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Diálogos y conversaciones Rafael Barrett CAPÍTULO SEGUNDO El orden DON Justo. Don Tomás. Don Justo. Don Tomás. Don Justo. Don Tomás. Don Justo. Don Tomás. Don Justo. Don Tomás. Don Justo. Don Tomás. Don Justo. Don Tomás. Don Justo. Don Tomás. Don Justo. Don Tomás.
-Yo soy un hombre de orden. Estaré siempre del lado del gobierno, cuando no pretenda otra cosa que mantener el orden. Sin orden no hay civilización.
- ¿Qué entiende usted por orden?
- Algo muy distinto de las bombas de dinamita y las locuras de los redentores sociales.
- Yo no veo desorden en eso.
- ¿Qué será entonces el desorden?
- No lo sé. Creo que no existe. En todo caso es una palabra sin sentido para nosotros. Se prende fuego a una mecha y la bomba estalla. ¿Qué desorden descubre usted ahí? El verdadero desorden sería que la mecha no ardiera y la dinamita no hiciera explosión. Una dinamita insensible a los fulmina tos humanitarios no sería dinamita. Son fenómenos desagradables, no lo dudo, pero no tenemos motivo. para sostener que el casco férreo que nos destroce el vientre no haya seguido una trayectoria conforme con las leyes de la mecánica. En torno de nosotros no hay más que orden.
- ¿Y también dentro del cerebro de los locos?
- ¡Claro está! ¿Qué nota usted de extraordinario en que los locos hagan locuras? Lo raro sería que las hiciesen los cuerdos.
- Y no los llamaríamos cuerdos ...
- Evidente. Los locos hacen locuras. La dinamita estalla.
- O los locos son locos y la dinamita es dinamita. ¿A eso se reduce la ciencia que tanto le enamora?
- Felizmente no. Somos demasiado imbéciles para comprender de un golpe que la certidumbre, la divinidad de nuestra época, no puede ser sino una tautología: A es A, como decía Fichte, o yo soy el que soy, como decían los antiguos dioses, que juzgaron inútil meterse en más honduras. Volveremos tarde o temprano al punto de partida. Cuando hayamos eliminado del mundo lo contingente, a fuerza de estudio; cuando hayamos transformado los hechos en fórmulas y condensado todas las fórmulas en una, nos encontraremos cara a cara con un enorme A es A o cero igual a cero. ¡Qué quiere usted! Si nos sueltan en una selva tupida, o con los ojos vendados en un salón, caminamos en círculo. Y no somos nosotros los únicos ... ¿No ha observado usted qué odiosamente circular es el universo? Desde los glóbulos de nuestra sangre a los astros y al firmamento mismo, todo es redondo, gira en redondo, con una docilidad lamentable. ¡Feliz usted, que todavía halla desórdenes al alcance de la mano!
- Yo denomino desorden a ...
- ... lo que le sorprende. Es una sensación preciosa, que dura hasta que incorporamos lo nuevo al orden viejo. Si fuéramos infinitamente sabios, viviríamos en el A es A, y nada nos sorprendería. Bendigamos nuestra ignorancia, que es la que da a nuestra oscura vivienda un brillo de juventud. Los desórdenes se instalan en la realidad, y se convierten en órdenes a medida que nos hacemos menos obtusos. ¿Ha olvidado usted que hubo un tiempo en que la constitución era una proclama anárquica, vigorizada a tajos de guillotina? Es lástima que las agitaciones obreras turben las fiestas del centenario, mas, ¿acaso conmemora el centenario una acción de orden? Si los argentinos de 1810 hubieran respetado el orden, lo que usted llama orden, ¿existiría hoy la Argentina?
- A mí me gusta que me dejen tranquilo ...
- En eso opino como usted. Ambos somos plantas de estufa. Fuera de mi laboratorio, igual que usted fuera de su bufete, me siento amenazado, zarandeado, pisoteado. Los transeúntes tienen los codos mucho más duros que los míos. Necesito, para prosperar, un clima uniforme y benévolo. Pero reconozco que la mayoría de los hombres necesita un clima trágico. Aparte de las violencias del sindicalismo, los ataques histéricos de las feministas y la elefantiasis de la paz armada. considere usted el recrudecimiento de la criminalidad en casi todos los países. El año 1910 nos ha traído una linda colección de niños asesinos, ladrones y suicidas.
- La tolerancia de los códigos ...
- ¡Bah! El código es tan extraño a las oscilaciones del crimen, como los diques al vaivén de las mareas. Gocemos del orden actual sin figurarnos que es eterno, ni siquiéra estable, ni digno de perdurar. Comamos del fruto antes que se pudra, y esperemos sin temblar la marea humana, la marea salvaje que abandonará sobre la playa el botín del futuro.
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