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Gustave Flaubert

MADAME BOVARY

TERCERA PARTE

CAPÍTULO SEGUNDO



Al llegar a la hostería, a madame Bovary la sorprendió no ver la diligencia. Hivert, que la había esperado cincuenta y tres minutos, había terminado por marcharse.

Nada la obligaba a partir, pero había dado palabra de que volvería aquella misma noche. Además, Charles la esperaba, y ya sentía en el corazón esa cobarde docilidad que, para muchas mujeres, es a la vez castigo y tributo del adulterio.

A toda velocidad hizo el equipaje, pagó la cuenta, tomó en el patio un cabriolé y, dando prisa al palafrenero, acicateándolo, preguntando a cada rato la hora y la distancia recorrida, logró alcanzar a la Golondrina en las primeras casas de Quicampoix.

Apenas sentada en su rincón, cerró los ojos y volvió a abrirlos al pie de la cuesta, donde reconoció de lejos a Felicidad, que estaba de vigía delante de la casa del herrador. Hivert detuvo los caballos, y la cocinera, llegándose hasta la portezuela, dijo misteriosamente:

— Señora, tiene que ir enseguida a casa de monsieur Homais, corre mucha prisa.

El pueblo estaba silencioso como de costumbre. En las esquinas se veían pequeñas mesas color de rosa que ahumaban en el aire, pues era la época de las mermeladas, y todo el mundo en Yonville hacía su provisión el mismo día. Pero delante de la botica se veía una masa mucho más grande y que rebasaba a las demás con la superioridad que una oficina de farmacia debe tener sobre los hornos caseros, una necesidad general sobre los caprichos individuales.

Emma entró. El gran sillón estaba derribado y hasta Le Fanal de Rouen yacía en el suelo, extendido entre los dos morteros. En medio de la cocina, entre las jarras pardas llenas de grosellas desgranadas, azúcar molida, azúcar en terrones, balanzas sobre la mesa, barreños en el fuego, divisó a todos los Homais, grandes y chicos, con unos delantales que les subian hasta la barbilla y empuñando sendos tenedores. Justino, de pie, bajaba la cabeza, y el boticario exclamaba:

— ¿Quién te dijo que fueras a buscarlo al cafarnaum?

— ¿Qué es? ¿Qué pasa?

— ¿Que qué pasa? —contestó el boticario—. Estamos haciendo mermeladas; estaban en plena ebullición, pero se iban a salir por causa del líquido demasiado fuerte, y entonces yo pedí otro barreño. Entonces él, por flojera, por pereza, se fue a buscar a mi laboratorio la llave del cafamaum, colgada allí en un clavo.

El boticario llamaba así a una especie de desván lleno de utensilios y de mercancías de su profesión. Allí solía pasarse él solo largas horas poniendo etiquetas, trasvasando, atando cosas, y lo consideraba no como un simple almacén, sino como un verdadero santuario, de donde salían después, elaborados por sus manos, toda clase de pildoras, bolos, tisanas, lociones y pociones que iban a propagar por los alrededores su celebridad. Nadie ponía allí los pies, y ese era un lugar tan respetable para él que lo barría él mismo. En fin, si la farmacia, abierta a todo el que llegara, era el lugar donde él exhibía su orgullo, el cafarnaum era el refugio donde Homais, concentrándose egoistamente, se deleitaba en el ejercicio de sus predilecciones; por eso la torpeza de Justino le parecía una monstruosa irreverencia, y más rubicundo que las grosellas hervidas, repetía:

— ¡Sí, se fue directo al cafarnaum! ¡Donde se guardan los ácidos y los álcalis cáusticos! ¡Mira que ir a tomar el barreño de la reserva, un barreño de tapa y que acaso yo no hubiera usado nunca! En las delicadas operaciones de nuestro arte todo tiene su importancia. ¡Caramba, hay que distinguir y no emplear en usos domésticos lo que está destinado a la producción farmacéutica! Es como si se cortara la carne que comemos en la mesa con un escalpelo, o como si un magistrado ...

