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Diálogos y conversaciones Rafael Barrett CAPÍTULO VIGÉSIMO PRIMERO El duelo Don Tomás. Don Justo. Don Angel. Don Justo. Don Angel. Don Justo. Don Angel. Don Tomás. Don Angel. Don Tomás. Don Justo. Don Tomás. Don Angel. Don Tomás. Don Angel. Don Justo.
- ¿De modo que acepta usted la costumbre del duelo?
- Acepto las costumbres de mi época porque no quiero morir lapidado. Es factible y a veces lícito atacar los dogmas, los gobiernos, las ideas, las leyes, pero ir contra una costumbre es ir verdaderamente contra Dios. Lo que ha anulado a los cuáqueros no es su credo -mil herejías disparatadas triunfan- sino su manía de no quitarse el sombrero jamás.
- ¿Ni cuando se acuestan?
- No se lo quitan en público, y eso es lo grave. Ensayad aquí el saludo de ciertos polinesios, que consiste en escupir a las mejillas y en frotarlas después con la palma de la mano, y veréis qué tal os va. Os suprimirían más rabiosamente que si fuerais asesinos. ¿Qué crimen hay comparable con el de no ejecutar los pequeños gestos mecánicos, idénticos ...
- Simiescos ...
- ... de nuestra sociedad incierta? Y debe ser así. Necesitamos estabilidad, y siendo difícil obtenerla en el pensamiento, la realizamos en la conducta. Algo es algo. El duelo es respetable, puesto que se usa. Un periodista o un político que no se bate está perdido.
- Hace falta demasiado valor para no batirse.
- Hablan ustedes del duelo como de una fórmula fija, y no lo es. Se transforma, tendiendo a la mayor benignidad compatible con las armas, y hoy, en los pajses de alta civilización, se ha llegado a dosificar bastante bien el peligro. La espada francesa permite la esgrima del antebrazo, y dos tiradores regulares se encuentran seguros del codo arriba. El sable es menos preciso, y la pistola, aunque disminuya ad libitum la probabilidad de lesión, no es muy útil, pues po nos deja dueños de graduar la importancia del c!año posible. Una herida inevitable y mínima satisface a todo el mundo, unas gotitas de sangre suficientes a firmar el protocolo.
- El duelo de cumplido.
- E! ideal. Las costumbres fatales y estériles se convierten así en puros cumplidos.
- Que hay que cumplir.
- Felizmente sin grandes riesgos.
- Para los asuntos graves el duelo no sirve, no presenta ya la seriedad requerida. Es preciso volver al homicidio normal.
- Sí, es más justo. El duelo se reduce a la etiqueta del heroísmo, la cual exige futilidad de causas. El honor se vincula con la violencia; ya dijo Scarron que tenemos vergüenza al hacer los hombres, y honor al deshacerlos. Son los militares los profesionales del honor, puesto que su oficio les familiariza con la muerte. Y el puntillo de honor, más exquisito aún, es propio de matones y de duques. Matarse por una insignificancia, porque sí, aunque sea sólo en simulacro, constituye un estimulante precioso que las gentes reclaman. Yo reservaría el duelo -atenuado, sistema del antebrazo- para estos conflictos estrictamente nobles.
- Comprendo el juicio de Dios. Es cosa tan ardua, en los negocios humanos, saber quién tiene razón, que es lógico quizás renunciar de cuando en cuando a la lógica, y entregarse al azar. Pero en el juicio de Dios el vencido era culpable: el honor que recobraba un contendiente era sacado al otro. En el duelo moderno, los dos son absueltos; los dos se reivindican; los dos recobran su honor. Es curioso.
- Por economía. El duelo no es un tribunal. Yo, que soy juez, no me creo obligado a batirme con los delincuentes que condeno. La colectividad se empobrecería rápidamente si descalificara a uno de sus distinguidos miembros en cada lance. Por eso el duelo es provechoso. Devuelve con facilidad el honor a quien lo extravía. Y el honor hay que cuidarlo; es el poder de circulación social.
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