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SEGUNDA PARTE



CAPÍTULO SEXAGÉSIMO



MAGNETISMO

La Lucecilla, que había adquirido una repentina influencia sobre todas las gentes de la hacienda con la milagrosa curación de la condesa, ordenó que todos saliesen de la recámara y la dejasen sola con ella. A las lágrimas silenciosas siguió un abatimiento y una debilidad tal, que no permitia a Mariana ni levantar su cabeza, reclinada en el robusto y abundante seno de la muchacha.

Al cabo de tres horas despertó Mariana, y un alienista (si los hay) habría podido observar fenómenos sorprendentes. Sus ojos, saltones y fijos, habían entrado en sus órbitas y vuelto a recobrar la expresión y el brillo como en los días felices en que corría alegre por las praderas de la hacienda asida del brazo de su amante; su fisonomía tranquila no daba muestras de ningún sufrimiento, y se acordaba con calma y resignación de sus tiempos de soledad y de tristeza. Con una lucidez admirable comenzó a interrogar y a platicar con la Lucecilla, siguiendo un orden metódico, como quien ha clasificado con anterioridad en su cerebro la serie de cuestiones que tiene que tratar.

- No sé quién eres -le dijo- ni cómo ni de dónde has venido; pero senti un consuelo tal desde el momento que vi tu graciosa cara, pasó por mis nervios una corriente tan deliciosa cuando me abrazaste y acariciaron tus manos mi cuerpo, me reanimaron tanto tus palabras dulces, que senti ganas de unirme a ti, de que tu cuerpo formase parte del mío, y me vinieron a los ojos las lágrimas que me quemaban por dentro. Y a medida que las derramaba sentia que mi cabeza se despejaba, que por mi pecho pasaba más fácilmente el aliento, que era, en una palabra, una nueva mujer, y que la antigua había desaparecido con la memoria de todos los dolores y agudas penas que la habían martirizado por largos años, no conservando sino las memorias deliciosas, aunque vagas, de que tenía un marido y un hijo, porque tú me dijiste que me traías a mi amante y a mi hijo, y dos figuras que yo creía haber visto allá hace como mil años, como en una existencia anterior, aparecieron delante de mí, rodeadas, como los santos, de una aurora luminosa. Yo nunca te he visto aquí; pero no importa. Ya está -dijo la condesita, descendiendo con facilidad del lecho y sentándose en un sillón-, estoy tranquila y no quiero precipitar los acontecimientos, que tienen algo todavía de amargo y de punzante para este corazón. Dime ahora quién eres, cómo has venido y qué santa mano, la de Dios sin duda, te ha traído aquí.

- Una pobre huérfana -contestó Lucecilla- arrojada a la calle cuando apenas tenía seis años por una tía medio loca que pedía limosna en las calles, y criada entre mala gente; pero Dios me dio esto bueno -y señalaba al mismo tiempo su corazón- y aprendí a leer, a mal escribir, a coser y, cuando fui mayor, a preservarme de los hombres hasta que un acontecimiento muy raro, que no esperaba, me hizo encontrar a Juan en una pieza oscura, y con sólo estar junto a él y pasar mis manos por su cabeza y su cara, sentí no sé qué cosas que nunca había sentido en mi vida, y lo quise más que a mí misma y juré que nunca me había de separar de él hasta la muerte.

- Calla, calla, muchacha, y no prosigas. Ve a buscar a mi hijo y a una señora que se llama Agustina, tráelos aquí pronto, y que no entre nadie más.

Lucecilla salió de la recámara, y antes de diez minutos volvió acompañada de Juan y de Agustina.

