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Gustave Flaubert
MADAME BOVARY
PRIMERA PARTE
CAPÍTULO SÉPTIMO
A veces pensaba, sin embargo, que estaba viviendo los dias más hermosos de su vida; algo asi como lo que llamaban la luna de miel. Pero, para degustar por completo su dulzura, sin duda habría sido necesario ir a esos paises de nombres sonoros, donde los dias siguientes a la boda se configuran en medio de grandes delicias y suaves ocios. En sillas de posta, bajo cortinillas de seda azul, se sube al paso por caminos escarpados, escuchando el cantar del postillón, que se repite en la montaña junto con las campanillas de las cabras y el sordo rumor de la cascada. Cuando se pone el sol, a la orilla de los golfos se respira el perfume de los limoneros, y luego, por la noche, en la terraza de las quintas, solos y con los dedos enlazados, se mira a las estrellas haciendo proyectos. Y le parecía que algunos lugares en la tierra debían de infundir felicidad, como una planta que es propia de una tierra en especial, y que no prospera en otra parte. ¡Qué pena el no ser ella la que pudiera apoyarse en la baranda de los chalets suizos, o encerrar su tristeza en el cottage, con un marido que viste un frac de terciopelo negro con largos faldones y calza botas flexibles, llevando un sombrero puntiagudo y puños en las bocamangas!
A veces sentía el deseo de hacer a alguien participe de aquellas confidencias; pero, ¿cómo explicar un vago malestar que cambia de aspecto como las nubes, que se arremolina como el viento? Le faltaban palabras para expresar aquellas cosas, pero también le faltaba la ocasión y el valor.
Sin embargo, si Charles hubiera querido, si lo hubiera sospechado, si su mirada hubiera ido, siquiera una vez, al encuentro del pensamiento de ella, le parecía que una abundancia súbita se habría desprendido de su corazón, como cae el fruto de un espaldar cuando se lleva la mano a él. Pero a medida que se estrechaba más la intimidad de su vida, se producía en ella un desapego interior que la separaba de él.
La conversación de Charles era llana y lisa como la acera de la calle y por ella desfilaban las ideas de todo el mundo en su traje ordinario, sin suscitar emoción, risa o ensueño. Cuando vivían en Ruán, decía, nunca había sentido curiosidad por ir a ver en el teatro a los actores de París. No sabía ni nadar, ni manejar el florete, ni la pistola, y, un dia, él no fue capaz de explicarle un término de equitación que ella habia encontrado en una novela.
Pero, ¿no debia un hombre sobresalir en actividades múltiples, iniciar a la mujer en la fuerza de la pasión, en los refinamientos de la vida, en todos sus misterios? ... Pero este hombre no enseñaba nada, no sabía nada, no deseaba nada. El la creía dichosa, y a ella la irritaba aquella calma tan impasible, aquel peso sereno, hasta la felicidad que ella misma le daba le provocaba una gran incomodidad.
A veces dibujaba, y para Charles era un gran entretenimiento quedarse allí, de pie, mirándola inclinada sobre su carpeta, guiñando los ojos para ver mejor su obra, o modelando con los dedos bolitas de miga de pan. Respecto del piano, cuanto más rápido corrian los dedos de Emma sobre las teclas, más se maravillaba el marido. Ella tocaba con aplomo y recorría de arriba abajo todo el teclado sin interrupción. Sacudido así por ella, el viejo instrumento, cuyas cuerdas se estremecían, se oía hasta el extremo del pueblo sí la ventana estaba abierta, y muchas veces el alguacil que pasaba por la carretera, sin nada en la cabeza y en zapatillas, se paraba a escuchar, con su hoja de papel en la mano.
Por otra parte, Emma sabía muy bien llevar la casa. Mandaba a los enfermos la cuenta de las visitas con cartas bien redactadas y que no tenían el gusto vulgar de las facturas. Cuando, el domingo, tenian algún vecino a comer, ella sabía presentar los platos de manera atractiva, poner sobre las hojas de viña las pirámides de ciruelas, servía las confituras bien arregladas en un plato y hasta hablaba de comprar piezas de vajilla especiales para el postre. Todo esto se traducía en una gran consideración por parte del doctor Bovary.
Charles ahora se estimaba más por el hecho de poseer una mujer como aquélla. Cuando tenían visitas, él enseñaba con orgullo dos pequeños croquis dibujados a lápiz por Emma, y que él había mandado poner en unos marcos muy anchos y colgarlos en la pared con largos cordones verdes. Al salir de misa lo veían en la puerta de la casa calzando unas bonitas zapatillas de tapicería.
