Presentación de Omar CortésSegunda parte - Capítulo décimoquintoTercera parte - Capítulo segundo Biblioteca Virtual Antorcha

Gustave Flaubert

MADAME BOVARY

TERCERA PARTE

CAPÍTULO PRIMERO



Mientras estudiaba leyes, León había frecuentado pasablemente La Chaumiére, donde tuvo buenos triunfos con las modistillas, que le veían un aire distinguido. Era el más discreto de los estudiantes; no llevaba el pelo ni demasiado corto ni demasiado largo; no se gastaba el primero del mes el dinero del trimestre y estaba en buenos términos con los profesores. En lo referente a las diversiones propias de los estudiantes, él siempre se abstenía de excesos, tanto por pusilanimidad como por delicadeza.

Muchas veces, cuando se quedaba leyendo en su cuarto o sentado en la noche bajo los tilos de Luxemburgo, dejaba caer su código al suelo y le volvía el recuerdo de Emma. Pero, poco a poco, este sentimiento se fue debilitando y otras apetencias se le superpusieron, aunque persistía a través de ellas, pues León no había perdido por completo la esperanza, y había para él como una vaga promesa que se balanceaba en el futuro, tal como una fruta de oro suspendida de un árbol fantástico.

El verla al cabo de tres años de ausencia, fue como un acicate que despertó su pasión. Había que decidirse por fin a hacer viable la voluntad de poseerla, pensó. Por otra parte, su timidez se había diluido al contacto con las compañías alegres, y volvía a la provincia despreciando todo lo que no pisaba con un pie charolado el asfalto del bulevar. Ante una parisiense revestida de encajes, en el salón de algún doctor ilustre, personaje de condecoraciones y de coche, el pobre pasante seguramente temblaría como un niño; pero aquí, en Ruán, en el puerto, ante la mujer de aquel mediquillo, se sentía a sus anchas, seguro de deslumbrar. El aplomo depende de los medios en que se manifiesta: no se habla en el entresuelo como en el cuarto piso, y la mujer rica parece tener en torno de ella, para guardar su virtud, todos sus billetes de banco a manera de coraza, en el forro del corpiño.

Al separarse, la víspera por la noche de monsieur y de madame Bovary, León los siguió de lejos en la calle; después, al verlos parar en La Croix Rouge, giró sobre sus talones y pasó toda la noche meditando un plan.

Al día siguiente, a las cinco, entró en la cocina de la fonda, apretada la garganta, pálidas las mejillas y con esa resolución propia de los tímidos, que no se detiene ante nada.

— El señor no está —contestó el criado.

Esto le pareció de buen augurio. Subió.

Emma no se sintió turbada; al contrario, se le olvidó decirle dónde se hospedaban.

— ¡Oh!, lo he adivinado —repuso León.

— ¿Cómo?

Dijo que la había guiado hacia ella el instinto. Emma respondió a eso con una sonrisa, pero en seguida, para reparar su torpeza, León le contó que había pasado la mañana buscando en todos los hoteles de la ciudad.

— ¿De modo que ha decidido quedarse? —añadió.

— Sí —repuso Emma—, y he hecho mal. No debemos acostumbramos a placeres impracticables cuando nos rodean mil exigencias.

— ¡Oh!, ya me imagino.

— ¡Ah, usted no se imagina!, porque no es una mujer.

Pero los hombres también tenían sus preocupaciones, y se entabló la conversación con algunas reflexiones filosóficas. Emma se extendió mucho sobre la miseria de los afectos terrenales y la eterna soledad en que está enterrado el corazón.

El joven, por hacerse valer o por ingenua imitación de aquella melancolía que provocaba la suya, declaró que se había aburrido mucho todo el tiempo de sus estudios. El derecho procesal lo irritaba, sentía otras vocaciones y su madre no dejaba de atormentarlo con sus cartas.

En esta conversación, cada uno precisaba más y más los motivos de sus respectivas contradicciones, y cada uno, a medida que hablaba, se iba exaltando un poco en esta confidencia progresiva; pero a veces se interrumpían ante la exposición completa de su idea, y entonces intentaban imaginar una frase que pudiera sin embargo traducirla. Emma no confesó su pasión por otro; él no dijo que la había olvidado.

