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Gustave Flaubert

MADAME BOVARY

SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO TERCERO



Cuando se despertó al día siguiente, vio al pasante en la plaza. Emma estaba sin arreglar, León levantó la cabeza y la saludó. Emma hizo una inclinación rápida y volvió a cerrar la ventana.

León estuvo esperando todo el día a que llegaran las seis; pero, al entrar en la hostería, no encontró a nadie más que a monsieur Binet, sentado a la mesa.

Aquella cena de la víspera había sido para él un acontecimiento importante; era la primera vez que hablaba dos horas seguidas con una auténtica dama. ¿Cómo había logrado exponerle con un florido lenguaje todas aquellas cosas que nunca antes había dicho tan bien? Él era un hombre tímido y conservaba esa reserva que participa a la vez del pudor y del disimulo. Los de Yonville lo tenían en muy buen concepto. Escuchaba a las personas mayores y no parecía nada exaltado en asuntos de política, lo que era raro en un joven. Además poseía varios talentos, pintaba muy bien a la acuarela, sabía leer la clave de sol, y le gustaba hacer literatura después de cenar, cuando no jugaba a las cartas. Monsieur Homais lo tenía en alta estima a causa de su ilustración, y madame Homais lo quería por su actitud complaciente, pues muchas veces acompañaba al parque a los hijos del matrimonio, que eran unos niños siempre sucios, muy mal educados y bastante temperamentales, como su madre. Tenían para cuidarlos, además de la muchacha, a Justino, el mozo de la botica, un pariente de monsieur Homais que habían tomado en casa por caridad y que servia al mismo tiempo de criado.

El boticario se portó como el mejor de los vecinos. Informó a madame Bovary sobre los proveedores, le mandó expresamente al que le vendía la sidra, probó él mismo la bebida y se cuidó en la bodega de que el tonel estuviera bien colocado; también indicó la manera de abastecerse de manteca a buen precio y concluyó un trato con Lestiboudois, el sacristán, quien, además de sus funciones sacerdotales y mortuorias, cuidaba los principales jardines de Yonville, por hora o por año, a gusto de los dueños.

No era solamente la necesidad de ocuparse de los demás lo que impulsaba al boticario a tanta cordialidad obsequiosa: él tenía un plan.

Había infringido la ley del 19 Ventoso, año XI, artículo primero, que permite a todo individuo sin título ejercer la medicina; en virtud de esa ley, monsieur Homais, por unas denuncias tenebrosas, hubo de comparecer en Ruán ante el fiscal del rey, en su despacho particular. El magistrado lo recibió de pie, con su toga, armiño en los hombros y birrete en la cabeza. Era por la mañana, antes de la audiencia. Se oían en la galería las fuertes botas de los gendarmes, y como un ruido lejano de grandes puertas que se cerraban. Al farmacéutico le zumbaban los oídos, como si fuera a derrumbarse de una apoplejía; entrevio tenebrosos calabozos, imaginó a su familia sollozando, la farmacia vendida al mejor postor, los frascos tirados por todos lados ... Entonces tuvo que entrar en un café a tomar una copa de ron con agua de Seltz para entonarse.

Poco a poco se fue amortiguando el recuerdo de aquella admonición, y siguió como antes, despachando consultas clandestinas en la rebotica. Pero el alcalde le tenía cariño, los colegas le tenían envidia, y era de temer cualquier cosa, por lo que ganarse a monsieur Bovary con finezas era ganar su gratitud e impedir que hablara más adelante, si notaba algo. En consecuencia, Homais le llevaba el periódico todas las mañanas, y muchas veces, por la tarde, dejaba un momento la farmacia para ir a casa del médico y entablar una conversación agradable.

Charles estaba triste, la clientela no aparecía. Se pasaba largas horas sentado y sin hablar, se iba a dormir a su despacho o miraba coser a su mujer. Para distraerse, se empleó en su propia casa como trabajador de mantenimiento, y hasta probó pintar el desván con un resto del color que habían dejado los pintores. Pero le preocupaban los asuntos de dinero. Había gastado tanto en las reparaciones de Tostes, en los atavíos de su mujer y en el traslado, que se había ido toda la dote, más de tres mil escudos. Y además, ¡cuántas cosas estropeadas en el transporte de Tostes a Yonville, sin contar con el cura de yeso, que se cayó del carro en un tumbo muy fuerte y se rompió en mil pedazos contra el pavimento de Quincapoix!