— ¡Pero cálmate! —le decía madame Homais.

Y Atalía, tirándole de la levita:

— ¡Papá! ¡Papá!

— ¡Oh, déjenme! —refunfuñaba el boticario—. Para eso daría igual tener una tienda de viveres ... ¡Anda, no respetes nada, corta, rompe, suelta las sanguijuelas, cuece el malvavisco, encurte pepinillos en los botes, rasga vendas!

— Pero usted tenía ... —intervino Emma.

— Además; ¿sabes a lo que te exponías ...? ¿No has visto nada en el rincón, a la izquierda, en la tercera tabla? ... ¡Vamos, habla, contesta, di algo!

— Yo no ... no sé —balbució el muchacho.

— ¡Ah , con que no sabes! ¡Pues yo sí sé! Lo que has visto es un frasco de vidrio blanco, tapado con cera amarilla, que contiene un polvo blanco y en el que yo mismo escribí: PELIGRO ... ¿Y sabes lo que hay en él? ¡Arsénico! ¡Y vas tú hacia allá, y coges el barreño, que está al lado!

— ¡Al lado! —exclamó madame Homais, juntando las manos como en oración—. ¡Arsénico! ¡Podrías habernos envenenado a todos!

Y los niños se pusieron a berrear como si ya sintieran atroces dolores en las entrañas.

— ¡O envenenar a un enfermo! —continuó el boticario—. ¿Es que querías que yo fuese al banquillo de los criminales, verme ir al cadalso? Tú no sabes el cuidado que yo pongo en las manipulaciones, aunque tengo muchísima costumbre. ¡No te imaginas el espanto que siento cuando pienso en mi responsabilidad! ¡Pues el gobierno nos persigue y la absurda legislación que nos rige es una auténtica espada de Damocles suspendida sobre nuestra cabeza!

Emma ya no pensaba en pedir lo que quería, y el botieario continuaba en frases jadeantes.

— ¡Así agradeces las bondades que tenemos contigo! ¡Asi pagas los cuidados paternales que te prodigo! Pues, si no fuera por mí, ¿dónde estarías, qué harías? ¿Quién te mantendría y proveería educación, ropa y todos los medios para llegar un día, con honor, a figurar en los rangos de la sociedad? Mas para eso hay que trabajar duro, remar con fuerza, y adquirir, como dicen, callos en las manos. Fabricando fit faber, age quod agis.

Tan exasperado estaba en esos momentos que incluso citaba frases en latín, y lo hubiera hecho en chino o groenlandés, si hubiera conocido esas lenguas, pues se encontraba en una de esas crisis en las que el alma entera muestra indistintamente lo que encierra, como, en las tempestades se entreabre el océano, removiendo desde las arenas de las playas hasta la de las profundidades abisales.

Y continuó:

— ¡Empiezo a arrepentirme terriblemente de haberme hecho cargo de tu persona! ¡Mejor hubiera hecho dejando que te pudrieras en tu miseria y en la mugre donde naciste! ¡Nunca servirás más que para guardar animales de cuernos! ¡No tienes aptitudes para las ciencias! ¡Apenas si sabes pegar una etiqueta y vives aquí, en mi casa, como un canónigo, regodeándote a tus anchas!

Pero Emma, dirigiéndose a madame Homais:

— Me habían llamado ...

— ¡Ay Dios mío! —interrumpió con un gesto triste de buena señora ¿cómo le diré ...? ¡Es una desgracia!

No terminó. El boticario tronaba.

— ¡Vacíala, limpíala, llévala, date prisa!

Y, sacudiendo a Justino por el cuello de la camisa hizo que se le cayera un libro del bolsillo.

El muchacho se agachó, pero Homais se le adelantó y recogió el libro, contemplándolo con los ojos muy abiertos y la mandíbula colgante.

— ¡E'amour ... conjugal! —exclamó, separando intencionalmente las palabras—. ¡Ah, muy bien, muy bien, muy bonito! ¡Y con estampas! ... ¡Esto pasa de la raya!

Madame Homais se acercó.