Acaso León no recordaba sus cenas después del baile con chicas disfrazadas; y seguramente Emma no recordaba sus citas de otro tiempo, cuando corría por la mañana entre los zarzales a causa de su amor. Apenas llegaban hasta ellos los ruidos de la ciudad, y la habitación parecía pequeña, expresamente para estrechar más la soledad de la pareja. Emma portaba una peineta que elevaba su largo cabello, y lo depositaba en el respaldo de la vieja butaca; el papel amarillo de la pared era como un fondo de oro detrás de ella, y su cabeza descubierta se repetía en el espejo con la raya blanca en el medio y el lóbulo de las orejas sobresaliendo del sedoso cabello.

— Pero, perdón —dijo Emma—, hago mal en atosigarlo con mis lamentaciones.

— ¡Oh, no, de ninguna manera!

— ¡Si usted supiera todo lo que yo había soñado! —continuó, levantando al techo sus hermosos ojos, de los que pendía una lágrima.

— ¡Y yo! ¡Oh, he sufrido mucho! Muchas veces salía, me iba, deambulaba a lo largo de los muelles, aturdiéndome con el ruido de la multitud, sin poderme desprender de la obsesión que me perseguía. En el bulevar, en una casa de estampas, hay un grabado italiano que representa una musa. Lleva una túnica y está mirando a la luna. Siempre, continuamente, algo me impulsaba hacia allá, y permanecía ahí horas enteras.

Después, con voz trémula.

— Se parecía un poco a usted.

Emma volvió la cabeza para que él no viera en sus labios la irresistible sonrisa que sentía subir a ellos.

— Muchas veces —continuó León— le escribía cartas que luego rompía.

Emma no contestaba. León continuaba:

— A veces imaginaba que un azar la traería a mí. He creído reconocerla en las esquinas de las calles, y corría detrás de los coches en cuya portezuela flotaba un velo parecido al suyo.

Emma parecía determinada a dejarse halagar sin interrumpirlo. Cruzando los brazos y bajando la cara, contemplaba la roseta de las pantuflas, y, con los dedos del pie, imprimía a intervalos pequeños movimientos que se notaban en el raso que las cubría.

Sin embargo suspiró:

— Lo más lamentable es llevar, como yo, una existencia inútil, ¿verdad? ¡Si nuestros dolores pudieran servir a alguien, nos consolaría la idea del sacrificio!

León se puso a alabar la virtud, el deber y las inmolaciones silenciosas; él mismo tenía una increíble necesidad de abnegación que no podía satisfacer.

— ¡Yo quisiera —dijo ella— ser una monja de hospital!

— Desgraciadamente —dijo él— los hombres no tenemos esas misiones santas, y yo no veo en ninguna parte ningún oficio ... a no ser quizá el de médico ...

Emma, encogiéndose ligeramente de hombros, lo interrumpió para quejarse de su enfermedad, en la que había estado a punto de morir ... ¡Qué lástima que no había muerto!, pues entonces ya no sufriría más. Inmediatamente, León recordó El reposo de la tumba, y también se acordó de que, en una noche desesperada, él había escrito su testamento, y en él señalaba que se le debía enterrar con aquél hermoso cubrepiés de franjas de terciopelo que ella le había regalado; ahora sentía que ese ideal se recuperaba, y no tuvo empacho en revelar a Emma la anécdota del cubrepiés.

— ¿Y por qué hizo eso? —le preguntó ella.

— ¿Porqué? ...

Vacilaba.

— ¡Por qué yo le he amado mucho!

Felicitándose por haber superado la situación y roto el silencio, León espió la reacción de Emma con el rabillo del ojo.

Fue como el cielo cuando una ráfaga de viento barre las nubes. Pareció retirarse de sus ojos azules el cúmulo de pensamientos tristes que los nsombrecían; su rostro estaba resplandeciente.

León esperaba en silencio; Emma respondió al fin:

— Siempre lo sospeché.

Y se contaron los pequeños acontecimientos de aquella existencia lejana cuyos placeres y cuyas melancolías acababan de resumir en una sola palabra. León recordaba la cuna de la niña, los vestidos que ella usaba, los muebles de su cuarto, toda su casa.

— ¿Y nuestros pobres cactus, dónde están?

— El frío los mató este invierno.

— ¡Ah!, ¡cuánto he pensado en ellos, si supiera! Muchas veces los veía como antes, cuando en las mañanas de verano daba el sol en las celosías ... y veía sus brazos desnudos pasando entre las flores.