Pero se le formó una preocupación mayor, el embarazo de su mujer. A medida que se acercaba el momento, la quería más. Aquél era otro lazo de la carne y algo así como el sentimiento continuo de una unión más compleja. Cuando veía de lejos su andar perezoso y girar blandamente su cintura sobre las caderas sin corsé; cuando uno frente a otro la contemplaba bien a su sabor y ella, sentada, tomaba posturas lánguidas en su sillón, ya no cabía en sí de gozo; se levantaba, la besaba, le pasaba las manos por la cara, le llamaba mamacita, quería hacerla bailar, y mitad riendo, mitad llorando, soltaba toda clase de expresiones cariñosas que se le ocurrían. La idea de haber engendrado lo deleitaba. Ya no le faltaba nada. Ahora experimentaba la vida humana en toda su extensión, y se apoyaba con los dos codos sobre la mesa, colmado de apacible satisfacción.

Al principio Emma sintió un gran asombro, y después el deseo de dar a luz lo más pronto posible, para saber qué era aquello de ser madre; pero, como ya no podia hacer los gastos que quería, como tener una cuna en forma de barquilla con cortinas de seda rosa y gorritos bordados; en un acceso de amargura renunció a la canastilla y lo encargó todo de una vez a una costurera del pueblo, sin elegir nada ni discutir nada. De suerte que no se recreó en esos preparativos en los que la ternura de las madres cultiva la ilusión; y así quedó, quizá desde el principio, un tanto atenuado su cariño.

Pero como Charles, en todas las comidas, hablaba del crío, Emma acabó por pensar en él de una manera más continua.

Deseaba que fuese varón, un niño fuerte y moreno; le llamaría Jorge, y aquella idea de tener un hijo varón era como una promesa de desquite de todas sus impotencias pasadas. Por lo menos un hombre es libre, puede recorrer los países, atravesar obstáculos, probar las dichas más lejanas. A una mujer le estaba prohibido todo eso. Inerte e inflexible a la vez, la mujer tiene en su contra todas las morbideces de la carne, junto con las dependencias de la ley. Su voluntad palpita a todos los vientos como el velo de su sombrero sujeto por un cordón; siempre hay algún deseo que tira, alguna conveniencia que coarta.

Dio a luz un domingo, a eso de las seis, al apuntar el alba.

— ¡Es una niña! —dijo Charles.

Emma volvió la cabeza y se desmayó.

Casi inmediatamente, acudió madame Homais y la besó, y lo mismo hizo madame Lefranqois, la patrona del Lion d'Or. El boticario, como hombre discreto, se limitó a dirigirle, por la puerta entreabierta, unas felicitaciones provisionales. Quiso ver a la niña y la encontró bien constituida.

Durante la convalecencia, Emma se preocupó mucho por buscar un nombre para su hija. Empezó por pasar revista a todos los que tenían terminaciones italianas, como Clara, Luisa, Armanda, Atala; le gustaba bastante Galsuinda, y más aún Isolda o Leocadia. Charles deseaba que la niña se llamara como su madre, pero Emma se oponía. Recorrieron el calendario de cabo a rabo, y consultaron a los extraños.

— A monsieur León —decia el boticario—, con quien hablaba el otro dia, le extraña que no elijan ustedes Magdalena, que es un nombre que está muy de moda.

Pero la madre de Bovary protestó enérgicamente contra ese nombre de mujer pecadora. En cuanto a monsieur Homais, tenía predilección por todos los que recordaban a un gran hombre, un hecho ilustre o una idea generosa, y con arreglo a esto habían bautizado a sus cuatro hijos. Asi, Napoleón representaba la gloria y Franklin la libertad; Irma era quizá una concesión al romanticismo; pero Ataba era un homenaje a la más inmortal obra maestra del teatro francés, pues sus convicciones filosóficas no impedían sus admiraciones artísticas; en él, el pensador no mataba al hombre sensible; él sabía establecer diferencias, separar la imaginación del fanatismo. En esta tragedia, por ejemplo, censuraba las ideas, pero admiraba el estilo; maldecía el concepto, pero aplaudía los detalles, y se exasperaba contra los personajes a la vez que se entusiasmaba con sus discursos. Cuando leía los grandes parlamentos se embelesaba; pero cuando pensaba que los beatos sacaban partido de aquello, se desesperaba, y, en esta confusión de sentimientos que le embarullaba el pensamiento, hubiera querido al mismo tiempo glorificar a Racine y dirimir con él toda clase de asuntos filosóficos.

