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PRIMERA PARTE



CAPÍTULO CUADRAGÉSIMOSEXTO



LA CABEZA HIRSUTA

Cecilia, como todas las mujeres, y a su edad, que no era ya una niña sino una mujer en pleno desarrollo de su robustez y de su belleza, sentía la necesidad, la fuerte necesidad de la compañía de un hombre. Pero ella en nadie se había fijado y mucho menos en los pretendientes, cuyas cartas hemos leído en los capítulos anteriores.

Dos personas, sin embargo, paseaban por la cabeza de Cecilia, y eran el licenciado Lamparilla y Evaristo.

El domingo citado muy puntual estuvo Lamparilla; se desenterró del hoyo la barbacoa, que estuvo excelente, lo mismo que lo demás que puso Cecilia en la mesa. Al principio el licenciado se condujo con mucha destreza, no cesando de hacer elogios de Cecilia, de los manjares, de la limpieza y buen servicio de las dos Marías, de lo fresco del comedor y del traje seductor de la frutera pero se cargó la mano de pulque colorado, que fermentó en su estómago más de lo necesario, comenzó con necedades e imprudencias, hizo ciertas proposiciones que ofendieron a Cecilia. Por último, se desmandó y quiso usar de atrevimiento a tal grado, que Cecilia, con cualquier pretexto, lo dejó en el comedor y se encerró llorando en su recámara.

- ¡Si esto es ahora -dijo al entrar-, qué vida me esperaba casándome con el licenciado!

Después de este infausto domingo, Cecilia quedó un poco descuidada en su persona e indiferente a la suma de reales que le sobraban cada semana. Sus pensamientos se inclinaban exclusivarnente a Evaristo. ¿Si ella lo volviera a ver en Chalco? Tendría gusto, pero al mismo tiempo miedo: pero Evaristo no parecía; probablemente estaría en su rancho.

Un sábado se presentó en el puesto de fruta, Jipila; hacía tiempo que no se le veía la cara. Había caído enferma, según dijo, de un reumatismo.

Volvería a sus antiguas posicíones de la esquina del Callejón de Santa Clara y de la Plaza del Mercado. Añadió que había Visto en el rancho de Santa María un muchacho muy parecido al qUe hacía en otro tiempo los mandados a Cecilia, la que inmediatamente pensó en Juan, tomó lenguas de la herbolaria y se propuso hacer personalmente una excursión para cerciorarse de la verdad. La herbolaria la proveyó de yerbas y raíces frescas y aromáticas, y Cecilia contentísima con esto y con la noticia relativa a Juan, pagó generosamente a la muchacha, le regaló fruta y se decidió a marcharse por la noche a Chalco para olvidar sus penas, disfrutar de un buen domingo, darse su baño de aromas y almorzar tranquilamente con las dos Marías.

El viaje fue sin incidente alguno y temprano entraba Cecilia con sus dos Marías al viejo caserón: Acabado el aseo del patio y el saludo y la plática con las golondrinas, que eran ya las mejores amigas de Cecilia, ella, con una de las Marías, entró a su habitación a disponer el baño y la otra a la cocina a preparar el almuerzo. Se desnudó, entró despacio en el agua humeante con las infusiones hirvientes y aromáticas, y al ponerse en pie, después de media hora de delicia para llenarse su torneado cuerpo de espuma de jabón, creyó observar por entre los pliegues de la cortina la misma cabeza hirsuta que tanta sorpresa causó al licenciado.

Cuál fue su sorpresa cuando esa cabeza hirsuta asomó por la puerta de la recámara, seguida del cuerpo entero y musculoso de Evaristo, que se dirigía derecho a la tina lanzando llamas por sus ojos grandes y temibles.

Cecilia lanzó un grito desgarrador como si hubiese recibido una puñalada y por un instinto de pudor que aún existe en las mujeres más descocadas, se hundió en la tina hasta el cuello; y como Evaristo avanzaba, se repuso inmediatamente, y a la sorpresa siguió la cólera y la indignación.

- ¡Atrevido, indecente, fuera de aquí! ¿Con qué motivo se viene a meter hasta mi recámara? Hoy mismo lo voy a denunciar al prefecto como ladrón y como un arrastrado. ¡Fuera!