— ¡Pobre amigo! —exclamó Emma tendiéndole la mano. León se apresuró a pegar a ella sus labios.

Después, cuando hubo respirado ampliamente:

— En aquel tiempo usted era para mí no sé qué fuerza incomprensible que cautivaba mi vida. Una vez, por ejemplo, fui a su casa, pero seguramente usted no se acuerda, ¿verdad?

—Sí, continúe.

— Estaba usted abajo, en la antesala, preparándose para salir, en el último escalón —por cierto que llevaba un sombrero de florecitas azules—, y, sin ninguna invitación de su parte, yo, a pesar mío, la acompañé. Pero a cada minuto me daba más cuenta de mi torpeza, y seguía caminando a su lado, sin atreverme a seguirla hasta el fin y sin embargo no queriendo dejarla. Cuando usted entraba en una tienda, yo me quedaba en la calle, mirándola por el cristal quitarse los guantes y contar las monedas en el mostrador. Después llamó en casa de madame Tuvache, le abrieron, y yo me quedé como un idiota ante la pesada puerta que cayó detrás de usted.

Al escucharlo, Emma se extrañaba de ser tan vieja; todas aquellas cosas que habían sucedido hacía mucho tiempo y que ahora reaparecían le daban la impresión de alargar su existencia; aquello formaba como unas inmensidades sentimentales donde ella se encontraba, y de vez en cuando decía en voz baja y con los párpados medio cerrados:

— ¡Sí, es verdad! ... ¡es verdad! ... ¡es verdad!

Oyeron dar las ocho en los diferentes relojes del barrio de Beauvoisine, que está lleno de pensionados, de iglesias y de grandes mansiones abandonadas. Ya no se hablaban, pero sentían al mirarse un susurro en sus cabezas, como si algo sonoro escapara recíprocamente de sus pupilas fijas; acababan de juntarse las manos, y el pasado, el futuro, las reminiscencias y los sueños, todo se fundía en la dulzura de aquel éxtasis. La noche se espesaba en las paredes, donde brillaban todavía, medio perdidos en la sombra, los gruesos colores de cuatro estampas que representaban cuatro escenas de La Tour de Nesle, con el pie en español y en francés. Por la ventana de guillotina se veía un lienzo de cielo negro entre dos tejados a dos aguas.

Emma se levantó para encender dos velas sobre la cómoda, y luego volvió a sentarse.

— Pues bien ... —León rompió el silencio.

— Pues bien ... —Emma le hizo coro.

Y buscaba él la manera de reanudar el diálogo interrumpido cuando ella le dijo:

— ¿Por qué nadie hasta ahora me expresó parecidos sentimientos?

El pasante exclamó que las naturalezas ideales eran difíciles de comprender. Él la había amado desde el primer momento, y se despertaba pensando en lo felices que habrían sido si, por gracia del azar, encontrándose antes, se hubieran unido ella y él de manera indisoluble.

— A veces he pensado en ello —repuso Emma.

— ¡Qué sueño! —murmuró León.

Y, jugueteando delicadamente con el ribete azul de su largo cinturón blanco, añadió.

— ¿Quién nos impide volver a empezar?

— No, amigo mío. Soy demasiado vieja ... usted demasiado joven ..., ¡olvídeme! Otras lo amarán ..., usted las amará.

— ¡Nunca como a usted!

— ¡Qué niño es! ¡Vamos, seamos juiciosos! ¡Lo exijo!

Ella le explicó todos los inconvenientes del amor entre ellos y le dijo que era preferible que permanecieran como en otro tiempo, en los simples términos de una fraterna amistad.

¿Hablaba en serio? Seguramente Emma no sabía nada ella misma, absorbida como estaba por el encanto de la seducción, pero también consciente de la necesidad de defenderse de él; contemplaba al joven con una mirada tierna, rechazaba dulcemente las tímidas caricias que sus manos trémulas intentaban.

— ¡Oh, perdón! —dijo él, retrocediendo.