Por fin, Emma se acordó de que en el palacio de La Vaubyessard había oído llamar Berta a una muchacha; inmediatamente quedó elegido el nombre, y, como el tío Rouault no podía ir al bautizo, rogaron a monsieur Homáis que fuera padrino. Los regalos que hizo fueron todos productos de su establecimiento: seis cajas de azulfaifas, un bote entero de racahut, tres onzas de pasta de malvavisco, y por si eso fuera poco seis palos de azúcar cande que encontró en su armario. La noche de la ceremonia hubo una gran cena a la que asistió el cura. A la hora de los licores, monsieur Homais entonó Le Dieu des bonnes gens, monsieur León cantó una barcarola y madame Bovary madre, que era la madrina, una romanza de los tiempos del Imperio; por último, monsieur Bovary padre exigió que bajaran a la niña y se puso a bautizarla con una copa de champagne que le fue vaciando sobre la cabecita. Esta burla del primero de los sacramentos indignó al abate Bouumisien; Bovary padre replicó con una cita de La guerra de los dioses; el cura quiso marcharse; las señoras suplicaban y se interpuso Homais, con lo que se logró que el eclesiástico volviera a sentarse y retomara su taza de café a medio beber.

Monsieur Bovary padre se quedó un mes en Yonville, donde deslumbró a los bailarines con un soberbio gorro de policía con galones de plata, que llevaba por la mañana para ir a fumar su pipa en la plaza. Como tenía también la costumbre de beber mucho aguardiente, solía mandar a la criada al Lion d'Or a comprarle una botella que apuntaban en la cuenta de su hijo; y, para perfumarse los pañuelos, gastó toda la provisión de agua de Colonia que tenia su nuera.

A ésta no le desagradaba su compañía. Era un hombre que había corrido mundo; hablaba de Berlín, de Viena, de Estrasburgo, de sus tiempos de militar, de las amantes que había tenido, de las grandes comidas que había hecho; después se ponía cariñoso e incluso a veces, en la escalera o en el jardín, la tomaba por la cintura exclamando:

— ¡Charles, ten cuidado!

Madame Bovary temió por la felicidad de su hijo, y, en previsión de que su esposo ejerciera, a la larga, una influencia inmoral sobre las ideas de la nuera, anticipó la marcha. Quizá tenía inquietudes más graves. Monsieur Bovary era un hombre que no respetaba nada.

Un día, Emma sintió de pronto la necesidad de ver a su niña, que habían dado a criar a la mujer del carpintero, y, sin mirar en el calendario si habían pasado las seis semanas de la Virgen prescritas, se dirigió a casa de Rollet, que estaba al final del pueblo, al pie de la cuesta, entre el camino real y las praderas.

Era mediodía; las casas tenían cerrados los postigos y los techos de teja, que relucían bajo la luz violenta del cielo azul, parecían echar chispas en la cresta de sus aguilones. Soplaba un viento sofocante. Emma se sentía débil al andar, la herían los guijarros de la acera; estuvo por volverse a casa o entrar en algún sitio para sentarse.

En este momento salió León de una puerta vecina, con un legajo de papeles bajo el brazo. Se acercó a saludarla y se puso a la sombra delante de la tienda de Lheureux, bajo el toldo gris que sobresalía.

Madame Bovary dijo que iba a ver a su hija, pero que empezaba a estar cansada.

— Sí ... —dijo León, sin atreverse a seguir hablando.

— ¿Tiene algo que hacer en alguna parte? —preguntó Emma.

Y ante la respuesta negativa del pasante, le rogó que la acompañara. Aquella misma noche corrió el rumor en todo Yonville, y madame Tuvache, la mujer del alcalde, dijo delante de su criada que madame Bovary se estaba comprometiendo.

Para ir a casa de la nodriza, pasada la calle, había que doblar a la izquierda, como para ir al cementerio y seguir entre casuchas y corrales, un pequeño sendero bordeado de alheñas que estaban en flor, y también las verónicas, los escaramujos, las ortigas y las gráciles zarzas que emergían por todos lados entre los matorrales; por los huecos de los setos se veía en las casuchas alguno que otro cerdo sobre un estercolero, o alguna vaca atada frotando los cuernos contra el tronco de un árbol. Caminaban despacio, muy juntos, apoyándose ella sobre él, y ajustando él su avance al paso de ella; los precedía un enjambre de moscas que zumbaban en el aire caliente.

Reconocieron la casa por un viejo nogal que le daba sombra. Baja y con la techumbre de tejas pardas, colgaba hacia afuera, de la claraboya del desván, una ristra de cebollas, empinadas contra el seto de espino, había un campo sembrado de lechugas y bordeado por matas de guisantes en flor. Corría un arroyo de agua sucia que se desparramaba sobre la hierba, y alrededor se extendían unos andrajos recién lavados que se secaban al sol; medias de punto, una camisola de indiana roja y una gran sábana de algodón tendida a lo largo del seto. Al escuchar el ruido de los recién llegados, acudió la nodriza, quien daba de mamar a un niño y con la otra mano tiraba de un pobre chico raquítico, con la cara llena de pústulas, hijo de un tendero de Ruán y al que los padres, demasiado ocupados en su negocio, dejaban largas temporadas en el campo.