— ¡No lo toques!

Los niños quisieron ver las estampas.

— ¡Salgan de aquí! —exclamó imperiosamente.

Se puso a andar de extremo a extremo de la estancia, a grandes pasos, con el volumen abierto en las manos. Dándole vueltas los ojos, sofocado, tumefacto, apoplético. Después se fue derecho a su discípulo y, plantándose ante él con los brazos cruzados:

— ¿Pero es que tienes todos los vicios, desgraciadillo? ... ¡Ten cuidado, estás en una pendiente peligrosa! ... ¿No se te ha ocurrido pensar en que este libro infame podría caer en manos de mis hijos, encender la chispa en sus mentes, empañar la pureza de Atalía, corromper a Napoleón? Él está ya formado anatómicamente como un hombre. ¿Por lo menos estás seguro de que no lo han leído? ¿Puedes certificármelo?

— Pero, bueno, monsieur Homais —lo interrumpió Emma—, ¿qué tenía que decirme?

— ¡Oh, es verdad, señora! ... ¡Su padre político ha muerto!

En efecto, monsieur Bovary padre acababa de fallecer la antevíspera repentinamente, de un ataque de apoplejía, al levantarse de la mesa; y, por un exceso de precaución para la sensibilidad de Emma, Charles había pedido a monsieur Homais que le diera con cuidado esa terrible noticia.

El boticario había meditado la frase, la había redondeado, la había pulido, la había rimado; era una obra maestra de la prudencia y de la transición, de giros rebuscados y de delicadeza; pero la ira había vencido a la retórica.

Emma, renunciando a los detalles, se fue de la botica, pues monsieur Homais había reanudado la serie de sus vituperios. Sin embargo se iba calmando, y ahora mascullaba en tono paternal, sin dejar de abanicarse con su gorro griego.

— No es que yo desapruebe enteramente la obra. El autor era médico. Hay en ella ciertos aspectos científicos que no está mal que un hombre conozca, y aún me atrevería a decir que un hombre debe conocerlos. ¡Pero más adelante, más adelante! Espera por lo menos a ser un hombre tú mismo y que se forme tu temperamento.

Al aldabonazo de Emma, Charles, que estaba esperándola, salió a su encuentro con los brazos abiertos y le dijo con lágrimas en la voz:

— ¡Oh, querida mía! ...

Y se inclinó suavemente para besarla. Pero, al contacto de sus labios, Emma sintió el recuerdo del otro y se pasó la mano por la cara estremeciéndose. Sin embargo contestó:

— Sí, ya sé ..., ya sé ...

Le enseñó la carta en la que su madre, sin ninguna hipocresía sentimental, contaba lo acontecido. Pero lamentaba que su marido no hubiera recibido los auxilios de la religión, pues había muerto en Doudeville, en la calle, en el umbral de un café, después de una opípara y patriótica comida con unos oficiales.

Emma le devolvió la carta; luego, en la cena, por guardar las apariencias, fingió cierta repugnancia a la comida. Pero, como él la animara resueltamente a comer, mientras que Charles, frente a ella, permanecía inmóvil, en una actitud de agobio.

De vez en cuando levantaba la cabeza y le dirigía una larga mirada llena de pena. Y dijo suspirando:

— ¡Me hubiera gustado verlo otra vez!

Emma callaba. Por fin, comprendió que había que decir algo:

— ¿Qué edad tenía?

— Cincuenta y ocho años.

— ¡Ah!

Y eso fue todo. Pasado un cuarto de hora. Charles añadió:

— ¿Y mi pobre madre? ... ¿Qué va a ser ahora de ella?

Emma hizo un gesto que indicaba el no tener idea de eso.

Charles, al verla taciturna, supuso que estaba apenada y se esforzó para no decir nada que pudiese avivar aquel dolor que lo enternecía. Sacudiendo el suyo, preguntó:

— ¿Lo pasaste bien ayer?

— Sí.

