Presentación de Omar CortésSegunda parte - Capítulo décimoprimeroSegunda parte - Capítulo décimotercero Biblioteca Virtual Antorcha

Gustave Flaubert

MADAME BOVARY

SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO DÉCIMOSEGUNDO



Se amaron de nuevo como si su amor apenas comenzara. A veces, en mitad del día, a Emma se le antojaba de pronto escribirle; en seguida hacía una seña a Justino, desatándose rápidamente el delantal, salía disparado hacia El Huchette. Rodolfo acudía, pues Emma lo había llamado para decirle que estaba desesperada, que su marido era odioso y su existencia horrible.

— ¿Y qué puedo hacer yo? —exclamó Rodolfo un día, un poco irritado.

— ¡Ah, si tú quisieras! ...

Estaba sentada en el suelo, entre las rodillas del hombre, suelto el pelo, perdida la mirada.

— ¿Qué? —preguntó Rodolfo.

Emma suspiró.

— Nos iríamos a vivir a otro sitio ..., a alguna parte ...

— ¡Estás loca! —dijo él riendo—. Eso no es posible.

Emma insistió y Rodolfo se hacía el desentendido, cambiando constantemente de conversación. No comprendía toda aquella perturbación en una cosa tan sencilla como el amor. Emma tenía un motivo, una razón, una causa poderosa que afianzaba su amor hacia él.

Era un amor que crecía día con día a causa de la repulsión al marido. Cuanto más se entregaba a uno más execraba al otro; nunca le había parecido Charles tan desagradable, con unos dedos tan cuadrados, tan romo el cerebro, de unos modales tan vulgares; todo ello parecía volverse evidente después de sus encuentros con Rodolfo; cuando estaban juntos todo era distinto para ella. Entonces, a la vez que jugaba el papel de la esposa virtuosa, se inflamaba pensando en aquella cabeza, en aquel pelo negro que caía en un bucle hacia la frente morena de sol, en aquel cuerpo a la vez tan robusto y tan elegante, en aquel hombre, en fin, que poseía tanta experiencia en la razón, tanto fuego en el deseo. Para él se limaba las uñas con un esmero de cincelador y no se cansaba de ponerse pomada en la piel y pachulí en los pañuelos; se encargaba pulseras, sortijas, collares ... Cuando él iba a venir, llenaba de rosas sus dos grandes jarrones de cristal azul y arreglaba sus habitaciones y su persona como una cortesana que espera a un príncipe. La criada tenía que estar constantemente lavando ropa, y Felicidad no salía en todo el día de la cocina, donde el mancebo Justino, que con frecuencia le hacía compañía, la miraba trabajar.

Con el codo sobre la larga tabla donde ella planchaba, contemplaba ávidamente todas aquellas prendas femeninas colocadas en torno a él: las enaguas de bombasí, las manteletas, los cuellos, los pantalones abiertos, amplios de caderas y estrechos por abajo.

— ¿Para qué sirve esto? —preguntaba el muchacho pasando la mano por la crinolina o por los corchetes.

— ¿Es que no has visto nunca algo como esto? —contestaba Felicidad-: ¿es que tu patrona, madame Homais, no usa estas cosas?

— ¡Ah, claro madame Homais!

Y añadía en tono meditativo:

— Pero, ¿madame Homais es una señora como la tuya?

Y Felicidad se impacientaba de verlo dar vueltas a su alrededor. Tenía seis años más que él, y Teodoro, el criado de monsieur Guillaumin, empezaba a cortejarla.

— ¡Déjame en paz! —le decía, apartando el tarro de almidón—. Anda, vete a machacar almendras; siempre estás merodeando alrededor de las mujeres: para meterte en esas cosas, muchachito, espera a que te crezca la barba.

— ¡Bueno, no se enfade, voy a limpiarle las botas!

Y tomaba de la mesa las botitas de Emma, todas llenas de barro —el barro de las citas— que se deshacía en polvo bajo sus dedos, un polvo que él miraba ascender muy despacio en un rayo de sol.