Volvía a casa bastante tarde, a las diez, y a veces a las doce de la noche. Pedía la cena y, como la criada se había acostado ya, era Emma la que lo servía. Entonces él se quitaba la levita para cenar más a gusto e iba nombrando una tras otra a todas las personas que había visto durante el dia, los pueblos que había visitado, las recetas que había escrito, y, satisfecho de sí mismo, terminaba con parsimonia su guisado, le quitaba la corteza al queso, comía una manzana sin pelarla, apuraba la botella de vino, y luego se iba a la cama, se acostaba boca arriba y casi de inmediato se ponía a roncar.
Como durante mucho tiempo había tenido la costumbre del gorro de dormir, el pañuelo de seda que usaba ahora no se le sujetaba bien en las orejas, de suerte que, por la mañana, él tenía el pelo alborotado sobre la cara y blanqueado por el plumón de la almohada, cuyas cintas se desataban durante la noche. Llevaba siempre unas botas fuertes, con dos gruesos pliegues oblicuos a los tobillos, mientras que el resto del empeine seguía en línea recta, tenso como una horma de madera. Él decía que ese era el tipo de botas ideales para el campo.
A su madre le parecía muy bien esa forma de economizar. Ella visitaba la casa con frecuencia, sobre todo cuando arreciaban las tormentas conyugales en su propia casa, y parecía tener cierta prevención en contra de su nuera, encontrándola un tanto presuntuosa, como rebasando con sus modales la posición social que le correspondía de acuerdo a sus bienes de fortuna; se
hacían grandes dispendios de leña o de azúcar, y en las noches las velas iluminaban la casa por todos lados, con la cantidad de carbón que se consumía
en la cocina se hubieran podido cocinar veinticinco platos. La suegra colocaba
la ropa blanca en los armarios y enseñaba a la nuera a vigilar al carnicero
cuando traía la carne. Emma aceptaba sin chistar estas lecciones, y madame
Bovary las prodigaba con profusión; todo se volvía madre por aquí, hija por
allá, aunque siempre con un temblorcillo apenas perceptible en los labios,
lanzando aquellas palabras dulces con un tono de rabia contenida.
En tiempos de madame Dubuc, la vieja se sentía todavía preferida; pero ahora el amor de Charles por Emma le parecía una traición a su cariño, una invasión de lo que era suyo, y observaba la felicidad de su hijo con un silencio triste, como una persona arruinada que mira a través de los cristales a la gente sentada a la mesa de su antigua casa. Le recordaba sus penas y sus sacrificios, y, comparándolos con las negligencias de Emma, decia que no era razonable adorarla de una manera tan exclusivista.
Charles no sabía qué contestar; respetaba a su madre, pero amaba infinitamente a su mujer; consideraba infalible el juicio de una, pero la otra le parecía irreprochable. Cuando se marchaba madame Bovary madre, intentaba insinuar tímidamente, y en los mismos términos, una o dos de las observaciones más anodinas que había oído a su mamá; Emma le demostraba con muy pocas palabras que estaba en un error y él se iba a lo suyo, a sus enfermos.
De cualquier manera, siguiendo las costumbres y las ideas que creía buenas, quiso hacer el papel de enamorada. A la luz de la luna, en el jardín , recitaba todas las rimas apasionadas que se sabía de memoria y le cantaba suspirando adagios melancólicos; pero luego se quedaba tan tranquila como antes, y Charles no se sentía ni más enamorado ni más conmovido.
Después de intentar así sacarle chispas a su corazón sin conseguir que brotara ni una, y por otra parte incapaz de comprender lo que ella no sentía ni de creer en nada que no se manifestara en formas convenidas, se convenció fácilmente de que la pasión de Charles no tenía nada de exorbitante. Sus expansiones eran ahora de una tranquila regularidad; la besaba a ciertas horas. Esto era un hábito entre otros, y como un postre previsto de antemano, después de la monotonía de las comidas regulares.
Un guardia de monte, curado por el señor de una fluxión de pecho, había regalado una perrita galgo de Italia: Emma la llevaba de paseo, pues algunas veces salía con el ánimo de estar sola un rato y no tener siempre ante los ojos el eterno jardín con el camino polvoriento.
Iba hasta el campo de robles de Banneville, cerca del pabellón abandonado que forma la esquina de la pared por la parte del campo. En aquel lugar, entre las hierbas silvestres, había unas largas cañas de hojas afiladas.
