Presentación de Omar CortésSegunda parte - Capítulo décimoterceroSegunda parte - Capítulo décimoquinto Biblioteca Virtual Antorcha

Gustave Flaubert

MADAME BOVARY

SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO DÉCIMOCUARTO



En primer lugar, no sabia cómo cumplir con monsieur Homais por todos los medicamentos que había suministrado; pues, aunque él fuera médico, no podia pagarlos, y se sentía avergonzado de estar sujeto a estos favores. Además el gasto de la casa, ahora que la cocinera era el ama, se había descontrolado, y las cuentas llovían por todos lados; los proveedores murmuraban; sobre todo monsieur Lhereux, quien lo acosaba. Eran los peores momentos de la enfermedad de Emma y el traficante, aprovechando la situación, se había apresurado a traer el abrigo, el bolso de noche, dos cajas en vez de una y otras muchas cosas.

En vano le dijo Charles que no necesitaba esos productos; pero el traficante replicó que eran cosas que se le habían encargado y que no estaba en la disposición de volver a tomarlos; además, sería contrariar a la señora en su convalecencia; seguramente el doctor reflexionaría sobre ello; en fin, estaba resuelto a llevarlo a juicio antes que renunciar a sus derechos y cargar con las mercancías. Charles ordenó que las llevaran a su tienda; pero Felicidad olvidó hacerlo; Charles tenia muchas otras preocupaciones y no se pensó más en el asunto; monsieur Lheureux volvió a la carga, y, alternando las amenazas con las lamentaciones, maniobró de tal manera que Bovary terminó firmando un pagaré a seis meses de plazo. Pero apenas firmado este pagaré se le ocurrió una idea audaz: pedir a monsieur Lheureux un préstamo de mil francos. Le preguntó con un aire azorado, si no habría medio de conseguirlos, añadiendo que sería por un año y con los réditos que quisieran. Lheureux se fue corriendo a su tienda y volvió con los escudos y otro pagaré, por el cual declaraba Bovary que debía pagar a su orden, el primero de septiembre próximo, la cantidad de mil setenta francos, lo que, con los ciento ochenta ya estipulados, sumaban exactamente mil doscientos cincuenta. Asi, prestando al seis por ciento. Aumentado con un cuarto de comisión, y produciéndole las mercancías un tercio de ganancia por lo menos, la cosa ascendería en doce meses a ciento treinta francos de beneficio, y Lheureux esperaba que el negocio no quedaría en esto, pues vaticinaba que los pagarés no podrian ser cubiertos, que los renovarían y que su pobre dinero, nutrido en casa del médico como en una casa de salud, un día volvería a la suya mucho más cebado y tan gordo como para hacer reventar el saco.

Por otra parte, todo le salía bien. Era adjudicatario de un suministro de sidra para el hospital de Neufchátel; monsieur Guillaumin le prometía acciones en las tuberas de Grumesnil, y soñaba con establecer un nuevo servicio de diligencias entre Argueil y Ruán, que seguramente no tardaría en arruinar el carretón del Lion d'Or y que, caminando más rápido, siendo más barato y transportando más equipaje, le pondría en las manos todo el comercio de Yonville.

Charles se preguntó varias veces por qué medio podría pagar el año próximo tanto dinero, y buscaba, imaginaba toda clase de posibilidades, como acudir a su padre o vender algo. Pero seguramente su padre haría oídos sordos y él no tendría nada que vender. Descubría, pues, tales dificultades que se apresuraba a apartar de su conciencia un tema de meditación tan desagradable. Se reprochaba olvidar a Emma, como sí, perteneciendo a esta mujer todos sus sentimientos, el no pensar en ella continuamente fuera a causarle algún daño.

El invierno fue duro. La convalecencia de Emma se alargaba. Cuando hacía buen tiempo la empujaban en su butaca hasta la ventana, miraba a la plaza, pues ahora mostraba una gran antipatía al jardín y la persiana de ese lado estaba siempre cerrada. Quiso que vendieran su caballo, que antes amaba y que ahora le desagradaba. Todas sus iniciativas se limitaban al cuidado de sí misma. Permanecía en la cama haciendo pequeñas colaciones, llamaba a la criada para preguntar por las tisanas o simplemente para charlar con ella. Mientras tanto, la nieve en el tejado del mercado proyectaba en la habitación un reflejo blanco, inmóvil; después empezó a llover; Emma esperaba cada día, con una especie de ansiedad, el infalible retorno de acontecimientos mínimos, que, sin embargo, le importaban muy poco. El más considerable era, por la noche, la llegada de la Golondrina. Entonces la hostelera gritaba y otras veces respondían, mientras el farol de Hipólito, que descargaba baúles, era como una estrella en la oscuridad. A mediodía volvía Charles; luego salía; después Emma tomaba un caldo, y a eso de las cinco, a la caída del día, los niños volvían a la escuela arrastrando los zuecos sobre la acera, golpeaban todos con las reglas, unos tras otros, la pizarra de los tejadillos de las ventanas. A esa hora iba a verla monsieur Boumisien. Le preguntaba por su salud, le traía noticias y la exhortaba a la religión con un discursillo meloso que no carecía de encanto. La simple vista de la sotana la reconfortaba.

