Presentación de Omar CortésTercera parte - Capítulo quintoTercera parte - Capítulo séptimo Biblioteca Virtual Antorcha

Gustave Flaubert

MADAME BOVARY

TERCERA PARTE

CAPÍTULO SEXTO



En los viajes que León hacía para verla, solía cenar en casa del boticario, y, por cortesía, un día se creyó obligado a invitarlo a su vez.

— ¡Con mucho gusto! —respondió monsieur Homais—; además, esto me servirá para recrearme un poco, pues aquí me estoy embruteciendo. ¡Iremos al teatro, al restaurante, haremos locuras!

- ¡Ay, hijo mío! -murmur ó tiernamente madame Homais, asustada de los vagos peligros que su marido se disponía a correr.

— ¡Bueno, y qué! ¿Te parece que no malogro mi vida viviendo entre las emanaciones continuas de los fármacos? Así son las mujeres, tienen celos de la ciencia y luego se oponen a que uno tome las más legítimas distracciones. Es igual, cuente conmigo, un día de estos caigo en Ruán y nos correremos juntos una juerga.

En otro tiempo el boticario se hubiera guardado muy bien de semejante expresión; pero ahora le daba por un estilo un poco desenfadado, como parisino, que le parecía de muy buen gusto, y al igual que madame Bovary, su vecina, interrogaba al pasante, lleno de curiosidad sobre las costumbres de la capital, y hasta hablaba con giros de lenguaje de allá, para deslumbrar a los burgueses.

Un jueves, a Emma le sorprendió encontrar en la cocina del Lion d'Or a monsieur Homais vestido de viaje, es decir, con un viejo abrigo que no le conocía y una maleta en la mano. No había hablado con nadie de su proyecto, por miedo a que el público se preocupara por su ausencia.

Seguramente la idea de volver a ver el escenario de su juventud lo exaltaba, pues no paró de discurrir en todo el camino; nada más llegar, saltó de la diligencia para ir en busca de León; en vano se resistió el pasante; monsieur Homais lo llevó al Gran Café de Normandie, donde entró con un aire de majestad, sin quitarse el sombrero, pues le parecía muy provinciano descubrirse en un lugar público.

Emma esperó a León tres cuartos de hora. Por fin se dirigió a su estudio y, perdida en toda clase de suposiciones, acusándolo de indiferencia y reprochándose a sí misma su debilidad, pasó, la tarde con la frente pegada a los cristales.

A las dos, los dos hombres seguían sentados a la mesa, uno enfrente de otro. El comedor se iba quedando vacío; el tubo de la estufa, en forma de palmera, contorneaba en el techo blanco su penacho dorado, y cerca de ellos, detrás de la vidriera, a pleno sol, un pequeño surtidor gorgoteaba en una pileta de mármol donde, entre berros y espárragos, tres bogavantes aletargados se extendían hacía un prado donde se apilaban las codornices.

Homais se deleitaba, más ebrio del lujo que de la buena mesa; sin embargo, el vino de Pomard le excitaba un poco las facultades, y cuando apareció la tortilla al ron, expuso sobre las mujeres unas teorías inmorales. Lo que más le seducía era lo chic. Adoraba un atuendo elegante en una casa bien amueblada.

León miraba con desesperación su reloj. El boticario seguía bebiendo, comiendo, hablando.

— En Ruán se encontrará usted muy privado —dijo de pronto—. Pero sus amores no quedarán lejos.

Y como el otro se sonrojara:

— ¡Vamos, sea franco! No me va a negar que en Yonville ...

El joven lo miró intrigado.

— En casa de madame Bovary, ¿no cortejaba usted a ...?

— ¿A quién?

— ¡A la criada!

No bromeaba, pero en León se impuso la vanidad a la prudencia y, sin querer, protestó. Además no le gustaban más que las mujeres morenas.

— Le alabo el gusto —dijo el boticario—, son más ardientes.

Y, acercándose al oído de su amigo, indicó los síntomas por los que se conocía que una mujer era ardiente. Hasta se lanzó a una digresión etnográfica: la alemana era vaporosa, la francesa libertina y la italiana apasionada.

— ¿Y las negras? —preguntó el pasante.

— Eso es un gusto de artista —dijo Homais—. ¡Mozo, dos medias tazas!

— ¿Nos vamos? —dijo al fin León, ya bastante impaciente.