Y a Emma la asaltó un vago espanto ante aquella timidez, más peligrosa para ella que la audacia de Rodolfo cuando avanzaba con los brazos abiertos. Nunca un hombre le había parecido tan hermoso. Un exquisito candor emanaba de su actitud. Bajaba las largas y finas pestañas, que se curvaban. Sus mejillas, de suave epidermis, enrojecían —pensaba ella— de deseo de su persona, y Emma sentía una gran tentación de posar en ellas sus labios. Entonces, inclinándose hacia el reloj como para mirar la hora:

— ¡Qué tarde es. Dios mío! —dijo—; hemos charlado mucho.

León comprendió la alusión y buscó su sombrero.

— ¡Hasta me he olvidado del teatro! ¡Ese pobre Bovary que me dejó expresamente para eso! Tenía que llevarme monsieur Lormeaux, de la rué Grand-Pont, con su mujer.

Y ciertamente había perdido la ocasión, pues se iba al día siguiente.

— ¿De veras?—preguntó León.

— Sí.

— Pero tengo que verla todavía, tengo que decirle ...

- ¿Qué?

— Una cosa ... algo serio. ¡Por favor no se marche! Si supiera ... ¿No me ha comprendido? ¿No adivina usted?

— ¿Cómo no habría de comprenderlo? Usted habla muy bien.

— ¡Oh, no se burle de mí! Por piedad, haga que vuelva a verla ..., una vez ..., una sola.

— Pues bien —dijo ella.

El guardó silencio unos instantes, como arrepintiéndose, finalmente dijo:

— ¡Oh, aquí no!

Ella pareció reflexionar, y después dijo:

— Mañana a las once, en la catedral.

— ¡Allí estaré! —exclamó León entusiasmado, tomándole las manos, que ella retiró.

Y ya los dos de pie, él detrás de ella y Emma bajando la cabeza, León se inclinó sobre su cuello y la besó largamente en la nuca.

— ¡Pero está usted loco! ¡Oh, qué loco! —repetía con risitas sonoras, mientras los besos menudeaban.

Entonces León, adelantando la cabeza por encima de su hombro, pareció buscar el consentimiento de sus ojos. Cayeron sobre él llenos de una majestad glacial.

León retrocedió tres pasos para salir. Ella se quedó en el umbral. Luego, León susurró con voz trémula:

— Hasta mañana.

Emma respondió con una señal de cabeza y desapareció como un pájaro en la habitación inmediata.

Por la noche escribió al pasante una interminable carta en la que cancelaba la cita y daba todo por terminado, diciéndole que por su propia felicidad no debían verse más. Pero, ya cerrada la carta, como ignoraba la dirección de León, se encontró en un apuro.

- Se la daré yo misma —se dijo—; acudirá a la cita.

Al día siguiente, León, con la ventana abierta y un ánimo alegre lustraba sus zapatos a conciencia. Se puso un pantalón impecablemente blanco, calcetines finos, frac verde, echó en el pañuelo todos los restos de perfumes que tenía y se lo deslizó en el bolsillo con una gracia natural.

- Todavía es demasiado temprano, pensó, mirando el reloj de cucú de la peluquería de enfrente, que marcaba las nueve.

Leyó una vieja revista de modas, salió, fumó un cigarrillo, subió tres calles, pensó que ya era hora y se fue caminando despacio hacia la explanada de Notre-Dame.

Era una hermosa mañana de verano. Relucía la plata en las tiendas de los orfebres, y la luz que caía oblicuamente sobre la catedral hacía espejear las fracturas de la cantera gris; una parvada de pájaros revoloteaba en el cielo, en torno a las altas torres de los campanarios; la plaza, resonante de gritos, olía a flores que bordeaban el pavimento, rosas, jazmines, claveles, narcisos y tuberosas, desigualmente esparcidas por verdes prados húmedos, hierba de gato y álsine para los pájaros; en medio gorgoteaba la fuente y bajo grandes sombrillas, entre pirámides de melones, los vendedores, con la cabeza descubierta, envolvían en papel ramilletes de violetas.

El joven compró uno, era la primera vez que compraba flores para una mujer, y al olerlas, el pecho se le inflaba de orgullo, como si aquel homenaje que él destinaba a otra persona se volviera hacia él.

Pero tenía miedo de que lo vieran; entró resueltamente en la iglesia.