— ¡Qué miedo tienes de estropearlas! —decía la cocinera, que no se andaba con tantos miramientos cuando las limpiaba ella, porque la señora, en cuanto la tela ya parecía un poco ajada, se las regalaba.

Emma tenía muchas en su armario y las iba gastando, sin que Charles se diera cuenta de ello.

Y así, sin darse cuenta, desembolsó trescientos francos para una pierna de madera que Emma juzgó conveniente regalar a Hipólito. La pata de palo estaba rellena de corcho y tenía articulaciones de resorte, una mecánica complicada cubierta de un pantalón negro y terminado en una bota reluciente. Pero Hipólito no se atrevía a llevar todos los días una pierna tan lujosa, y suplicó a Madame Bovary que le procurara una más cómoda para uso diario. Naturalmente, el médico corrió también eon los gastos de la nueva adquisición.

De esa manera, el mozo de cuadra volvió poco a poco a ejercer su oficio. Se le veía como antes recorrer el pueblo, y cuando Charles oía de lejos el ruido seco de su pata de palo sobre el pavimento, tomaba enseguida otro camino.

Se encargó del pedido monsieur Ebeureux, el comerciante, y esto le dio ocasión para frecuentar a Emma. Charlaba con ella de los nuevos géneros de París, de mil curiosidades femeninas, se mostraba muy complaciente y nunca reclamaba dinero. Emma se entregaba a esta facilidad de satisfacer sus caprichos. Quiso, por ejemplo, regalar a Rodolfo una fusta muy bonita que habia en una paragüería de Ruán. A la mañana siguiente, monsieur Ebeureux la depositó sobre su mesa.

Pero al día siguiente se presentó con una factura de doscientos setenta francos, sin contar los céntimos. Emma se vio apurada: todos los cajones del secrétaire estaban vacíos; se debían más de quince días de sueldo a Eestiboudois, dos trimestres a la sirvienta y muchas cosas más, y Bovary esperaba impacientemente el envío de monsieur Derozerais que acostumbraba a pagarle todos los años por San Pedro.

Madame Bovary consiguió por lo pronto dar largas a Ebeureux; pero éste por fin se impacientó, decía que sus acreedores lo perseguían, y si él no recuperaba sus capitales de los deudores se vería en serios problemas, por lo que tendría que recoger todas las mercancías que la señora tenía y que no habían sido liquidadas.

— ¡Bueno, lléveselas! —dijo Emma.

— ¡Oh, es una broma! —replicó Ebeureux—. Lo malo es la fusta. Pero bueno, le diré al señor que me la devuelva.

— ¡No, no!

- ¡Ya te tengo en mis manos!, pensó Ebeureux.

Y, seguro de su descubrimiento, salió repitiendo a media voz y con su pequeño silbido habitual:

— ¡Bueno, ya veremos, ya veremos!

Emma estaba pensando en la manera de salir de aquel atolladero cuando entró la cocinera y dejó sobre la chimenea un pequeño rollo de papel azul, de parte de monsieur Derozerais. Emma se abalanzó al rollo y lo abrió. Contenía quince napoleones, justo lo que necesitaba. Oyó a Charles en la escalera, metió el oro en el fondo del cajón de su mesa y guardó la llave.

A los tres días reapareció Ebeureux.

— Vengo a proponerle un arreglo. Si, en lugar de la cantidad convenida, quisiera usted tomar ...

— ¡Aquí la tiene! —lo interrumpió Emma, poniéndole en la mano catorce napoleones.

El comerciante se quedó estupefacto. Para disimular su decepción, se deshizo en disculpas y en ofrecimientos de servicio, todos los cuales rechazó Emma, que permaneció unos minutos palpando en el bolsillo del delantal las dos monedas de cien sous que él le había devuelto. Se prometió economizar, para devolver ...

- ¡Bah! —pensó—, no se acordará.

Además de la fusta con pomo de plata dorada, regaló a Rodolfo un sello con la divisa Amor nel cor; luego una bufanda y por último una tabaquera muy parecida a la del vizconde. Aquella que Charles hubiera encontrado tiempo atrás en la carretera y que Emma conservaba. Pero estos regalos la humillaban. Rechazó varios; pero ella insistió y él acabó por obedecer, encontrándola tiránica y demasiado invasiva.