Yes.

Pero, antes de marcharse, quiso ver al jefe del comedor y lo felicitó. León, para quedarse solo, alegó que tenía que hacer.

— ¡Ah, pues lo escoltaré —dijo Homais.

Y mientras bajaba las calles con él, se puso a hablar de su mujer, de sus hijos, del porvenir de ellos y de su farmacia, recalcando la decadencia en la que la encontró y el grado de perfección en que él la había puesto. Llegado ante el Hotel de Boulogne, León dejó bruscamente al boticario, subió la escalera y encontró terriblemente trastornada a su amante.

Al oír el nombre del boticario se enfureció. Sin embargo, León acumulaba razones justificadas; él no tenía la culpa: ¿acaso él no conocía a monsieur Homais? ¿Podia pensar que prefiriera su compañía? Pero Emma lo rechazaba; León la retuvo, y, cayendo de rodillas, la abrazó por la cintura, en una postura que mucho tenía de concupiscente, pero también de suplicante.

Emma estaba de pie; sus grandes ojos inflamados lo miraban muy serios y con una expresión casi terrible. Luego se los nublaron las lágrimas, bajó los rosados párpados, abandonó las manos y, cuando León se las llevaba a la boca, apareció un criado diciendo al señor que preguntaban por él.

— ¿Volverás? —preguntó Emma.

— Sí.

— Pero, ¿cuándo?

— Enseguida.

— Es un truco —dijo el boticario al ver a León—. Ha sido por interrumpir esa visita que me parecía que lo contrariaba. Vamos a Bridoux a tomar una copa.

León juró que no tenía más remedio que volver a su estudio. El boticario bromeó sobre los papeleos, el procedimiento judicial, etcétera.

— ¡Vamos, déjese un poco de tantos vericuetos judiciales y vamos a divertirnos un poco! ¿Quién se lo impide? ¡Sea valiente! Vamos a Bridoux; allá hay un perro que es muy curioso.

Y como el pasante siguiera firme en su propósito:

— Bueno, esperaré a que termine su asunto, iré con usted a su estudio, lo esperaré leyendo un periódico o me pondré a hojear el código.

León, aturdido por la furia de Emma y la charlatanería de monsieur Homais, y tal vez también por el copioso almuerzo, estaba indeciso y como fascinado por el boticario, que insistía:

— ¡Vamos a Bridoux! Está a dos pasos, en la rué Malpalu.

Y por cobardía, por bobería, por ese incalificable sentimiento que los lleva a las acciones más desagradables, se dejó conducir a casa del señor Bridoux, y lo encontraron en su pequeño patio, vigilando a tres muchachos que jadeaban dándole vueltas a la gran rueda de un aparato para hacer agua de Seltz. Homais saludó muy afectuosamente a Bridoux, y se puso a dar consejos a los muchachos, tomaron varios vasos de un té de canela y azafrán, y veinte veces León hizo el intento de marcharse, pero el otro lo sujetaba del brazo diciéndole:

— ¡En seguida, ahora voy! Iremos a Le Fanal de Rouan a ver a esos señores. Le presentaré a Thomassin.

Logró librarse de él y llegó de una carrera al hotel. Emma ya no estaba.

Acababa de marcharse, exasperada. Ahora lo odiaba. Aquella falta de firmeza en la cita le parecía un ultraje, y buscaba otras razones para separarse de él: era incapaz de heroísmo, débil, superficial, más blando que una mujer, y además tacaño y pusilánime.

Después, calmándose, aeabó por descubrir que seguramente lo había calumniado. Pero la denigración de los que amamos siempre nos separa de ellos un poco. A los ídolos no hay que tocarlos, pues se queda el dorado en las manos.

A partir de entonces, con más frecuencia hablaban de cosas distintas a su amor; en las cartas que Emma le mandaba se hablaba de flores, de versos, de la luna y de las estrellas, recursos ingenuos de una pasión que va perdiendo fuerza e intenta recobrarla con todos los recursos líricos posibles. Emma se prometía continuamente, para el próximo viaje, una felicidad intensa; después se confesaba no sentir nada extraordinario. En seguida, una nueva esperanza borraba aquella decepción, y Emma volvía a él más inflamada, más ávida. Se desnudaba casi con furia, arrancando el delgado cordón del corsé, que reptaba como una serpiente en torno a sus caderas. Iba de puntillas, descalza, a mirar otra vez si la puerta estaba cerrada, y en seguida dejaba caer juntas, de un solo ademán, todas sus prendas. Y pálida, seria, sin hablar, se lanzaba hacia su amante con un estremecimiento.

