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Gustave Flaubert
MADAME BOVARY
PRIMERA PARTE
CAPÍTULO QUINTO
La fachada de ladrillos seguía exactamente la línea de la orilla de la calle, o más bien de la carretera. Detrás de la puerta estaban colgados un abrigo de esclavina, una brida, una gorra de cuero negro, y, en un rincón, tiradas en el suelo, se encontraban unas polainas todavía cubiertas de barro seco. A la derecha estaba la sala, es decir, la habitación que servía a la vez de comedor y de cuarto de estar. Un papel amarillo canario, rematado en la parte superior con una guirnalda de flores pálidas temblaba sobre la tela no muy tensa, a lo largo de las ventanas se entrecruzaban unas cortinas de calicó blanco con una cenefa en rojo, y sobre la estrecha repisa de la chimenea resplandecía un reloj y junto, entre dos candeleros de plata chapada, se encontraba un pequeño busto de Hipócrates. Al otro lado del pasillo se encontraba el despacho de Charles, que era un cuarto pequeño, de unos seis pasos de largo, con una mesa, tres sillas y un sillón de escritorio. Los viejos tomos del Diccionario de las ciencias médicas, con sus hojas sin cortar, pero cuya encuadernación había sufrido mucho daño en las sucesivas ventas que había tenido, eran casi los únicos libros que había en los estantes seguramente destinados a convertirse en biblioteca. Durante las consultas penetraba a través de la pared el aroma de los guisos, y en la cocina se oía toser a los enfermos y contar toda su historia. A continuación, comunicándose directamente con el patio donde estaba la cuadra, había una gran nave muy deteriorada que tenía un fogón y ahora servía de depósito de leña y de bodega que estaba llena de chatarra, barriles vacíos, aperos de labranza, toda clase de objetos fuera de uso y algunas cosas cuya utilidad era imposible adivinar.
El huerto, más largo que ancho y bordeado por dos grandes muros de adobe y algunos árboles de albaricoque que lo separaban del campo abierto, tenía en el centro un reloj de pizarra, sobre un pedestal de mampostería junto a los setos más cuidados del jardín; y al fondo, bajo las frondas de unas piceas, se encontraba el busto de yeso de un monje leyendo su breviario.
Emma subió a las habitaciones. La primera de ellas no estaba amueblada; pero la segunda, que era el dormitorio conyugal, tenía una cama de caoba con un dosel del que colgaban unos festones rojos. Sobre la cómoda, a manera de decoración, se encontraba una caja llena de conchas, y sobre el escritorio, junto a la ventana, en una garrafa, había un ramo de flores de azahar, atado con unas cintas de raso blanco; era un ramo de novia ... ¡El ramo de la otra, de la primera esposa! Emma lo miró con desasosiego; Charles se dio cuenta, lo tomó y fue a arrumbarlo en el desván, mientras Emma, sentada en un sillón y esperando que dispusieran las cosas a su alrededor, pensaba en su propio ramo de novia, metido en una caja, y se preguntaba, pensativa, qué harían con él si por casualidad ella muriera.
Los primeros días se dedicó a pensar en los cambios que había que hacer en la casa. Quitó los globos de vidrio de los candeleros, mandó empapelar de nuevo, pintar la escalera y hacer bancos en el jardín, alrededor del reloj de sol; hasta preguntó qué había que hacer para tener un estanque de surtidor con peces; y su marido, sabiendo que le gustaba pasear en coche, encontró un carricoche de ocasión que, una vez provisto de nuevos fanales y de guardabarros de cuero picado, parecía como nuevo.