Además, tenía unas ocurrencias raras:

- Cuando den las doce de la noche —le decía — pensarás en mí.

Y si él confesaba que no había pensado en ella surgía una andanada de reproches, que terminaban siempre en la eterna pregunta:

— ¿Me amas?

— ¡Claro que te amo!

— ¿Mucho?

— ¡Naturalmente!

— ¿No has amado a otras como a mí?

— ¿Acaso crees que me conociste virgen? —exclamaba él riendo.

Emma lloraba, Rodolfo se esforzaba por consolarla, adornando con palabras graciosas sus propuestas de amor.

— ¡Oh, es que te amo! —proseguía Emma—. Te amo de tal manera que no puedo vivir sin ti ... , ¿lo sabes? A veces tengo unas ganas locas de volver a verte y me destrozan todas las furias del amor. Me pregunto: ¿Dónde está? Acaso está hablando con otras mujeres. Le sonríen, se aproxima ... Pero no, ¿verdad que no te gusta ninguna? Las hay más bellas; ¡pero yo sé amar mejor! ¡Yo soy tu esclava y tu concubina! ¡Tú eres mi rey, mi ídolo! ¡Eres bueno, eres guapo, eres inteligente, eres fuerte!

Tantas veces había oído decir estas cosas, que ya no tenían para él nada de original. Emma era como todas las amantes, y, al caer como un vestido el encanto de la novedad, dejaba al desnudo cierta eterna monotonía de la pasión, que tiene siempre las mismas formas y el mismo lenguaje. Aquel hombre con tanta práctica no distinguía la diferencia de los sentimientos bajo la paridad de las expresiones. Como labios libertinos o venales le habían murmurado frases parecidas muchas veces, no creía sino débilmente en el candor de éstas; habia que rebajar, pensaba, los discursos exagerados que envolvían afectos medianos, como si la plenitud del alma no rebasara a veces las metáforas más vacías, puesto que nadie puede jamás dar la exacta medida de sus necesidades, ni de sus conceptos, ni de sus dolores, y la palabra humana es como una caldera rota en la que tocamos melodías para que bailen los osos, cuando lo que quisiéramos es conmover las estrellas.

Pero, con esa superioridad de crítica propia del que, en cualquier lance, se mantiene en la retaguardia, Rodolfo vio en aquel amor otros goces que explotar. Consideró incómodo todo pudor. La trató sin miramientos. Hizo de ella una cosa dócil y corrompida. Era una especie de sumisión idiota, llena de admiración por él, de voluptuosidad para ella. Una forma de beatitud que le embotaba la razón, y su alma se sumergía en aquella embriaguez y se ahogaba en ella, encogida, como el duque de Clarence en su tonel de malvasia.

Por el simple efecto de sus costumbres amorosas, madame Bovary cambió de maneras. Su mirar se tornó más atrevido, más libres sus palabras, y hasta cayó en la inconveniencia de pasearse con Rodolfo, un cigarrillo en la boca, como para burlarse del mundo; hasta que los que dudaban todavía dejaren de dudar cuando, un día, la vieron apearse de la Golondrina, ceñido el busto en un chaleco, a la manera de un hombre; y madame Bovary madre, quien después de una terrible escena con su marido, se refugió en casa de su hijo, no fue una de las burguesas menos escandalizadas. Otras muchas cosas le desagradaron; en primer lugar, Charles no había escuchado sus consejos sobre la prohibición de las novelas; además, el estilo de la casa no le gustaba; se permitió ciertas observaciones y hubo serios problemas con su nuera; sobre todo una vez, a propósito de Felicidad.

La víspera por la noche, madame Bovary madre la había sorprendido en el pasillo en compañía de un hombre, un hombre de barba oscura, de unos cuarenta años, y que, al oír sus pasos, escapó rápido de la cocina. Emma se echó a reír, pero la buena señora lo tomó muy en serio, declarando que, a menos de burlarse de las costumbres, había que vigilar a los criados.

