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PRIMERA PARTE



CAPÍTULO VIGÉSIMOTERCERO



LADRÓN RATERO

Lo que impresionó a Juan de manera horrible fue la idea de que Cecilia lo creyese culpable. Instintivamente conocía que era su único apoyo en el mundo, y que, si lo perdía, no tendría a quién acudír en lo humano, con un acento de verdad y de firmeza que impresíonó al mismo San Justo, le dijo:

- Doña Cecilia, por esta Santa Cruz le juro que yo no he robado nada; el dinero que estaba en mi bolsa era mío, lo gané ayer; el licenciado me dio una peseta; el otro señor que es del palacio, otra peseta, y medio y cuartilla la cocinera de la calle de San Bernardo, a la que llevé los quesos y la mantequilla como cada semana.

Cecilia comprendió en el acto la verdad, y volviendo de la duda que por un momento había tenido, le respondió:

- Sí, Juan, te creo, no hay necesidad de que lo jures, eres hombre de bien; y no tienen estos señores más que ir a las casas y preguntar si es verdad lo que dices.

El regidor, que era nada menos que nuestro amigo el licenciado Lamparilla, llegó en efecto a pocos momentos, le comentaron el caso agravándolo cuanto pudieron.

Cecilia defendió al muchacho, juró, se exaltó; pero los demás testigos declararon en contra.

- ¡Eh! ¡Silencio! -dijo el licenciado Lamparilla-. Yo no permito que nadie me falte. Usted, por insolente -le dijo a Cecilia-, debería ir ocho días a la cárcel, pero no quiero perjudicarla; pagara solamente cinco pesos de multa; y este bribón, además de ser un ladrón, es también malcriado y enredador. Que vaya al hospicio, y muy recomendado para que lo traten como merece.

¡Qué lejos estaba Lamparilla de pensar que acababa de sentenciar al muchacho que se robó la bruja para obtener la curación e doña Pascuala!

Mal que bien, cayendo y levantando por los empellones que le daban, pues su sangre hervía y la injusticia que con él se cometía lo sublevaba y de consiguiente resistía y quería como escaparse, Juan llegó hasta un gran edificio y fue introducido a un cuarto bajo pintado de cal, donde había unas cuantas sillas desfondadas, un estante, una mesa sucia con un juego de tintero y marmajera de plomo, llena de papeles de todos tamaños en desorden. Allí despachaba un viejo con calva, canas y gafas verdes, que era el director, el encargado, el dictador absoluto de este antiguo establecimiento de caridad.

- ¿Otro tenemos? -dijo quitándose las gafas y limpiándolas luego que vio entrar al policía, que no soltaba la oreja de Juan-. Pues si así vamos, no habrá ya en los últimos días del mes modo de dar de comer a toda esta canalla de muchachos.

- ¡Caramba! -interrumpió el director-. ¿Cuántos en la semana?

- Veintidós -respondió el escribiente-, mandados unos por el señor gobernador; otros por los regidores y uno por el cura de la Soledad.

- ¿Y tú cómo te llamas? -continuó volviéndose donde estaba Juan y el policía, que habían permanecido en pie larga media hora en un rincón del cuarto.

- Juan -respondió el muchacho.

- ¿Juan qué?

- Juan nada ... -volvió a decir.

- ¿Por qué traen a este bigardón aquí? -gruñó el funcionario-. Con tantos lomos para trabajar, mejor estaría de soldado.

- Lo envía su señoría el licenciado Lamparilla, regidor de mercados, por ladrón de la plaza; nadie estaba seguro, a todas las cocineras las bolseaba, y se robaba hasta las sandías y los melones.

- ¡Mentira! ¡Mentira! -gritó Juan colérico.

- Calle el deslenguado -le dijo el escribiente.

- Ya, ya le bajaremos esos humos. Échenlo en el patio, ya la tarde que se le encierre en el cuarto oscuro. A los ocho días estará como una sedita.

Juan fue llevado a una especie de pasadizo o de callejuela que estaba al extremo opuesto del patio. Abrieron una puerta pesada de cedro, y de un empujón lo introdujeron en un antro oscuro.

Tanto había pasado a Juan, puede decirse en pocas horas, y tan rápido fue el cambio de su vida, que quedó anonadado, estúpidO en aquella oscuridad completa, en el lugar donde materialmente lo habían tirado como se tira un palo podrido o un mueble inservible.

Poco a poco sus ojos se acostumbraron a la oscuridad y pudo reconocer su prisión. El suelo estaba sembrado de apestosas basuras; el moho y el salitre subían hasta la mitad de las paredes; el techo, de buenas y gruesas vigas de cedro, cubierto de telarañas; los ratones se paseaban confiados o asomaban sus cabecitas pulidas e inteligentes por los agujeros.

En un rincón, unos petates viejos y una frazada sucia olvidada por alguno de los que le habían precedido en el cuarto oscuro, eran el mullido lecho.

Fue hasta la tarde del día siguiente cuando el director, que le hacía diversas preguntas a su escribiente, trató de indagar lo que habla sucedido con Juan, si resistió al castigo o entró dócilmente, y se fijó en la llave muy grande y mohosa colgada y con una larga correa que la distinguía de las demás.

- ¿Qué dice el nuevo ladronzuelo? -preguntó dirigiéndose al escribiente.

- ¡Canario! -interrumpió éste, dando un salto de su silla y dirigiéndose a coger la llave-. La verdad, se me había olvidado el muchacho ése, como la primera camisa.

- ¿Y no le han dado nada de comer?

El escribiente titubeó.

- Tal vez se habrá muerto, va a hacer dos días que entró.

Cuando el director y su escribiente entraron, encendiendo un cerillo, encontraron a Juan envuelto en la frazada desmayado.

- ¡Se murió, se murió, no hay remedio! -dijo el administrador.

- No, no, está caliente, respira; una taza de caldo y una copa de licor lo hará volver en sí; lo que tiene es hambre y nada más. Voy yo mismo.

Entre los dos abrieron la boca al muchacho, le hicieron beber el caldo y el licor; a medida que su estómago recibía el alimento, sus ojos se abrían y se reclinaba en uno de sus brazos.

- Vaya, duerme por ahora -le dijeron-. De aquí a poco te traerán tu comida, y mañana saldrás del cuarto oscuro; pero ya te acordarás de este cuarto y no volverás a robar en tu vida.

A las once llevaron a Juan un arroz aguado y sin sal, un pedazo de carne de cerdo y unos frijoles parraleños parados y duros, y esta detestable comida la devoró con delirio y le supo mejor que los sabrosos almuerzos de Cecilia.

Se acostó después y durmió hasta las seis, en que el escribiente mismo le abrió la puerta. Silencioso, macilento y triste, salió lentamente del antro infecto y se sentó, como quien ha perdido el interés por la vida, debajo de uno de los frondosos fresnos del patio principal.

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