Presentación de Omar Cortés | Segunda parte - Capítulo séptimo | Segunda parte - Capítulo noveno | Biblioteca Virtual Antorcha |
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Gustave Flaubert
MADAME BOVARY
SEGUNDA PARTE
CAPÍTULO OCTAVO
Finalmente llegaron los tiempos de la feria. La mañana de la inauguración, desde muy temprano, todos los habitantes de la villa estaban en sus puertas, entretenidos en los preparativos; habían adornado con guirnaldas de hiedra la fachada del ayuntamiento; en un prado habían levantado un gran pabellón para el festín, y en medio de la plaza, delante de la iglesia, una especie de bombarda daría la señal de llegada del señor prefecto y los nombres de los campesinos que serían premiados en esta ocasión. Había llegado la Guardia Nacional de Buchy (en Yonville no la había) para unirse al cuerpo de bomberos, cuyo capitán era Binet. Este llevaba aquel día un cuello todavía más alto que de costumbre; y, embutido en su túnica, tenía el pecho tan rígido que toda la vitalidad de su persona parecía haberle bajado a las piernas, las cuales se levantaban en perfecta cadencia, a pasos marcados, de un solo movimiento. Como siempre había
existido una rivalidad entre el recaudador de Hacienda y el coronel, uno y
otro, instalados en el prurito de demostrar sus talentos, hacían maniobrar
aparte a sus hombres. Se veía alternativamente pasar y volver a pasar las
charreteras rojas y las anchas corbatas negras. ¡Aquello no se terminaba y
ya volvía a empezar! ¡Nunca se había visto un tal despliegue de pompa y
boato! La víspera, muchos habían blanqueado sus casas; de las ventanas
entreabiertas pendían banderas tricolor; todas las tabernas estaban llenas;
y, con el buen tiempo que hacía, los gorros almidonados, las cruces de oro y
las manteletas de colores parecían más blancos que la nieve, espejeaban
al sol claro y destacaban con su luminosidad la monotonía de las levitas y
las blusas azules. Las granjeras de las tierras aledañas se apeaban de sus
caballos y de inmediato se quitaban el gran broche que les ceñía el vestido
en torno al cuerpo, recogido por miedo a que se manchara; en cambio, los
maridos, para proteger el sombrero, se lo cubrían con un pañuelo de bolsillo,
sujetando una punta del mismo con los dientes.
Por los dos extremos del pueblo iban fluyendo las multitudes, que se reunían en la calle principal, para después desahogarse por callejuelas, avenidas, casas, y, de vez en cuando, se oía caer el picaporte de las puertas tras las burguesas con guantes de hilo que salían a ver la fiesta. Lo que más admiración causaba eran dos tejos llenos de farolillos que flanqueaban el estrado donde habrían de instalarse las autoridades, y había además, contra las cuatro columnas del ayuntamiento, cuatro especies de astas, cada una de las cuales sostenía un estandarte de lona verdosa enriquecido con unas inscripciones en letras doradas. En uno de ellos se leía: Al Comercio, en otro A la Agricultura; en el tercero: A la Industria; y en el cuarto: A las Bellas Artes.
Pero el júbilo que resplandecía en todas las caras parecía ensombrecer a madame Lefrancoís, la dueña de la hostería. De pie en los escalones de su cocina murmuraba para sí misma:
— ¡Oh, qué tontería! ¡Qué tontería es esa barraca de lona! ¿Se creerán que el prefecto va a estar a gusto comiendo ahí, bajo un toldo, como un saltimbanqui? ¿Esa es la clase de cosas que ellos hacen por el bien del país? ¡Vamos, no valía la pena ir a buscar a un cocinero de Neufchátel! ¿Y todo para qué? ¡Para unos descamisados que no saben hacer otra cosa que cuidar vacas!
Pasó el boticario. Llevaba un frac negro, pantalón de nanquín, zapatos de castor y, como un lujo extraordinario, un sombrero de media copa.
— ¡Servidor! —dijo—; perdone, llevo prisa.
Y como la viuda le preguntara dónde iba:
— ¿Le extraña, verdad? Yo que estoy siempre más pegado a mi laboratorio que la rata al buen queso.
— ¿Qué queso? —preguntó la mujer.
— ¡No, nada, nada! —repuso Homais—. Sólo quería expresarle, madame Lefrancois, que habitualmente estoy recluido en mi casa. Pero hoy, considerando la circunstancia, no hay más remedio que ...
— ¡Ah!, ¿va usted allá? —le interrumpió con aire de desdén.