Pero en aquella frente cubierta de perlitas frías, en aquellos labios balbucientes, en aquellos ojos extraviados, en la presión de aquellos brazos, había algo extremo y lúgubre que a León le parecía que se deslizaba entre ellos, sutilmente, como para separarlos. No se atrevía a hacerle preguntas; pero, viéndola tan experta, pensaba que había debido pasar por todas las pruebas del sufrimiento y del placer. Lo que antes le encantaba de ella ahora lo asustaba un poco. Por otra parte, se rebelaba contra la absorción de su persona, que cada vez sentía más insidiosa. Dentro de sí mismo, reprochaba a Emma esa victoria permanente. Hasta se esforzaba por no amarla; luego, al oír el crujir de sus botas, se sentía cobarde, como los borrachos al ver los licores fuertes.

Sin embargo, Emma no dejaba de prodigarle toda clase de atenciones, desde primores gastronómicos hasta coqueterías en su atuendo y lánguidas miradas. Llevaba de Yonville rosas y se las echaba a la cara, se preocupaba por su salud, le daba consejos sobre su conducta, y, para tenerlo más seguro, esperando a que acaso el cielo interviniera, le puso al cuello una medalla de la Virgen. Se informó, como una madre virtuosa, sobre los amigos que trataba, y le decía:

— No salgas con ellos, no les hables, no pienses más que en nosotros. Quiéreme!

Hubiera deseado dirigir su vida y hasta se le ocurrió la idea de hacer que lo siguieran en la calle. Había siempre cerca del hotel una especie de vagabundo que abordaba a los viajeros y que no se negaría a ... Pero su razón se rebeló ante tal idea.

- Bueno, si me engaña, ¿acaso me debería importar?

Un día que se separaron temprano y ella volvía sola por el bulevar, pasó delante del convento donde había estado de interna en su infancia; entonces se sentó en un banco a la sombra de los olmos. ¡Qué calma la de aquellos tiempos! ¡Cómo añoraba aquellos sentimientos de amor absoluto que ella albergaba en su corazón de niña al influjo de los libros que leía!

Recordaba también los primeros meses de su casamiento, los paseos a caballo por el bosque, el vizconde que bailaba, Lagardy cantando ..., todo desfilaba ante los ojos de su imaginación; y de pronto surgió la imagen de León, y le pareció como perteneciente al pasado, igual que todas las demás.

- Y sin embargo lo amo, pensaba.

De cualquier manera no era feliz ni lo había sido nunca. ¡Por qué aquella insuficiencia de vida, aquella corrupción instantánea de las cosas en que ella se apoyaba? ... Pero, si había en alguna parte un ser fuerte y bello, una naturaleza valerosa, plena a la vez de exaltación y de refinamiento, un corazón de plata bajo una forma de ángel, con una lira de cuerdas de bronce que tocara hacia el cielo epitalamios elegiacos, ¿por qué se le negaba a ella encontrarlo? ... ¡Oh, que desafortunada imposibilidad! Y nada valía la pena de una búsqueda; ¡en el fondo todo era una forma de mentira! Cada sonrisa era en realidad un bostezo de aburrimiento, cada goce un engaño, cada placer no era más que la expresión de la saciedad egoísta del otro, y los mejores besos no dejaban en los labios más que un irrealizable anhelo de una voluptuosidad más alta.

Se oyó en el aire un ruido mecánico y la campana del convento dio cuatro golpes. ¡Las cuatro! Le parecía que había estado en ese banco desde siempre. Pero un infinito de pasiones puede caber en un minuto, como una multitud de cosas se concentran en un pequeño espacio.

Emma vivía absorta en su mundo sentimental y el dinero no le preocupaba más que a una archiduquesa.

Pero una vez entró en su casa un hombre pequeño, rubicundo y calvo, que dijo que venía de parte de monsieur Vincart, de Ruán. Quitó los alfileres que cerraban el bolsillo lateral de su larga levita verde, los pinchó en la manga y finalmente tendió un papel.

Era un pagaré de setecientos franeos firmado por ella y que Lheureux, a pesar de todas sus promesas, había endosado a Vincart.