- No hay que llorar, mi vieja y pobre madre, pues que tú has sido mi madre desde que murió la desgraciada que me dio el ser porque tus lágrimas volverían a dañar mi corazón, que milagrosamente ha curado esta muchacha. Y tú, Juan, acércate, no me mires ni con temor, ni con respeto, sino con amor. Si, si, eres mi hijo, aun cuando lo negase todo el mundo. Tienes tu cara formada de las facciones de tu padre y de las mias; te pareces a los dos; sí, vivo retrato; el que te vea junto a mí tiene que decir por fuerza que eres mi hijo. Quisiera saberlo todo de una vez, pero no es posible, es necesario tener calma. Hace años, pero muchos años, no sé cuántos, que mi primer pensamiento al despertar era para ti y para tu padre, y esperaba verlos, tenia fe en que los veria algún día, porque me lo habia prometido la Virgen milagrosa de las Angustias. Te contaré, si, te contaré cómo naciste; pero siéntate enfrente de mi, mírame, porque tu mirada me reanima, me da vida. Sola con Agustina, en una casita que parece que la estoy mirando, agonizaba yo y creí que pocos instantes me quedaban de vida. Naciste hijo de mis entrañas y de mis dolores. Tu padre entró por el balcón, me besó en la frente, me dijo en el oído unas palabras de amor y de esperanza; te tomó en sus brazos, te envolvió cuidadosamente en su capa y descendió a la calle oscura y tenebrosa. Desde entonces ... tu padre, proscrito, errante, perseguido ... y tú ... no ha habido un solo dla que deje de derramar lágrimas por los dos. Pero todo pasó como un sueño pesado ... Déjame que te vea bien, que te vea, que te toque, que te abrace para convencerme de que no soy presa de una alucinación.

Mariana tomó con sus manos los carrillos de Juan, le dio en la frente un beso y se dejó caer en el sillón.

Todos se alarmaron y se acercaron temiendo una nueva crisis y que se perdiese en un momento lo que se habla adelantado en su curación moral.

- No tengan cuidado -les dijo-, estoy fuerte, animada y resuelta a vivir y a vivir largos años. La felicidad ha venido tarde; pero no importa, ¡es tan grande y tan completa ...!

Que Juan hubiera querido, desde que entró a la recámara de la condesa, arrojarse a sus brazos y estrecharla y derramar las lágrimas del huérfano de tantos años, en el seno de una madre que acababa de encontrar, ¿quién lo duda?

Ella comprendió bien la situación de su hijo, quedó contenta y no exigió más, ni lo deseaba, porque el exceso de dicha le habría hecho daño. Se calmó y dijo a la Lucecilla al oído que se llevase a Juan y trajese a Robreño.

Tomó a Juan del brazo, y al salir por la puerta del jardín le dio un beso y le dijo:

- Ve, monta a caballo, que te dé el aire del campo. Tus carrillos arden y vas a enfermarte. Piensa que tienes que cuidarte y vivir para tu madre, para tu madre y para mí ... para mí, si algo me quieres.

Lucecilla buscó a Robreño, a quien no tardó en encontrar. Lo introdujo en la recámara de Mariana, cerró la puerta y se dirigió al jardín a cortar flores para formar un ramillete, diciendo:

- Marido y mujer deben estar solos después de no haberse juntado desde que nació su hijo. ¿Quién les había de decir que yo? ... ¿Quién sabe? ... Cuando dentro de algunos días reflexionen, ni por sirvienta me querrán en su familia.

Y con este pensamiento siniestro comenzó a cortar los claveles olorosos y las anémonas moradas y tristes como su alma en aquellos momentos.

- Ven, mi hombre querido -dijo la condesa a Robreño, cuando observó que tan discretamente había desaparecido Lucecilla y cerrado la puerta-, mi hombre valiente y fiel que has sufrido tanto por mí; ven, y que sienta tus brazos, tu cuerpo, tus besos, tus caricias, este esqueleto, esta sombra que ha luchado con la muerte y que ha vivido sólo para verte, si, porque en las tinieblas que me oscurecieron el mundo en los últimos días, siempre veía un punto claro, una luz lejana, y en medio de esa luz, estabas tú, gallardo, guapo, animoso, queriendo venir hacia mi. Pero cuando más esfuerzos hacías para acercarte, más la luz se alejaba y volvían las sombras y las tinieblas a cercarme. Y dormía, dormía, un sueño como de muerta, hasta que volvía esa luz consoladora.

Los amores ligeros y los casamientos fáciles acaban a la semana, al mes, al año, pero los amores desgraciados duran la eternidad, y las penas pasadas hacen más dulce el momento en que la fortuna, Dios más bien, permite que se junten y de dos vidas hagan una vida, y de dos cuerpos una sola alma ...

