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Gustave Flaubert
MADAME BOVARY
TERCERA PARTE
CAPÍTULO DÉCIMO
Había tardado treinta y seis horas en recibir la carta del boticario; y, en
atención a su sensibilidad, monsieur Homais la había escrito de tal
manera que era imposible saber a qué atenerse.
Primero, el pobre hombre cayó como fulminado por una apoplejía. Después entendió que no había muerto ..., pero tal vez sí. Por fin se puso la camisa, tomó el sombrero, ajustó la espuela a la bota y salió a uña de caballo. Durante todo el camino el tío Rouault, jadeante, iba muerto de angustia. Hasta tuvo que apearse una vez. Ya no veía, oía voces en torno suyo, se sentía enloquecer.
Amaneció. Vio tres gallinas negras dormidas en un árbol; se estremeció, aterrado ante aquel presagio. Entonees prometió a la Virgen tres casullas para la iglesia y que iría descalzo desde el cementerio de Les Bertraux hasta la capilla de Vassonville.
Entró en Maromme llamando a la gente de la hostería, abrió la puerta de un empujón, se lanzó al saco de avena, echó en el pesebre una botella de sidra dulce y volvió a montar en su caballejo, que sacaba chispas con las cuatro herraduras.
Se decía a sí mismo que seguramente la salvarían; los médicos descubrirían un remedio, de seguro. Recordaba todas las curaciones milagrosas que le habían contado.
Después la veía muerta. Estaba allí, delante de él, tendida de espaldas, en medio del camino. Tiraba de la brida y la alucinación desaparecía.
En Quincampoix, para cobrar valor, tomó tres cafés, uno tras otro.
Pensó que tal vez se habían equivocado de nombre al escribir la carta. La buscó en el bolsillo y la tocó, pero no se atrevió a abrirla.
Llegó a imaginar que aquello podía ser una broma, una venganza de alguien, una fantasía de un hombre que estaba de juerga; y además, si su hija hubiera muerto, se sabría. ¡Pero no, el campo no tenía nada de extraordinario: el cielo estaba azul, los árboles se balanceaban, pasó un rebaño de ovejas. Divisó el pueblo; lo vieron llegar muy inclinado sobre el caballo, dándole grandes latigazos, y las cinchas goteaban sangre.
Cuando recobró el conocimiento, cayó sollozando en los brazos de Bovary.
— ¡Hija mía! ¡Emma! ¡Explíqueme, hijo mío! ...
Y Bovary contestó llorando:
— ¡No sé!, ¡no sé! ¡Es una maldición!
El boticario los separó.
— Esos horribles detalles son inútiles. Ya informaré yo al señor. Está llegando la gente. ¡Un poco de dignidad, caray! ¡Un poco de filosofía!
El pobre médico quiso hacerse el fuerte, y repitió varias veees:
— Sí ..., valor.
— Bueno —exclamó el hombre—, lo tendré. ¡Me valga Dios! La acompañaré hasta el fin.
Doblaba la campana. Todo estaba dispuesto. Había que ponerse en marcha.
Y, sentados en un sitial del coro, uno al lado del otro, vieron pasar y volver a pasar continuamente ante ellos a los tres ayudantes de la misa salmodiando, las pipas del órgano soplaban a todo resuello. Monsieur Boumisien, revestido a todo tren, cantaba con voz aguda; se inclinaba ante el tabernáculo, elevaba las manos, extendía los brazos. Lestiboudois circulaba por la iglesia con su varilla de ballena, el féretro reposaba junto al coro entre cuatro filas de cirios. A Charles le daban ganas de levantarse para apagarlos.
Sin embargo, se esforzaba por sentir devoción, por lanzarse a la esperanza de una vida futura en la que volvería a verla. Imaginaba que se había ido de viaje, muy lejos, desde hacía mucho tiempo. Pero cuando pensaba que estaba allí abajo y que todo había terminado, que ahora la llevaban a la tierra, le entraba una rabia negra, feroz, desesperada. A veces creia que ya no sentía nada, y saboreaba a gusto esta disminución de su dolor, pero al mismo tiempo se acusaba de ser un miserable.