El deseonocido, que había permanecido de pie, lanzando a derecha e izquierda unas miradas curiosas disimuladas por las grandes cejas rubias, preguntó con un aire inocente:

— ¿Qué tengo que decirle a monsieur Vincart?

— Pues dígale ... que no tengo ... la semana que viene ... que por favor espere ... sí, la semana que viene.

El hombre se fue sin decir palabra. Pero al día siguiente, al mediodía, Emma recibió un protesto en papel oficial, timbrado y sellado, en el que campeaba varias veces, en gruesos caracteres:

Licenciado Hareng, ujier de Buchy; aquello la asustó tanto que se fue corriendo a casa del traficante.

Lo encontró en su tienda haciendo un paquete.

— ¡Servidor! —le dijo muy atento—, en seguida estoy con usted.

Pero no interrumpió su tarea, ayudado por una muchachita de unos trece años, un poco jorobada y que le servia a la vez de dependienta y de cocinera.

Después, pisando fuerte con los zuecos la duela de la tienda, subió con Emma al primer piso y la introdujo en un estrecho gabinete, donde un gran escritorio de madera de pino sostenía unos registros, protegidos transversalmente por una barra de hierro con un candado. Contra la pared, debajo de unas cortinas de indiana, se entreveía una caja fuerte, pero de tal dimensión que debía contener algo más que pagarés y dinero. Monsieur Lheureux prestaba sobre prendas, y allí había guardado la cadena de oro de madame Bovary y los pendientes del pobre tío Tellíer, el cual, obligado por fin a vender, había comprado en Quineapoix una mísera tienda de ultramarinos, donde se iba muriendo de su catarro, en medio de sus velas de cebo, menos amarillas que su cara. Lheureux se sentó en un ancho sillón de paja, diciendo:

— ¿Qué hay de nuevo?

— Mire —le dijo Emma, entregándole el papel.

— Bueno —dijo el traficante, después de leer el documento—, ¡qué puedo hacer yo!

Emma se enfureció, recordándole la palabra que le había dado de no endosar sus pagarés; él lo reconoció.

— Pero no he tenido más remedio, estaba con el cuchillo en la garganta.

— ¿Y ahora qué va a pasar? —preguntó Emma.

— Muy sencillo: una sentencia en el tribunal y después el embargo.

Emma se contenía para no pegarle. Le preguntó suavemente si no habia medio de calmar a monsieur Vincart.

— ¡Sí, sí, calmar a monsieur Vincart! Usted no lo conoce; es más feroz que un árabe. De todos modos, algo podía hacer monsieur Lheureux.

— ¡Bueno, me parece que hasta ahora he sido bastante bueno con usted!

Y abriendo unos registros:

— ¡Mire! —dijo, después de recorrer la página con el dedo—. Vamos a ver ... vamos a ver ... El tres de agosto, doscientos francos ... el 17 de junio, ciento cincuenta ... 23 de marzo, cuarenta y seis ... en abril ...

Se detuvo, como temiendo hacer una tontería.

— ¡Y no digo nada de los pagarés firmados por el señor, uno de setecientos francos y otro de trescientos! Por lo que toca a las pequeñas cantidades que le he dado a usted, a los intereses, eso ya no tiene fin, se embrolla uno. ¡Ya no quiero saber nada!

Emma lloraba, y hasta le llamó, su buen monsieur Lheureux. Pero él se escudaba siempre en aquel truhán de Vincart. De todos modos, él no tenía un céntimo, no le pagaba a nadie, los deudores lo estaban arruinando, un pobre tendero como él no debería fiar la mercancía.

Emma callaba, y a monsieur Lheureux, que estaba mordisqueando las barbas de una pluma, debió de asustarle su silencio, pues añadió:

— Si por lo menos entrara algo en estos días ... podría ...

— Además —dijo Emma—, en cuanto al resto de Bameville ...

— ¿Cómo? ...

Y al enterarse de que Langlois no había pagado todavía, pareció muy sorprendido. Con una vez melosa:

— ¿Y qué convinimos, dígame ...?

— ¡Oh, lo que usted quiera!

Lheureux cerró los ojos como para reflexionar, escribió unos números y, diciendo que le sería muy difícil, que el asunto era escabroso y que él sangraba, dictó cuatro pagarés de doscientos cincuenta francos cada uno, escalonados en un mes de vencimiento.

