Presentación de Omar CortésTercera parte - Capítulo sextoTercera parte - Capítulo octavo Biblioteca Virtual Antorcha

Gustave Flaubert

MADAME BOVARY

TERCERA PARTE

CAPÍTULO SÉPTIMO



Al día siguiente, cuando el licenciado Hareng, el ujier, se presentó en casa de los Bovary con dos testigos para levantar acta del embargo, Emma se comportó de una manera estoica.

Empezaron por el despacho del doctor y no apuntaron la cabeza frenológica, que fue considerada como instrumento de su profesión; pero contaron en la cocina los platos, las marmitas, las sillas, los candeleros, y, en su cuarto, todas las chucherías de la estantería. Examinaron sus vestidos, la ropa interior, el tocador, y con ello exhibieron la privacidad de Emma hasta en sus más íntimos rincones, como un cadáver al que se le hace la autopsia, todo delante de aquellos tres hombres.

Hareng, vestido con una delgada levita negra, corbata blanca y con trabillas muy apretadas, repetía de vez en cuando:

— Con permiso, señora, con permiso.

Hacía frecuentemente exclamaciones:

— ¡Oh, muy bonito! ... ¡Precioso!

Y volvía a escribir, mojando la pluma en el tintero de asta que tenía en la mano izquierda.

Cuando acabaron con las habitaciones, subieron al desván.

Allí tenía Emma un pupitre donde guardaba las cartas de Rodolfo. Hubo que abrirle.

— ¡Ah, un legajo de correspondencia! —dijo Hareng con una sonrisa discreta—. Pero, perdón, tengo que ver si la caja no contiene otra cosa.

E inclinó los papeles ligeramente, como para hacer caer de ellos posibles napoleones. Emma se indignó, al ver aquella mano tosca, con los dedos rosados y blandos, como babosas, que se posaba sobre aquellas páginas donde su corazón había latido.

¡Por fin se fueron! Entró Felicidad. Había estado al acecho para desviar a Bovary, e instalaron rápidamente bajo al tejado al guardkin del embargo, que juró no moverse de allí.

Aquella noche. Charles le pareció preocupado. Emma lo observaba con una mirada llena de angustia, creyendo percibir acusaciones en su rostro. Después, mirando a la chimenea con sus pantallas chinas, a las cortinas, a las butacas, todas las cosas, en fin, que habían endulzado la amargura de su vida, sintió un remordimiento, o más bien un pesar inmenso que irritaba la pasión, lejos de anularla. Charles hurgaba plácidamente el fuego, con los pies sobre los morillos.

Hubo un momento en que el guardián, seguramente cansado de su escondite, hizo un poco de ruido.

— ¿Quién anda por ahí? —dijo Charles.

— ¡Nadie!, es una claraboya que se ha quedado abierta y la mueve el viento.

Al día siguiente, el domingo, Emma fue a Ruán a ver a todos los banqueros que conocía de nombre. Estaban en el campo o de viaje. Sin embargo no desistió de su empeño y a los que pudo encontrar les pidió dinero, asegurándoles que se lo devolvería pronto. Algunos se rieron en su cara, otros se mostraron indiferentes; pero todos se negaron.

A las dos corrió a casa de León, golpeó la puerta. No abrían. Por fin apareció.

— ¿Qué te trae por aquí? —dijo, sorprendido.

— ¿Te molesta?

— No ..., pero ...

Dijo que al propietario no le gustaba que se recibieran mujeres.

— Tengo que hablar contigo.

Entonces León cogió la llave. Emma lo detuvo.

— ¡Oh, no, allá, en nuestro sitio!

Y fueron a su habitación del Hotel de Boulogne. Emma bebió al llegar un gran vaso de agua. Estaba pálida. Le dijo:

— León, me vas a hacer un favor.

Y, sacudiéndole las dos manos, apretándoselas mucho, añadió:

— Oyeme, ¡necesito ocho mil francos!