El guardia suizo estaba en el umbral, en medio del pórtico de la izquierda, debajo de la imagen de la Marianne dansant, con su yelmo emplumado en la cabeza, espadín colgando de una pierna y bastón en mano, más majestuoso y reluciente que un cardenal. Se adelantó hacia León, y con esa sonrisa de benignidad meliflua que toman los eclesiásticos cuando interrogan a los niños:

— El señor no debe ser de aquí ... ¿Desea el señor ver las curiosidades de la iglesia?

— No —dijo León.

Y dio la vuelta a las naves. Después volvió a mirar hacia la plaza. Emma no se aparecía. Subió de nuevo hasta el coro.

La nave se reflejaba en el agua de las pilas de agua bendita, mostrando partes de las grandes ojivas y de los emplomados, pero el reflejo de las pinturas se quebraba en el borde del mármol y formaba un diseño peculiar, como si fuera una alfombra policroma. La clara luz del exterior formaba dentro de la iglesia tres rayos enormes, que partían de las tres puertas abiertas. De vez en cuando, al fondo, pasaba un sacristán haciendo ante el altar la oblicua genuflexión de los devotos apresurados. Pendían inmóviles las arañas de cristal; en el coro ardía una lámpara de plata, y en las capillas laterales salían a veces de las partes oscuras de la iglesia como exhalaciones de suspiros, con el sonido de una reja que caía, haciendo repercutir su eco sobre las altas bóvedas.

León recorría gravemente la iglesia siguiendo las paredes. Nunca le había parecido tan buena la vida. La mujer que esperaba iba a llegar en seguida, deliciosa, jadeante, espiando detrás de ella las miradas que la seguían, y con su vestido de volantes, sus impertinentes de oro, sus botinas finísimas y toda clase de elegancias, pero sobre todo con la inefable seducción de la virtud que sucumbe. La iglesia se dispondría en torno suyo como un camarín gigantesco; se inclinarían las bóvedas para recibir en la sombra la confesión de su amor; resplandecían las vidrieras para iluminar su rostro, y los incensarios iban a arder para que ella apareciera como un ángel, entre los perfumes y el humo.

Pero no llegaba. León se instaló en una silla y sus ojos se fijaron en una vidriera azul que semejaba el agua en la que nadaban unos pececillos de colores. La miró mucho tiempo atentamente, contando las escamas de los peces y los ojales de los jubones, mientras su pensamiento deambulaba y sus ojos buscaban a Emma.

El guardia suizo, a cierta distancia, se indignaba interiormente contra aquel individuo que se permitía admirar él solo la catedral. Le parecía que se comportaba de una manera monstruosa, que le estaba escamoteando su función y cometiendo con ello una especie de sacrilegio.

Pero en un momento se oyó un frufni de seda sobre las losas, se vio el borde de un sombrero, un collar negro ... ¡Era ella! León se levantó y corrió a su encuentro.

Emma estaba pálida. Caminaba deprisa.

— ¡Lea esto! —le dijo, tendiéndole un papel—. ¡Oh, no!

Y retiró bruscamente la mano para entrar en la capilla de la Virgen, donde, arrodillándose contra una silla, se puso a rezar.

Al joven le molestó esta fantasía mojigata; pero en seguida encontró cierto encanto en verla, en medio de la cita, así, perdida en la oración como una marquesa andaluza; pero se fue cansando de aquello, pues Emma no terminaba sus devociones.

Rezaba, o más bien intentaba rezar, esperando que le bajara del cielo alguna resolución súbita; y para invocar el socorro divino se llenaba los ojos con los esplendores del tabernáculo, aspiraba el perfume de las julianas blancas que lucían en los grandes jarrones y prestaba oído al silencio de la iglesia, que no hacía sino hacer patente el tumulto de su corazón.

Se levantó, e iban a marcharse, cuando se les acercó sonriendo el guardia suizo, diciéndoles:

— La señora no debe ser de aquí ... ¿Desea la señora ver las curiosidades de la iglesia?

— ¡No! —exclamó León.

— ¿Por qué no? —dijo Emma.

Pues se aferraba con su virtud tambaleante a la Virgen, a las esculturas, a las tumbas, a todos los posibles distractores.

Entonces el suizo, para proceder con orden, los condujo a la entrada, junto a la plaza, y allí, señalándoles con el bastón un gran círculo de losas negras, sin inscripciones ni cinceladuras, se arrancó majestuosamente:

— Vean los señores la circunferencia de la gran campana de Amboise. Pesaba cuarenta mil libras. No había otra como ella en toda Europa. El obrero que la fundió murió de alegría ...