— Entre —dijo la mujer—; su niña está durmiendo.

La habitación, en la planta baja, única en la vivienda, tenía en el fondo, contra la pared, una ancha cama sin cortinas, mientras que una artesa ocupaba el lado de la ventana, que tenía un cristal roto y pegado con un sol de papel azul. En la esquina, detrás de la puerta, unos borceguíes de clavos brillantes colocados sobre la piedra del lavadero, junto a una botella llena de aceite con una pluma en el gollete; un Mathieu Laensberg tirado en la chimenea polvorienta, entre piedras de escopeta, cabos de vela y trozos de yesca. La última de las cosas excéntricas que había en esa casa era una Fama soplando en una trompeta, seguramente una estampa recortada de algún folleto de perfumería y clavada en la pared con seis tachuelas.

La niña de Emma dormía en el suelo, en una cuna de mimbre. La tomó con la colcha que la envolvía y se puso a cantar suavemente, balanceándose.

León se paseaba por el cuarto; le parecía extraño ver aquella bella dama con su elegante vestido en medio de aquella miseria. Madame Bovary enrojeció; León se apartó, creyendo que quizás que sus ojos habían expresado alguna impertinencia. Después Emma volvió a acostar a la pequeña, que acababa de vomitar sobre la gorguera. La nodriza se acercó en seguida a limpiarla, asegurando que no se notaría.

— Siempre estamos igual —decía—, y yo no hago más que limpiarla a cada momento. Asi que si me hiciera usted la merced de mandarle a Camus, el tendero, que me deje sacar un poco de jabón cuando haga falta, y sería más cómodo para usted, ya que así no la molestaría.

— ¡Bueno, bueno! —dijo Emma—. ¡Hasta otro día, tía Rollet!

Y salió, limpiándose los pies en el umbral.

La buena mujer los acompañó hasta el extremo del corral, sin dejar de hablar de lo que le costaba levantarse por la noche.

— A veces estoy tan cansada que me duermo en la silla, así que por lo menos debía usted darme una libreta de café molido que me duraría un mes y lo tomaría por la mañana, con leche.

Después de soportar las expresiones de agradecimiento de la nodriza, madame Bovary se marchó; ya en el sendero, le hizo volver la cabeza un ruido de zuecos; era la nodriza.

— ¿Qué pasa?

La nodriza la llevó aparte, detrás de un olmo, y se puso a hablarle de su marido, que, con su oficio y seis francos al año que el capitán ...

— Acabe de una buena vez —dijo Emma.

— Es que —continuó la nodriza, suspirando a cada palabra— tengo miedo de que le dé pena verme tomar sola el café; ya sabe usted, los hombres ...

— ¡Lo tendrá, lo tendrá —repetía Emma—, yo se lo daré! ... ¡Déjeme en paz!

— ¡Ay, señora!, es que con las heridas le han quedado unos terribles calambres en el pecho ..., y dice que hasta la sidra le da flojera.

— ¡Acabe de una vez, tía Rollet!

— Pues mire —continuó la mujer, haciendo una reverencia—, si no fuera mucho pedir —y le lanzaba una mirada suplicante—, un pequeño jarrito de aguardiente —soltó por fin—, y con el mismo aguardiente le daría friegas en los pies a su pequeña, que los tiene tiernecitos como la lengua.

Ya libre de la nodriza, Emma volvió a tomarse del brazo de monsieur León. Anduvo deprisa durante un rato, después acortó el paso y su mirada, que antes se pasaba hacia adelante, encontró el hombro de un muchacho cuya levita tenía un cuello de terciopelo negro. Sobre él le caía el pelo, castaño, liso y bien peinado. Emma le miró las uñas, más largas de como se llevaban en Yonville. Cuidárselas era una de las grandes ocupaciones del pasante, y para ello tenía en su escritorio un cortaplumas especial.