— ¡Con tal que Vincart quiera eseucharme! De todos modos, dicho está, yo no hablo por hablar, soy claro como el agua.

Y luego le enseñó negligentemente varias mercancías nuevas, pero diciendo que nada de aquello sería digno de la señora.

— ¡Pensar que esta tela cuesta siete francos el metro!, yo les digo que la tela es de gran calidad y que el color garantizado es sólido ... ¡y se lo tragan! Ya se imagina usted que los comerciantes no siempre decimos lo que es —y con esa confesión de que él era capaz de engañar a los demás, él pretendía acabar de convencerla de su probidad y de que estaba de su parte.

Después volvió a llamar su atención para enseñarle tres varas de guipur que había encontrado últimamente en una almoneda.

— ¡Es precioso! —decía Lheureux—; se lleva mucho ahora para respaldo de las butacas.

Y, más rápido que un prestidigitador, envolvió el guipur en un papel azul y se lo puso en las manos a Emma.

— Bueno, pero ..., ¿cuánto?

— ¡Oh, eso después, después! —le dijo displicente, volviéndole la espalda.

Aquella noche, Emma habló con su esposo con toda seriedad, pidiéndole que escribiera a su madre pidiéndole que le remitiera todo lo que quedaba de la herencia.

La suegra contestó que ya no quedaba nada; la liquidación se habia cerrado y tenían, además de Barneville, seiscientas libras de renta, que les mandaría puntualmente.

Entonces Emma se dedicó a mandar cuentas a dos o tres clientes, y no tardó en extender a otros muchos este procedimiento, que le daba buenos resultados. Se cuidaba mucho de añadir una posdata:

Por favor no hable de esto a mi marido, ya sabe lo orgulloso que es ... Perdone ... Su segura servidora.

Hubo algunas reclamaciones, pero ella las interceptó.

Para reunir un poco de dinero, dio en vender sus guantes viejos, sus sombreros viejos, todo aquello que consideraba obsoleto: regateaba con rapacidad, le salía la sangre campesina, codiciosa. Después, en sus viajes a la ciudad, compraba algunas fruslerías que monsieur Lheureux, a falta de otra cosa, le tomaría seguramente. Compró una plumas de avestruz, porcelana china y bargueños. Pedía prestado a Felicidad, a madame Lefrancois, a la hostelera de La Croix Rouge, a todo el mundo, donde fuera. Con el dinero que por fin recibió de Barneville canceló dos pagarés, y los otros mil quinientos francos se le fueron en múltiples bagatelas. Se comprometió de nuevo y así siguió.

Ciertamente, a veces intentaba hacer cálculos, pero le salían unas cifras tan exorbitantes que no podía creerlas. Volvía a empezar, se embarullaba en seguida, lo dejaba todo y no pensaba más en ello.

¡Qué triste estaba ahora la casa! Se veía salir de ella a los proveedores con unas caras furibundas. Pañuelos sobre el fogón, y la pequeña Berta, con gran escándalo de madame Homais, llevaba las medias rotas. Si Charles hacía, tímidamente, una observación, Emma contestaba con brusquedad que ella no tenia la culpa.

¿Por qué se enfadaba así? Charles se lo explicaba todo aludiendo a la antigua enfermedad nerviosa, y, reprochándose haber tomado por defecto sus achaques, se acusaba de egoísmo, sentía impulsos de correr a besarla.

- Oh no —se decía—, la importunaría! Y se quedaba quieto.

Después de cenar paseaba solo por el jardín; sentaba a la pequeña sobre sus rodillas y, abriendo la revista de medicina, intentaba enseñarle a leer. La niña, que no estudiaba nunca, no tardaba en abrir mueho unos ojos muy tristes y se echaba a llorar. Charles la consolaba; iba a buscarle agua en la regadera para hacer ríos en la arena o cortaba ramas de arbustos para plantar árboles en los arriates del jardín, lo que no se notaba, pues aquello ya era prácticamente maleza abrupta, Lestiboudois ya no acudía a trabajar, pues le debían muchos jornales. Finalmente, la niña decía sentir frío y quería ir con su madre.

— Llama a la tata —le decía Charles—. Ya sabes, hijita, que a mamá no le gusta que la molesten.

Comenzaba el otoño y ya caían las hojas. ¡Cómo dos años antes, cuando ya estaba enferma! ¡Cuándo acabará todo esto! ... Y Charles seguía paseando, con las manos a la espalda.