Se oyó sobre las losas el golpe seco y acompasado de un palo contra la cantera de hierro. Llegaba del fondo y se paró de pronto en la nave lateral de la iglesia. Un hombre con una gruesa chaqueta parda se arrodilló penosamente. Era Hipólito, el mozo del Lion d'Or; se había puesto su pierna nueva.
Uno de los acólitos recorrió el pasillo para hacer una colecta, y, una tras otra, fueron sonando las monedas en la bandeja de plata.
— ¡Dése prisa! ¡Yo estoy sufriendo! —exclamó Bovary, a la vez que echaba con rabia una moneda de cinco francos.
El acólito le dio las gracias con una reverencia.
Cantaban, se arrodillaban, se levantaban, ¡aquello no terminaba nunca! Recordó que una vez, en los primeros tiempos, asistieron juntos a la misa y se pusieron al otro lado, a la derecha, junto a la pared. Volvió a doblar la campana. Hubo un gran movimiento de sillas. Los encargados de llevar el féretro metieron las tres bandas bajo él, lo cargaron y fueron saliendo lentamente de la iglesia.
En esos momentos apareció Justino en el umbral de la farmacia; pero se metió dentro enseguida, pálido, tambaleante.
La gente estaba en las ventanas para ver pasar el cortejo. Charles, a la cabeza de la procesión, iba muy erguido. Hacía ostentación de valentía y saludaba con la mano a los que, desembocando de las callejuelas y de las puertas, se incorporaban a la multitud. Los seis hombres, tres de cada lado, avanzaban a paso corto y jadeando un poco. Los sacerdotes, los acólitos y dos monaguillos, recitaban el De profundis; y sus voces se dirigían hacía el campo, subiendo y bajando en modulaciones. A veces los sonidos desaparecían en los recodos del sendero; pero, la gran cruz de plata se alzaba siempre entre los árboles.
Seguían las mujeres, con mantos negros de capuchón sobre la cabeza; llevaban en la mano una gruesa vela encendida, y Charles se sentía desfallecer ante aquella continua repetición de rezos y de velas y de aquel olor a cera y a sotana. Soplaba una brisa fresca, al borde del sendero verdeaban el centeno y la colza en los setos de espino y brillaban en ellos las gotitas de rocío. Toda clase de rumores gozosos llenaban el horizonte: el crujido de una carreta rodando a lo lejos por los surcos de otras ruedas, el canto insistente de un gallo o el galopar de un potro que andaba bajo los grandes manzanos. En el cielo claro se destacaban unas nubes rosadas; la luz azulada de las velas se reflejaba en las chozas cubiertas de iris. Charles, al pasar, reconocía los corrales y recordaba mañanas como ésta, en las que, después de visitar a un enfermo, salía al campo para regresar a casa, para volver a Emma.
El paño negro, sembrado de lágrimas blancas, se levantaba de vez en cuando, mostrando el féretro. Los que llevaban las andas acortaban el paso, y el ataúd avanzaba a sacudidas continuas, como una barca que se bambolea al golpe de las olas.
Llegaron.
Los hombres siguieron más adelante, a un sitio del césped a donde habían cavado la fosa.
Formaron un círculo en torno a ella, y mientras el cura hablaba, la tierra roja, echada sobre los bordes, caía por las esquinas, sin ruido, sin pausa.
Después, dispuestas ya las cuatro cuerdas empujaron el féretro sobre la fosa. Charles lo vio descender. Seguía descendiendo.
Hasta que se oyó un choque; las cuerdas volvieron a subir chirriando. Entonces Boumisien tomó la pala que le tendía Lestiboudois con la mano izquierda, mientras que con la derecha echó vigorosamente una gran paletada; y la madera del ataúd, golpeada por la tierra hizo ese ruido tan especial, ese ruido que nos parece ser la resonancia de la eternidad.
El eclesiástico pasó el hisopo a su vecino. Era monsieur Homais. Él lo sacudió vigorosamente y luego se lo tendió a Charles, quien se hundió en la tierra floja hasta las rodillas y la echaba con las manos gritando:
- ¡Adiós!
