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PRIMERA PARTE



CAPÍTULO QUINCUAGÉSIMOSEGUNDO



LAS BODAS DEL MARQUES DE VALLE ALEGRE

A los pocos instantes de haber salido de la hacienda el conde entraba el practicante que asistió a Mariana, con sombrero de copa, levita negra, pantalón blanco muy arrugado y subido hasta cerca de las rodillas, montado en un caballo manco y flaco, que parecía muy cansado y caminaba a fuerza de cuartazos. Llevaba el muchacho en la mano un botellón de vidrio con una bebida.

Penetró hasta las habitaciones de la condesa, la que naturalmente se sorprendió al verlo repentinamente delante, pues ni ella ni nadie lo habían oído llamar.

- No hay que asustarse, señora condesa. He venido a galope desde el pueblo, en un malísimo caballo; se me cansó en el camino y creí no llegar a tiempo, pero al fin estoy aquí. Le traigo a usted esta bebida, que es muy a propósito para la situación de usted y no tiene riesgo ninguno, se lo aseguro. Con una cucharada, hará usted dormir tres horas un sueño muy profundo y tranquilo a cualquier persona.

Mariana, que se había levantado y escuchado de pie la narración, se dejó caer de nuevo en el sillón donde estaba sentada. Iba a preguntar al practicante qué razón especial tenía regalarle esa bebida, pero no tuvo tiempo, porque el practicante continuó:

- Está en casa oculto, nadie lo sabe más que yo, porque entró a media noche, me tocó la puerta con las señales que hace tiempo tenemos convenidas, y aunque no lo esperaba, desperté y le abrí.

- Pero, ¿quién, quién? -preguntó con agitación Mariana.

- Juan, señora condesa, Juan. ¿Quién otro pudiera ser? Ya se lo había dicho al oído el día que la vine a curar. ¡Qué casualidad y qué fortuna para usted!

- ¿Pero cómo es que Juan está tan cerca -dijo al practicante- cuando hace muy pocos días recibí una carta de un lugar distante como Nacodoches?

- Sé lo de la carta y lo que dice -le contestó el muchacho- pero no habrá usted reflexionado en la fecha.

- No tiene fecha; tal vez de intento no la puso Juan, o fue Un olvido.

- Entonces ya comprendo -contestó el practicante-. Juan como usted sabe, es perseguido terriblemente por el conde, más que por el gobierno.

- No me dice eso en la carta -interrumpió Mariana.

- Por larga que sea no ha podido escriblrselo a usted todo. Su padre de usted, que al parecer no se ocupaba de Juan, no hacía otra cosa, y muchos de los viajes que usted lo habrá visto hacer no eran para negocios de minas, sino para cosas relativas a Juan. El conde sabe que desertó, que fue juzgado en rebeldía y condenado a muerte. El conde, además, ha ofrecido quinientas onzas de oro al que entregue a Juan. Ya considerará usted si ha corrido riesgos y si era posible que pudiera habitar en el país y cerca de usted.

- Eso me dice a mí -contestó Mariana con una voz profundamente conmovida.

- Ahí tiene usted, señora condesa, explicada la causa de su silencio durante más de un año. Don Remigio habrá disimulado delante de usted, pero debió haberlo creido ya muerto. Vamos a lo más importante, o mejor dicho, a lo que he venido; siempre será conveniente que cuando. regrese el conde con las gentes que vienen de México no me encuentren en la habitación de usted; así, acabaré de decir lo que debi haberle contado desde que entré. Juan está enterado de lo que pasa, y no cabe duda que don Remigio, no sé cómo, pero es el único que ha podido instruirlo de los acontecimientos. La van a casar a usted, señora condesa, con su primo el marqués de Valle Alegre, que no tardará en llegar aquí; pues bien, Juan me encarga que le diga a usted que no se case, que se deje matar o se mate antes de consentir en esa unión, que acabaría con las esperanzas que ustedes tíenen de unirse un día u otro, y ser tal vez perdonado y sancionado su matrimonio por el conde y por la Iglesia, o en caso extremo, huir, ganar el desierto y la frontera de los Estados Unidos; en fin, cualquier cosa, pero una vez casada ... se acabó, no hay remedio. Quiere, pues, que le mande decir terminantemente si tendrá usted el valor necesariO para resistir.

- No me casaré. Dlgalo usted así a Juan, y él me creerá, cualquiera que sean las cosas que le digan.

- Lo creo, señora condesa -dijo el practicante-; la manera como me lo ha dicho indica bien que hará así. En cuanto a la bebida yo no sé lo que podrá pasar dentro de pocos días, pero deben pasar cosas muy terribles si usted no se casa, y no sería del todo malo que usted procurara que el marqués, el conde y hasta el obispo durmieran cuatro o seis horas. Al despertar, la cólera se habrá calmado, y usted, con esto, tendrá tiempo de pensar en su situación y de poner a salvo su vida, porque yo no debo ocultar a usted nada de lo que siento y pienso: la vida de usted va a correr más peligro que el día del banquete. Juan lo cree también así.

El practicante estrechó la mano de Mariana y salió de la estancia dejándola absorta y petrificada con todo lo que acababa de oír en tan impensada como rara conferencia.

Después de esto se paseó por aquí y por allí, entretenido con el trajín que tenían criados y criadas, y con los grupos de rancheros que comenzaban a llegar, a la curiosidad de las bodas, cuya noticia, sin saberse cómo, se había extendido por toda la comarca.

