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Gustave Flaubert

MADAME BOVARY

SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO PRIMERO



Yonville-l'Abbaye (así llamado por una antigua abadía de capuchinos de la que no quedan ni las ruinas) es un pueblo a ocho leguas de Ruán, entre la carretera de Abbeville la de Beaubois, al fondo de un valle regado por el Rieule, un pequeño río que desemboca en el Andelle después de mover tres molinos hacia su desembocadura y en el que hay truchas que los muchachos, el domingo, se entretienen pescándolas con caña.

En Boissiére se deja la carretera general y se sigue de largo hasta lo alto de la cuesta de Leux, desde donde se domina el valle. El río que lo atraviesa hace de él como dos regiones de distinta fisonomía; todo lo que queda a la izquierda es pradera, y todo a la derecha es tierra de labor. La pradera se extiende en las faldas de una cordillera de colinas bajas para finalmente unirse a los pastizales del país de Bray, mientras que, por la parte del este, los llanos suben suavemente y se van ensanchando y extendiendo hasta perderse de vista sus rubias espigas de trigo. El agua que corre al borde de la hierba deslinda con una raya blanca el color de los prados y el de los surcos, y el campo parece un gran manto extendido con un cuello de terciopelo bordado con un galón de plata.

Al llegar, en la raya del horizonte se distinguen los altos robles del bosque de Argueil, que invaden las laderas de la cuesta de Saint-Jean, mostrando unas grandes franjas rojas y desiguales, que son las huellas de las lluvias, y esos tonos de ladrillo, destacándose en filetes delgados sobre el color gris de la montaña, proceden de la cantidad de fuentes ferruginosas que corren lejos en la región inmediata.

Nos encontramos en los confines de Normandía, de Picardía y de la Isla de Francia, una comarca híbrida donde la lengua se pronuncia sin acentuación, así como el paisaje, que carece de carácter. Es aquí donde se hacen los peores quesos de Neufchátel y de todo el distrito, y, por otra parte, la labranza resulta costosa, porque hace falta mucho estiércol para abonar estas tierras llenas de arena y de pedruscos.

Hasta el año de 1835, en estas regiones no existían caminos transitables para llegar a Yonville; pero por esa época hicieron un gran camino vecinal que enlaza la carretera de Abbeville con la de Amiens y sirve a veces a los carreteros que van de Ruán a Flandes. Sin embargo, Yonville-l'Abbaye ha permanecido sin mayores cambios, a pesar de sus nuevas comunicaciones. En vez de mejorar la labranza, siguen empeñados en los pastos, por muy poco rentables que sean, y el perezoso poblado, que se aparta del llano, ha seguido naturalmente extendiéndose hacia el río. Se ve de lejos, tendido a lo largo de la orilla, como un pastor de vacas que duerme la siesta al borde del agua.

Al pie de la cuesta, pasado el puente, empieza una calzada ribeteada por arbolillos jóvenes que conduce en línea recta hasta las primeras casas del pueblo. Están rodeadas de setos, en medio de unos patios llenos de pequeños edificios dispersos, lagares, talleres de fabricación de carretas y destilerías, todo ello disperso bajo los árboles tupidos de cuyas ramas penden escaleras de mano, varas y hoces. Las techumbres de paja, como gorros de piel echados sobre los ojos, descienden hasta un tercio, aproximadamente de las ventanas bajas, cuyos gruesos cristales abombados rematan en una especie de botón central, como fondos de botellas. Contra la pared enyesada y atravesada en diagonal por unos maderos negros se agarra a veces algún peral enteco, y en la puerta de la planta baja hay una pequeña barrera giratoria para impedir el paso de los pollos, que vienen a picotear en el umbral las migas de pan remojado en sidra que se les ofrecen. Los corrales se van estrechando, los pequeños edificios se van aproximando, desaparecen los setos, un manojo de heléchos se balancea bajo una ventana en el extremo de un palo de escoba; hay una forja de herrero y a continuación un fabricante de carros con dos o tres piezas nuevas, fuera, saliendo al camino. Después, a través de un claro y al otro lado de un redondel de césped, aparece una casa blanca, en cuya entrada se ve la imagen de un Cupido con el dedo sobre los labios; a uno y otro lado de la escalinata se encuentran dos jarrones de hierro y algunos escudos en la puerta. Esa es la casa del notario, la mejor de la comarca.