— ¡Pero estás loca!

— ¡Todavía no!

Y, contando la historia del embargo, le expuso su desesperada situación; pues Charles lo ignoraba todo: la suegra la detestaba, el padre, Rouault, no podía hacer nada; pero él, León, se iba a poner en movimiento para encontrar aquella cantidad indispensable ...

— ¿Cómo quieres?

— ¡Qué cobarde eres!

León dijo tontamente:

— Exageras el mal; quizá con mil escudos se amansaría ese hombre.

Razón de más para intentar algo; no era posible que él no encontrara tres mil francos. Además, León podía tomar dinero prestado en su lugar.

— ¡Anda, ve, haz algo! ¡Corre! ... ¡Oh, intenta, intenta, y te querré mucho!

León salió, volvió al cabo de una hora y dijo con una cara muy solemne:

— ¡He ido a ver a tres personas ... y todo ha sido inútil!

Permanecieron sentados uno en frente de otro, a ambos lados de la chimenea, inmóviles, sin hablar. Emma se encogía de hombros y daba pataditas en el suelo. León la oyó murmurar:

— ¡Si yo estuviera en tu lugar, sí que encontraría ese dinero!

— ¿Dónde? —dijo él.

— ¡En tu estudio!

Sus ojos inflamados expresaban una audacia infernal, entornaba los párpados de una manera lasciva e incitante; tanto que el joven sintió decaer su voluntad bajo el mudo imperio de aquella mujer que le aconsejaba la comisión de un delito. Entonces tuvo miedo y, para evitar que la cosa se aclarara, se dio un golpe en la frente exclamando:

— ¡Esta noche volverá Morel! Creo que él no se negará —era un amigo suyo, hijo de un negociante muy rico—, y mañana te traeré eso —añadió.

Emma no pareció acoger aquella esperanza con tanta alegría como él había imaginado. ¿Sospechaba la mentira? ... León añadió enrojeciendo.

— Pero si a las tres no me has visto, no me esperes más, querida. Tengo que marcharme, perdona ... ¡Adiós!

Le apretó la mano, pero la sintió completamente inerte. A Emma no le quedaba ya fuerza para ningún sentimiento.

Dieron las cuatro; se levantó para volver a Yonville, obedeciendo como un autómata al impulso de la costumbre.

Hacía buen tiempo; era uno de esos días del mes de marzo, claros y penetrantes, en los que luce el sol en un límpido cielo. Muchos ruanenses se paseaban muy contentos y con sus galas de domingo. Llegó a la plaza de la catedral. Salían de las vísperas; la multitud discurría por los tres pórticos, como un río por los tres arcos de un puente, y, en el centro, más inmóvil que una roca, el guardia suizo.

Emma recordó el día en que, transida de ansiedad y de esperanza, entrara bajo aquella gran nave que se extendía ante ella menos profunda que su amor; y seguía andando, llorando bajo el velo, aturdida, tambaleante, al borde del desmayo.

— ¡Cuidado! —gritó una voz, saliendo de una puerta cochera que se abría.

Emma se detuvo para dejar pasar un caballo negro piafando entre las lanzas de un tíburi conducido por un caballero enfundado en una piel de cibelina. ¿Quién era? Lo conocía ... El coche pasó rápidamente y desapareció.

¡Era él, el vizconde! Emma se volvió con la intención de volver a mirarlo. La calle estaba desierta, y se sintió tan abrumada, tan triste, que se apoyó en una pared para no caerse.

Después pensó que se había equivocado. De todos modos no sabía nada, todo la abandonaba, en ella misma y fuera de ella. Se sentía perdida, rodando al azar en los abismos indefinibles; y al llegar a La Croix Rouge, casi le dio alegría encontrar a Homais mirando cargar en la Golondrina una gran caja llena de provisiones farmacéuticas; llevaba en la mano, en un pañuelo, seis cheminots para su mujer.