Empezaba por mirarlo todo, para ver si había cambiado algo desde la última vez que había estado allí. Encontraba en el mismo sitio las mostazas, las ortigas alrededor de las grandes piedras y los liquenes a lo largo de las tres ventanas, cuyos postigos, siempre cerrados, se desmoronaban de podridos sobre las barras de hierro enmohecidas. Entonces su pensamiento, sin dirección en un principio, vagabundeaba al azar, como su perrita, que describía circulos en el campo y ladraba corriendo detrás de las mariposas amarillas y perseguía a las musarañas mordisqueando las amapolas en la orilla de una parcela de trigo. Después se iban fijando poco a poco sus ideas y, sentada en el césped, que hurgaba con el extremo de la sombrilla, se repetía: ¿Por qué me habré casado. Dios mío?". Se cuestionaba si no habría habido algún otro medio, algunas otras combinaciones del azar, de encontrar a otro hombre, e intentaba imaginar cuáles habrían podido ser aquellos otros acontecimientos hipotéticos, cómo se hubiera configurado aquella vida diferente, aquel otro marido posible. Pues seguramente no todos los hombres eran como éste. Habría podido ser guapo, inteligente, distinguido, seductor, como eran seguramente los que se habían casado con sus antiguas compañeras del colegio ... ¿Qué harían ahora? En la ciudad, con el ruido de las calles, el ronroneo de los teatros y las luces del baile, llevaban unas vidas en las que se alegraban los sentidos. Pero la suya era fría en un desván cuya claraboya da al norte, y el tedio, araña silenciosa, tejía en la sombra su tela en todos los rincones de su corazón. Evocaba los días de distribución de premios, cuando ella subía al estrado para recoger sus pequeñas coronas. Con su trenza, su vestido blanco y sus zapatos de endrina descotados, tenía un aire gentil, y cuando volvía a su sitio los señores se inclinaban para felicitarla; el patio estaba lleno de calesas, le decían adiós por las portezuelas, el maestro de música pasaba saludando, con su caja de violín. ¡Oh, qué lejos estaba todo aquello!
Llamaba a su perrita Djali, la acogía entre sus rodillas, le pasaba los dedos por su cabecita larga y fina, y le decía:
— Vamos, besa a tu amita, ¡tú que no tienes penas!
Después, contemplando la traza melancólica de la esbelta perrita que bostezaba, se enternecía, y, comparándola con ella misma, le hablaba en voz alta, como quien consuela a una persona afligida.
A veces llegaban corrientes de viento, como ecos del mar que, recorriendo los extensos llanos del país de Caux, traían hasta estos confines un frescor con un ligero sabor a sal. Los juncos parecían silbar al ras de la tierra, y susurraban con estremecimiento ligero y espasmódico, mientras que en la cima se balanceaban al son de su propio murmullo. Emma se ceñía el chal
a los hombros y se levantaba.
En la avenida, proyectada por el follaje, iluminaba el musgo raso, que crujía bajo los píes. Se ponía el sol; el cielo estaba rojo entre las ramas y los troncos iguales de los árboles plantados en línea recta parecían una columnata parda que se destacaba sobre un fondo de oro. De pronto sentía miedo, llamaba a Djali, volvía de prisa a Tostes por el camino real, se derrumbaba en un sillón y no hablaba en toda la noche.
Pero, a finales de abril, llegó a su vida algo extraordinario: fue invitada a La Vaubyessard a casa del marqués de Andervilliers.
El marqués, quien fuera ministro de Estado durante la Restauración, deseaba volver a la vida política, y para avanzar en su propósito preparaba desde hacía mucho tiempo su candidatura para la cámara de diputados. En el invierno se dedicaba a repartir leña profusamente y, en el Consejo General reclamaba con gran vehemencia que se construyeran carreteras en su distrito. En la época de los grandes calores se le había generado una infección en la boca que Charles le curó como por milagro. El administrador, que fue a Tostes para pagar los honorarios, contó al volver que en el huerto del médico había visto unos cerezos soberbios, y como en la finca de Vaubyessard los cerezos se daban mal, el señor marqués había ido a Tostes a pedirle unos retoños a Bovary, creyéndose en el deber de ir personalmente a darle las gracias por su curación; entonces vio a Emma, le pareció que tenía bonito tipo y que no se comportaba como una campesina; así que en el castillo no consideraron que se rebasaban los límites de la condescendencia al invitar al joven matrimonio.
Un miércoles, a las tres, monsieur y madame Bovary subieron a su carricoche y salieron para La Vaubyessard con un gran baúl atado en la parte trasera y una caja de sombreros posada delante de la cortinilla. Charles llevaba además una caja de cartón entre las piernas.
Llegaron al anochecer, cuando empezaban a encender farolillos en el jardín para alumbrar a los coches.
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