decís a eso, Antonieta?

A pesar de sus hábitos mundanos, la duquesa pareció agitada; sin embargo, con una naturalidad que engañó a su amiga, dijo:

- Estoy disgustada de no verlo. Sentía por él mucho interes y le profesaba una sincera amistad. Aunque me halléis ridícula, querida amiga, me gustan las grandes almas. Darse a un tonto, ¿no es confesar que no se tiene más que sentidos?

La señora de Sedzy no había nonca distinguido, sino a gentes vulgares, y era en aquel momento amada por un lindo hombre, el marqués de Aiglemont.

Creed que la condesa abrevió su visita. Luego la señora de Langeais, viendo una esperanza en el retiro absoluto de Armando, le escribió al punto una carta humilde y suave que debía devolverlo a ella, si la amaba todavía. Al día siguiente hizo llevar la carta por su mismo camarero, y cuando estuvo de vuelta le preguntó si la había entregado al propio Montriveau; como le respondiese que sí, no pudo ella disimular un movimiento de júbilo. ¡Armando estaba en París y permanecía en su casa sin ver a nadie! Era, pues, amada. Durante todo el día esperó una respuesta, y la respuesta no vino. En medio de los pensamientos que le dictaba la impaciencia, Antonieta justificaba ese retardo: Armando estaría impedido, y la respuesta vendría por correo; pero la noche llegó, y no sabía ya qué pensar. Fue un día espantoso, mezclado de sufrimientos que agradan y palpitaciones que agobian, excesos de corazón que gastan la vida. A la mañana siguiente un mensajero suyo fue a casa de Armando en busca de una respuesta.

- El señor marqués ha hecho decir que vendrá luego a casa de la señora duquesa -respondió Julián.

Huyó, a fin de ocultar su dicha, y se tendió en el canapé para devorar sus primeras emociones.

- ¡Va a venir! -Tal pensamiento le desgarró el alma-. Desdichados, en efecto, los seres para los cuales la espera no es la más horrible de las tempestades y la fecundación de los más dulces goces: no tienen ellos esa llama que despierta la imagen de las cosas y dobla su naturaleza ligándonos tanto a la esencia pura de los objetos cuanto a su realidad. Esperar, en amor, ¿no es agotar incesantemente una esperanza cierta, librarse al terrible flagelo de la pasión, dichosa ya sin los desencantos de la verdad? Emanación constante de fuerza y deseo, ¿la espera no será para el alma humana lo que son para ciertas flores sus exhalaciones aromáticas? Pronto hemos abandonado los brillantes y estériles colores del tulipán, y volvemos sin cesar al naranjo y a la brocamelia, dos flores que sus patrias han comparado a dos jóvenes novias plenas de amor, bellas en su pasado y bellas en su porvenir.

La duquesa se instruyó sobre los placeres de su nueva vida, sintiendo una especie de ebriedad en aquellas flagelaciones del amor; luego, cambiando de sentimientos, encontró nuevos destinos y un sentido mejor a las cosas de la vida. Precipitándose a su cuarto de toilette comprendió lo que son los recursos del adorno y los cuidados corporales mas minuciosos, cuando van ordenados al amor y no a la vanidad; aquellos preparativos le ayudaron a soportar la lentitud del tiempo. Acabada su toilette, recayó en las excesivas agitaciones, en los arrebatos nerviosos de aquella terrible potencia que pone en fermentación todas las ideas, y que no es acaso sino una enfermedad cuyos sufrimientos animamos. La duquesa estaba lista a las dos de la tarde y el señor de Montriveau no había llegado aún a las once y media de la noche. Explicar las angustias de aquella mujer, que podía considerarse la niña mimada de la civilización, vale tanto como decir cuánta poesía el corazón puede concentrar en un pensamiento; o como querer pesar la fuerza exhalada por el alma al tintineo de una campanilla, o estimar en qué grado consume la vida el abatimiento producido por un coche que no se detiene como esperábamos.

- ¿Se burlará de mí? - dijo ella, escuchando el toque de medianoche.

Palideció, sus dientes se entrechocaron y golpeó sus manos al saltar en aquel tocador donde antes, pensaba ella, aparecía él sin ser llamado. Pero se resignó luego: ¿acaso ella no lo había hecho palidecer y saltar bajo las punzantes flechas de su ironía? La señora de Langeais comprendió el horror del destino de las mujeres, las cuales, privadas de los medios de acción que poseen los hombres, deben esperar cuando aman. Adelantarse a su amado es una falta que pocos hombres saben perdonar: la mayoría de ellos ven una degradación en ese halago celeste; pero Armando poseía un alma grande y debía pertenecer a ese pequeño núcleo de hombres que saben pagar tal exceso de amor con un amor eterno.

- Y bien, iré -se dijo ella, revolviéndose en su lecho sin poder conciliar el sueño-. Iré hacia él y le tenderé mi mano sin fatigarme de tendérsela. Un hombre selecto ve otras tantas promesas de constancia y de amor en los pasos que una mujer aventura hacia él. Sí, los ángeles del cielo descienden hasta los hombres, y quiero ser para él un ángel.

Al siguiente día escribió uno de esos billetes en que desborda el ingenio de las diez mil Sevignés con que cuenta París. Sin embargo, era necesario ser la duquesa de Langeais y haber sido educada por la señora princesa de Blamont-Chauvry para escribir aquel delicioso billete en que se quejaba sin rebajarse, volaba plenamente sin caer en la humillación, rezongaba sin ofender, se sublevaba con gracia, perdonaba sin comprometer su dignidad personal y lo decía todo sin confesar nada. Julián partió: como todos los camareros, Julián era una víctlma de las marchas y contramarchas del amor.

- ¿Qué te ha respondido el señor de Montriveau? -le preguntó ella con tanta indiferencia como pudo fingir, una vez que Julián estuvo de regreso.

- El señor marqués me ha rogado decir a la señora duquesa que esta bien.

¡Espantosa reacción del alma en sí misma! Recibir tal respuesta delante de testigos curiosos y no poder murmurar, y verse forzada al silencio. ¡Uno de los mil dolores del rico!

Durante veintidós días la señora de Langeais escribió al señor de Montriveau sin obtener respuesta. Había concluido por decirse enferma, a fin de eludir sus deberes, sea con la princesa de la cual era dama, sea con la sociedad. No recibía sino a su padre, el duque de Navarreins, a su tía la princesa de Blamont-Chauvry, al viejo señor de Pamiers, a su tío abuelo materno y al tío de su marido, el duque de Grandlieu. Dichas personas creyeron fácilmente en la enfermedad de la señora de Langeais, encontrándola de día en día más abatida, más pálida, más demacrada. Los vagos ardores de un amor real, las irritaciones del orgullo herido, la constante picadura del solo desprecio capaz de alcanzarla, su tensión hacia goces perpetuamente deseados y perpetuamente inhibidos, todas aquellas fuerzas, en fin, inútilmente excitadas, minaban lentamente su naturaleza. Así pagaba el atraso de su vida engañada.

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