Amadame Homais le gustaban mucho esos panecillos pesados, en forma de turbante, que se comen en cuaresma con mantequilla salada: último vestigio de los alimentos góticos que se remonta quizá al siglo de las cruzadas, y de los que los robustos normandos se atiborraban antaño, creyendo ver sobre la mesa, al resplandor de las antorchas amarillas, las cabezas de sarracenos dispuestas para ser devoradas. La mujer del boticario los masticaba como ellos, heroicamente, a pesar de su malísima dentadura; y cada vez que monsieur Homais hacía un viaje a la ciudad, no dejaba de llevarle aquellos bollos, que compraba siempre en casa del gran especialista, en la rué Massacre.

— ¡Encantado de verla! —le dijo a Emma, ofreciéndole la mano para ayudarla a subir a la Golondrina.

Después puso los cheminots en la rejilla de la diligencia y se quedó con la cabeza descubierta y los brazos cruzados, en una actitud pensativa y napoleónica.

Pero cuando surgió el ciego, como de costumbre, al pie de la cuesta, Homais exclamó:

— ¡No comprendo cómo la autoridad sigue tolerando cosas como ésta! Deberían encerrar a esos desdichados, obligándolos a realizar algún trabajo. ¡Palabra de honor que el progreso avanza a paso de tortuga! ¡Estamos chapoteando en plena barbarie!

El ciego tendía su sombrero que se bamboleaba al borde de la portezuela, como una bolsa de tapicería desclavada.

— ¡Ahí tiene usted —dijo el boticario— una afección de tipo escrofuloso!

Y aunque conocía al pobre diablo, fingió que lo veía por primera vez, murmuró palabras como córnea, córnea opaca, esclerótica, facies ..., y luego le preguntó en un tono paternal:

— ¿Hace mucho tiempo, amigo, que tienes esa espantosa enfermedad? En vez de emborracharte en la taberna, harías mejor en seguir un buen régimen alimenticio.

Le aconsejaba que tomara buen vino, buena cerveza, buena carne asada. El ciego continuaba su canción; por lo demás, parecía casi idiota. Por fin, monsieur Homais abrió la bolsa.

— Toma un franco, pero dame la mitad de cambio y no olvides mis consejos, ya verás lo bien que te va.

Hivert se permitió en voz alta alguna duda sobre su eficiencia. Pero el boticario certificó que él lo curaría con una pomada antiflogística de su invención, y le dio sus señas.

— Monsieur Homais, junto al mercado ... todo mundo me conoce.

— ¡Bueno —dijo Hivert al miserable—, al menos paga la consulta y las molestias haciéndonos la comedia!

El ciego se acurrucó, y, echando atrás la cabeza, moviendo los verdosos ojos y sacando la lengua, se frotaba el estómago con las dos manos, a la vez que lanzaba una especie de aullido sordo, como un perro hambriento. Emma, llena de asco, le tiró por encima del hombro una moneda de cinco francos, que era toda su fortuna. Se sintió bien al tirarla de esa manera.

Ya el coche en marcha, monsieur Homais se asomó de repente a la ventanilla y gritó:

— ¡Nada de farináceas ni de lacticinios! ¡Llevar lana sobre la piel y exponer las partes enfermas al humo de bayas de enebro!

El espectáculo de los objetos conocidos que desfilaban ante sus ojos iba apartando a Emma de su dolor presente. Un intolerable cansancio la agobiaba y llegó a su casa como alelada, desalentada, casi adormecida.

- ¡Que pase lo que tenga que pasar!, se decía.

Y además, ¿quién sabe? ¿Por qué no habría de surgir, de un momento a otro, un acontecimiento extraordinario? Hasta pudiera suceder que se muriera Lheurcux.