La señora estaba en su cuarto. No subían a él. Allí permanecía todo el día, aletargada, vestida apenas y quemando de vez en cuando unas pastillas de aceite aromático de Serrallo, que había comprado en la tienda de un argelino en Ruán. Para no tener por la noche, tendido a su lado, a aquel hombre dormido, acabó, a fuerza de malas caras, por relegarlo al segundo piso, y leia hasta la madrugada libros extravagantes donde se mezclaban los cuadros orgiásticos con situaciones sangrientas. Muehas veces la asaltaba el terror y lanzaba un grito. Entonces acudía Charles en su auxilio.

Otras veces, cuando le quemaba más fuerte aquella llama íntima que el adulterio avivaba, jadeante, exaltada en la fiebre del deseo, abría la ventana, aspiraba el aire frío, esparcía al viento su cabellera demasiado pesada, y, mirando a las estrellas, anhelaba amores de principe. Pensaba en él, en León. En tales momentos hubiera dado cualquier cosa por una sola de aquellas citas que la dejaban satisfecha.

Eran sus días de gala. Ella los quería espléndidos, y cuando no podía pagar él solo los gastos, ella completaba el exceso libremente, lo que ocurría casi todas las veces. León intentó hacerla comprender que estarían igualmente bien en otro sitio, en un hotel más modesto; pero ella siempre encontraba objeciones.

Un día sacó del bolso seis cucharillas de plata dorada (era el regalo de bodas del tío Rouault) y le pidió que fuera a empeñarlas a nombre de ella en el Monte de Piedad; y León obedeció, aunque aquello no le gustaba nada.

Tenía miedo de comprometerse.

Después, reflexionando, advirtió que su amante tomaba actitudes ineonvenientes, y que tal vez no hacían mal los que le aconsejaban que se separara de ella.

Alguien había enviado a su madre una larga carta anónima, en la que se le decía que León se estaba perdiendo con una mujer casada, e inmediatamente la buena señora, entreviendo el eterno fantasma de las familias, es decir, la indeterminada fémina perniciosa, la sirena, el monstruo que habita en las profundidades del amor, escribió al notario Dubocage, quien era el jefe de León, el cual se condujo de manera muy correcta. Pasó tres cuartos de hora queriendo abrirle los ojos a León, advertirle del borde del abismo en el que se encontraba. Una intriga como aquélla perjudicaría a su futuro matrimonio. Le suplicó que rompiera, diciéndole que, si no hacía ese sacrificio por su propio interés, lo hiciera al menos por él, por su amigo Dubocage.

León acabó perjurar que no volvería a ver a Emma, y se reprochaba no haber cumplido su palabra, considerando todos los inconvenientes, y todos los discursos que iba a tener que soportar por aquella mujer, sin contar las bromas de mal gusto de sus compañeros todas las mañanas, alrededor de la estufa. Por otra parte, él iba a ascender a primer pasante, por lo que ya era hora de pensar en convertirse en un hombre serio y formal. Decidió renunciar a los sentimientos exaltados, a la imaginación, pues todo burgués, en el calor de la juventud, se ha creído capaz, aunque sólo fuera un minuto, de inmensas pasiones, de grandes empresas. El más mediocre libertino ha soñado con sultanas; cualquier notario lleva en sí los rasgos de un poeta.

Ahora Emma lo perturba mucho, cuando de pronto se ponía a sollozar sobre su pecho; y su corazón, como las personas que sólo pueden resistir cierta dosis de música, se adormecía de indiferencia al estrépito de un amor cuyas delicadezas ya no percibía.

Se conocían demasiado como para tener esos arrebatos de la posesión que centuplicaban sus goces. En realidad Emma estaba tan harta de León como él cansado de ella. Para Emma el adulterio se había convertido en algo tan insípido como el matrimonio.

Pero, ¿cómo salir de aquello? Además, por muy humillada que se sintiera por la bajeza de tal felicidad, seguía apegada a esa relación por costumbre o por perversión, y cada día se agarraba más a ella, agostando toda dicha a fuerza de quererla demasiado grande. Acusaba a León de sus esperanzas defraudadas, como si la hubiera traicionado, y hasta cultivaba el deseo de que ocurriera una catástrofe que determinara la separación, ya que ella no tenía el valor de proponerla. Sin embargo, seguía escribiéndole cartas amorosas, apoyándose en la idea de que una mujer debe siempre escribir a su amante.