Un día, en el momento más grave de su enfermedad, se creyó agonizante y pidió la comunión, a medida que iban haciendo en su cuarto los preparativos para el sacramento, que disponían a modo de altar de la cómoda llena de jarabes y que Felicidad sembraba dalias por el suelo, Emma sentía pasar sobre ella algo fuerte, algo que la liberaba de sus dolores, de toda percepción, de todo sentimiento. Su carne, sosegada, ya no pensaba; comenzaba otra vida; le parecía que su ser, subiendo hacia Dios, iba a desaparecer en ese amor como en un incienso encendido que se disipa en un humillo aromático. Rociaron con agua bendita las sábanas de la cama; el sacerdote retiró del sagrado copón la blanca hostia, y, como arrobada con un goce celestial, Emma acercó los labios para recibir el cuerpo del Salvador que se presentaba. En torno a ella se inflaban las cortinas de la alcoba a manera de nubes, y los rayos de dos velas que ardían sobre la cómoda le parecieron glorias deslumbrantes. Entonces dejó caer la cabeza, creyendo oír en los espacios el canto de las arpas seráficas y percibir en el azul del cielo, sobre un trono de oro y rodeado de santos que sostenían palmas verdes, a Dios padre resplandeciente de majestad y que, con una señal, hacía descender a la tierra unos ángeles con alas flamígeras para llevarla en sus brazos. Esta visión espléndida permaneció en su memoria como la cosa más bella que fuera posible soñar, y se esforzaba por revivir aquella sensación, que de cualquier manera continuaba, atenuada en esplendidez, pero con una secuela de dulzura igualmente profunda. Su alma, crispada de orgullo, reposaba al fin en la humildad cristiana, y, saboreando el goce de ser débil, Emma contemplaba en sí misma la destrucción de su voluntad, que debía de abrir de par en par las puertas para ser invadida por la gracia. ¡Existía pues, en el lugar de la felicidad, una dicha más grande, otro amor por encima de todos los demás amores, sin restricciones o intermitencias, y que aumentaría eternamente! Entre las ilusiones de su esperanza, entrevió un estado de pureza flotante por encima de la tierra, confundiéndose por el cielo y en el que aspiró a estar. Quiso ser santa. Compró rosarios; llevó amuletos; deseaba tener en su cuarto, a la cabecera de su cama, un relicario con incrustaciones de esmeraldas, para besarlo todas las noches. Al cura le maravillaban todas estas expresiones devotas, aunque le parecía que la religión de Emma, a fuerza de fervor, podría acabar rayando en la herejía y hasta en la extravagancia. Pero, como no era muy versado en estas materias cuando pasaban de cierta medida, escribió a monsieur Boulard, librero de monseñor, para que le enviara algo muy bueno para una persona del sexo débil que era muy inteligente. El librero, con tanta indiferencia como si le enviara obras de gran valor cultural a seres primitivos que no las comprenderían, hizo un paquete con todo lo que entonces circulaba en el medio de los libros piadosos. Eran pequeños manuales en forma de preguntas y respuestas, folletos en tono altisonante a la manera de monsieur de Maistre y una especie de novela de tapas rosadas y de un estilo dulzón, escrita por seminaristas trovadores o tal vez por monjas arrepentidas. Ahí estaban también obras como El hombre de mundo a los pies de María y Los errores de Voltaire.

Madame Bovary no tenía aún la inteligencia bastante clara como para dedicarse en serio a cosa alguna; además, emprendió estas lecturas con demasiada precipitación. Se irritó contra las prescripciones de culto, y la arrogancia de los escritos polémicos le resultó desagradable por su encarnizamiento en perseguir personas que ella no conocía, y los cuentos profanos con visos de religión le parecieron escritos en tal ignorancia del mundo que la apartaron insensiblemente de las verdades cuya prueba caía de las manos. Sin embargo persistió, y cuando por fin cerraba el libro, se creía captada por la más fina melancolía católica que un alma etérea pueda concebir.