A las nueve de la mañana la despertó un ruido de voces en la plaza. Había una aglomeración en torno al mercado para leer un bando pegado en uno de los pilares, y vio a Justino subiéndose a un guardacantón para desprender y romper el cartel. Pero en ese momento, el guarda de campo lo prendió por el cuello. Monsieur Homais salió de la botica y la tía Lefrancois parecía estar perorando en medio de la multitud.

— ¡Señora, señora! —exclamó Felicidad entrando—, es una canallada!

Y la pobre muchacha, emocionada, le dio un papel amarillo que acababa de arrancar de la puerta. Emma leyó de una ojeada y se enteró de que todo su mobiliario estaba en venta.

Se miraron en silencio. Criada y ama no tenían secretos una para la otra. Felicidad suspiró:

— Yo que usted, señora, iría a ver a monsieur Guillaumin.

— ¿Tú crees?

Y esa interrogación quería decir:

Tu conoces la casa por el criado, ¿es que el amo ha hablado alguna vez de mí?

— Sí, vaya, ya verá.

Emma se vistió, se puso un traje negro con su capota de cuentas de azabache, y, para que no la vieran (había todavía mucha gente en la plaza), tomó el sendero que bordeaba el pueblo por detrás.

Llegó sin aliento a la verja del notario; el cielo estaba oscuro y comenzaba a nevar.

Tocó la campanilla y apareció Teodoro, con un chaleco rojo, en la escalinata; se acercó a abrir casi familiarmente, como si se tratara de una persona de su amistad, y la introdujo en el comedor.

Una gran estufa de porcelana zumbaba debajo de un cactus colocado en una hornacina, y, en unos marcos de madera negra colgados en la pared empapelada en color madera, se veía la Esmeralda de Steuben y la Putifar de Schopin. La mesa servida, dos calientaplatos de plata, el pomo de cristal en las puertas, la vajilla, los muebles, todo relucía a consecuencia de una limpieza meticulosa, al estilo inglés. Los cristales estaban decorados en las esquinas con vidrios de color.

- Un comedor como éste necesitaría yo, pensaba Emma.

Entró el notario, apretando con el brazo izquierdo contra el cuerpo su bata de palmas, mientras que con la otra mano se quitaba y se volvía a poner rápidamente un gorro de terciopelo marrón, inclinado con afectación sobre el lado derecho, en el que caían las puntas de tres mechones rubios, que daban alguna vestidura a ese cráneo ya casi devastado.

Ofreció asiento y se sentó él a almorzar, con muchas disculpas por la descortesía.

— Monsieur —comenzó Emma—, vengo a rogarle ...

— ¿Qué, señora? La escucho.

Se puso a exponerle su situación. El notario la conocía perfectamente, pues estaba secretamente en relación con el tendero, que siempre tenía capitales para los préstamos hipotecarios que iban a contratarse en la notaría. Es decir que él sabía, y mejor que ella, la larga historia de aquellos pagarés, mínimos al principio, con diversos nombres de endosantes, espaciados a largos vencimientos y continuamente renovados, hasta el día en que el traficante, reuniendo todos los protestos, encargó a su amigo Vincart hacer en su propio nombre las diligencias necesarias, pues no quería ser visto como un tigre en su propio pueblo.

En su relación de los hechos, Emma hizo recriminaciones contra Lheureux, a las que el notario respondió de vez en cuando con alguna palabra sin mucho sentido. Comiendo su chuleta y bebiendo su té, apoyaba el mentón en la corbata azul cielo, con dos alfileres de diamantes unidos con una cadenita de oro, y sonreía con una sonrisa especial, de una manera dulzona y ambigua. Pero, en algún momento, dándose cuenta de que Emma tenía los pies mojados, le dijo:

— Acérquese a la estufa ... más arriba ..., contra la porcelana.

Emma tenía miedo de mancharla, pero el notario le dijo con galantería:

— No se preocupe, las cosas bonitas no pueden estropear nada.