Pero, al escribirlas, era siempre el fantasma de otro hombre el que aparecía en el trasfondo de su imaginación; era un fantasma formado por sus recuerdos más ardientes, por los retazos de sus más bellas lecturas, por sus más fuertes concupiscencias; y acababa por sentirlo tan verdadero y accesible que palpitaba maravillosamente, y eso sin poderlo imaginar con claridad, pues hasta tal punto se difuminaba su imagen, como la de un dios sometido a una superabundancia de atributos. Habitaba aquel hombre en un país azul en el que se balanceaban las escalas de seda en los balcones bajo el aliento de las flores, al claro de la luna. Lo sentía cerca de ella, iba a venir y la raptaría toda entera en un beso. Pero luego se caía por completo, como un globo desinflado, totalmente rota, pues aquellos arranques de amor imaginario la fatigaban más que las grandes orgías.

Ahora sentía una pereza incesante y omnipresente. A veces llegaba a recibir requerimientos, citaciones en papel. Habría querido no vivir ya, o dormir continuamente. El jueves de carnaval que le tocó estar en Ruán, decidió no volver a Yonville; se fue por la noche al baile de máscaras, se puso un pantalón de terciopelo y unas medias rojas, una peluca y un tricornio inclinado sobre la cabeza. Se pasó la noche saltando al furioso son de los trombones que formaban un círculo en torno a ella, y por las mañana se encontró en el proscenio del teatro entre obreras, marineros y algunos compañeros de León que hablaban de ir a desayunar.

Los cafés más próximos estaban llenos. Encontraron en el puerto un restaurante de lo más modesto, cuyo dueño les abrió una pequeña estancia en el cuarto piso.

Los hombres cuchichearon en un rincón, seguramente sobre el gasto. Habia un empleado, dos soldados de caballería y un dependiente: ¡que compañía para ella! En cuanto a las mujeres, Emma notó en seguida por el timbre de sus voces que casi todas eran de baja extracción social. Y entonces tuvo miedo, echó hacia atrás la silla y bajó los ojos.

Los otros se pusieron a comer. Ella no probó bocado; le quemaba la frente, le picaban los párpados y sentía en la piel un frío glacial. Sentía en la cabeza el retumbar del suelo del baile, como una pulsación rítmica de cien mil pies que danzaban al unisono. El olor del ponche y el humo de los cigarros la marearon. Estaba a punto de desmayarse cuando la llevaron a tomar aire junto a la ventana.

Empezaba a amanecer y una gran mancha de color púrpura se extendía en el cielo pálido por la parte de Sainte-Catherine. El río, lívido, temblaba bajo el viento; no había nadie en los puentes y se apagaba la algarabía de la fiesta.

Se reanimó y pensó en Berta, que estaba allá, en su casa, durmiendo en la habitación de la criada. Pero pasó un carro lleno de largas barras de hierro, proyectando contra las paredes de una casa una vibración metálica ensordecedora.

De pronto Emma se quitó la máscara, le dijo a León que tenía que volver a casa y finalmente se encontró sola en el Hotel de Boulogne. Todo le era insoportable, hasta ella misma. Hubiera querido escapar como un pájaro, ir a rejuvenecerse a alguna parte, muy lejos, en los espacios inmaculados.

Salió súbitamente, atravesó el bulevar, la Place Cauchoise y el suburbio, hasta una calle descubierta que dominaba los jardines. Caminaba deprisa, el aire libre la calmaba, y, poco a poco, la gente, las máscaras, las cuadrillas, las lámparas, la comida, aquellas mujeres, todo desaparecía como brumas que el viento se llevara. Después, volviendo a La Croix Rouge, se metió en la cama, en un cuartito del segundo piso, donde había unas estampas de La Tour de Nesle. A las cuatro de la tarde la despertó Hivert.

Cuando llegó a casa, Felicidad le señaló un papel gris detrás del reloj; lo leyó:

- En virtud de la notificación, enforma ejecutoria de una sentencia ...

¿Qué sentencia? Es que la víspera le habían llevado otro papel que Emma no conocía; la dejaron, pues, estupefacta estas palabras:

En nombre del Rey, la Ley y la Justicia, se ordena a madame Bovary ...