— ¿De qué mundo es usted? —reclamó la nuera, con una mirada tan impertinente que madame Bovary madre le preguntó si no defendía la propia causa,

— ¡Salga de aquí! —profirió Emma, levantándose de un salto de su asiento,

— ¡Emma! ... ¡Mamá! ... —exclamaba Charles, con el ánimo de calmarlas, Emma pataleaba repitiendo:

— ¡Ah, qué mujer tan falta de mundo! ¡Es una vil provinciana!

Charles corrió tras su madre, que estaba fuera de quicio, balbucía:

— ¡Es una insolente! ¡Una disipada! ¡Puede que algo peor!

Y quería marcharse inmediatamente si la otra no acudía a disculparse. Charles fue a donde estaba su mujer y la conjuró a que cediera. Se puso de rodillas y Emma acabó por conceder:

— ¡Sea pues! Allá voy.

Y, en efecto, tendió la mano a la suegra con una dignidad de marquesa, y le dijo:

— Perdóneme, señora.

Hecho esto, subió de nuevo a su cuarto, se echó de boca en la cama y se puso a llorar como una niña, hundida la cabeza en la almohada.

Ella y Rodolfo habían convenido en que, en caso de que ocurriera algo extraordinario, ella prendería en la persiana un pedacito de papel blanco para que, si Rodolfo se encontraba por casualidad en Yonville, acudiera a la calleja, detrás de la casa. Emma hizo la señal; llevaba esperando tres cuartos de hora, cuando, de pronto, vio a Rodolfo en la esquina del mercado. Estaba a punto de abrir la ventana para llamarlo, pero ya había desaparecido. Volvió a caer en la cama, desesperada.

Le pareció escuchar pasos en la acera. Seguramente era él; bajó la escalera, atravesó el corral. Allí, afuera, estaba Rodolfo. Se cebó en sus brazos.

— Ten cuidado —le dijo Rodolfo.

— ¡Ah, si supieras!

Y se puso a contárselo todo, apresuradamente, sin pausas ni dilaciones, exagerando algunos hechos, inventando otros y prodigando los paréntesis con tal abundancia que Rodolfo no entendía nada.

— ¡Vamos, pobre ángel mío, valor, consuélate, ten paciencia!

— ¡Pero si llevo cuatro años teniendo paciencia y sufriendo ...! Un amor como el nuestro se debería mostrar a cielo abierto. En esta casa no hacen más que torturarme. No puedo soportar más. ¡Sálvame!

Y se apretaba contra Rodolfo. Sus ojos, llenos de lágrimas, centelleaban como llamas bajo la onda del pelo; tenía la respiración entrecortada; nunca lo había amado tanto, hasta el punto en que perdió la cabeza y le dijo:

— ¿Qué hay que hacer? ¿Qué quieres?

— ¡Llévame contigo! ¡Ráptame! ... ¡Oh, te lo suplico!

Y se precipitó a su boca, como para arrancarle el consentimiento inesperado que de ella se exhalaba en un beso.

— Pero —dudó Rodolfo.

— ¿Qué?

— ¿Tu hija?

Emma reflexionó unos momentos y luego contestó:

— ¡La llevaremos, ya está!

- ¡Qué mujer!, se dijo Rodolfo al ver que se alejaba a toda prisa, pues acababa de escapar del jardín y en esos momentos alguien la llamaba.

Los días siguientes, a la Bovary madre le extrañó mucho la metamorfosis de su nuera. En efecto, Emma estaba más dócil, y llevó la deferencia hasta pedirle una receta para encurtir pepinillos.

¿Esa actitud era para engañar a los dos? ¿O quería sentir más profundamente, con una especie de estoicismo voluptuoso, la amargura de las cosas que iba a abandonar? Pero eso no le importaba, al contrario: vivía como una perdida en la degustación anticipada de su felicidad próxima. Era un eterno tema de charlas con Rodolfo. Se apoyaba en su hombro, murmuraba.

— ¡Ay, cuando estemos en la diligencia! ... ¿No piensas tú en ello? ¿Es posible? Me parece que en el momento en que sienta arrancar el coche será como si subiéramos en un globo aerostático, como si partiéramos hacia las nubes. ¿Sabes que cuento los días? ... ¿Y tú?