Entonces Emma, aprovechando aquella ligereza, procuró emocionarlo, y emocionarse ella misma, contándole las estrecheces de su casa, sus apuros, sus necesidades. El notario comprendía aquello: ¡una mujer elegante! Y, sin dejar de comer, se había vuelto hacia ella completamente, tanto que le rozaba con su rodilla la botina, cuya suela se curvaba humeando contra la estufa.

Pero cuando Emma le pidió mil escudos, el notario apretó los labios, después lamentó mucho no haber tenido antes la dirección de la fortuna de ella, ya que él contaba con los medios más cómodos, hasta para una dama, de hacer producir su dinero. Bien en las tuberas de Grumesnil o en los terrenos del Havre; habrían podido hacer con seguridad especulaciones excelentes, y la dejó consumirse en la rabia, ante la idea de las fantásticas cantidades que habría podido ganar.

— ¿Por qué —preguntó Guillaumin— no acudió a mí?

— Pues no sé.

— ¿Por qué, dígame? ¿Es que le daba miedo? ¡Más bien soy yo quien debiera quejarme! ¡Apenas si nos conocemos! Y sin embargo yo la tengo en alta estima; usted no lo pondrá en duda, ¿verdad?

Estiró la mano, tomó la de Emma, le plantó un beso voraz y la retuvo sobre su rodilla, jugando con sus dedos delicadamente, al tiempo que le decía palabras melosas.

Su voz opaca susurraba como un arroyo que corre, a través de sus anteojos espejeantes; brotaba de sus ojos una chispa y sus manos avanzaban bajo la blusa de Emma para acariciarle el brazo. Emma sintió contra la mejilla el aliento de una respiración jadeante. Aquel hombre la perturbaba horriblemente.

Se levantó de golpe y dijo:

— ¡Monsieur, estoy esperando!

— ¿Qué? —dijo el notario, poniéndose de pronto muy pálido.

— Ese dinero.

— Pero ... —balbuceó él, cediendo a la irrupción de un deseo demasiado fuerte— ¡Bueno, sí! ...

Se arrastraba de rodillas hacia ella, sin cuidarse de la pulcritud de su bata.

— ¡Por favor, no se vaya! ¡La amo!

La tomó por la cintura.

A madame Bovary le subió al rostro una oleada de púrpura. Retrocedió con un aire de gran indignación, exclamando:

— ¡Se aprovecha usted impúdicamente de mi angustiosa situación, monsieur! ¡Yo soy digna de compasión, no de comercio!

Y se marchó.

El notario se quedó muy pasmado, fijos los ojos en sus preciosas zapatillas de tapicería que eran el amoroso regalo de su mujer. El mirarlas lo consolaba de su frustración, y lo hacía pensar que una aventura como aquella lo hubiera llevado demasiado lejos.

- ¡Qué miserable, qué canalla, qué infame!, se decía Emma huyendo con nervioso pie por la nevada carretera.

La decepción del fracaso reforzaba la indignación de su pudor ultrajado; y le parecía que la Providencia se encarnizaba en perseguirla. En esos momentos su orgullo se había exacerbado a tal grado que jamás había tenido tanta estimación por sí misma ni tanto desprecio por los demás. La exaltaba una especie de sentimiento belicoso. Hubiera querido golpear a los hombres, escupirles a la cara, triturarlos a todos; y seguía caminando deprisa, pálida y trémula, furibunda, escudriñando con los ojos llenos de lágrimas el horizonte vacío, y como regodeándose en ese odio que la impregnaba.

Cuando divisó su casa se apoderó de ella una especie de entumecimiento. No podía seguir andando; pero no había más remedio ... ¿A dónde huir?

Felicidad la esperaba en la puerta.

- ¿Y...?

— ¡No! —dijo Emma.

Y estuvieron las dos pasando revista a las diferentes personas de Yonville que acaso estuvieran dispuestas a ayudarla. Pero cada vez que Felicidad nombraba a alguien, Emma replicaba:

— ¡No, no querrá!