Y, saltando entre líneas, vio:

En el término de veinticuatro horas, como plazo máximo. ¿ Qué? ... pagar la cantidad de ocho mil francos.

Y aún se añadía más abajo:

Será apremiada por toda vía de derecho, y concretamente por embargo ejecutorio de sus muebles y efectos.

¿Qué hacer? ... ¡Veinticuatro horas, mañana! Seguramente, pensó, Lheureux quería asustarla una vez más, pues de pronto adivinó el objetivo de todas sus maniobras, la finalidad de sus complacencias. Lo que la intranquilizaba era lo exagerado de la cantidad.

Sin embargo, a fuerza de comprar, de no pagar, de tomar dinero prestado, de firmar pagarés, de renovar estos pagarés, que iban inflándose a cada nuevo plazo, había acabado por amasar para Lheureux un capital, que éste esperaba impaciente para sus especulaciones.

Se presentó en su casa con un aire despreocupado.

— ¿Sabe lo que me ocurre? —dijo ella—. Seguramente es una broma.

— No.

— ¿Cómo que no?

Lheureux se apartó un poco y le dijo cruzándose de brazos:

— ¿Acaso creía, señora, que yo iba a ser su proveedor y su banquero hasta la consumación de los tiempos? ¡Seamos justos, alguna vez tengo que resarcirme de mis desembolsos!

Emma protestó por la cuantía de la deuda.

— Bueno, el tribunal la ha reconocido. ¡Hay una sentencia! ¡Se la han notificado! Además, no soy yo, es Vincart.

— ¿No podría usted?

— ¡Absolutamente nada!

— Pero ..., sin embargo ..., podríamos razonar un poco —dijo ella, divagante, sin saber qué hacer.

— ¿Quién tiene la culpa? —replicó Lheureux, saludando irónicamente—. Mientras yo trabajo como un negro, usted se la pasa bien.

— ¡Oh, vamos, nada de moral!

— Nunca está de más.

Fue cobarde, le suplicó, y hasta llegó a apoyar su linda mano blanca y linda en la rodilla del mercader.

— ¡Déjeme en paz! ¡Cualquiera diría que quiere seducirme!

— ¡Es usted un miserable!

— ¡Oh, oh, qué maneras! —replicó Lheureux riendo.

— Haré saber quién es usted. Le diré a mi marido ...

— ¡Muy bien, y yo le enseñaré algo a su marido!

Y Lheureux sacó de su caja fuerte un recibo de mil ochocientos francos que ella le había dado cuando el descuento de Vincart.

— ¿Cree usted —añadió— que no va a enterarse de su pequeño robo ese pobre buen hombre?

Emma se hundió, como derribada por un mazazo. Lheureux se paseaba de la ventana al escritorio, repitiendo:

— Se lo enseñaré ... se lo enseñaré ...

Luego se acercó a ella, y, con voz dulce.

— No es agradable, ya lo sé; pero después de todo no se ha muerto nadie, y como es el único medio que le queda de devolverme mi dinero ...

— Pero, ¿dónde lo voy a encontrar? —dijo Emma retorciéndose los brazos con desesperación.

— ¡Bah! ¡Cuando se tienen amigos como los tiene usted! Y la miraba de una manera tan penetrante y tan terrible, que se estremeció hasta las entrañas.

— Le prometo —le dijo— que firmaré ...

— ¡Firmas ya tengo bastantes!

— Seguiré vendiendo.

— ¡Vamos, qué va a vender! —la interrumpió encogiéndose de hombros—. Ya no tiene nada.

Y por el ventanillo que daba a la tienda, gritó:

— ¡Anita, no olvides los tres reales del número 14!

Emma comprendió que la estaba despidiendo y preguntó a la desesperada:

- ¿Cuánto dinero haría falta para detener las diligencias?

— ¡Es demasiado tarde!

— Pero, ¿si le trajera unos miles de francos, la cuarta parte del total, la tercera parte, casi todo?

— ¡No, es inútil!

— Le suplico, monsieur Lheureux, unos días más. —Sollozaba.

— ¡Oh ... lágrimas!

— ¡Me deja usted desesperada!

— ¡Me importa un pito! —replicó, cerrando la puerta.
Presentación de Omar CortésTercera parte - Capítulo quintoTercera parte - Capítulo séptimo Biblioteca Virtual Antorcha