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SEGUNDA PARTE



CAPÍTULO DÉCIMOCTAVO



JUAN FUSILA A SU PADRE

Baninelli recibió por extraordinario violento la orden para perseguir a Valentln Cruz hasta exterminarlo. En la misma noche salió su vanguardia al mando del cabo Franco y él, dejando el depósito de los cuerpos y una compañia de infanteria al cuidado del gobernador, marchó al dia siguiente.

Fue una correria fantástica, que dejaba azoradas y consternadas a las pequeñas y pobres poblaciones por donde pasaban los pronunciados que huian y las tropas de linea que los perseguían sin parar.

Llegaba Valentín Cruz con su chusma, lo primero que hacia era llamar al alcalde o al prefecto, exigirle en el término de una hora raciones, bagajes, y dinero, bajo la pena de ser fusilado. El alcalde hacia lo que podía ejerciendo a su vez su autoridad sobre los vecinos más pudientes.

Al dia siguiente aparecia el cabo Franco y su tropa y a pocas horas Baninelli, con el grueso de la infanterfa y la caballeria. Nueva requisición.

Valentín Cruz, al huir de su cuartel general de San Pedro, fue seguido de una docena de los suyos que estaban a caballo: los que no lo tenían, que eran los más, lo siguieron a pie o se dispersaron o se escondieron: pero en los pueblos y haciendas por donde pasaba, lo primero que hacia era apoderarse de los mejores caballos y de las armas que podia, montaba su gente de a pie y continuaba su marcha. Cuando llegó a Mascota, relativamente tenía mucho mejor y más gente que en San Pedro.

Por precipitada que fuese la marcha del cabo Franco, la de Valentín Cruz lo era más, y no pudo darle alcance. En Mascota se detuvo para organizar sus fuerzas, pero apenas tuvo noticia de que las tropas de Baninelli, reunidas y con una pieza de montaña sacada de Guadalajara, se acercaban, cuando dio la estampida tratando de ganar la sierra, donde no podia ser fácilmente atacado, o si lo era, se defendería mejor o disolveria sus hombres dándoles cita para otro lugar, si le convenía.

Baninelli creyó dar fin a la campaña, pedir instrucciones a México y situar entre tanto su cuartel general en Mascota, desde cuyo punto protegía a los Estados de Jalisco, Zacatecas y Durango. Como su comisario tenia regulares fondos enviados de México, el cabo Franco no tuvo necesidad de continuar sus atrocidades ni tampoco de arruinar los ranchos como lo hizo a su salida de México, con el de Santa María de la Ladrillera; y ya que recordamos a esta pintoresca propiedad donde comenzaron las escenas de nuestra historia, diremos que los tres muchachos que fueron afiliados en el regimiento de Baninelli eran los favoritos del cabo Franco, que los quería verdaderamente; pero era lo que podría llamarse un amor militar.

Los muchachos, rabiosos al principio y pensando atrocidades para vengarse del cabo Franco, concluyeron por calmarse, por conformarse a su situación, y aun entusiasmarse por la carrera militar cuando se vieron con sus jinetes de sargento y con mando y autoridad sobre los mismos reclutas que habían visto amarrados en el corral del rancho.

Ignoraban la muerte de don Espiridión y la grave enfermedad de doña Pascuala, y pensaban, también, que gastaría cualquier dinero para buscarles reemplazos y volverlos a su lado. A los veinte años se acepta cualquier situación y se saca partido de la misma desgracia. Juan, por su parte, pensaba en Casilda.

Aprovechó una oportunidad para acercarse al coronel y manifestarle que, lejos de abandonar el regimiento, aún cuando llegase la orden de México, estaba decidido a seguir la carrera militar y servir toda su vida a las órdenes de un jefe tan valiente.

Baninelli dio una palmada en el hombro de Juan y le dijo:

- Tú has hecho, a poco más o menos, lo que el cabo Franco; tienes vocación de soldado y yo te protegeré, te haré soldado de veras, y adelantarás. Quítate el vestido de soldado y te vas con el Emperador. Y disfrazados de paisanos viandantes, me recorren los pueblos de las cercanías, miran lo que hay, indagan si hay cerca o lejos pronunciados o ladrones; en fin, quiero saber lo que pasa, no por los alcaldes y vecinos, sino por mis propios soldados, y como si yo lo viese. Franco les dará instrucciones.

Juan, muy contento, fue a contar lo ocurrido al cabo Franco. Tomó sus instrucciones y al día siguiente salió a su correría en compañia del Emperador, disfrazados de paisanos viandantes.

Baninelli quiso, más que inquirir, hacer una prueba. Si volvían al cuartel general a los tres días que les habpia señalado, podía estar seguro de ellos y contar con dos mocetones adictos, fuertes y voluntarios como él querla que fuesen los 1,200 hombres de que se componía su regimiento.

Una tarde regresaba ya al anochecer a su cuartel general. Vio venir un caballero envuelto hasta los ojos en un jorongo y montando un arrogante caballo que traía a media rienda.

Un rayo de sol que se hizo paso por el abra de una montaña iluminó la figura del caballero, pues, al sacar la espada, había caído el jorongo de un lado y quedó descubierta su fisonomía varonil, que una barba negra, cerrada, hacia más resuelta.

- ¡Juan! -exclamó Baninelli.

- ¡Juan! -exclamó también Robreño-. Te buscaba Juan y he andado leguas y leguas antes de encontrarte.

