Índice de Los bandidos de Río Frío de Manuel PaynoCapítulo anteriorSiguiente capítuloBiblioteca Virtual Antorcha

SEGUNDA PARTE



CAPÍTULO QUINCUAGÉSIMOSEGUNDO



SAN VICENTE Y CHICONCUAC

Relumbrón se detuvo en Río Frio, donde Evaristo, como de costumbre, le tenia preparado un buen almuerzo en la taberna alemana. Allí los dos vomitaron infernales injurias contra don Pedro Cataño, contra el gobierno, contra los ricos de México, contra el género humano, y quedó convenido que Evaristo se pondría a la cabeza de la expedición y la noche menos pensada caería sobre San Vicente y Chiconcuac, robaría, mataría, destruiría las calderas y cuanto pudiera, y de allí se iría a Santa Clara a hacer lo mismo con los Garcías.

Relumbrón, de regreso a México y con el negro pensamiento de que su venganza se realizaría pronto, se dedicó a su familia como un buen esposo, a sus queridas como un buen amante, y a sus negocios como hombre de grande importancia, sin dejar de cumplir sus deberes militares en el Palacio.

Pepe Carrascosa, callada la boca, fue sacando de sus armarios todas sus alhajas y curiosidades, y depositándolas en el Montepío; dejó a los criados en sus puestos y a nadie contó lo que le había pasado; como de costumbre concurría a las almonedas del Montepio, donde encontraba a Relumbrón; se daban la mano, platicaban y compraban lo que les parecía mejor, como si nada hubiese pasado.

Pocos días bastaron para que Evaristo reuniese a los valentones y organizase su expedición a la Tierra Caliente.

Vagando de un lado a otro y alejándose siempre de la hacienda, vio venir un hombre por una calzada que conducía a Chiconcuac. Puso espuelas a su caballo, marcó el alto al pasajero y a los cinco minutos se juntó con él.

- ¿A dónde va? -le preguntó poniéndole la pistola al pecho-. Si no responde lo mato -y preparó la pistola.

- Voy por aquí cerca, a San Vicente; soy dependiente de la hacienda.

- Basta; eso debía haber dicho desde el principio; allá voy yo también -contestó Evaristo-. Soy el jefe de una fuerza del gobierno, como la caballada está cansada, necesitamos descansar y darle pienso.

Al decir esto, uno de los bandidos se acercó al dependiente lazó con una reata el cuello del caballo, le quitó el freno y amarró la cabeza de silla.

- Así está bien -dijo Evaristo-, ahora, adelante.

No había remedio; el pobre hombre tocó la puerta y, haciendo un esfuerzo para componer su voz, entabló un diálogo con los de adentro, que dio por resultado que las puertas se abriesen de par en par. Una irrupción de demonios con machete en mano y disparando las pistolas ocupó inmediatamente el patio.

Dueños ya de la hacienda, se introdujeron por todas las habitaciones y oficinas en busca de dinero, de licores y cosas que comer. Robaron en el cuarto de raya y en el despacho cuatro o cinco mil pesos; vaciaron la despensa; lo que no pudieron beber y comer, lo destruyeron; y beodos de sangre y de vino, con trabajo y a cintarazos los pudo reunir Evaristo, y al amanecer abandonaron la finca, tomando el camino de la montaña. Evaristo, asustado con su triunfo, no se resolvió a ir a Santa Clara, y eso salvó a los Garcías.

Cuando se supo en la capital esta sangrienta catástrofe, fue universal el sentimiento de horror y de indignación. El gobierno inmediatamente mandó fuerzas de infantería y caballería a la Tierra Caliente, puso enérgicas circulares a las autoridades de toda la República para que contribuyesen a la destrucción de la banda de forajidos, nombró un juez especial para que instruyera la causa e hizo cuanto pudo para acallar el clamor público. El encargado de la Legación de España pasó una terrible nota al gobierno, concluyendo por decirle que si dentro de ocho días no estaban aprehendidos y ahorcados los asesinos, abandonaría la Legación y la guerra sería declarada.

El terror de Relumbrón fue tal, que cayó enfermo, y en una semana no pudo salir de su recámara. Doña Severa y Amparo olvidaron el asunto del relicario y lo llenaron de cuidados y atenciones.

El doctor Ojeda, que ya tenía su título y una buena clientela, llevó la noticia a la hacienda de Arroyo Prieto.

- Vengo -le dijo a su amigo el fingido don Pedro Cataño- a sacarte del infierno en que te has metido. Lo que ha hecho tu amigo Relumbrón y el capitán de rurales, porque ellos son sin duda, es horroroso, y como se trata de evitar una guerra con España, el gobierno no descansará hasta no descubrir la maraña. Además, don Remigio me ha escrito una carta muy alarmante. Las incursiones de los comanches, que otros años han sido partidas pequeñas que él ha podido perseguir con los vaqueros de la hacienda, van a ser este año formidables.

Don Pedro Cataño llamó a Juan.

- Mañana al amanecer salimos de aqui; asi, esta noche dispones tus cosas y no repliques, porque es por tu bien.

- No deseaba otra cosa -le contestó Juan-. La Providencia me llevará por buen camino.

Al dia siguiente, a las cuatro de la mañana, don Pedro Cataño, Juan, Romualdo, el doctor Ojeda y los muchachos que estaban alli reunidos abandonaron, para no volver más, la misteriosa hacienda de Arroyo Prieto.

Índice de Los bandidos de Río Frío de Manuel PaynoCapítulo anteriorSiguiente capítuloBiblioteca Virtual Antorcha