Nunca estuvo madame Bovary tan bella como en esta época; tenía esa indefinible belleza que resulta de la alegría, del entusiasmo, del triunfo, y que no es otra cosa que la armonía del temperamento con las circunstancias. Sus apetencias, sus contrariedades, la experieneia del placer y sus ilusiones siempre jóvenes, como les ocurre a las flores con el abono, la lluvia, el viento y el sol, la habían desarrollado gradualmente, y se esponjaba al fin en la plenitud de su naturaleza. Sus párpados parecían hechos expresamente para sus largas miradas amorosas en las que se perdía la pupila, mientras un soplo fuerte le abría las delgadas ventanas de la nariz y le alzaba la carnosa comisura de los labios, sombreados a la luz por un poco de vello negro. Se diría que un hábil artista le había dispuesto el pelo sobre la nuca, arreglándolo en una masa en apariencia informe, al descuido, pero conforme a los azares dichosos del adulterio. Su voz tomaba ahora las inflexiones más lánguidas, y lo mismo su cuerpo; un algo sutil y penetrante se desprendía hasta de los pliegues de su vestido y de la empinada curva de su piel. Charles, como en los primeros tiempos del matrimonio, la encontraba deliciosa y absolutamente irresistible. Cuando volvía a medianoche no se atrevía a despertarla. La lamparilla de porcelana proyectaba en el techo una claridad redonda y trémula, y las cortinas cerradas de la cuna formaban como una choza blanca que se abombaba en la sombra, al borde de la cama. Charles las miraba; creía oír el suave aliento de su hija; ya iba creciendo, y cada estación traería un nuevo progreso. La veía ya volviendo de la escuela al atardecer, alegre, con su blusilla manchada de tinta y su cesta colgada del brazo; después habría que ponerla de interna en algún colegio, eso costaría mucho dinero; ¿cómo se las arreglarían? Reflexionaba. Pensaba alquilar en las cercanías una pequeña granja que él mismo vigilaría todas las mañanas al ir a visitar a los enfermos. Así economizaría la renta, la pondría en una caja de ahorros; después compraría acciones, en cualquier parte, daba igual; además aumentaría la clientela; contaba con eso, pues quería que Berta se educara bien, que tuviera talento, que estudiara el piano. ¡Ah, qué bonita sería más tarde, a los quince años, cuando, parecida a su madre, llevara, como ella, en verano, grandes sombreros de paja! De lejos las tomarían por hermanas. Se la imaginaba trabajando por la noche, junto a ellos, a la luz de la lámpara; le bordaría zapatillas; se ocuparía de la casa; la llenaría toda con su gracia y su alegría. Por último, pensarían en casarla, le encontrarían un muchacho de buena posición que la hiciera feliz, y eso duraría por siempre.

Emma no dormía, hacía como que estaba durmiendo mientras Charles se adormecía a su lado y entonces otro sueño ocupaba su imaginación, y en él cuatro caballos la llevaban desde hacía ocho días hacia un país nuevo, de donde no volverían nunca. Caminaban cogidos del brazo y sin hablar. De vez en cuando divisaban de pronto, desde lo alto de una montaña, una ciudad espléndida con cúpulas, puentes, navios, bosques de limoneros y catedrales de mármol blanco, en cuyos puntiagudos campanarios se veían nidos de cigüeñas. Avanzaban al paso por causa de las grandes losas y había en el suelo ramilletes de flores que vendían unas mujeres vestidas con corpiños rojos. Se oía el tañer de las campanas, relinchos de mulas y el murmullo de las guitarras y de las fuentes, cuyo vapor volaba a refrescar montones de frutas dispuestas en pirámides al pie de las estatuas pálidas que sonreían bajo los surtidores. Y una noche llegaban a un pueblo de pescadores, donde secaban al viento unas redes oscuras a lo largo del acantilado y de las cabañas. Allí se quedaban a vivir. Habitarían en una casita baja rematada en terraza, a la que daría sombra una palmera, al fondo de un golfo, a la orilla del mar. Se pasearían en góndola, se columpiarían en hamacas, y su existencia seria fácil y amplia como sus vestidos de seda, cálida y estrellada como las dulces noches que contemplarían juntos. Y en la inmensidad de aquel porvenir que ella se imaginaba no surgiría nada en particular; los días, todos magníficos, se parecerían unos a otros como las olas, y todo se balanceaba con suavidad en el horizonte infinito, armonioso, azulado e inundado de sol. Pero la niña se ponía a toser en la cuna, o bien Charles roncaba más fuerte, y Emma no se dormía sino hasta la mañana, cuando el alba blanqueaba los cristales y ya Justino, en la plaza, abría los escaparates de la farmacia.