La iglesia está al otro lado de la calle, veinte pasos más allá, a la entrada de la plaza. El pequeño cementerio que la rodea, cerrado con un muro de una altura que permite apoyarse en él, está tan lleno de tumbas que las viejas lápidas al ras del suelo forman un enlosado continuo, donde la hierba ha dibujado espontáneamente unos rectángulos verdes regulares. La iglesia fue reconstruida en los últimos años del reinado de Charles X. La bóveda de madera comienza a pudrirse en la parte superior y de vez en cuando resaltan en su color azul unos agujeros negros. Encima de la puerta por debajo del órgano hay un balconcillo para los hombres, con una escalera de caracol que retumba bajo los zuecos.

La luz del día que entra por las vidrieras de un solo color ilumina oblicuamente los bancos dispuestos perpendicularmente a la pared, tapizada acá y allá por una estera clavada, encima de la cual se leen en letras grandes estas palabras: Banco del señor X. Más allá, allí donde la nave se estrecha, el confesionario forma pareja con una imagen de la Virgen, vestida de raso y tocada con un velo de tul tachonado de estrellas de plata, y los pómulos coloreados en exceso, como un ídolo de las islas Sandwich; y por último, un retablo con la inscripción: Copia de la Sagrada Familia, regalo del ministro del Interior, dominando el altar mayor entre cuatro candelabros. Al fondo se encuentra el coro, cuya sillería, de madera de pino, se encuentra sin pintar.

El mercado, es decir, un cobertizo de telas sostenido por unos veinte postes, ocupa él solo la mitad, aproximadamente, de la gran plaza de Yonville. El ayuntamiento, construido con arreglo a los planos de un arquitecto de Paris, es una especie de templo griego que hace esquina junto a la casa del boticario. Tiene en la planta baja tres columnas jónicas y en el primer piso una galería de arcos de medio punto, rematada por un témpano ocupado todo él por un gallo galo que apoya una pata en la Carta y sostiene con la otra la balanza de la justicia.

Pero lo que más llama la atención es la botica del señor Homais, situada frente a la hostería el Lion d'Or. La botica resulta más atractiva en la noche, cuando está encendido el quinqué y los botes rojos y verdes que embellecen el escaparate alargan a lo lejos, en el suelo, sus dos tonos de color; entonces, a través de ellos, como en el reflejo de unas luces de Bengala, se entrevé la sombra del boticario de codos en su mostrador. Su casa está cubierta, de arriba a abajo, de inscripciones escritas a la inglesa, en redondilla, en letra de molde: Aguas de Vichy, de Seltzy de Baréges, parches depurativos, medicina Raspail, Racahut de los árabes, pastillas Darcet, crema Regnault, vendas, baños, chocolates medicinales ... Y la muestra, que ocupa todo el ancho de la tienda, dice en letras de oro: Homais, farmacéutico. Después, al fondo de la botica, detrás de las grandes balanzas atornilladas en el mostrador, se lee la palabra Laboratorio, sobre una puerta de cristales que, a la mitad de su altura, repite de nuevo Homais, en letras de oro sobre fondo negro.

Después de esto ya no queda nada que ver en Yonville. La única calle que tiene el largo de un tiro de escopeta y en la que hay unas cuantas tiendas, acaba bruscamente a la vuelta de la carretera. Si la dejamos a la derecha y bajamos la cuesta de Saint-Jean, llegamos en seguida al cementerio.

Durante la epidemia del cólera tuvieron que agrandar el cementerio, para lo cual derribaron un lienzo de pared y compraron tres acres de tierra lindante; pero toda esa parte nueva sigue estando casi desocupada, pues las tumbas siguen como antes, aglomerándose hacia la puerta. El guardia, que al mismo tiempo es enterrador y sacristán de la iglesia (con lo cual saca un doble beneficio con las exequias que se realizan en la parroquia), ha aprovechado el terreno libre para sembrar papas. Pero su pequeña parcela va disminuyendo de año en año, y cuando sobreviene una epidemia no sabe si alegrarse de los fallecimientos y lamentarse de las sepulturas.

— Pero, Lestiboudois, ¡usted vive de los muertos! —le llegó a decir el señor cura.

Esas palabras lo hicieron reflexionar, y detuvo su trabajo por algún tiempo; pero después reanudó el cultivo de sus tubérculos y ahora sostiene con aplomo que le nacen espontáneamente.

