Presentación de Omar CortésTercera parte - Capítulo terceroTercera parte - Capítulo quinto Biblioteca Virtual Antorcha

Gustave Flaubert

MADAME BOVARY

TERCERA PARTE

CAPÍTULO CUARTO



Desde entonces, León adoptó ante sus cantaradas un aire de superioridad, con frecuencia se abstenía de las relaciones sociales y descuidaba los estudios. Sólo esperaba las cartas de ella, las leía una y otra vez, le escribía, la evocaba con toda la fuerza de su deseo y de sus recuerdos. En vez de menguar con la ausencia, el deseo de volver a verla se le exacerbó tanto que un sábado por la mañana se escapó del estudio, y se fue a Yonvílle.

Cuando, desde lo alto de la cuesta divisó en el valle el campanario de la iglesia con su bandera de hojalata que giraba al viento, sintió esa delectación, mezcla de vanidad triunfante y de entretenimiento egoísta, que deben sentir los millonarios cuando vuelven a visitar su pueblo.

Fue a rondar en torno a su casa. Una luz brillaba en la cocina. Asechó su sombra detrás de las cortinas. No apareció nada.

La tía Lefrancois, al verlo, lanzó grandes exclamaciones, y lo encontró más alto y más flaco, mientras que Artemisa lo encontró más gordo y más moreno.

Comió en el comedor pequeño, como en otros tiempos, pero solo, sin su preceptor, pues Binet, cansado de oír la Golondrina, había acabado por adelantar definitivamente su cena una hora, y se presentaba a las cinco en punto, quejándose a veces de que el viejo armatoste se retrasaba.

Por fin, León se decidió y fue a llamar a la puerta del médico. La señora estaba en su habitación, de donde no bajó sino hasta pasado un cuarto de hora. El doctor se mostró encantado de volver a verlo; pero no se ausentó de casa en todo ese día ni el día siguiente.

Finalmente se pudieron ver a solas, por la noche, muy tarde, en el sendero del jardín —¡en el mismo lugar donde veía al otro!—. Llovía y ellos hablaban muy cerca, cubriéndose con un paraguas, iluminado de vez en vez por el resplandor de los relámpagos.

A ambos les resultaba intolerable la separación.

— ¡Sería preferible morir! —decía Emma.

Se retorcía sobre su brazo, bañada en lágrimas.

— ¡Adiós! ... ¡Adiós! ... ¿Cuándo volveré a verte?

Volvieron sobre sus pasos para besarse otra vez, y entonces hizo ella la promesa de encontrar muy pronto, por cualquier medio, la ocasión permanente de verse en libertad, al menos una vez por semana. Emma no dudaba de su amor por León. Por otra parte, estaba llena se esperanzas, pues pronto iba a llegarle dinero.

Compró para su cuarto unas cortinas amarillas de anchas rayas que monsieur Lheureux le había asegurado que eran muy baratas; soñaba con una alfombra, y Lheureux la animaba diciendo que aquello era algo que ella merecía, comprometiéndose muy amablemente a proporcionarle una. Emma no podía pasar sin sus servicios, mandaba a buscarlo cada dia veinte veces, él se plantaba en su casa con sus géneros, sin permitirse un murmullo. Y no se entendía por qué la tía Rollet almorzaba en casa de Emma todos los días y hasta le hacía visitas particulares. En esta época, es decir, al comenzar el invierno, le dio como una gran fiebre musical.

Una vez que Charles estaba escuchándola, volvió a empezar cuatro veces seguidas el mismo trozo, y siempre equivocándose, mientras que Charles, sin notar la diferencia, exclamaba:

— ¡Bravo! ... ¡Muy bien! ... ¡Sigue adelante con la melodía!

— ¡No, me ha salido horrible! Tengo los dedos entumecidos.

Al día siguiente. Charles le rogó que le volviera a tocar algo.

— ¡Bueno, por darte gusto!

Y Charles confesó que se había perdido un poco. Se equivocaba de pentagrama, se embarullaba; después, parando en seco:

— ¡Oh!, ¡cada día estoy peor! Tendría que tomar lecciones, pero ...

Se mordió los labios y añadió:

— Veinte francos por lección, ¡es demasiado caro!

— Sí, en efecto ... un poco ... —dijo Charles con una risita bobalicona—. Sin embargo, creo que se podría conseguir por menos, pues hay artistas sin fama que muchas veces valen más que las celebridades.

— ¡Búscalos! —dijo Emma.

Al día siguiente, al volver, la recibió con una risilla maliciosa y le soltó lo siguiente:

— ¡Qué tozuda eres! Hoy estuve en Barfeuchéres y vi a madame Liégard, quien me ha asegurado que sus tres hijas, que están en la Misericordia, toman lecciones por cincuenta sous la sesión, ¡y de una maestra famosa!

Emma se encogió de hombros y no volvió a abrir el piano.

Pero cuando pasaba frente al instrumento, si su marido andaba por ahí, ella suspiraba:

— ¡Ah, mi pobre piano!

Y cuando iban a verla, no dejaba de contar que había abandonado la música y que ahora no podía volver a ella por causa mayor. La compadecían. ¡Qué lastima, ella que tenía tanto talento! Muchos hablaban de una manera que avergonzaba a Bovary, sobre todo el boticario:

— ¡Hace usted mal! Nunca se deben dejar en un estado abrupto las facultades que nos da la naturaleza. Además, piense usted, mi buen amigo, que animando a la señora a estudiar, economiza usted para más adelante en la educación musical de su hija. Yo pienso que las mujeres deben instruir ellas mismas a sus hijos. Esa es una idea de Rousseau, quizá un poco revolucionaria todavía, pero acabará imponiéndose; estoy tan seguro de ello como de la lactancia materna y de la vacuna.

Charles volvió una vez más sobre esta cuestión del piano, pero Emma respondió con un tono drástico y amargo, diciendo que era mejor venderlo, con todo y que el desprenderse de él era como el suicidio de un aparte de sí misma.

— Si tú quisieras ... —le decía a Emma—, una lección de vez en cuando no sería muy ruinoso.

— Pero las lecciones —replicaba ella—, sólo son provechosas cuando se dan seguidas.

Y así se las arregló para obtener de su esposo permiso para ir a la ciudad una vez por semana a ver a su amante. Al cabo de un mes, encontraron que había adelantado mucho.
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