En cuanto al recuerdo de Rodolfo, lo había enterrado en lo más hondo de su corazón, y allí estaba, más solemne y más inmóvil que una momia de rey en una cripta. De aquel gran amor embalsamado se escapaba una exhalación que, pasando a través de todo, perfumaba de ternura la atmósfera de inmaculación en que ella quería vivir. Cuando se arrodillaba en su reclinatorio gótico, dirigía al Señor las mismas palabras de dulzura que antes murmurara a su amante en las expansiones del adulterio. Lo hacía para llamar a la fe, pero no descendía del cielo ninguna delectación, y entonces se levantaba, cansados los miembros, con el vago sentimiento de un inmenso engaño. Esta búsqueda, pensaba, era un mérito más, y, en el orgullo de su devoción, Emma se acompañaba con esas grandes damas de otro tiempo cuya gloria anhelaba ella mirando un retrato de La Valliére y que, llevando con tanta majestad la suntuosa cola de sus largos vestidos, se retiraban a las soledades para derramar a los pies de Cristo todas las lágrimas de un corazón que la existencia hería.

Entonces se entregó a caridades excesivas. Cosía vestidos para los pobres; mandaba leña a las mujeres recién paridas y un día, al volver Charles a casa, encontró en la cocina a tres menesterosos sentados a la mesa tomando una sopa. Trajo a casa a su hijita, a quien durante la enfermedad de la madre había mandado Charles otra vez a casa de la nodriza. Quiso enseñarle a leer, y ya no se irritaba con Berta más que cuando lloraba. Se había propuesto la resignación, una indulgencia universal. Su lenguaje, sobre cualquier tema que fuere, estaba lleno de expresiones ideales. Le decía a su hija:

¿Se te ha pasado el cólico, ángel mío?

Madame Bovary madre no encontraba nada que censurarle ahora, si acaso esa manía de tejer camisolas para los huérfanos en vez de remendar sus trapos. Pero, harta de trifulcas domésticas, la buena mujer se encontraba a gusto en aquella casa tranquila, y aún se quedó después de Pascuas, para evitar ofensas de Bovary padre, que no dejaba nunca de encargarse un buen embutido el Viernes Santo.

Además de la compañía de su suegra, quien, con sus graves maneras la encaminaba por la vía de la rectitud de juicio, Emma tenía también, casi diariamente, otras compañías. Eran madame Langlois, madame Carón, madame Dubreuil, madame Tuvache y, de dos a cinco, con toda regularidad, la excelente madame Homais, que nunca quiso creer ninguno de los chismes que corrían sobre su vecina. También iban a verla los pequeños Homais; los acompañaba Justino. Subía con ellos a la habitación y se quedaba de pie junto a la puerta, inmóvil, sin hablar. Muchas veces madame Bovary, sin hacer caso de él, se ponía a arreglarse. Empezaba por quitarse la peineta, sacudiendo la cabeza con un movimiento brusco; y cuando Justino vio por primera vez aquella cabellera que, desgranando sus rulos negros, bajaba hasta las corvas, fue para él como entrar súbitamente en un territorio de maravilla, cuyo esplendor lo asustó.

Seguramente Emma no notaba sus atenciones silenciosas ni sus timideces. No sospechaba que el amor, desaparecido de su vida, palpitaba allí, junto a ella, bajo aquella camisa de tela basta en aquel corazón de adolescente abierto a las emanaciones de su belleza. Por lo demás, ahora Emma lo envolvía todo en una gran indiferencia, tenía unas palabras tan afectuosas, unas miradas tan altivas y unas maneras tan diferentes que ya no se distinguía el egoísmo de la caridad, ni la corrupción de la virtud. Un día, por ejemplo, se irritó contra su doméstica, que le pedía permiso para salir, y balbucía un pretexto; de pronto le dijo:

— ¿Es que lo amas?

Y, sin esperar la respuesta de Felicidad, que se sonrojó, añadió con un gesto triste:

— Bueno, ¡ve y diviértete!

Al comenzar la primavera, mandó cambiar el jardín, de arriba abajo, a pesar de las observaciones de su marido que, sin embargo, se alegró mucho de verla manifestar por fin un acto de voluntad, cualquiera que fuese. A medida que se restablecía, manifestó otras. En primer lugar, halló la manera de expulsar a la tía Rollet, la nodriza que, durante la convalecencia de Emma había tomado la costumbre de ir con demasiada frecuencia a la cocina con sus dos lactantes y su huésped, que tenía un diente de caníbal. Después se desprendió de la familia Homais, despidió sucesivamente a todas las demás visitas y hasta se volvió menos asidua a la iglesia, lo que mereció la gran aprobación del boticario, el cual dijo entonces amistosamente:

— ¡Se estaba usted volviendo un poco beata!