Le lanzaba besos y en algún momento se arrastró hasta la fosa, dando la impresión de que quería enterrarse con ella.
Se lo llevaron; no tardó en sosegarse, sintiendo, quizá, como todos los demás, la vaga satisfacción de haber terminado.
A la vuelta, el tío Rouault se puso tranquilamente a fumar su pipa, lo que a Homais, en su fuero interno, le pareció poco delicado. También observó que monsieur Binet se había abstenido de comparecer, que Tuvache se había esfumado después de la misa, y que Teodoro, el criado del notario, llevaba un traje azul, como si no se pudiera encontrar un traje negro, como mandan las buenas costumbres. Y, para comunicar sus observaciones, iba de grupo en grupo. En todos ellos se lamentaba la muerte de Emma, y también Lheureux manifestaba su pesar.
— ¡Pobre señora, qué dolor para su marido!
El boticario comentaba:
— Han de saber ustedes que, a no ser por mí, el pobre hombre hubiera cometido un funesto atentado contra sí mismo.
— ¡Tan buena persona! ¡Y pensar que apenas el sábado la vi en mi tienda!
— No tuve tiempo —dijo Homais— de preparar unas palabras para decirlas sobre su tumba.
Al volver a casa. Charles se cambió de ropa, y también el tío Rouault volvió a ponerse su camisa azul. Era nueva y como, en el camino se había secado varias veces los ojos con las mangas, habían desteñido sobre su cara, y la huella de las lágrimas trazaba líneas en la capa de polvo que la cubría.
Con ellos estaba madame Bovary madre. Los tres guardaban un completo silencio. Finalmente, el tío Rouault suspiró y dijo:
— Acuérdese, hijo mío, de que yo fui a visitarlo a Tostes cuando acababa de perder a su primera esposa. Entonces yo lo consolaba, encontraba algo que decirle; pero ahora ...
Y con un suspiro tan grande que expandió todo su pecho:
— ¡Ay, para mí ya se acabó todo! ¡Se fue mi mujer ..., después mi hijo ..., y ahora mi hija!
Quiso volverse en seguida a Les Bertraux, diciendo que no podía dormir en aquella casa. Hasta se negó a ver a su nieta.
— ¡No, no!, me daría muchísima pena. Pero dele muchos besos. ¡Adiós ..., es usted un buen muchacho! Y además, nunca olvidaré esto —dijo, golpeándose la pierna ... ¡Usted recibirá siempre su pavo.
Pero, ya en lo alto de la cuesta, miró atrás, como antaño mirara en el camino de Saint-Victor al separarse de ella. Los rayos oblicuos del sol que se ponía en la pradera encendían las ventanas del pueblo. Rouault se puso la mano sobre los ojos y vislumbró el lejano macizo de paredes blancas rodeado de un mar de árboles. Luego siguió su camino, a trote corto, porque la jaca cojeaba.
Aquella noche. Charles y su madre, a pesar del cansancio se quedaron hablando mucho tiempo. Hablaron de los días de antaño y del futuro. La madre vendría a vivir a Yonville, ella llevaría la casa ya no se separaría del hijo. Estuvo animada y cariñosa, íntimamente satisfecha de recuperar un
afecto que se le había escapado durante tantos años. Dieron las doce. El
pueblo, como de costumbre, estaba silencioso, y Charles, despierto, seguía
pensando en ella.
Rodolfo, que para distraerse, había andado todo el día por el bosque, dormía tranquilamente en su palacio; y más lejos, León dormía también.
Pero había otro que en esa noche no dormía.
Sobre la tumba, entre los pinos, un muchacho lloraba arrodillado, jadeante el pecho, roto por los sollozos y por la presión de un pesar inmenso, pero más dulce que la luna, y más insondable que la noche.
De pronto rechinó la verja. Era Lestiboudois; venía a buscar su pala, que había olvidado aquella tarde. Reconoció a Justino escalando el muro, y entonces creyó haber descubierto quién era el sinvergüenza que venía en las noches a robar sus papas.
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