Desde los acontecimientos que vamos a contar, en realidad no ha cambiado nada en Yonville. La bandera tricolor de hoja de lata sigue rodeando la punta del campanario; la tienda de novedades sigue flameando al viento sus dos banderolas; los fetos del boticario se van pudriendo cada vez más en sus frascos de alcohol turbio, y, sobre la gran puerta de la hospedería, el viejo león de oro, desteñido por las lluvias, muestra aún a los transeúntes sus rizos de perro de lanas.

La tarde en que los esposos Bovary tenían que llegar a Yonville, la viuda de Lefrancois, dueña de la hospedería estaba tan atareada que sudaba la gota gorda removiendo sus cacerolas. Al día siguiente había mercado en el pueblo, por lo que había que cortar la carne de antemano, destripar a los pollos, hacer sopa y café. Además había que preparar la comida de los huéspedes fijos, la del nuevo médico, su mujer y la criada. En el billar resonaban las carcajadas; en el comedor pequeño tres molineros llamaban a gritos para que les sirvieran aguardiente. Llameaba la leña, crepitaban los tizones, y, en la larga mesa de la cocina, entre los cuartos de cordero crudos, se elevaban pilas de platos que temblaban con las sacudidas del golpeteo del cuchillo sobre la tabla donde se picaban las espinacas. En el patio se oían cacarear las aves que la criada andaba persiguiendo para cortarles el pescuezo.

Un hombre en zapatillas de piel verde, un poco picado de viruelas y con un gorro de terciopelo con borla de oro, se calentaba la espalda contra la chimenea. Su cara no expresaba más que la satisfacción de sí mismo, y tenía un aire tan tranquilo como el jilguero que estaba colgado sobre su cabeza en una jaula de mimbre: era el boticario.

— ¡Artemisa! —gritaba la hostelera—, parte la leña, llena las garrafas, trae aguardiente ..., ¡vamos, espabílate! ¡Ah, si al menos supiera qué postre dar a los nuevos huéspedes! ¡Oh, Dios!, ya están otra vez los de la mudanza armando bulla en el billar. ¡Y han dejado el carro frente a la puerta principal! ¡La Golondrina es capaz de llevárselo por delante! Llama a Hipólito para que lo lleve a la cochera ... ¡Pensar, monsieur Homais, que desde esta mañana puede que hayan jugado quince partidas y que se hayan bebido quince jarros de sidra! Pero me van a romper el tapizado —siguió diciendo, mirándolos de lejos, con la espumadera en la mano. Oh, bueno, el daño no sería muy grande —replicó monsieur Homais— ¡ya se compraría usted otro!

— ¡Lo que necesito es otro billar! —dijo la viuda.

— Sí, éste ya no aguanta, madame Lefranfois, ya se lo he dicho hasta el cansancio, hace usted mal, ¡muy mal! Y, además, los aficionados quieren troneras estrechas y tacos más pesados. Ahora ya no se juega a la carambola, ¡todo ha cambiado! Yo creo que siempre hay que estar a la altura de los tiempos ... Fíjese en Tellier.

La hostelera enrojeció de rabia. El boticario añadió:

— Diga usted lo que quiera, su billar es más bonito que el de usted; y si, por ejemplo, se piensa en organizar una liga patriótica para ayudar a Polonia o a los inundados de Lyon ...

— ¡Vamos!, no serán infelices como él quienes nos asusten —interrumpió la hostelera, alzando sus opulentos hombros—. ¡Vamos, vamos, monsieur Homais, mientras exista el Lion d'Or, aquí vendrá la gente; nosotros tenemos todo en regla. En cambio cualquier mañana verá usted el Café Francais cerrado y con un buen cartel en la fachada ... ¡Cambiar mi billar! —siguió hablándose a sí misma—; ¡con lo cómodo que me es poner la colada y que, en tiempo de caza, meto a dormir en él por lo menos seis viajeros! ... ¡Y este Hivert que no acaba de llegar!

— ¿Lo espera para la comida de esos señores? —preguntó el boticario.