Monsieur Bourstein seguía visitándola todos los días al salir del catecismo. Prefería quedarse fuera tomando el aire en medio del boscaje, que así llamaba al cenador. Era la hora en que volvía Charles. Tenían calor; les traían sidra dulce y bebían juntos por el completo restablecimiento de la señora.

Allí, es decir, un poco más abajo, estaba Binet, contra el muro de la terraza, pescando cangrejos. Bovary lo invitaba, y él se las arreglaba bien para descorchar las botellas.

— Hay que sostener la botella de esta manera —decía, paseando en torno suyo y hasta los extremos del paisaje una mirada satisfecha—, así, apoyada en la mesa, y después de cortar las cuerdas, tirar del corcho a pequeños jalones, suave, suave, como se hace con el agua de Seltz en los restaurantes.

Pero muchas veces, en el transcurso de esta demostración, la sidra salía de golpe y le daba en plena cara, y el eclesiástico, con una risa opaca, no omitía jamás esta broma:

— ¡Su bondad salta a los ojos!

Él sí era un buen hombre, y hasta no se escandalizó en absoluto un día en que el boticario aconsejaba a Charles que, para distraer a la señora, la llevara al teatro de Ruán a ver al ilustre tenor Lagardy. Homais, extrañado de este silencio, quiso saber su opinión, y el cura declaró que consideraba la música menos peligrosa para las costumbres que la literatura.

Pero el boticario salió en defensa de las letras.

- El teatro —pretendía— servía para combatir los prejuicios, bajo la máscara del placer, enseñaba la virtud.

— ¡Castigat ridendo mores, monsieur Boumisien! Por ejemplo, fíjese en la mayor parte de las tragedias de Voltaire; están hábilmente sembradas de reflexiones filosóficas que las convierten en una pequeña escuela de moral y de diplomacia para el pueblo.

— Yo —dijo Binet— vi una vez una obra titulada Le Gamin de París, en la que se ve el carácter de un viejo general que está verdaderamente chalado. Le echa una filípica a un hijo de familia que había seducido a una obrera, que al final ...

— Desde luego —prosiguió Homais—, hay mala literatura como hay mala farmacia; pero condenar en bloque a la más importante de las bellas artes me parece una majadería, una idea gótica, digna de los abominables tiempos en que se encarcelaba a Galileo.

— Ya sé —objetó el cura— que hay obras buenas, autores buenos; pero aunque sólo sea esas personas de distinto sexo reunidas en un sitio encantador, adornado con pompas mundanas, y además esas vestiduras paganas, esos afeites, esas antorchas, esas voces afeminadas, todo eso tiene que acabar por producir cierto libertinaje de espíritu y permitir la afloración de pensamientos deshonestos, tentaciones impuras. Por lo menos ésa es la opinión de todos los Santos Padres. En fin —añadió tomando súbitamente un tono de voz místico y moldeando sobre el pulgar un poco de tabaco—, si la Iglesia ha condenado los espectáculos razón tendrá; debemos someternos a sus decretos.

— ¿Por qué excomulga a los cómicos? —preguntó el boticario—, pues en otros tiempos asistían abiertamente a las ceremonias del culto. Sí, se representaban en el coro de las iglesias una especie de comedias llamadas misterios, en las que muchas veces se ofendían las leyes de la decencia.

El eclesiástico se limitó a lanzar un gemido y el boticario prosiguió:

— Es como en la Biblia; en ella hay ..., bueno ..., más de un detalle ..., picante; cosas ..., verdaderamente ..., descocadas.

Y ante un gesto de irritación de monsieur Boumisien:

— ¡Ah!, reconocerá usted que no es un libro como para ponerlo en manos de una joven, y a mí no me gustaría que Atalía ...

— ¡Pero son los protestantes y no nosotros —exclamó el otro irritado— los que recomiendan la Biblia!

— Es igual —dijo Homais—, a mí me asombra que en nuestros días, en el siglo de las luces, se obstinen todavía en proscribir un solaz intelectual que es inofensivo, moralizador y a veces hasta higiénico, ¿verdad, doctor?

— Desde luego, contestó el médico en un tono neutro, bien porque, pensando lo mismo, no quisiera ofender a nadie, o bien porque no pensara nada.

