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Diálogos y conversaciones

Rafael Barrett

CAPÍTULO OCTAVO

Teoría del honor y del insulto



Don Tomás.
- Me encuentra usted leyendo un bonito artículo.

Don Angel.
- ¿Usted, que no toca nunca los diarios?

Don Tomás.
- Es que este artículo pertenece a una categoría especial: es insultante. Los movimientos del odio me interesan. Por una casualidad dichosa, sé que una de las acusaciones aquí lanzadas no tiene base física. Se trata de un abogado que retuvo algunos días en su casa las joyas y efectos de una cliente suya, la cual se había ausentado de pronto, exponiendo el valioso equipaje al robo irremediable y anónimo. Bajo inventario, delante de testigos y según acta varias veces publicada, el abogado depositó el cuerpo del futuro delito en las arcas del juez. ¡Pues nada! A pesar de tan sencillas pruebas, el pobre hombre, mientras viva, pasará por ladrón de alhajas. Cuando usted llegó, me hallaba yo reflexionando sobre la bella fecundidad de la mentira.

Don Angel.
- Lo cierto es que la verdad no tiene valor social. En cambio los errores comunes son bastante robustos para llevar el peso de una civilización. Un ataque personal que no inventa y adorna, de acuerdo con el ambiente, un ataque fundado en hechos verificables no aplasta. Nadie cree la verdad. Lo que se demuestra se refuta. Lo que se sugiere, vence. La verdad no afirma: duda. No afrenta: explica. La mentira mata. No es la luz la que mancha, sino el lodo. ¿Cómo deshonrar al prójimo sin deshonramos nosotros mismos? Somos solidarios. La única acción justa sería comprender, perdonar y curar.

Don Tomás.
- Se puede sostener en efecto que la verdad no es humana. Si nos emancipáramos un poco de Lamarck, nos fijaríamos, no sólo en la influencia del medio sobre la especie, sino en la de la especie sobre el medio. Nos es imposible entender el Universo sin transformarlo de un modo positivo y durable. Nos es imposible digerir la verdad cruda. Hay que adobarla y guisarla y ensalzarla en nuestros laboratorios y gabinetes. Por eso el que insulta debe, para ser escuchado, ejercitar su fantasía, mucho más humana y contagiosa que la exactitud.

Don Angel.
- Basta enunciar el insulto para darle toda su fuerza. No importa que el insultado sea inocente; es insultado. A él le atañe probar su honorabilidad y recobrar lo perdido. Tiene que probar que cada minuto de su existencia ha sido honorable hasta el momento del insulto. Pero como semejante empresa es absurda, el efecto del insulto es casi eterno. Alcanza hasta la cuarta generación. ¡Calumnia. que algo queda!

Don Tomás.
- Presenta usted mal la cuestión. Se diría que para usted el insulto goza de una virtud intrínseca, y es fórmula de exorcismo al revés, que mete los demonios en el cuerpo en lugar de sacarlos. El que insulta siempre tiene razón, cierto; en cuanto yo insulte arbitrariamente, y con energía, pondré a las gentes de mi parte. ¿Por qué? ¿Manía de aritméticos, que suponen una suma fija de ignominia destinada a la humanidad, y que se alegran de que les caiga en suerte a los otros el mayor lote? No: es que los hombres suelen ser viles. Muchas de las enfermedades que frecuento no son sino la sombra que los vicios del alma proyectan en la carne. Los hombres son viles. Al declarar vil a un hombre determinado, planteo una proposición sumamente probable.

Don Angel.
- ¡Bah! Murmure usted al oído del vulgo que el joven más vigoroso de la capital es involuntariamente casto, y no habrá quien le contradiga.

Don Tomás.
- El insulto pintoresco es irresistible. Hay una estética del insulto.

Don Angel.
- Ello es que el honor depende del capricho de cualquiera que no tema una venganza individual.

Don Tomás.
- ¡Nol El honor se lava.

Don Angel.
- ¡Ahl ¿El duelo? Déjeme reír.

Don Tomás.
- No se ría usted. Examine. El honor es tan delicado que un soplo lo empaña, aunque sea el aliento de una víbora. También la conciencia católica, al soplo de un breve pensamiento, se ennegrece con el pecado mortal. No es razonable que seamos todos infames, ni que todos vayamos al infierno. La conciencia católica se lava, don Angel; el honor lo mismo. Es necesario el sacramento. El duelo es un sacramento civil; sirve para desagraviar al público-Dios; es un sacrifició ritual. La espada es la hostia, y los padrinos los sacerdotes. Tenemos un clero del honor, representantes vitalicios de los caballeros miembros de los juris de inapelables sentencias. El insultado vuelve a la gracia mediante la trascendental ceremonia del terreno. ¡Ay del que falte a la sagrada regla! ¡Ay del que muerda la hostia! ¡Ay del sacrílego! ¡Atención a las palmadas! Si os equivocáis, seréis malditos y excomulgados. Os echarán del templo, cosa peor que la muerte. Saquead, mentid, torturad y escarneced, pero no pinchéis a destiempo: En Buenos Aires, por una estocada prematura, ha sido ejecutado un duelista. Rompió las hostilidades, como el Japón, contra los cánones diplomáticos. No fue suficientemente culto para asesinar a la voz de mando. Careció de disciplina. Obedeció a sus instintos primordiales. Profanó el sacramento.

Don Angel.
- Si nos insultan, don Tomás, ¿qué haremos?

Don Tomás.
- Cerraremos las puertas, y seguiremos conversando.
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