Los señores nobles no se hicieron esperar, y la nube de polvo y el repique a vuelo de las campanas de la iglesia de la hacienda anunciaron su aproximación. Habían venido a buen paso; pero a cierta distancia del Sauz, y por una orden del conde, transmitida por don Remigio, todo el tren que hemos descrito se lanzó a galope tendido, y el Monarca y el Emperador, queriendo quedar bien, relinchando y mirándose con enojo, emprendieron una verdadera carrera; los caballeros que los montaban, buenos jinetes y con igual orgullo y emulación, lejos de contenerlos les aflojaron la rienda y volaron por aquella ancha y pareja calzada bordeada de árboles que conducía a la hacienda. El marqués de Valle Alegre ganó, pues fue el Emperador quien entró de un salto a la portalería mientras el Monarca no acababa de pasar los últimos fresnos que estaban a diez varas de la puerta.

Don Remigio colocó a los cuerudos, a los cocheros, a los criados y a los tiros de mulas y de carga en los lugares convenientes, pues sobraban estancias, cuadras y caballerizas, y se retiraba a descansar cuando le salió al encuentro el practicante, que todo lo había visto muy bien desde la azotea, detrás de una almena.

- Don Remigio -le dijo antes de que el administrador pudiese hablarle-, aquí van a pasar cosas muy graves y extraordinarias; pagueme usted mi cuenta, que aquí está. Son mil pesos: una migaja, una gota de agua para el dinero que tiene el conde.

- ¿Pero cómo ha venido usted y desde cuándo está aquí -le preguntó don Remigio- y cómo sabe?

- He venido en un mal caballo cojo, que está comiendo en una de las caballerizas, y todo lo sé; además, Juan, su hijo de usted está en mi casa, y él fue quien me obligó ... Ya hablé con la condesita; está impuesta de todo, y usted, don Remigio, que sabe más que todos juntos, pues está en los secretos del conde, sabrá lo que hace cuando llegue el lance ... Pero págueme mi cuenta. Se hace noche y tengo que volverme al pueblo, pues Juan estará en la desesperación.

La noche se pasó tranquila en la hacienda; marqués y conde, cansados y estropeados con la fantástica carrera, durmieron bien y se levantaron formando cada uno castillos en el aire.

A la mañana siguiente, previo permiso, el conde, vestido de etiqueta, se presentó a hacer una visita a su pariente.

- Desde hoy, primo -le dijo el conde del Sauz-, cuente usted esta casa y esta hacienda como suyas. Pasó ya la etiqueta, y ahora entre usted y salga con entera libertad. Cuatro criados y otras tantas criadas estarán dedicados a su servicio, y además, si algo necesita usted o se le ofreciese en cualquier sentido, no tiene sino ordenar a don Remigio, que está advertido, de que debe presentarse todos los dias a usted para recibir órdenes. Todos los pasos están dados y los inconvenientes allanados -continuó el conde-. Antes de la comida hará usted su visita a Mariana, que está ya prevenida. Ya la conoce usted, y aunque no la ha tratado íntimamente, tendrá la idea de su carácter. Adusta y de pocas palabras; como su madre, algo altanera y engreída, pero es el defecto de nuestra raza; fria e indiferente también como su madre ... Pero todo eso irá desapareciendo con el casamiento; las mujeres cambian cuando se casan, aunque la difunta condesa no cambió; puede ser que yo haya tenido la culpa. Mariana lleva, por la parte de su madre, la hacienda del Álamo Blanco, que si usted la atiende puede rivalizar con ésta, y además trescientos mil pesos de dote, que están en la Casa de Moneda de México y recibirá usted a su regreso después de celebradas las bodas. ¿Está usted contento?

El marqués se volvió a levantar del sillón y sacudió más fuertemente la mano de su pariente diciendo:

- Contentísimo.

Y los dos se volvieron a sentar y continuaron departiendo.

- He convidado al obispo, a los principales propietarios y mineros de Durango y al marqués del Apartado, que está en Sombrerete Y hará el viaje expresamente para ser el padrino. Lo espero mañana Y será vecino de usted, porque le tengo separadas las piezas que siguen. La madrina será la señora doña Pomposa de San Salvador, la más rica propietaria de estos estados. En sus haciendas podrían caber España y parte de Francia, y van a dar hasta la provincia de las Tejas. Conque ve usted que he hecho cuanto haría por un rey que se casase con Mariana. ¿Está usted contento?

En esta vez el marqués de Valle Alegre tomó con sus dos manos la del conde, y le dijo:

- ¡Encantado! Todo es dicha, contento y felicidad, lo que ha hecho usted sólo se paga con este apretón de manos, como signo de alianza y de amistad eterna entre las dos antiguas, nobles y poderosas casas de los marqueses de Valle Alegre y de los valientes condes del Sauz. El avío con su tiro de reserva de mulas blancas, el coche de mi casa y los veinticinco cuerudos, se quedarán en la hacienda. ¿Espero, primo, que estará usted contento?

- ¡Contentísimo! -dijo a su vez el conde levantándose y estrechando la mano del marqués.

- Es ya la hora en que debo presentarme a la hermosa Mariana, ofrecerle mis respetos y mis pobres regalos, que no tienen otro mérito sino ser las antiguas alhajas de familia. Una perla es lo único curioso y de algún valor.

El marqués tomó de sobre una mesa los cofrecitos que contenían las alhajas y se dirigió a las habitaciones de Mariana, hasta cuya puerta lo acompañó el conde.

- Los futuros esposos tendrán mucho que decirse, y la presencia de un padre no es muy oportuna en tales ocasiones. Tengo mil y mil cosas que ordenar todavía, y, entre tanto, muchas felicidades.

El marqués entró en el saloncito primoroso y coquetamente adornado de Mariana, y el conde se dirigió a las oficinas, donde don Remigio lo esperaba.

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