— ¡Pronto va a volver el señor!

— Ya lo sé ... Déjame sola.

Lo había intentado todo. Ya no quedaba nada por hacer, y cuando llegara Charles tendría que decirle:

— Retírate, esa alfombra que pisas ya no es nuestra. ¡De tu casa no hay un mueble, un alfiler, una paja que te pertenezca ..., y yo soy quien te ha arruinado, pobre hombre!

Entonces se produciría un gran sollozo, luego Charles lloraría mucho, y por fin, pasada la sorpresa, perdonaría.

— Sí —murmuraba rechinando los dientes—, él, que con un millón que me ofreciera no sería bastante para que yo le perdonara el haberme conocido ... ¡Jamás, jamás !

Esta idea de la superioridad de Bovary sobre ella la exasperaba. Además, confesara o no, pronto, en seguida, mañana, Charles no dejaría de enterarse de la catástrofe, y habría que esperar aquella horrible escena y sufrir el peso de su magnanimidad. Le dieron ganas de volver a casa de Lheureux: ¿para qué?; de escribir a su padre: era demasiado tarde; y acaso ahora se arrepentía de no haber cedido a los deseos del notario, cuando oyó el trote de un caballo en la avenida. Era él, abría el portillo, estaba más lívido que la pared de yeso. Saltando escaleras abajo, Emma escapó deprisa por la plaza, y la mujer del alcalde que estaba hablando con Lestiboudois, la vio entrar en casa del recaudador.

Corrió a decírselo a madame Carón. Las dos señoras subieron al desván; y, escondidas tras la ropa tendida en unos palos, se apostaron cómodamente para ver lo mejor posible lo que ocurría en casa de Binet.

Estaba solo, en su buhardilla, imitando en madera uno de esos objetos de marfil indescriptibles, compuestos de medias lunas, de esferas huecas metidas unas en otras formando todo ello una especie de obelisco y que no sirven para nada; ya en la última pieza, llegaba al final. En la penumbra del taller, volaba de la herramienta un polvo rubio, como un penacho de chispas bajo las herraduras de un caballo al galope; las dos ruedas giraban, zumbaban; Binet sonreía, la barbilla inclinada, dilatadas las aletas de la nariz y como perdido en una de esas beatitudes absolutas que, sin duda sólo producen las ocupaciones mediocres, esas ocupaciones que entretienen la inteligencia con dificultades fáciles y la satisfacen en una realización más allá de la cual no hay nada que anhelar.

— ¡Ah, mírenla! —dijo madame Tuvache.

Pero el tono no les dejaba apenas oír lo que Emma decía.

Por fin creyeron distinguir la palabra francos, y la tía Tuvache murmuró muy bajito:

— Le está rogando que le retrase el pago de las contribuciones.

— ¡Sí, eso debe ser! —dijo la otra.

La vieron caminar de extremo en extremo del cuarto, mirando las paredes, los servilleteros, los candeleros, mientras Binet se acariciaba la barba con satisfacción.

— ¿Habrá venido a encargarle algo? —dijo madame Tuvache.

— ¡Pero si no vende nada! —objetó su vecina.

El recaudador parecía escuchar, abriendo mucho los ojos, como si no entendiera. Madame Bovary seguía en una actitud tierna, suplicante; se acercó, jadeante el pecho; ya no hablaban.

— ¿Será que le está coqueteando? —dijo madame Tuvache.

Binet estaba colorado hasta las orejas. Emma le tomó las manos.

— ¡Ah, ya se pasa de la raya!

Y seguramente le propone una abominación, pues el recaudador — y eso que era un hombre valiente; había combatido en Bautzen y en Luczen, había hecho campaña de Francia, y hasta le habían propuesto para la cruz—, de pronto, como quien ve una serpiente, retrocedió mucho, exclamando:

— ¡Señora, qué ocurrencia!