— Vámonos —dijo León.

El bueno del hombre se puso en marcha; luego nuevamente en la capilla de la Virgen extendió los brazos en un gesto sintético de demostración, y, más orgulloso que un campesino mostrando sus espaldares:

— Esta sencilla losa cubre a Fierre de Brézé, señor de la Varenne y de Brissae, gran mariscal de Pointu y gobernador de Normandía, muerto en la batalla de Monthéry el 16 de julio de 1465.

León, mordiéndose los labios, golpeaba el suelo eon los pies.

— Y a la derecha, ese gentilhombre todo acorazado de hierro, montando un caballo encabritado, es su nieto Louis de Brézé, señor de Bréval y de Montehauvet, conde de Malevrier, barón de Mauny, chambelán del rey, caballero de la orden y asimismo gobernador de Normandía, muerto el 23 de julio de 1531, un domingo, como reza la inscripción; y debajo, ese hombre que se dispone a descender a la tumba representa exactamente al mismo. Ya ven, señores, que no es posible una representación más perfecta de la nada.

Madame Bovary tomó sus impertinentes. León, inmóvil, la miraba sin intentar siquiera decir una sola palabra más, hacer un solo gesto: tan desanimado se sentía ante aquella doble resolución de charlatanería y de indiferencia.

El eterno guía continuaba:

— Junto a él, esa mujer arrodillada que está llorando es su esposa, Diana de Poitiers, condesa de Brézé, duquesa de Valentinois, nacida en 1499, muerta en 1566; y a la izquierda, la que lleva un niño es la Santísima Virgen.

Ahora, miren hacia este lado; ahí tienen los sepulcros de Amboise. Los dos fueron cardenales y arzobispos de Ruán. Éste era un ministro del rey Luis XII. Hizo mucho bien a la catedral. En su testamento dejó treinta mil escudos de oro para los pobres.

Y, sin detenerse un momento y sin dejar de hablar, los llevó a una capilla llena de balaustradas, apartó algunas y descubrió una especie de bloque que muy bien podía haber sido una estatua mal hecha.

— En otro tiempo decoraba —dijo, en un tono de veneración— la tumba de Ricardo Corazón de León, rey de Inglaterra y duque de Normandía. Fueron los calvinistas, señor, quienes nos la redujeron a este estado; por maldad lo enterraron bajo la sede episcopal de Monseñor. Vean la puerta por donde Monseñor entra en su habitación. Pasemos ahora a ver las vidrieras de la Gárgola.

Pero León sacó vivamente del bolsillo una moneda blanca y tomó a Emma por el brazo. El suizo se quedó estupefacto, sin comprender aquella deserción intempestiva, cuando quedaban aún muchas cosas que ver.

Y lo llamó:

— ¡Eh, caballero! ¡La flecha! ¡Mire la flecha! ...

— ¡No se la pierdan! Tiene cuatrocientos cuarenta pies, nueve menos que la gran pirámide de Egipto. Es toda de hierro colado, es ...

León huía, pues le parecía que su amor, que llevaba casi dos horas inmovilizado en la iglesia como las piedras, iba a hora a evaporarse como el humo por aquella especie de tubo truncado, de jaula oblonga, de chimenea colada, que tan grotescamente se lanza sobre la catedral, como extravagante intento de un calderero caprichoso.

— Pero, ¿a dónde vamos? —preguntaba Emma.

León, sin contestar, seguía andando con paso rápido, y madame Bovary mojaba ya los dedos en agua bendita cuando oyeron tras ellos una fuerte respiración jadeante, regularmente entrecortada por los golpes de un bastón. León miró hacia atrás.

— ¡Caballero!

- ¿Qué?

Y reconoció al suizo llevando bajo el brazo y manteniendo en equilibrio contra el vientre algo así como una veintena de grandes volúmenes encuadernados. Eran las obras que trataban de la catedral.

— ¡Imbécil! —gruñó León lanzándose fuera de la iglesia.

En la plaza jugueteaba un chicuelo.

— ¡Ve a buscarme un coche de punto! —le dijo León.

El niño salió corriendo como una exhalación por la Rué des Quatre-Vents, y ellos se quedaron unos minutos frente a frente un poco azorados.

— ¡Ah León! ... Verdaderamente ... no sé ... si debo ...