Emma había llamado a monsieur Ebeureux y le había dicho:

— Necesitaré un abrigo, un gran abrigo, con cuello largo, forrado.

— ¿Va de viaje? —preguntó el traficante.

— No, pero ... es igual, cuento con usted, ¿verdad? ... ¡Lo necesito pronto!

Ebeureux se inclinó.

— Necesitaré también una caja ... no demasiado pesada, cómoda.

— Sí, sí, ya entiendo, de unos noventa y dos centímetros por cincuenta, como se hacen ahora.

— Con un bolso de noche.

- Decididamente —pensó Ebeureux—, aquí hay un lío.

- Y tenga esto —dijo madame Bovary sacando su reloj del cinturón—: se cobrará de ahí.

Pero el traficante exclamó que de ninguna manera; se conocían; ¿por qué iba a dudar de ella? Emma le pidió que por lo menos se quedara eon la cadena, y Ebeureux se la había metido ya en el bolsillo y se marchaba cuando Emma lo llamó.

— Por favor déjelo todo en su casa, no lo traiga. Y el abrigo —pareció reflexionar—, no lo traiga tampoco; me dará solamente la dirección del sastre y le dirá que lo tenga a mi disposición.

Era el mes próximo cuando iban a fugarse. Ella saldría de Yonville como para ir a hacer compras a Ruán. Rodolfo tendría tomados los asientos y preparados los pasaportes; incluso había escrito a París para reservar la diligencia completa basta Marsella, donde comprarían una calesa y, desde allí, seguirían sin parar camino a Génova. Ella se cuidaría de mandar a casa de Eheureux su equipaje y lo llevarían directamente a la Golondrina, de manera que así no sospecharía nadie; y a todo esto, nunca se hablaba de la niña. Rodolfo lo evitaba, y ella quizá no pensaba en tal cosa.

Rodolfo quiso aplazar la marcha dos semanas para terminar ciertas disposiciones; después, a los ocho días pidió otros quince; luego dijo que estaba enfermo; después hizo un viaje; pasó el mes de agosto y, después de todos estos aplazamientos, decidieron que el plan se consumaría irrevocablemente el cuatro de noviembre, un lunes.

Por fin llegó el sábado, la antevíspera.

Rodolfo vino por la noche más temprano que de costumbre.

— ¿Está todo dispuesto? —le preguntó Emma.

— Sí.

Rodearon un arríate y fueron del muro a sentarse junto a la terraza, en el brocal.

— ¿Estás triste? —le preguntó Emma.

— No, ¿por qué?

Y la miraba de una manera singular, tierna.

— ¿Es por marcharte? —insistió Emma—. ¿Por dejar tus afectos, tu vida? ... ¡Ah, lo comprendo! ... Pero yo no tengo nada en el mundo, tú lo eres todo para mí. Por eso yo seré todo para ti, una familia, una patria; yo te amaré y te cuidaré.

— ¡Eres encantadora! —le dijo, abrazándola.

— ¿De veras? —le preguntó con una risa de voluptuosidad—. ¿Me amas? ¡Júralo!

— ¡Que si te amo! ¡Que si te amo! ¡Te adoro, amor mío!

