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Gustave Flaubert
MADAME BOVARY
PRIMERA PARTE
CAPÍTULO SEXTO
Había leído Paul et Virginie y había soñado con la cabaña de bambúes, con el negro Domingo, con el perro fiel; pero sobre todo con la dulce amistad de algún buen hermanito que subiera a la copa de los grandes árboles a bajar frutos para ella. Que corriera descalzo por la arena para encontrarle un nido de pájaro.
Cuando cumplió trece años. Su padre la llevó a la ciudad para ingresarla en un convento. Se hospedaron en una hostería del barrio de Saint Gervais, donde servían la cena en unos platos pintados con imágenes alusivas a la vida de mademoiselle de la Valliére. En esos dibujos, dañados por todos lados por la cortadura de los cuchillos, se glorificaba la grandeza de la religión, las virtudes del corazón y el boato de la corte.
Al principio no se aburría en el convento, incluso le agradaba la compañía de las monjas, quienes, para entretenerla, la llevaban a la capilla que conectaba con el refectorio por un largo corredor. En los recreos ella jugaba muy poco, entendía bien el catecismo y siempre era ella la que resolvía las preguntas difíciles del señor vicario. Viendo cómodamente en la tibia atmósfera de las clases, y entre aquellas mujeres de blanca faz que llevaban unos rosarios con cruz de cobre, se adormecía lánguidamente en la mística languidez que surge de los aromas del altar, de la frescura de las pilas de agua bendita y de los cirios. En vez de seguir la misa, miraba en su libro las viñetas piadosas con remates en azul y sentía estar amando a la oveja enferma, al sagrado corazón atravesado por agudas flechas, al pobre Jesús que cae en el camino sobre su cruz. Entonces le daba por probar la mortificación, se pasaba todo un día sin comer y buscaba en su pensamiento algún posible voto sagrado que cumplir.
Cuando acudía a confesar, inventaba pequeños pecados para quedarse más tiempo de rodillas con las manos juntas y el rostro pegado a la rejilla desde donde emanaba el cuchicheo del sacerdote. Los términos alusivos a las bodas eternas, como prometido, esposo y amante celestial, le suscitaban en el fondo del alma una extraña sensación de dulzura.
Por las noches, antes de la oración, se hacía en el estudio una lectura religiosa en la que se seguía un tema cada semana, algún resumen de la historia sagrada o las Conférences del abate Frayssinous; y el domingo, por recreo, se leían algunos pasajes de Le Génie du Christianisme. Las primeras veces ella escuchaba como en arrobo las sonora locución de las melancolías románticas, que hacian eco en todos los lugares de la tierra y de la eternidad. Si su infancia hubiera transcurrido en la trastienda de un barrio comercial, acaso se hubiera
entregado con mayor ánimo a las expresiones líricas de la naturaleza, que,
generalmente, sólo nos llegan a través de la narrativa de los escritores. Pero
ella conocía demasiado el campo, se sabía el balido de los rebaños, la ordeña
de las vacas y el trajín de los arados. Acostumbrada a las cosas tranquilas, a
manera de contraste se inclinaba más a las cosas accidentadas. Le gustaba el
mar sólo por las tempestades, y el verde de la naturaleza era mejor para ella
si estaba salpicado entre ruinas. Necesitaba sacar de las cosas una especie
de provecho personal, y rechazaba como inútil todo lo que no contribuía al
consumo inmediato de su corazón, pues, de temperamento más sentimental que
artístico, ella buscaba emociones y no paisajes.
Había en el convento una solterona que iba ocho días cada mes a trabajar en la ropa blanca. La dama pertenecía a una antigua familia arruinada por la revolución y era protegida por el arzobispo, por lo que comía en el refectorio del convento, sentándose a la mesa con las monjas, y después de las comidas pasaba con ellas un buen rato de charla antes de retomar el trabajo. Ella era famosa entre las pensionistas, quienes solían escabullirse de su estudio para ir a verla, pues sabía de memoria canciones galantes del siglo anterior y las cantaba a media voz sin dejar de pulsar la aguja. Ella contaba historias, traía noticias, hacía recados en la ciudad y prestaba a las mayores, a escondidas, alguna novela que llevaba siempre oculta en los bolsillos del delantal, y la vieja señorita se leía largos capítulos en sus ratos de descanso. Aquellas novelas siempre trataban de amores apasionados, de damas perseguidas que se desmayaban en pabellones solitarios, con escapes a todo galope, caballos reventados en cada capítulo, criados asesinados, bosque sombríos, cuitas del corazón, juramentos, sollozos, lágrimas y besos, paseos en barcas a la luz de la luna, ruiseñores en los bosquecillos, caballeros bravos como leones, pero dulces como corderos, virtuosos sin tacha, siempre elegantes y tan sensibles que ante la menor provocación de la dama se echaban a llorar. Así fue que Emma, a los quince años y por un período de seis meses, se ensució las manos con el polvo de aquellos salones de lectura. Después, con Walter Scott, se enamoró de los pasajes históricos, soñó con ataúdes, salas de guardias y trovadores. Le hubiera gustado vivir en alguna vieja casa solariega, como aquellas castellanas de largo corpiño que, bajo el trébol de las ojivas, se pasaban los días con el codo apoyado en la piedra y la barbilla en la mano. Viendo llegar de los confínes del campo a un caballero de pluma blanca galopando sobre un caballo negro. En aquel tiempo se apasionó de una manera casi religiosa de María Estuardo, además de formas de veneración menos intensas, pero entusiastas, por mujeres ilustres o infortunadas. Juana de Arco, Eloísa, Inés Sorel, la bella Ferronniére y Clemencia Isaura se destacaban para ella como cometas en la tenebrosa inmensidad de la historia, o surgían acá y allá, pero más perdidas en la sombra y sin ninguna relación entre ellas, San Luis con su cadena, Bayardo moribundo, algunas tropelías de Luis XI, un poco de San Bartolomé, el penacho del Beamés, y siempre el recuerdo de los platos pintados donde se cantaban las alabanzas de Luis XIV.