— ¿Esperarlo? ... ¡Y monsieur Binet! Ya verá usted cómo llega a las seis; no hay otro tan puntual como él. Hay que guardarle siempre su sitio en el comedor pequeño. ¡Antes lo matan que hacerlo comer en otro sitio! ¡Y con lo despreciativo que es! ¡Y tan difícil para la sidra! No es como monsieur León, ése a veces llega a las siete, y hasta a las siete y media, y ni siquiera mira lo que come. ¡Oh, qué muchacho tan bueno! Nunca dice una palabra más alta que otra.

— Es que, ya se sabe, hay mucha diferencia entre una persona que ha recibido una educación y un antiguo carabinero, como es el recaudador.

Dieron las seis. Entró Binet.

Vestía una levita azul, que le caía muy floja en torno a su flaco cuerpo, y la gorra de cuero, con unas orejeras atadas con cordones sobre la cabeza, dejaba ver, bajo la visera levantada, una frente calva, con marcas permanentes debido a la costumbre de usar casco. Llevaba un chaleco de paño negro, un cuello de crin, un pantalón gris y, en todo tiempo, unas botas bien embetunadas que tenían dos abultamientos paralelos, a causa de los juanetes. Su barba estaba meticulosamente cortada y ni un solo pelo iba más allá de lo que debía ir en el diseño de su rostro, contorneando la mandíbula en una geometría perfecta, y eran el marco de unos ojos pequeños y de una nariz aguileña. Ducho en todos los juegos de naipes, buen cazador y con una letra muy bonita, tenía en su casa un tomo con el que, poniendo en ello el celo de un artista y el egoísmo de un burgués, se entretenía en hacer servilleteros que llenaban su casa.

Al llegar, de inmediato se dirigió al comedor pequeño, pero tuvo que esperar a que salieran los tres molineros; y, todo el tiempo que tardaron en ponerle la mesa, Binet estuvo callado en su sitio, junto a la estufa: después cerró la puerta y se quitó la gorra, como de costumbre.

— ¡A éste no le gastarán la lengua las urbanidades! —dijo el boticario cuando se quedó solo con la hostelera.

— ¡Oh, sí!, él nunca habla de más —respondió ella—. La semana pasada vinieron dos viajantes de telas, unos mozos muy graciosos que se contaban por la noche muchas cosas divertidas; yo casi lloraba de risa, pero él seguia ahí, callado y como pasmado, sin expresión y sin decir una palabra.

— Pues sí —dijo el boticario—, no tiene ni pizca de imaginación, no se le da ocurrencia alguna, nada de eso que es propio del hombre de sociedad.

— Y eso que, según dicen, tiene sus alcances —objetó la hostelera.

— ¡Alcances! —replicó monsieur Homais—; ¿alcances él? ... Bueno, en su clase, puede ser, añadió en un tono más tranquilo.

Y continuó:

— Los comerciantes tienen relación con mucha gente, y lo mismo los jurisconsultos, los médicos, los farmacéuticos, y por tanto es frecuente que se vuelvan distraídos y a veces hasta hoscos; eso lo comprendo; se citan muchos casos en la historia. Pero esos, por lo menos, piensan en algo. Por ejemplo, a mí, cuántas veces me ha ocurrido buscar la pluma en el escritorio para escribir una etiqueta, ¡y resulta que la tenía en la oreja!

A todo esto, madame Lefranfois se asomó a la puerta para ver si llegaba la Golondrina, y entonces se estremeció. Un hombre vestido de negro entró de pronto en la cocina. A la última claridad del crepúsculo, se distinguía que tenía una cara rubicunda y que su cuerpo era atlético.

— ¿Qué se le ofrece, señor cura? —preguntó la hostelera tomando de encima de la chimenea uno de los candelabros de cobre—. ¿Quiere tomar algo? ¿Un poco de refresco de grosella, o un vaso de vino?

El clérigo rehusó muy finamente. Venía a buscar su paraguas, que había olvidado el otro día en el convento de Ememont; y, después de rogar a madame Eefrancois que se lo mandara al presbítero al atardecer, salió en dirección a la iglesia, en donde estaban tocando el ángelus.

Cuando el boticario dejo de oír el repiqueteo de los zapatos del cura en las baldosas de la plaza, se puso a pensar sobre el asunto y encontró muy inconveniente su conducta de hacía un momento. Haber rehusado un refresco le parecía una hipocresía de lo más odioso; los curas se apropiaban de todo sin que los vieran y lo único que querían era que regresaran los tiempos del diezmo.