Melindrosa primero, grave después:

— Eso no se hace, ¿sabe?

— ¿Por qué? —replicó León—. ¡En París se hace! Y esas palabras golpearon en ella como un irresistible argumento.

A todo esto, no llegaba el coche. León tenía miedo de que Emma volviera a entrar en la iglesia. Por fin llegó.

— ¡Por lo menos salgan por el pórtico del norte! —les gritó el suizo, que permanecía en la entrada de la iglesia—. Así verán la Resurrección, el Juicio Final, el Paraíso, el Rey David y los Réprobos en las llamas del infierno.

— ¿A dónde va el señor? —preguntó el cochero.

— ¡A donde usted quiera! —dijo León, metiendo a Emma en el coche, que de inmediato se puso en marcha.

Bajó por la Rué Grand-Pont, atravesó la Place des Arts, el Quai Napoleón, el Pont Neuf y se paró en seco ante la estatua de Pierre Corneille.

— ¡Siga! —dijo una voz que salía del interior.

El coche volvió a arrancar y, dejándose llevar hacia abajo desde el cruce La Fayette, entró al galope en la estación del ferrocarril.

— ¡No, siga derecho! —gritó la misma voz.

El coche viró y se encaminó al paseo, trotando despacio entre los grandes olmos. El cochero se enjugó la frente, se puso entre las piernas el sombrero de cuero y llevó al coche fuera de las bocacalles, a la orilla del agua, bordeando el césped.

Siguió a lo largo del río, por el camino pavimentado de piedras redondas, y, durante mucho tiempo, por la parte de Oyssel, pasadas las islas. Pero de pronto se lanzó de un tirón a través de Quatremares, Sotterville, la Grande-Chaussée, la Rué d'Elbeuf, y se paró, por tercera vez, ante el Jardín des Plantes.

— ¡He dicho que siga! —exclamó la voz más furiosamente que antes.

Y, reanudando la carrera, el coche pasó por Saint-Sever, por el Quai des Curandiers, por el Quai aux Meules, otra vez por el puente, por la Place du Champ de Mars y por detrás de los jardines del hospicio, donde unos viejos vestidos de negro se paseaban al sol en una terraza toda cubierta de yedra. Subió por el Boulevard Bouvreuil, recorrió el Boulevard Cauchoise, después todo el Mont-Ribundet hasta la cuesta de Deville.

Volvió atrás, y entonces, sin plan ni dirección, al azar, deambuló. Se le vio en Sain-Pol, en Lescure, en el monte Cargan, en Rouge-Mare y en la Place du Gaillardbois; Rué Maladrerie, delante de Saint-Romain, Saint-Vivien, Saint-Marclou, Saint-Nicasie —delante de la Aduana—, en la Basse-Vieille-Tour, en Trois-Pipes y en el Cimetiére Monumental. De vez en cuando el cochero, en su pescante, echaba miradas desesperadas a las tabernas. No comprendía qué furia de locomoción impulsaba a aquella pareja a no querer pararse. A veces intentaba escuchar lo que estaba pasando en la cabina, y lo que escuchaba parecían expresiones de cólera. Entonces arreaba fuerte a sus dos pencos bañados en sudor, pero sin cuidarse de los baches, tropezando acá y allá, no le importaba nada, desmoralizado como estaba y casi llorando de sed, de cansancio y de tristeza.

Y en el puerto, entre camiones y barricas, y en las calles, en las esquinas, los burgueses abrían unos grandes ojos ante algo que en provincia parecía muy extraño: un coche con las cortinillas cerradas y que iba y venía como un barco a la deriva, más cerrado que una tumba y tambaleándose.

En algún momento, a mitad del día, en pleno campo, cuando el sol pegaba fuerte en los viejos faroles plateados, salió una mano desnuda por debajo de las cortinillas de lona amarilla y tiró unos pedacitos de papel, que se dispersaron al viento y, más lejos, cayeron como mariposas blancas sobre un campo de tréboles rojos en flor.

Por fin, hacia las seis, el coche se detuvo en una callecita del barrio Beauvoisine, y se apeó de él una mujer que, bajado el velo, echó a andar sin mover la cabeza.
Presentación de Omar CortésSegunda parte - Capítulo décimoquintoTercera parte - Capítulo segundo Biblioteca Virtual Antorcha