— Sí, allá voy —replicó el boticario extrañado—, ¿acaso no formo parte de la comisión consultiva?
La tía Lefrancois lo miró largamente y acabó por contestar, sonriendo:
— ¡Ah, eso ya es otra cosa! Pero, ¿qué tiene usted que ver con la labranza? ¿Entiende usted eso?
— ¡Pues claro que entiendo, puesto que soy farmacéutico, es decir, químico!; y la química, madame Lefrancois, tiene por objeto el conocimiento de la acción recíproca y molecular de todos los cuerpos de la naturaleza, de donde resulta que la agricultura está comprendida en sus dominios. En efecto, composición de los fertilizantes, fermentación de los líquidos, análisis de los gases e influencia de los miasmas, ¿quiere usted decirme qué es todo esto sino química, pura y simple química?
La hostelera no respondió nada. Homais continuó:
— ¿Le parece a usted que para saber del campo hay que haber labrado la tierra uno mismo o engordado aves de corral? Lo que hay que conocer más bien es la constitución de las sustancias de que se trata, los estratos geológicos, las acciones atmosféricas, la calidad de los terrenos, de los minerales, de las aguas, la densidad de los diferentes cuerpos y su capilaridad. ¡Qué sé yo! Y hay que conocer a fondo todos los principios de higiene para dirigir la construcción de las instalaciones, el régimen de los animales, la alimentación de los trabajadores; y, además, madame Lefrancois, hay que dominar la botánica, saber distinguir las plantas. ¿Comprende usted?; uno tiene que distinguir cuáles son las salutíferas, cuáles las deletéreas, cuáles las improductivas y cuáles las nutritivas; si conviene arrancarlas aquí y volver a plantarlas allá, proteger unas, destruir otras; en fin, hay que estar al corriente de la ciencia por los folletos y papeles públicos, estar siempre alerta para indicar las mejoras ...
La hostelera no apartaba los ojos de la puerta del Café Francais, y el boticario continuó:
— ¡Pluguiera a Dios que nuestros agricultores fuesen químicos, o que al menos escucharan más los consejos de la ciencia! Yo, por ejemplo, he escrito últimamente un gran opúsculo, una memoria de más de setenta y dos páginas titulada De la sidra, de su fabricación y de sus efectos, seguido de algunas
reflexiones nuevas a este respecto, mismo que he enviado a la Sociedad
Agronómica de Ruán; lo cual hasta me ha valido el honor de ser recibido
por sus miembros, sección de agricultura, clase de pomología. Pues bien, si
mi obra hubiera sido dada a la publicidad ...
Pero el boticario se detuvo de pronto, tan preocupada le parecía madame Lefrancois.
— ¡Ahí los tiene —dijo—, no se comprende!
¡Cómo les gusta ese miserable tugurio!
Y con unos movimientos de hombros que le estiraban sobre el pecho las mallas de la chaqueta de punto, señalaba con las dos manos la taberna de su rival, de donde salían entonces unas canciones.
— De cualquier manera, eso no durará mucho
—añadió—. ¡Se terminará antes de ocho días!
Homais retrocedió, desconcertado. La fondista bajó sus tres escalones y, hablándole al oído:
— Pero, ¿es que no sabe usted nada? Le van a embargar esta semana. Es por causa de Lheureux. Lo han acribillado a pagarés.
— ¡Oh, qué catástrofe más espantosa! —exclamó el boticario, que tenía siempre expresiones para todas las circunstancias imaginables.
Y la hostelera se puso a contarle aquella historia, que sabía por Teodora, la criada de monsieur Guillaumin, y, aunque execraba a Tellier, censuraba a Lheureux. Era un embaucador, un rastrero.
— ¡Mire! —dijo—, ahí lo tiene, en el mercado; está saludando a madame Bovary, que lleva un sombrero verde. Y va del brazo de monsieur Boulanger.
— ¡Madame Bovary! —exclamó Homais—. Voy en seguida a ofrecerle mis respetos. Acaso le gustaría tener un lugar en el recinto, bajo el peristilo.
Y sin escuchar a la tia Lefrancois, que lo llamaba para contarle más cosas, el boticario se alejó a paso rápido, sonrisa en los labios y pantorrilla tensa, distribuyendo a derecha e izquierda saludos a granel y ocupando mucho espacio con los grandes faldones de su frac negro, que temblaban al viento detrás de él.
Rodolfo, que lo vio de lejos, apresuró el paso; pero madame Bovary se quedó sin aliento; aflojó él la marcha y le dijo sonriendo en un tono brutal:
— Es para escapar de ese gordo; ya sabe, el boticario.