Y como Evaristo no retrocedía, llenó de agua la jícara que tenía en la tina y se la lanzó con fuerza a la cara, dejándolo por un momento atontado y ciego, pero esto redobló el furor y los deseos impuros del bandido, que, acercándose, asió de los brazos a Cecilia y con una fuerza hercúlea la levantó de la tina. Cecilia gritó, le aplicó un tremendo bofetón en la cara, y siguió gritando.

Las dos Marías, fuertes y medio salvajes, mirando atacada a su ama de una manera tan villana, cogieron las ollas con restos de las aguas aromáticas y las quebraron en la cabeza de Evaristo, apoderándose de él con una fuerza de indias trabajadoras y bien alimentadas, lo sacaron casi arrastrando y lo pusieron en la puerta de la calle dándole de patadas y manazos hasta que se cansaron.

Cerraron la puerta con dobles trancas y volvieron a donde estaba su ama, que ya se había echado encima su camisa y su rebozo, y estaba descolorida y temblando de cólera.

Desagradable como fue este lance, aprovecho de pronto a Cecilia, pues en vez de ciertas ideas e ilusiones amorosas, concibió un odio y horror profundos por el atrevido que había ido a violar su santuario como ella llamaba a su recámara, donde tenía por guarda y defensor al Señor del Sacro Monte.

En cuanto a Evaristo, con la cabeza rota y enredados en sus espesos cabellos los fragmentos de las ollas, empapado de la cabeza a los pies, con la chaqueta y camisa desgarradas y la figura surcada por los araños de las dos Marías, se encontró en medio de la calle sin sombrero, y sin saber cómo, sin llamar la atención, podría ir hasta el cuarto que tenía en el mesón.

Al día siguiente dijo a Hilario que iba a buscar ganado por las haciendas; que no volvería en una o dos semanas, y pasando por las orillas de Texcoco tomó el rumbo de Pachuca.

Este lance fijó definitivamente la carrera y el destino de Evaristo.

En cuanto a Cecilia, robusta y fuerte como era su constitución, no pudo resistir a este pesar, que era el mayor que hasta entonces había sufrido, y cayó en cama con una especie de fiebre nerviosa.

Lamparilla, que no podía separar de la imaginación a Cecilia, y que la veía en la calle, en los oficios de los escribanos, en la casa de los jueces, en el Teatro Principal, en los autos que examinaba y hasta en la taza de caldo con chilito verde y aguacate que tomaba a la hora de comer, se decidió a ir a la plaza del mercado, donde sUpo por la vecina que había quedado encargada del puesto de fruta, que Cecilia había tenido un grave cuidado en Chalco y que estaba enferma en cama.

Cuando el licenciado entró a la recámara de Cecilia, la encontro ya levantada.

Se le conocía que había sufrido, pues marcadas ojeras daban más realce a lo alegre y parlero de sus ojos, y estaba mejor sin las encendidas rosas que siempre se veían en sus lisos carrillos. Por más esfuerzos que hizo el licenciado, no pudo lograr que nada de verdad le contase Cecilia. Que se había mojado los pies en el embarcadero, que había hecho muchas fuerzas para arrastrar una canoa para hacerla entrar en el corral; que había comido una longaniza que no estaba bien frita; en fin, cualquier cosa, pretextos, pero ni sombra de lo que había pasado.

- Pues bien, sea o no sea lo que me malicio, estoy resuelto a informarme en qué situación está el rancho y apersonarme con ese hombre y matarlo o denunciarlo, o hacerle algo, porque ya me tiene aburrido, y ya verá que soy tan hombre como él.

- No hará usted tal, señor licenciado, ni se expondrá, si algo me aprecia.

Se despidió de Cecilia y regresó a México sin haber dado todavía su palabra formal de casamiento, desconfiado, receloso y convencido de que algo había pasado entre Cecilia y el detestable pasajero que naufragó con ellos en la canoa.

En cuanto a Cecilia, quedó no sólo reconciliada, sino muy inclinada para el licenciado, y le pasó por la cabeza que podía tal vez casarse con él. Pero de pronto lo que tenía que hacer en cuanto volviera a la plaza, era ir, en compañía misma de Jipila, a averiguar al rancho de Santa María de la Ladrillera si el muchacho que se hallaba alli era el mismo Juan que había estado a su servicio, y al que querla como un hijo.

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