- Ven -le contestó Baninelli-, vamos al pueblo donde tengo mi cuartel general, y alll te diré lo que te espera y lo que me obligas a hacer por tu imprudencia. Yo no te he buscado y he procurado olvidar que por ti quedé por primera vez en mi vida en el más completo ridiculo.

Juan Robreño no contestó nada. Envainó su espada, se embozó hasta los ojos en su jorongo y así continuaron caminando en silencio.

Apeáronse y entraron en la sala que ocupaba Baninelli.

Los asistentes sirvieron una frugal cena, que los dos comieron en silencio y con poco apetito.

- ¿Me querrás decir ahora por qué desertaste en los momentos mismos en que era más necesaria tu presencia?

Juan Robreño sacó de su bolsa un papel envuelto en un sobre, algo sucio y maltratado.

- Saca la carta que contiene y lee -le dijo a Baninelli, tendléndole el sobre.

Baninelli leyó con mucha atención.

- ¿Qué habrias hecho tú en mi lugar?

- Lo mismo que tú: desertarme -le contestó devolviéndole la carta.

- ¿Entonces? -le preguntó Robreño con algún interés.

- Habría volado al socorro de mi mujer o de mi querida y en seguida presentándome a mi superior para que se formara la causa. Quizá te habrias salvado, has cometido una falta, y muy grande, y debes recibir el castigo.

- Es verdad, tienes razón, y yo tengo la culpa de todo. Por lo menos, no seré débil ni cobarde a la hora suprema.

- Bien, entonces ve a alojarte con el cabo Franco al cuartel. Ve y dile al cabo Franco que se presente en el acto.

Comunicó la orden a Franco, el que inmediatamente se presentó al coronel.

- Raras veces me he arrepentido en mi vida de haber adoptado la carrera militar. Es mi vocación, me lisonjea el mando, no me cansan ni el servicio ni los caminos, y perseguir y batir al enemigo me llena de orgullo. Preocupaciones todas, Franco -le dijo el coronel antes de saludarlo-, pero en casos como éste, maldigo hasta la hora en que nací y el momento menguado en que mi padre me hizo cadete de su regimiento. Tú no puedes comprender todavía. Tengo que mandar fusilar a Juan Robreño; era mi mejor oficial, tú lo sabes, y es todavia, y en estos momentos más que antes, el amigo que más quiero.

- Está bien, mi coronel. Sé lo que tengo que hacer -y se retiró en silencio.

El cabo Franco no se dirigió directamente al cuartel, sino que salió fuera de las casas del pueblo y buscó un sitio solitario y apartado, donde había unos cuantos jacales arruinados y vacios y tres o cuatro árboles torcidos y muriendo a causa de lo seco del terreno.

- Aquí -dijo- está de lo más propio para la ejecución. Veremos cómo puedo arreglar las cosas, y si algunas resultas hay, de algo me ha de servir el exponer el pellejo todos los días. El coronel brincará y echará por esa boca, pero después se alegrará. Lo conozco bien.

A eso de las cuatro de la mañana, el cabo Franco entró en el cuarto de banderas y despertó a Juan Robreño, quien, sentado en un banquillo y envuelto en su jorongo, dormitaba recargado en el rincón de la pared de adobe.

- Mi capitán -le dijo Franco-, si viniese usted a mi alojamiento tendría mucho gusto en que tomáramos un trago juntos. Los militares, mi capitán -dijo Franco, que se consideraba todavía cabo y nunca quería creerse igual a los que habían sido sus jefes-, tenemos la vida vendida, como dicen muy bien las mujeres.

Juan Robreño tomó el vaso lleno de licor, bebió unos tragos y se sentó con tranquilidad.

- No vayas a figurarte que tengo miedo -le contestó Juan Robreño sentándose con aparente tranquilidad en la silla que le ofreció-, sino que el hombre deja en la tierra, cuando le viene la muerte, algo que quisiera llevar a otro mundo.

- Otro trago, mi capitán ... no urge tanto, tenemos tiempo -le respondió Franco lIenándole el vaso-, la diana se toca a las seis. ¿Le ocurre a usted, mi capitán, hacerme algún encargo?

- ¿Tienes tinta y papel?

- Y como que tengo todo lo necesario.

Juan Roberto escribió:

¡Mariana querida! ¡Adiós!

JUAN

- Si algún día vas por la hacienda del Sauz, o tienes una persona de tu entera confianza a quien confiarle esta carta, haz que llegue a manos de la condesa.

- Descuide usted, mi capitán, me daré traza de que llegue, y pronto, a manos de la señora condesa ... Vaya que llegará. Yo mismo se la entregaré. Platíqueme, desahóguese conmigo que lo he querido como al coronel, y bebamos el último trago. Vamos -le dijo Franco-, déme usted el brazo.

- No lo necesito.

El cabo Franco se acercó a Juan Robreño y le dijo al oído:

- Si mi capitán quiere fugarse, es todavía tiempo. Su caballo y armas están listos, no tiene más que montar y ojos que te vieron ir.

- No, te lo agradezco -respondió Juan Robreño buscando la mano del cabo Franco y estrechándosela con efusión.

- Muchachos -les dijo-, tenéis que cumplir, lo mismo que yo, con un deber muy penoso.

Formóse el pelotón frente a Robreño. El cabo Franco, dijo:

- ¡Firmes! ¡Preparen! ¡Apunten! ¡Fuego!

El horizonte comenzaba a pintarse con una rayita amarilla y luminosa, y a esta media luz triste, el cabo Franco vio, cuando se disipÓ el humo, tendido en el suelo el cuerpo de Robreño.

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