Quitaron el mantel. Charles no se levantó, y Emma tampoco. A medida que contemplaba aquel espectáculo, su monotonía iba barriendo poco a poco de su corazón todo sentimiento de piedad. Charles le parecía débil, pusilánime, nulo; en fin, un pobre hombre en todos los aspectos. ¿Cómo librarse de él? ¡Oh, qué interminable velada! Algo de estupefaciente como un vapor de opio la iba embotando.

Oyeron en el vestíbulo el ruido seco de un palo contra las tablas. Era Hipólito que traía el equipaje de la señora.

Para posarlo, describió penosamente un cuarto de circulo con su pata de palo.

— ¡Ni siquiera piensa en ello! —se decía Emma mirando al pobre diablo, cuya gran cabellera pelirroja goteaba sudor.

Bovary buscaba algunas monedas en el fondo de su bolsa, molesto y nervioso, como reflejando en el exterior la humillación que representaba para él la preseneia de ese hombre que era para él como el reproche personificado de su ineptitud.

— ¡Ah, tienes un bonito ramillete! —dijo, descubriendo sobre la chimenea las violetas que León le había regalado.

— Sí, repuso Emma con indiferencia—, se lo compré hace rato a una pobre mujer en la calle.

Charles tomó las violetas y refrescando en ellas sus ojos enrojecidos de lágrimas, aspiraba su delicado aroma. Emma se las quitó bruscamente de las manos y fue a ponerlas en un vaso de agua.

Al día siguiente llegó madame Bovary madre. Ella y su hijo lloraron mucho juntos. Emma, con el pretexto de tener que dar órdenes, desapareció.

Al otro día tuvieron que ocuparse juntas de la ropa de luto. Fueron a sentarse, con sus respectivos costureros, a la orilla del cenador. Charles pensaba en su madre y le extrañaba sentir tanto afecto por aquel hombre al que siempre había creído querer muy moderadamente. Madame Bovary pensaba en su marido. Ahora le parecían envidiables los peores días pasados. Todo se borraba bajo el pesar instintivo de tan larga costumbre, y, de vez en cuando, mientras empujaba la aguja, le iba resbalando por la nariz una gruesa lágrima y permanecía un momento suspendida.

Emma pensaba que hacía apenas cuarenta y ocho horas estaban juntos, lejos del mundo, en plena embriaguez y no teniendo bastantes ojos para contemplarse. Procuraba revivir los más imperceptibles detalles de aquella jornada desaparecida. Pero la presencia de la suegra y del marido la importunaba. Hubiera querido no oír nada, no ver nada, para no perturbar el recogimiento de su amor que, por más que ella no lo quisiera, se iba perdiendo al influjo de las sensaciones exteriores.

Estaba descosiendo el forro de un vestido, cuyas hilachas se esparcían a su alrededor; la Bovary madre, sin levantar los ojos, hacía chirriar las tijeras, y Charles, con sus zapatillas de orillo y su vieja levita parda que le servía de bata; permanecía con las manos en los bolsillos y también sin hablar; cerca de ellos, Berta, con un delantalillo blanco, jugaba con su pala a remover la arena del sendero en el jardín.

De pronto vieron entrar por la verja a monsieur Lheureux, el tendero.

Iba a ofrecer sus servicios teniendo en cuenta la fatal circunstancia. Emma contestó que creía poder pasarse sin ellos; pero el traficante no se dio por vencido.

— Con perdón —dijo—; quisiera tener una conversación particular.

Después, en voz baja:

— Es sobre un asunto ..., ya sabe.

Charles enrojeció hasta las orejas.

— ¡Ah sí! ... Efectivamente.

Y en su turbación, dirigiéndose a su mujer.

— ¿No podrías, querida?

Ella entendió, y de inmediato se levantó, y Charles dijo a su madre:

—¡No es nada!; seguramente cualquier nimiedad de los gastos de la casa.

No quería que su madre se enterase del asunto del pagaré, pues temía su juicio.