Charles, pues, era muy feliz y no tenía preocupación alguna. Una comida los dos solos, un paseo vespertino por el camino real, una pasada de su mano por el pelo de su mujer, el ver su sombrero de paja colgado en el exterior de alguna ventana, y muchas otras cosas en las que Charles no había sospechado nunca que se pudiera encontrar placer, ahora se habían convertido en la rúbrica de su dicha. Por la mañana , en la cama y juntas las dos cabezas
sobre la almohada, miraba pasar la luz del sol entre el apenas perceptible
vello de sus blancas mejillas, medio cubiertas por el gorro de dormir. Desde
una distancia tan cercana, sus ojos parecían más grandes, sobre todo cuando,
al despertar, abría los párpados varias veces seguidas; entonces sucedía que
sus ojos eran negros en la sombra y de un azul oscuro a plena luz, como si
hubieran tenido capas de colores sucesivos; unas capas que, más espesas en
el fondo, se iban aligerando hacia la superficie. En esos momentos, los ojos
de Charles se perdían en aquellas profundidades, y en ellos se reflejaba él
mismo, infinitamente pequeño, con el pañuelo en la cabeza y el cuello de la
camisa entreabierto. Entonces se levantaba, se vestía, y Emma se asomaba
a la ventana para verlo partir, apoyando los codos en el alféizar, entre las
macetas de geranios, suelto el peinado que le caia en los hombros. Charles,
en la calle, se abrochaba las hebillas de las espuelas, apoyando los pies en el guardacantón, y ella, hablándole desde arriba, a la vez que arrancaba con la boca una brizna de flor o de verde, la lanzaba sobre él y la brizna revoloteaba, planeaba, describía semicírculos en el aire, como un pájaro, y, antes de caer, se aferraba a las crines mal peinadas de la vieja yegua blanca, inmóvil en la puerta. Charles, a caballo, le mandaba un beso; ella respondía con un gesto, cerraba la ventana. Charles se marchaba. Y entonces, en la carretera que extendía sin fin su larga cinta de tierra floja, por los caminos hondos donde los árboles se curvaban en bóveda; por las veredas donde las espigas del trigo le llegaban hasta las rodillas, con el sol en la espalda y el aire matinal en las aletas de la nariz, colmado el corazón de las delicias de la noche, tranquilo el ánimo y satisfecha la carne, iba rumiando su ventura, como aquellos que, después de la comida, siguen repitiendo el gesto de masticar las trufas que ya están digiriendo. Se preguntaba entonces en cuál época de su vida habia sido realmente feliz. ¿En los tiempos del colegio, cuando estaba encerrado entre aquellos altos muros, solo, en medio de sus compañeros, todos ellos más ricos y más capaces que él en las clases, a los que hacia reír su acento, que se burlaban de su manera de vestir y cuyas madres acudían al locutorio cargadas de golosinas en los manguitos? ... ¿Después, cuando estudiaba medicina y nunca tenía la bolsa lo bastante provista como para invitar a alguna obrerilla que hubiera podido ser su amante? Y luego, catorce años viviendo al lado de la viuda, cuyos pies, en la cama, estaban siempre fríos como témpanos. Ahora, y para toda la vida, él era dueño de esta linda mujer a la que adoraba. Para él, el mundo no iba más allá del vuelo de su falda; a veces se acusaba de no amarla lo suficiente; pero ardía en deseos de verla, y entonces daba la vuelta, regresaba a la casa y subía la escalera con el corazón palpitante. Emma estaba arreglándose en su habitación. Charles se le acercaba a hurtadillas, la besaba en la espalda ..., ella lanzaba un grito. Charles no podía contener el deseo de tocar su peine, sus sortijas, su chal; a veces le daba grandes besos en las mejillas o en la boca, y otras veces eran unos besillos en fila a lo largo del brazo desnudo, desde la punta de los dedos hasta el hombro; y ahí ella lo rechazaba, sonriente y con un gesto de fingido enfado, en esos momentos él se sentía como un niño que se siente seguro y feliz pegado a las faldas de su madre.
Antes de casarse, se había creído enamorado; pero como la felicidad que debía resultar de ese amor llegó de la manera que él esperaba, quería saber qué se entendía exactamente con las palabras felicidad, pasión, anhelo ..., y muchas otras que había leído en libros y que ahora le parecían de una importancia vital.
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