— ¡A esas mujeres las deberían azotar! —dijo madame Tuvache.

— Pero ¿dónde está? —replicó madame Carón.

Pues, mientras así hablaban, Emma había desaparecido; luego, viéndola tomar por la Grande-Rue y doblar a la derecha como para ir al cementerio, se perdieron en conjeturas.

— ¡Tía Rollet —dijo, al llegar a casa de la nodriza—, me ahogo! ¡Aflójeme el corsé!

Se derrumbó en la cama; sollozaba. La tía Rollet la tapó con una falda y se quedó de pie junto a ella; después, como no respondiera, la buena mujer se alejó, cogió su rueca y se puso a hilar lino.

— ¡Oh, pare de una vez! —murmuró, creyendo oír el tomo de Binet.

- ¿Qué le estará pasando? —se preguntaba la nodriza—. ¿A qué vendrá aquí?

Había venido empujada por una especie de espanto que la echaba de su casa.

Tendida sobre la espalda, inmóvil y con los ojos fijos, discernía vagamente los objetos, aunque aplicaba a ellos su atención con una persistencia idiota. Contemplaba los desconchados de la pared, dos tizones ahumados por la punta y una gran araña que avanzaba encima de su cabeza por la hendidura de la viga. Por fin se le aclararon las ideas. Recordaba ... Un día con León ... ¡Oh, qué lejos estaba aquello! ... El sol brillaba sobre el río y las clemátides perfumaban el ambiente ... Hasta que, llevada por sus recuerdos como por un torrente borboteante, pronto llegó a recordar la jornada de la víspera.

— ¿Qué hora es? —preguntó.

La tía Rollet salió, levantó los dedos de la mano derecha hacia la parte más clara del cielo, y volvió despacio diciendo:

— Van a ser las tres.

— ¡Ah, gracias, gracias!

— Pues él iba a venir. ¡Seguro! Habría encontrado dinero. Pero quizá fuera de casa, sin sospechar que ella estaba aquí; y mandó a la nodriza que fuera corriendo a buscarlo a su casa, a la del médico.

— ¡Vamos, dése prisa!

— ¡Ya voy, ya voy, querida señora!

Ahora se sorprendía de no haber pensado primero en él; ayer le había dado su palabra, y no faltaría a ella; ya se veía en casa de Lheureux poniendo sobre su escritorio los tres billetes de banco. Después habría que inventar una historia que explicara las cosas a Bovary ... ¿Cuál?

La nodriza tardaba mucho en volver. Pero como no había reloj en la choza. Emma temía exagerar el tiempo pasado. Se puso a pasear por el huerto, paso a paso; siguió el sendero a lo largo de la cerca y volvió rápidamente esperando que la buena mujer hubiera regresado por otro camino. Por fin, cansada de esperar, y asaltada por sospechas que rechazaba, sin saber si llevaba allí un siglo o un minuto, se sentó en un rincón, cerró los ojos, se tapó los oídos. Chirrió la desvencijada puerta y Emma se sobresaltó; antes de que ella le preguntara, la tía Rollet le dijo:

— En su casa no hay nadie.

— ¿Qué?

— ¡Nadie! Y el señor está llorando. La llama. La está buscando.

Emma no dijo nada. Jadeaba, mirando en torno suyo, mientras la campesina, asustada de su semblante, retrocedía instintivamente creyéndola loca. De pronto se golpeó la frente y lanzó un grito, pues le había pasado por el alma, como un relámpago en una noche oscura, el recuerdo de Rodolfo. ¡Era tan bueno, tan delicado, tan generoso! Y además, si vacilaba en hacerle aquel favor, ya sabría ella obligarlo, recordándole con una sola mirada su amor perdido. Se dirigió, pues, a La Huchette, sin darse cuenta de que corría a ofrecerse a lo que un momento antes la había exasperado tanto, sin reparar en absoluto en aquella forma de prostitución.
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