Una vez solos, monsieur Lheureux se puso a felicitar a Emma, en términos bastante claros, sobre la herencia, después de hablar de cosas triviales, de los frutales, de la cosecha y de su propia salud, que iba siempre así, así, ni bien ni mal. La verdad era que trabajaba como un condenado, y eso para no ganar, a pesar de lo que la gente decía, ni para mantequilla que untar en el pan.

Emma lo dejaba hablar. ¡Llevaba dos días aburriéndose tanto!

— ¿Y ya está usted completamente bien? —continuó el hombre—. ¡No se imagina usted lo mucho que se ha preocupado su pobre marido! Él es un buen hombre, por más que él y yo hayamos tenido dificultades.

Emma preguntó cuáles, pues Charles le había ocultado las negociaciones con el traficante.

— ¡Oh, ya se imaginará usted! —dijo Lheureux—. Fue por aquellos caprichos de usted; los baúles de viaje.

Se había bajado el sombrero sobre los ojos, y, con las dos manos a la espalda, sonriendo y silbando entre dientes, la miraba de frente, de una manera insoportablemente insolente. ¿Sospecharía algo? Emma estaba perdida en toda clase de temores. Pero Lheureux continuó al fin:

— Nos reconciliamos, y ahora vengo a proponerle un arreglo.

Se trataba de renovar el pagaré firmado por Bovary. De todos modos, el señor haría lo que quisiera; no debía preocuparse, sobre todo ahora que iba a tener tantos quebraderos de cabeza.

— Y hasta haría mejor en descargarse de ellos en alguien, en usted, por ejemplo; con un poder se arreglaría la cosa; y entonces usted y yo haríamos ciertos negocios...

Emma no entendía. Lheureux se calló. Luego, pasando a su negocio, dijo que la señora no tenía más remedio que comprarle algo. Le mandaría una tela de Baréges negra, doce metros, para hacerse un vestido.

— El que viste usted es bueno para la casa; pero necesitará otro para las visitas. Lo vi de inmediato, nada más entrar, a la primera ojeada; yo tengo una vista americana.

No mandó la tela, la llevó él mismo. Después volvió para calcular cuántas varas se necesitaban, y con otros pretextos, procurando hacerse simpático y servicial, se fue enfeudando, como decía Homais, y siempre dejando caer uno que otro comentario sobre el poder. No hablaba del pagaré, y Emma no pensaba en él. Charles, al prineipio de la convalecencia, le había contado algo; pero había tenido tantas cosas en la cabeza que ya no se acordaba. Por otra parte, evitaba iniciar alguna disensión de intereses; a madame Bovary le extrañó esto, y atribuyó el cambio de humor a los sentimientos religiosos que había contraído cuando estuvo enferma.

Pero cuando se marchó la suegra, Emma no tardó en maravillar a su marido por su buen sentido práctico. Habría que informarse, comprobar las hipotecas, ver si había lugar a una subasta o a una liquidación.

Empleaba términos técnicos, vinieran o no al caso; pronunciaba grandes palabras de orden, de porvenir, de previsión; tanto que un día le enseñó el modelo de una autorización general para regir y administrar sus asuntos, tomar cualesquiera empréstitos, firmar y endosar pagarés, pagar cantidades, etcétera. Había aprovechado las lecciones de Lherueux.

Charles, ingenuamente, le preguntó de dónde procedía aquel papel.

— De monsieur Guillaumin.

Y, con la mayor tranquilidad del mundo, añadió:

— No me fío mucho de él: ¡los notarios tienen tan mala fama! Quizás habria que consultar ... No conocemos más ... ¡Oh, a nadie!

— A no ser que León ... —replicó Charles, que estaba pensando. Pero era difícil entenderse por correspondencia. Entonces Emma se ofreció a hacer aquel viaje. Él le dio las gracias pero le dijo que sería mucha molestia. Fue un forcejeo de amabilidades. Por fin, Emma exclamó en un tono de fingida resignación:

— No, déjame, iré yo.

— ¡Qué buena eres! —dijo Charles, inclinando la frente.

Al día siguiente. Emma tomó la Golondrina para ir a Ruán a consultar a monsieur León; y allí se quedó tres días.
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