Volvieron a Yonville siguiendo la orilla del río. En la estación cálida, la ribera, más ancha, dejaba descubiertos hasta la base los muros de las huertas de las que descendían unos escalones hasta el río. Corría éste sin ruido, rápido y frío a la mirada; unas hierbas delgadas se curvaban juntas en la superficie, según la corriente que las impulsaba y se extendían sobre su limpidez como cabelleras verdes. De vez en cuando, un insecto de patas finas andaba o se posaba en la punta de los juncos o en la hoja de los nenúfares. Un rayo de sol atravesaba las pequeñas pompas azules de las ondas, que se sucedían rompiéndose; los viejos sauces deshilachados reflejaban en el agua su corteza gris; más allá, en todo el contorno, la pradera parecía vacía. Era la hora de comer en las granjas, y Emma y su compañero no oían más que la cadencia de sus pasos sobre la tierra de la vereda; las palabras que se decían y el roce del vestido de Emma que susurraba en torno a ella.

Los muros del jardín, rematados eon cascos de botellas, estaban calientes como la cristalería de un invernadero. Entre los ladrillos hablan brotado mostazas silvestres, y madame Bovary, al pasar, desgranaba en polvo amarillo, con el borde de la sombrilla abierta, un poco de las flores marchitas, o bien resbalaba un momento sobre la seda, enredándose en los flecos alguna rama de madreselvas.

Hablaban de una compañía de bailarines españoles que esperaban en el teatro de Ruán.

— ¿Irá usted? —preguntó Emma.

— Si puedo —contestó él.

¿No tenían otra cosa que decirse? Sin embargo, sus ojos estaban ávidos de una conversación más seria; y, mientras se esforzaban por encontrar frases triviales, se iban sintiendo invadidos por cierta languidez; era como un murmullo del alma, profundo, continuo, que dominaba el de las voces. Sorprendidos por aquella nueva dulzura, no pensaban en contarse la sensación o en descubrir su causa. Las felicidades futuras, como los ríos de los trópicos, proyectan sobre la inmensidad que las precede las suavidades que les son propias, una brisa perfumada, y los que las perciben se adormecen en ese arrobamiento sin cuidarse siquiera de la existencia de un horizonte que no se vislumbra.

En un lugar del camino, la tierra estaba desmoronada por el paso de los animales; asi que tuvieron que andar sobre grandes piedras verdes, espaciadas en el fango. A veces, Emma se detenía para mirar dónde poner su bota, y, vacilando sobre la piedra que se movía, con los codos en el aire, inclinado el busto, indecisa la mirada, reía de miedo de caer en los charcos.

Cuando llegaron ante la huerta de los Bovary, Emma empujó la pequeña barrera, subió corriendo las escaleras y desapareció.

León volvió a su estudio. El patrón estaba ausente. Echó una hojeada a los documentos, cortó una pluma, cogió el sombrero y se marchó.

Se dirigió al Pastizal, en lo alto de la cuesta de Argueil, a la entrada del bosque; se tendió en el suelo debajo de los pinos y miró el cielo a través de los dedos.

¡Cómo me aburro! —se decía—, ¡cómo me aburro!.

Se daba lástima por vivir en aquel pueblo, con Homais por amigo y monsieur Guillaumin por patrón. Este, muy absorbido por los negocios, con anteojos de montura de oro y patillas pelirrojas sobre una corbata blanca, no entendía nada de delicadezas espirituales, aunque se daba un aire de sofisticación a la inglesa que deslumbró al pasante en los primeros tiempos de su estancia en el pueblo. En cuanto a la mujer del boticario, sin duda era la mejor esposa de Normandía, dulce como un cordero, amante de sus hijos, de su padre, de su madre, de sus parientes, llorando por los males ajenos, llevándolo todo en su casa, detestando los corsés; pero tan lenta en sus movimientos, tan aburrida de escuchar siempre lo mismo, de un aspecto tan vulgar y de una conversación tan limitada que León nunca pensó, aunque tuviera treinta años, aunque tuviera veinte, y durmiesen puerta con puerta, y hablara con ella cada día, que pudiera ser una mujer para alguien ni que tuviera de su sexo otra cosa que el vestido.

¿Y qué más había? ... Binet, unos cuantos comerciantes, dos o tres taberneros, el cura, y por último monsieur Tuvache, el alcalde, con sus dos hijos, gente acomodada, tosca, obtusa, que cultivaban ellos mismos sus tierras, que hacían comilonas en familia, devotos, eso sí, y de una compañía absolutamente insoportable.

Pero, sobre el fondo común de todos aquellos rostros humanos, se destacaba la figura de Emma, sin embargo aislada y más lejana; pues él sentía que entre ellos dos se abría un gran abismo.

Al principio había ido a su casa varias veces en compañía del boticario. Charles no parecía muy interesado en recibirlo, y León no sabía cómo arreglárselas entre el miedo de ser indiscreto y el deseo de una intimidad casi imposible.
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