La luna, muy redonda y color de púrpura asomaba ya al ras de la tierra, al fondo de la pradera. Subía de prisa entre las ramas de los álamos, que la tapaban a fragmentos, como una cortina negra con agujeros. Hasta que apareció resplandecientemente clara, en el cielo vacío al que alumbraba; y entonces, amortiguando su ascensión, dejó caer sobre el río una gran mancha que formaba infinidad de estrellas, y aquella luz de plata parecía retorcerse hasta el fondo como una serpiente sin cabeza cubierta de escamas luminosas. Parecía también un monstruoso candelabro del que cayeran gotas de diamante en fusión. En torno a ellos se extendía, dulce, la noche; lienzos de sombra llenaban los follajes. Emma, entornados los ojos, aspiraba con grandes suspiros el viento fresco que soplaba. No se hablaban, perdidos como estaban en la invasión de su sueño. La ternura de los antiguos días les llenaba de nuevo el corazón, abundante y silenciosa como el río que corría, o en la misma languidez que traía el perfume de las celíndas, y proyectaba en sus recuerdos unas sombras más desmesuradas y más melancólicas que las de los sauces inmóviles que se estiraban sobre la hierba. De vez en cuando algún animal nocturno, erizo o comadreja, lanzándose a la caza, movía las hojas, o bien se oia caer del espaldar un melocotón maduro.

— ¡Qué hermosa noche! —dijo Rodolfo.

— ¡Tendremos otras! —repuso Emma.

Y como hablándose a si misma.

— Sí, será bonito viajar ... Sin embargo, ¿por qué tengo el corazón triste? ¡Será miedo a lo desconocido ... efecto de los hábitos que se dejan atrás ... o, más bien ...! ¡Pero no, es la plétora de la felicidad! Qué débil soy, ¿verdad? ¡Perdóname!

— ¡Todavía estás a tiempo! Reflexiona, quizás te arrepentirás.

— ¡Nunca! —exclamó impetuosamente.

Y, acercándose a él.

— ¿Qué desgracia me puede ocurrir? No hay desierto, no hay precipiciom no hay océano que yo no atravesara contigo. A medida que vivamos juntos será como un abrazo más apretado cada día, más completo. ¡No tendremos nada que nos perturbe, ninguna preocupación, ningún obstáculo! Estaremos solos para nosotros, enteramente, eternamente ... ¡Habla, contéstame!

El solamente emitía expresiones vagas a intervalos regulares:

- Sí ... sí ...

Ella le había pasado las manos por el pelo y repetía con voz infantil, a pesar de las gruesas lágrimas que le corrían por las mejillas:

— ¡Rodolfo! ¡Rodolfo! ... ¡Oh, mi querido Rodolfo!

Dieron las doce.

— ¡Las doce! —exclamó Emma—. ¡Las doce ..., un día más!

Rodolfo se levantó para marcharse; y, como si aquel gesto fuera la señal de su fuga. Emma, de pronto, tomando un aire alegre:

— ¿Tienes los pasaportes?

- Sí.

— ¿No olvidas nada?

— No.

- ¿Estás seguro?

— Seguro.

— Es en el hotel de Provence donde me esperarás, ¿verdad? ... ¿A mediodía?

Rodolfo hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

— ¡Hasta mañana pues! -dijo Emma con una última caricia. Y lo miró alejarse.

Rodolfo no miraba hacia atrás. Emma lo siguió corriendo e, inclinándose a la orilla del agua entre malezas:

— ¡Hasta mañana! —exclamó.

Rodolfo estaba ya del otro lado del río y caminaba de prisa por la pradera.

Pasados unos minutos se detuvo, y cuando la vio diluirse poco a poco en la sombra con su vestido blanco, como un fantasma, le dieron tales palpitaciones que se apoyó contra un árbol para no caerse.

- ¡Qué imbécil soy! —se dijo — ¡Pero es que era una amante tan bonita!

Y, súbitamente, le reapareció la belleza de Emma, con todos los placeres de aquel amor. Primero se enterneció, luego se rebeló contra ella.

- Pues, después de todo —exclamó gesticulando—, yo no puedo expatriarme, echarme encima la carga de una niña. Se decía estas cosas para reafirmarse más.

Y encima de las complicaciones, los gastos ... ¡Ah, no, no, mil veces no! ¡Sería demasiado estúpido!
Presentación de Omar CortésSegunda parte - Capítulo décimoprimeroSegunda parte - Capítulo décimotercero Biblioteca Virtual Antorcha