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Diálogos y conversaciones Rafael Barrett CAPÍTULO VIGÉSIMO SEGUNDO El juramento Don Angel. Don Justo. Don Angel. Don Justo. Don Tomás. Don Angel. Don Tomás. Don Justo. Don Tomás. Don Angel. Don Tomás. Don Justo. Don Angel. Don Tomás. Don Justo.
- ¿No les parece a ustedes anacrónica la costumbre de que los altos funcionarios presten juramento?
- La democracia ha vulgarizado de tal modo la misión de gobernar, que un presidente o un ministro es considerado semejante a los demás hombres. Cualquier repórter de la prensa opositora insulta libremente al jefe de la patria. Un mozo de café, sin otro riesgo que algunos meses de cárcel, tira de la barba a Mr. Fallieres. Hemos perdido el respeto a las cosas más serias.
- Es que ya no son serias. Pero siga usted.
- ¿Por qué no conservar siquiera un simulacro de solemnidad a ciertas ceremonias? Y con esto hay funcionarios que creen en Dios. ¿Por qué no admitir, en provecho común, el compromiso total de sus conciencias?
- Sería mejor que nos bastara su palabra de caballero.
- ¿Y qué pensar de los que debutan con la farsa de jurar sin creer?
- Cuando una farsa es solemne, vale como una verdad.
- Evidentemente. ¿Qué le importa al fiel de rodillas en el templo si el sacerdote que alza la hostia es sacrílego o no? No es la verdad lo que mueve el mundo, sino la fe. Mientras tengamos fe en una mentira no es tal mentira. Es una realidad que obra y triunfa. La cuestión no está en si Dios existe o no existe. ¿Existe nuestra fe? He aquí el problema. Nuestra fe crea a nios; nuestro descreimiento lo mata. Ante la ciencia, lo religioso no se puede plantear ni enunciar; no tiene sentido.
- Jamás nuestro análisis separará a Dios del Diablo en la naturaleza.
- No nos remontemos así, bajemos a los altos funcionarios. No veo la necesidad de que prometan nada, con ritual o sin él. Si se les ha nombrado, es porque inspiraban confianza suficiente.
- Se trata de una manía general, antigua y poderosa, la de congraciarse con los dioses, la de sobornarlos para que por lo menos nos dejen tranquilos. El juramento administrativo es una de las mil formas de sacrificio propiciatorio. El padre bautiza al hijo, la doncella pide novio al santo, el cura se encarga de bendecir recién casados, lanchas pescadoras, acorazados, boliches nuevos, primera piedra de palacios, hospitales, presidios y puentes; se sacramentan sanos, moribundos y muertos; se consagran hasta los patíbulos. No hay negocio del que no demos aviso a las alturas, pagando la estampilla. La más sórdida cortesana tendrá una medalla, un fetiche, una cábala, una jaculatoria para atraer clientes; el salteador de caminos suplica a la Virgen que se acuerde de él, y le envíe un rico viajero a quien desvalijar. El Todopoderoso permite los crímenes; aprovechémonos. ¿Quién no estrena el día reclamando misericordia al destino? ¿Qué ateo no dirige constantemente invocaciones vagas al azar? Y si fuéramos más sabios usaríamos todas las religiones, llamaríamos a todas las puertas, rogaríamos a !a vez a Cristo, a Mahoma, a Buda, a Confucio, a los últimos ídolos de la Polinesia y de África. No hay precaución que sobre.
- El juramento de los altos funcionarios es útil, moralizador. ¿Ha oído usted que hayan fallado nunca a él? ¿Qué presidente, qué ministro olvidó su sagrada promesa? ¿Qué director general se ha fugado con los fondos? Ninguno. ¿Por qué juró ser honrado? Esto es irrebatible.
- ¿Y los que se enriquecen en el puesto? Digo lo que el baturro: el río no crece con agua clara.
- Error, error y error. Saque usted al funcionario del puesto. ¿Continuará enriqueciéndose? No. Entonces la causa no consistía en él, sino en el puesto. Un ministro se vuelve millonario automáticamente, por circunstancias de topografía social. ¿Conoce usted esa maquinita centrífuga para hacer manteca? Gira veloz, y la nata que pesa más, se acumula en los extremos. La civilización es una enorme máquina centrífuga que acumula el oro en las capas superiores. No confundamos un fenómeno moral con un fenómeno físico. Seamos justos.
- En cuanto a los bajos funcionarios, no necesitan jurar. La miseria les asegura. Por arriba las responsabilidades se van delegando indefinidamente, y sobre la presidencia de la República, Dios, gerente supremo de las oficinas, cierra el escalafón.
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