Parecía ya terminada la conversación, cuando el boticario juzgó conveniente tirar una última estocada.

— Yo he conocido sacerdotes que se vestían de paisano para ir a ver las piernas de las bailarinas.

— ¡Vamos! —exclamó el cura.

— ¡Le digo que los he conocido!

Y, separando las silabas de su frase, Homais repitió:

— Los-he-co-no-ci-do.

— ¡Bueno, pues hacían mal! —dijo Boumisien, resignado a oírlo todo.

— ¡Caramba, y muchas otras cosas hacen! —exclamó el boticario.

— ¡Señor mío! ... —replicó el eclesiástico con unos ojos tan terribles que el boticario se asustó.

— Sólo quiero decir —dijo entonces Homais en un tono menos brutal— que la tolerancia es el medio más seguro para atraer las almas a la religión.

— ¡Es verdad, es verdad! —concedió el cura, volviendo a acomodarse en su silla.

Pero se quedó sólo dos minutos más. Cuando se hubo marchado, monsieur Homais dijo al médico:

— ¡Esto es lo que se llama una agarrada! ¡Ya ha visto usted qué buen zarandeo le he dado! ... En fin, créame, lleve a la señora al teatro, aunque no sea más que por hacer rabiar una vez en su vida a esos cuervos. Si yo tuviera a alguien que me sustituyera, los acompañaría a ustedes. ¡Dése prisa!, Lagardy no dará más que una función; está contratado en Inglaterra con un sueldo descomunal. ¡Ese individuo se baña en oro! Lleva con él tres amantes y su cocinero. Todos esos grandes artistas tiran el dinero y la salud; necesitan una vida desvergonzada que excite un poco la imaginación. Pero mueren en el hospital, porque de jóvenes no han tenido la precaución de ahorrar. ¡Bueno, que aproveche la cena, hasta mañana!

La idea del teatro germinó rápidamente en la cabeza de Bovary, y en seguida se la comunicó a su mujer, que al principio rehusó, alegando la fatiga, la molestia, el gasto; pero, cosa extraordinaria. Charles no cedió, pues realmente creía que aquel recreo sería muy provechoso para Emma. No veía en él ningún inconveniente; su madre le había mandado trescientos francos con los que no contaba, las deudas corrientes no eran cosa del otro mundo, y el vencimiento de los pagarés de Lheureux estaba todavía tan lejos que no hacía falta preocuparse de ello. Por otra parte, pensando en que la resistencia de Emma era cuestión de delicadeza. Charles insistió más, tanto que, por la fuerza de la insistencia, Emma terminó aceptando. Al día siguiente, a las ocho, se embarcaron en la Golondrina.

El boticario, al que nada retenía en Yonville, pero que se creía obligado a no moverse de allí, suspiró viéndolos partir.

— ¡Buen viaje, felices mortales! —les dijo.

Y dirigiéndose a Emma, que llevaba un traje de seda azul de cuatro holanes:

— ¡Está usted bonita como un amor! Va a llamar la atención en Ruán.

La diligencia paró en el hotel de La Croix Rouge, en la plaza Beauvoisine. Era una de esas fondas que hay en todos los arrabales de provincias, con grandes cuadras y pequeñas habitaciones de dormir, donde se ven en los patios las gallinas picoteando la avena debajo de los cabriolés llenos de barro de los viajantes de comercio; esas buenas posadas antiguas con balcón de madera carcomida que crujen al viento en las noches de invierno, siempre llenas de gente, de ruido y de comida, con sus mesas negras pegajosas de café o té con aguardiente, los gruesos cristales amarilleados por moscas, las servilletas húmedas manchadas de vino, y que, oliendo siempre a pueblo, como mozos de granja vestidos de burgueses, tienen un café que da a la calle, y en la parte que da al campo un huerto de hortalizas. Charles se puso inmediatamente en movimiento. Confundió el proscenio con las galerías, el patio de butacas con los palcos, pidió explicaciones, no le entendieron, lo mandaban del taquillero al director, volvió a la fonda, tomó a la taquilla, y, finalmente, pudo comprar los boletos apropiados.

Para hacer tiempo, se fueron a dar un paseo por el boulevard. Emma se entretuvo en una tienda donde compró unos guantes, un sombrero y un ramillete; Charles la apuraba, pues tenía miedo de perder el principio de la presentación, y, sin tiempo para tomar un tazón de caldo, se presentaron ante las puertas del teatro, que todavía estaban cerradas.
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