Presentación de Omar CortésTercera parte - Capítulo segundoTercera parte - Capítulo cuarto Biblioteca Virtual Antorcha

Gustave Flaubert

MADAME BOVARY

TERCERA PARTE

CAPÍTULO TERCERO



Fueron tres días densos, exquisitos, espléndidos, una verdadera luna de miel.

Estaban en el hotel de Boulogne, en el puerto, y alli permanecían siempre con los postigos cerrados, las puertas clausuradas, las flores por el suelo y jarabes con hielos que les traían desde la mañana.

Al atardecer tomaban una barca cubierta y se iban a cenar a una isla.

Era la hora en que se oía en los astilleros retumbar el mazo de los calafateros contra el casco de los barcos. Surgía de entre los árboles el humo del alquitrán, y sobre el rio se veían grandes goterones de grasa, ondulando desigualmente bajo el color púrpura del sol, como placas de bronce florentino que flotaran en el aire.

Por el centro flotaban barcas atadas unas a otras, y sus quillas se rozaban con los movimientos del agua.

Asi se iban alejando de los ruidos de la ciudad, del rodar de los carros, del tumulto de voces, del ladrar de los perros sobre el puente de los navios. Emma se desataba el sombrero y llegaba a su isla.

Entraban en la sala baja de una taberna, que tenia colgadas a la puerta unas redes negras. Comían fritura de pescado y crema con cerezas. Se tumbaban en la hierba; se escondían bajo los álamos para besarse, habrían querido vivir perpetuamente, como dos Robinsones, en aquel paraje lleno de beatitud, que les parecía el más hermoso del mundo. No era la primera vez que veían árboles, el cielo azul, el césped de un verde intenso; no era la primera vez que oían correr el agua y la brisa soplando en el follaje; pero seguramente nunca habían admirado todo esto, como si antes no existiera la naturaleza, o como si no hubiera empezado a ser bella hasta que ellos hubieran satisfecho sus deseos.

Por la noche volvían. La barca bordeaba las islas. Ellos se mantenían en el fondo, escondidos por las sombras, sin hablar. Los hierros cuadrados sonaban entre los toletes de hierro, y era como si llevaran el compás como un metrónomo, mientras que, por detrás, la cuerda que los arrastraba no interrumpía su pequeño y leve chapoteo en el agua.

Una vez salió la luna, y ellos no dejaron de hacer frases, encontrando el astro melancólico y lleno de poesía; Emma hasta se puso a cantar:

- Aquella tarde, ¿te acuerdas? ... Navegábamos sobre las aguas ...

Su voz armoniosa y suave se perdía sobre las olas, y el viento se llevaba los trinos, que León escuchaba pasar, como un batir de alas, en torno a él.

Emma estaba enfrente, apoyada contra la pared de madera de la barca, donde entraba la luna por una de las paredes abiertas. Su vestido negro, cuyos pliegues se extendían en abanico, la adelgazaban, la hacian más alta. Tenía la cabeza levantada, las manos juntas y los ojos mirando al cielo. A veces la sombra de los sauces ocultaba su rostro casi por completo, y después reaparecía de pronto, como una visión despertada por la luz de la luna.

León, sentado en el suelo, junto a ella, encontró una cinta de seda. El barquero la miró y dijo:

— ¡Ah!, puede que sea de una de las muchachas de la compañía de teatro que paseé el otro día. Vinieron un montón de comediantes, señores y señoras con pasteles, champagne, cornetines y toda la pesca. Había sobre todo un gran mozo, con un bigotito que era muy divertido, y todos le decían: Vamos, Adolfo, o Rodolfo ..., no sé. Cuéntanos algo.

Emma se estremeció.

— ¿Te encuentras mal? —le preguntó León acercándose a ella.

— ¡Oh, no es nada! Seguramente el fresco de la noche.

— Seguramente a ése tampoco le faltan mujeres bellas a su alrededor —dijo el viejo marinero, creyendo que eso halagaría al forastero.

Después, escupiendo las manos, volvió a tomar los remos.

Pero finalmente no quedó más remedio que aceptar la separación. Los adioses fueron tristes. Él mandaría sus cartas a casa de la tia Rollet; Emma le hizo recomendaciones tan precisas respecto de la manera de hacer seguros esos envíos que León se sorprendió un poco, pero admiró su astucia.

— Entonces, ¿dices que todo está bien? —le preguntó León en el último beso.

— Si, desde luego —respondió ella.

Después, caminando solo por la calle, de regreso a su hospedaje, León pensó:

- ¿Por qué tendrá tanto interés en esa carta-poder?
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