Índice de Los bandidos de Río Frío de Manuel PaynoCapítulo anteriorSiguiente capítuloBiblioteca Virtual Antorcha

PRIMERA PARTE



CAPÍTULO QUINCUAGÉSIMOTERCERO



LOS COFRECITOS

Si es posible, más hermosa que la última vez que tuve la dicha de veros en la casa de la calle de Don Juan Manuel -dijo el marqués, con voz insinuante, haciendo una reverencia, tendiendo su mano a la condesita y adelantándose luego que la vio salir de entre los cortinajes que separaban su alcoba del salón.

Mariana, vestida sencillamente con un traje de seda oscuro, con sus dos bandas de cabello negro engastando su fisonomía y sus gruesas trenzas formándole un peinado a la vez gracioso, sin los caprichos, rizos y dibujos que entonces se usaban, bella y majestuosa a pesar de sus penas y sufrimientos, estrechó ligeramente la mano que el marqués le presentaba, le hizo seña de que se sentase en el canapé, y ella lo hizo en el sillón que estaba enfrente.

- ¡Quién lo había de decir y cómo los acontecimientos vienen cuando menos se esperan! -dijo el marqués-. En este momento no lo creerá usted, Mariana, pero no tendría razón para engañarla: mi único sueño dorado desde joven fue el casarme con usted; pero el conde era tan severo, tan raro aun con sus propios parientes, que no me atreví a insinuarlo ... por temor de un desaire. No hay que hablar de eso, que ya pasó, aunque para mí es un recuerdo muy agradable: ahora no hay ya obstáculo para nuestra felicidad.

Mariana bajó los ojos y guardó silencio.

- ¿Ningunos recuerdos tiene usted de esa época feliz?

- Recuerdos ... sí los tengo; pero la verdad, nada agradables. Mi madre era tan desgraciada, y yo, mirándola morir día a día y encerrada en aquella casa tan triste, esto es lo que puedo recordar y ya ve usted que no era mucha felicidad la que yo gozaba. Recuerdo, sí, el cariño y los cuidados de Agustina, la cariñosa sumisión de la pobre Tules ...

- Sí, si -interrumpió el marqués- ; oí decir algo de un bribón que asesinó a esa criada favorita de usted, con la complicidad de un muchacho perverso y de varias vecinas de una casa de mala fama.

El marqués se levantó de su asiento y se acercó a la mesa donde había puesto al entrar los dos cofrecitos.

Mariana acercó el sillón a la mesa, el marqués hizo otro tanto y abrió los cofrecillos.

- Todo esto, mi adorada Mariana -se atrevió a decir el marqués-, es antiguo. Se montan hoy con más gusto las alhajas de París, pero no he querido tocarlas, para que se conserven tales como las fue adquiriendo la casa; en resumen, no tienen nada de particular. Diamantes, rubíes, topacios y amatistas, como todos, montados en plata y oro sin gusto ni arte; pero lo que realmente es notable, y no la hubiera ofrecido ni a la reina de España, es esta perla, que no tiene igual, y que os presento como testimonio de un amor eterno. Todo lo que había de más valor y de más gusto en mi casa lo he reunido en estos cofrecitos para presentarlo como ofrenda de mi cariño a la que va a ser mi compañera para el resto de la vida.

El marqués sacaba de los cofrecitos sartas de perlas.

- Esta perla -continuó el marqués presentando la cajita a Mariana- tiene su historia. Fue pescada en la Baja California, en el Golfo de Cortés. Al subir el buzo que la arrancó del banco de las ostras, fue acometido por un tiburón, que lo destrozó y lo devoró. Mi abuelo, que estaba entonces viajando por las Californias, compró en cinco mil pesos.

- Por nada de esta vida tendría yo esta perla -dijo Mariana con el mayor desprecio y tirando sobre la mesa la cajita que le había dado el marqués-, y no sé cómo le ha ocurrido a usted contarme un lance tan horroroso. Hablando en lo general, las alhajas no me seducen. Ya verá usted qué poca importancia tienen para mi las joyas.

Mariana entró a su recámara y a poco salió con una cajita de oro, de colores, con relieves exquisitos. Dentro estaba no una perla, sino una maravilla. Era poco más pequeña que una avellana, pero ¡qué oriente, qué redondez, qué aspecto tan apacible, y por decirlo así, amable! Era una perla que enamoraba no por su valor, sino por su belleza; parecía que tenia un alma y una inteligencia, y como que decía que se le colocase en el cuello turgente o entre el cabello negro de alguna belleza.

El marqués se quedó atónito con la vista de esta perla, y confundido. Todo el orgullo de los marqueses de Valle Alegre se le subió a la cabeza, y ya iba a estallar, a decir quién sabe cuántas cosas a Mariana y a romper el casamiento, cuando el conde entró seguido de dos criados que de las argollas conducían una gran caja.

- Quizá no hice bien en interrumpirlos. Dos novios próximos a ir al altar tienen mucho que decirse; pero vengo a presentarles una obra exclusivamente mia, y en la que ni don Remigio ha tenido parte.

¡Con qué dolor, con qué repugnancia, con qué tristeza cumplió Agustina estas instrucciones! La desgracia de su querida Mariana iba a consumarse. Este traje rico de boda podía ser una mortaja. ¿Se casaria? ¿Obedecería a su padre? Seguramente que sí, pues que se mandaba ya hacer el vestido de boda.

Agustina, cuando estuvo concluido el rico traje, lo hizo llevar a su casita de la calle del Chapitel de Santa Catarina, y se postró ante la milagrosa imagen.

- Aquí tienes, madre y señora mía de las Angustias, este vestido de boda de la infeliz mujer a quien salvaste en una terrible noche de la muerte y de la deshonra; haz con tu gran poder que este oro, estas perlas y esta seda no se conviertan para la desdichada en una fúnebre mortaja.

Mariana sonrio al ver el traje, y miró a su padre de una manera significativa, como queriéndole decir con los ojos: ¿Cómo, sin consultar mi voluntad ni mi corazón, dispones de mí, y la primera noticia que tengo de mi suerte es el marqués, tratando de seducirme arrojándome un montón de alhajas y tú echándome encima unas galas de oro y perlas que caerán sobre mi cuerpo como un sudario?.

El conde no pudo menos que comprender cuanto le quiso decir Mariana, y respondió con una mirada fija, terrible y feroz.

Mariana bajó los ojos.

Dejémosla por el momento en sus quehaceres y vamos a visitar las diversas habitaciones de la casa.

Los dos potentados salieron, dejando el marqués las alhajas esparcidas en la mesa, y el conde el riquisimo traje en un canapé.

- Yo estoy loca -dijo-, no sé lo que va a suceder ... ¡Virgen santa, señora mía de las Angustias, socórreme en este trance!

Índice de Los bandidos de Río Frío de Manuel PaynoCapítulo anteriorSiguiente capítuloBiblioteca Virtual Antorcha