- No más, no más; si exageramos hoy nuestra felicidad, quién sabe si no nos haría mal y volveríamos a ser desgraciados ... ve, ve, y cuando vuelvas, dime algo de mi padre y de don Remigio.

En esta vez, y al volver a la vida real por esta gradación de fenómenos nerviosos que ella misma había tratado de explicar en sus conversaciones con la Lucecilla, con su hijo, con su amante, no sospechaba que su padre hubiese sido herido, y suponía que, como de costumbre, estaba confinado en sus habitaciones. Se acordaba de él, más bien por la relación íntima y necesaria que tenía su suerte futura, que no por cariño. Mariana no tenía motivos de afección con el que había sido más su verdugo que su padre, y sus esperanzas y sus ilusiones por la vida quieta y feliz de familia, al lado de las personas queridas, eran turbadas con la duda de si el conde persistiría en su feroz obstinación para impedir su casamiento, bien que la Lucecilla, breve pero hábilmente, le hubiese contado en sus conversaciones la importancia del servicio de Robreño, que habla salvado a la hacienda y a cuantas personas la habitaban.

Fue este penoso pensamiento el que interrumpió su sabrosa conversación con Robreño; bastante le significó en pocas palabras que deseaba ya que don Remigio, o él mismo, o los dos, tuviesen con el conde la última conversación que debería decidir de su suerte.

Las heridas que recibió el conde no eran, según los médicos dicen, esencialmente mortales, pues no interesaban ninguna de las partes de la máquina necesaria para las funciones de la vida; pero sí muchas y muy dolorosas. Dos salvajes se habían divertido en tirarle flechazos con poca fuerza y sólo para que entrase en su cuerpo la punta de la lanceta, riéndose estrepitosamente de cada exclamación o, mejor dicho, de cada maldición que la cólera, el dolor y la humillación arrancaban al conde. Otros tomaban de las hogueras ramajes encendidos, y con ellos lo azotaban por las piernas y por las espaldas. Se remudaban para hacer mil variaciones en el martirio, arrancándole violentamente pedazos de ropa y aplicando a la carne descubierta tizones ardiendo. Mangas Coloradas ordenó que nada le hiciesen que lo pudiese matar, pues quería martirizarlo lo menos dos o tres horas, arrancarle él mismo la cabellera, arrimar en seguida las hogueras y asarlo vivo. Dio sus disposiciones en consecuencia y él mismo se acercó y trazó con un cuchillo alrededor del cráneo la linea a donde debería hacer la incisión, lo que fue celebrado con saltos y alaridos. En esto estaban cuando llegaron Robreño y sus muchachos, repartiendo cuchilladas y tirando pistoletazos a quemarropa en los lomos y en las caras horripilantes de los gandules.

La llaga más dolorosa era la de la frente, quemada con un tizón, que había interesado el ojo izquierdo y producido una inmediata inflamación.

- El conde morirá irremisiblemente -dijo el doctor Ojeda-, pero antes tendrá algunos instantes, quizá tal vez una hora, de calma, que puede aprovecharse. Si esto sucede, yo mismo iré a buscar a la condesa, y si no, vale más dejarlo morir en paz y que ella no lo sepa sino cuando no pueda producirle la noticia una crisis que a todo trance debemos evitar; que Lucecilla no la abandone, que la divierta, que la lleve al jardín, que no se despegue de ella: esto es lo que por ahora tengo que ordenar.

Convinieron en que se suplicaría al obispo de Durango que viniese a la hacienda para dar la absolución al conde, si lo alcanzaba vivo, y las manos a Juan Robreño y a la condesa, que, de una manera o de otra, estaban resueltos a no dilatar más su enlace.

Se dispuso un coche con buen avío, y don Remigio escribió una carta muy respetuosa y atenta al prelado. Entre tanto, el doctor Ojeda dispuso que el conde guardase el más completo reposo y que no se le hablase de nada.