La hostería salió en defensa del cura:

— Además, doblaría a cuatro como usted sobre su rodilla. El año pasado ayudó a nuestra gente a meter la paja; ¡y cargaba hasta seis bultos a la vez, tan fuerte es!

— ¡Muy bien! —dijo el boticario— ¡Como para mandar a las hijas a confesarse con unos mozos de este temperamento! Si yo fuera el gobierno, mandaría sangrar a los curas por lo menos una vez al mes. ¡Sí, madame Lefrancois, una buena flebotomía todos los meses, en interés de las costumbres!

— Vamos, monsieur Homais, es usted un hereje, ¡no tiene ni pizca de religión!

El boticario replicó:

— ¡Yo tengo una religión, mi propia religión, y es más importante que todas las charlatanerías de los curas! ¡Yo adoro a Dios! Yo creo en un Ser Supremo, en un Creador ..., cualquiera que sea el que nos ha puesto en ese mundo para cumplir con nuestros deberes de ciudadanos y de padres de familia; pero no tengo necesidad de ir a la iglesia a besar fuentes de plata y a engordar con mi bolsa a un montón de farsantes que se alimentan mejor que nosotros. Pues a ese Dios sí se le puede honrar lo mismo en un bosque que en un campo de labranza, o incluso contemplando la bóveda etérea, como hacían los antiguos. Mi Dios es el mismo que el de Sócrates, el de Franklin, el de Voltaire y de Béranger. ¡Yo estoy por la profesión de fe del vicario saboyano y por los inmortales principios del ochenta y nueve! De modo que no admito a un buen hombre de Dios que se pasea en su jardín bastón en mano, que aloja a sus amigos en el vientre de las ballenas, muere lanzando un grito y resucita a los dos días; estas cosas son absurdas en sí mismas y, por lo demás, completamente opuestas a todas las leyes de la física, de paso, que los clérigos se han estancado siempre en una ignorancia ignominiosa y se esfuerzan por hundir en ella a los pueblos.

Se calló, buscando con los ojos un público en torno a él, pues, el boticario, en su exaltación, por un momento se creyó en pleno concejo municipal. Pero la hostelera ya no lo escuchaba, sino que aplicaba toda la potencia de su oido para captar un ruido lejano. Se distinguió el rodar de un coche mezclado con el chasquido de las herraduras flojas que golpeaban el suelo, y la Golondrina se detuvo por fin ante la puerta.

Era una especie de arcón amarillo sobre dos grandes ruedas que, subiendo hasta la altura de la ventana, impedían a los viajeros ver el paisaje y les enlodaban los hombros. Cuando estaba cerrada la ventana, los pequeños cristales de las estrechas ventanillas temblaban en sus bastidores, y conservaban capas de lodo entre las viejas costras de suciedad que ni siquiera las lluvias tormentosas lavaban por completo. Tres caballos tiraban del artefacto, con el del centro adelantado a los otros, que era el primero en resbalar al bajar las cuestas y chocaba con el suelo dando tumbos.

Llegaron a la plaza algunos burgueses de Yonville; hablaban todos a la vez, pidiendo noticias frescas; Hivert no sabía a quién contestar, era él quien hacía los recados para la ciudad. Iba a las tiendas, llevaba rollos de cuero al zapatero, hierros al herrador, una barrica de arenques para su amante, gorros de la sombrerería, postizos de la peluquería; y al volver iba distribuyendo a lo largo del camino sus paquetes, echándolos por encima de las tapias de los corrales, de pie en el pescante, gritando a todo pulmón, mientras los caballos caminaban solos.

Un incidente los había retrasado, pues ocurrió que la perrita de madame Bovary se había escapado a través de los campos. Estuvieron silbándole un largo cuarto de hora. El propio Hivert retrocedió media legua, creyendo verla a cada minuto; pero hubo que continuar el camino. Emma lloró, se encolerizó y acusó a Charles de aquella desgracia. Monsieur Lheureux, un tendero que iba con ella en el coche, trató de consolarla con muchos ejemplos de perros perdidos que, al cabo de muchos años, reconocían a su amo. Contaban de uno, decía, que volvió desde Constantinopla a París. Otro hizo cincuenta leguas en línea recta y pasó a nado cuatro ríos; y el propio padre de Lheureux tuvo un perro de lanas que, a los doce años de ausencia, le saltó de repente a la espalda, una noche, en la calle, cuando volvía de cenar fuera de casa.
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