En la clase de música, en las romazas que cantaba, todo eran ángeles con alas de oro, madonas, lagunas, gondoleros, pacíficas composiciones
que le permitían entrever, a través de la bobería del estilo, la fascinante
fantasmagoría de los asuntos sentimentales. Algunas compañeras llevaban
al convento algunas de las noveletas de moda que les habían regalado en
las vacaciones; las leían a escondidas en el dormitorio. Emma, manejando
delicadamente aquellas encuadernaciones de raso, fijaba sus deslumbrados
ojos en el nombre de los autores, generalmente desconocidos, que firmaban
como condes o vizcondes.
Se estremecía con aquellas lecturas, y a veces hasta levantaba con sus suspiros el papel de seda de los grabados, que se elevaban un instante y volvían a caer despacio sobre la página... Era un joven de capa corta que, detrás de la balaustrada de un balcón, estrechaba en sus brazos a una muchacha vestida de blanco, con una escarcela en la cintura; o bien se trataba de retratos anónimos de las ladies inglesas de bucles rubios que miraban con sus grandes ojos medio escondidos bajo los sombreros de paja. Unas estaban tendidas en carruajes que transitaban por los parques, donde un lebrel saltaba delante del tronco de caballos, llevado al trote por dos pequeños postillones de pantalón blanco. Otras, en un sofá, pensativas junto a una carta abierta, contemplaban la luna por la ventana medio cerrada, medio cubierta por una cortina negra. Las más ingenuas, con una lágrima en la mejilla, daban besos a una tórtola a través de los alambres de una jaula gótica, o, sonriendo con la cabeza sobre el hombro, deshojaban una margarita con sus dedos puntiagudos, doblados hacia arriba, como zapatos de punta respingada. Y allí también estaban aquellos sultanes de largas pipas, con sus sables turcos y gorros griegos; y sobre todo aparecían aquellos paisajes pálidos de las regiones ditirámbicas en los que se suele mostrar pinos en vez de palmeras, tigres a la derecha y leones a la izquierda, minaretes tártaros en el horizonte, ruinas romanas en un primer plano y finalmente camellos arrodillados; todo ello recortado de una selva virgen muy limpia y con rayos de sol perpendiculares temblando en el agua, en la que de vez en cuando se destacaban como excoriaciones blancas sobre un fondo de gris acero, algunos cisnes nadadores.
La pantalla del quinqué, colgando en la pared sobre la cabeza de Emma, alumbraba todos aquellos cuadros del mundo, que pasaban ante ella unos detrás de otros en el silencio del dormitorio, y el ruido lejano de algún fiacre retrasado que todavía rodaba por los bulevares.
Cuando murió su madre, los primeros días lloró intensamente. Mandó hacer con su pelo un cuadro fúnebre y, en una carta que mandó a Les Bertraux, toda llena de reflexiones tristes sobre la vida, pedía que, cuando ella muriera, la enterraran en la misma tumba, junto a su madre. Su pobre padre creyó que estaba enferma y fue a verla. Emma sintió una gran satisfacción interior pensando que había llegado de un solo paso a ese ideal de las existencias pálidas a las que no acceden los corazones vulgares. Entonces se dejaba llevar hacia los meandros de Lamartine, y escuchaba las arpas en los lagos, todos los cantos de los cisnes moribundos, todas la caídas de las hojas, las vírgenes puras que suben al cielo y la voz del Eterno discurriendo por los valles. Aunque se cansó de todo eso, no quiso reconocerlo, y siguió por costumbre o por vanidad, y por fin se sorprendió al sentirse apaciguada y sin más tristezas en el corazón que arrugas en la frente.
La ingenuas monjas, que tanto habían presumido de la vocación de su pupila, advirtieron con gran asombro que mademoiselle Rouault parecía
escabullírseles de las manos. Y es que tanto le habían prodigado los oficios,
los retiros, las novenas, los sermones, tanto le habían predicado el respeto
que se debe a los santos y a los mártires, y tantos buenos consejos le habían
dado sobre la pureza del cuerpo y la salvación del alma, que hizo como los
caballos cuando les tiran demasiado de la brida: se paró en seco y escupió
el bocado de los dientes. Aquel espíritu, positivo en medio de sus entusiasmos, que había amado la iglesia por sus flores, la música por la letra de las romanzas y la literatura por sus excitaciones pasionales, se sublevó ante los misterios de la fe, de la misma manera que se irritaba más contra la disciplina, que ahora sentía en abierta contradicción con su natural constitución. Cuando su padre la sacó de la pensión, las monjas no lamentaron verla partir. La superiora llegaba a considerar que, en los últimos tiempos, se había vuelto poco respetuosa con la comunidad.
Al volver a easa, Emma se complació al principio en mandar a los criados, luego se cansó del campo y echó de menos el convento. Cuando Charles fue a Les Bertraux por primera vez, se creía muy desilusionada, como una persona que ya no tiene nada que aprender, que ya no puede sentir nada.
Pero la ansiedad de aquella nueva situación, y acaso la irritación causada por la presencia de aquel hombre, bastó para hacerle creer que por fin poseía aquella maravillosa pasión que hasta entonces fuera para ella como un gran pájaro de plumaje rosa, revoloteando en el esplendor de los cielos poéticos ... Ahora no cabía la posibilidad de imaginar que aquella calma en la que vivía fuese la felicidad que había soñado.
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