El obispo llegó a la hacienda cuando el conde estaba aún vivo: al día siguiente se presentó en el enfermo el fenómeno que había anunciado el doctor Ojeda y debía preceder a la muerte. La calentura disminuyó, los dolores desaparecieron y recobró la calma y el uso expedito de sus sentidos. Todos creían que había rebasado, menos el doctor, que le daba pocos momentos de vida.

No había que perder tiempo; el obispo entró a la recámara, y tan luego como el conde lo vio, se dispuso como cristiano viejo a confesar todos sus pecados y a implorar con fe y contrición el perdón de Dios.

El obispo le dio la absolución, le impuso brevemente de lo que había ocurrido, y cómo por una especie de milagro había llegado Robreño y lo había salvado de una muerte horrible, añadiendo que, puesto que su hija la condesa y el hijo de su honrado administrador se amaban, no había más remedio sino que se casasen y él les diese su bendición.

El moribundo conde ninguna dificultad opuso a las cristianas exhortaciones del obispo, y antes bien, le suplicó que él mismo trajese a su hija, a Robreño, a don Remigio y a Agustina.

Mariana, enterada de la gravedad del conde, sin temer una nueva crisis, se dirigió a las habitaciones con serenidad, más bien diremos con indiferencia y con cierto sentimiento de rencor en el corazón; no se acordó de otra cosa sino de que estaba delante de quien le había dado el ser, y cayó de rodillas, inclinando su cabeza en el lecho del moribundo, tomándole suavemente su mano estropeada, cubriéndola de besos y pidiendo perdón.

- ¡Perdón! Yo te lo debo pedir a ti por tanto como te he hecho sufrir, a este valiente hombre que me ha salvado, a mi fiel Remigio, que ha sido mi mejor amigo; a Agustina, y a todos, y pues que el santo obispo, a quien ofendí con mis extrañas locuras, me ha procurado el perdón de Dios, yo les ruego que me perdonen también y así moriré tranquilo y entraré valeroso a esa eternidad que tengo delante ...

Las fuerzas del conde se agotaban y su voz era apenas perceptible.

- Acércate, Juan -le dijo al hijo de Remigio-, toma la mano de Mariana, y que el prelado, lo mismo que yo y que don Remigio, bendiga esta unión que debí hacer entre fiestas y regocijos, y no entre sangre y lágrimas ... Nunca es tarde para el arrepentimiento, y Dios está lleno de misericordia para los pecadores.

Robreño se acercó; el conde, por medio de un supremo esfuerzo, le tendió su dolorida mano, y la puso en la de Mariana. El obispo pronunció unas breves palabras llenas de ternura y de unción, y bendijo a los esposos.

Todos cayeron de rodillas y reinó por algunos minutos un silencio profundo.

El alma del conde había volado a esos espacios sin principio ni fin que no puede abarcar la imaginación humana ni adivinar sus profundos misterios.

Los funerales fueron solemnes. Los dependientes y trabajadores de la hacienda, y las gentes de los pueblos cercanos, asistieron respetuosos a las plegarias y oraciones de la iglesia por el alma del soberbio señor, ante cuyo ceño habían temblado. Pasados los nueve días, se abrió el testamento. El conde nombraba albacea a don Pedro Martín de Olañeta y al marqués de Valle Alegre, les dejaba cien mil pesos en oro a cada uno, y el resto a su nieto con los títulos de nobleza. El conde había sospechado, más bien, tenido evidencia de la falta de su hija, y en sus ideas raras, en su orgullo y extraviada conciencia, había creído que debía castigar severamente su falta; pero que su raza directa y la fortuna de los bienes amayorazgados no pereciesen, cualesquiera que fuesen los acontecimientos.

A don Remigio le dejaba el quinto de sus bienes, con la obligación de mandar decir un cierto número de misas cada año por el descanso de su alma.

Apenas pasó el tiempo necesario para desvanecer un poco la tristeza de estos sucesos, cuando Mariana, de acuerdo con su marido y con don Remigio, fue la primera en persuadir a la Lucecilla, que se resistía, a que recibiese a Juan como su marido, y Juan, que no quería otra cosa y que con el tiempo y el trato había logrado tener cierto desembarazo y confianza, fue el momento que escogió para contar toda su historia y cubrir de besos y caricias a su madre.

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