Ella le dio un codazo.
- ¿Qué significa esto?, se preguntó. Y la miró con el rabillo del ojo sin dejar de andar.
El perfil de Emma era tan impasible que no se adivinaba nada. Se destacaba a plena luz, en el óvalo de su capota, que tenía unas cintas azules semejantes a hojas de caña. Sus ojos de largas pestañas curvas miraban hacia adelante y, aunque muy abiertos, parecían un poco contraídos por los pómulos, efecto de la sangre que corría con suavidad bajo la fina piel. Un color rosado le atravesaba el tabique de la nariz. Inclinaba la cabeza sobre el hombro y, entre los labios, se veía la punta nacarada de los dientes blancos.
- ¿Se está burlando de mí?, pensaba Rodolfo.
Pero aquel gesto de Emma no había sido más que una advertencia; pues los acompañaba monsieur Lheureux y les hablaba de vez en cuando, como para entrar en conversación.
— ¡Qué día más soberbio! ¡Todo el mundo está en la calle! Los vientos soplan del este.
Y madame Bovary, lo mismo que Rodolfo, apenas le contestaba, mientras que él, al menor movimiento que hacían, se les acercaba diciendo:
- ¿Les gusta?, y se llevaba la mano al sombrero.
Cuando llegaron a casa del herrero, en vez de seguir el camino hasta la barrera, Rodolfo tomó bruscamente un sendero tirando de madame Bovary, y exclamó:
— ¡Adiós, monsieur Lheureux! ¡Hasta la vista!
— ¡Cómo le ha despachado! —dijo Emma riendo.
— ¿Por qué —replicó él— dejarse invadir por los demás? Y como hoy tengo la suerte de estar con usted.
Emma se sonrojó. Rodolfo no terminó la frase. Se puso a hablar del buen tiempo y del placer de andar por la hierba. Habían brotado algunas margaritas.
— Con estas gentiles margaritas —dijo Rodolfo— podrían hacer muchos oráculos todas las enamoradas del país.
Y añadió:
— ¿Y si yo recogiera algunas? ¿Qué le parece?
— ¿Es que está usted enamorado? —dijo Emma tosiendo un poco.
— ¡A lo mejor! —respondió Rodolfo.
Comenzaba a llenarse la pradera, y las madres de familia tropezaban a los paseantes eon sus grandes paraguas, sus cestas y sus niños. Había que pararse con frecuencia ante una larga fila de lugareños; criadas con medias azules, zapatos planos, sortijas de plata, y que olían a leche cuando se pasaba junto a ellas. Caminaban tomadas de la mano, ocupando así todo lo largo de la pradera, desde la línea de álamos temblones hasta la tienda del banquete. Pero era el momento del examen, y los agricultores entraban uno tras otro en una especie de hipódromo formado por una larga cuerda sostenida por unos palos.
Allí estaban los animales con el hocico hacia la cuerda sostenida por unos palos.
Allí estaban los animales con el hocico hacia la cuerda y alineando confusamente con desiguales grupas. Los cerdos, medio dormidos, hundían el hocico en la tierra; mugían los terneros; balaban las ovejas; las vacas, doblada la pata, posaban el vientre en el césped y, rumiando lentamente, cerraban sus pesados párpados bajo los moscardones que zumbaban en torno a ellas. Los carreteros sujetaban eon el brazo desnudo el ronzal de los sementales encabritados, que relinchaban, muy abiertos los ollares, hacia las yeguas. Estas permanecían impasibles, alargando la cabeza con la colgante crin, mientras sus potrillos descansaban a la sombra de las madres o se ponían
a mamar de vez en cuando; y, sobre la larga ondulación de todos aquellos
cuerpos aglomerados se levantaba al viento, como una ola, la crin blanca, o
bien sobresalían unos cuernos puntiagudos y unas cabezas de hombres que
corrían. Aparte, fuera de concurso, cíen pasos más lejos, un gran toro negro
embozalado con un círculo de hierro en las narices y tan inmóvil como si
fuera de bronce; y un pequeño niño harapiento lo tenía de una cuerda.
Entre las dos filas avanzaban unos señores a paso lento, examinando cada animal y consultándose después en voz baja. Uno de ellos, que parecía más importante, sin dejar de andar, tomaba notas en el álbum. Era el presidente del jurado, monsieur Derozerais de la Panville. En cuanto reconoció a Rodolfo, se adelantó vivamente y le dijo sonriendo eon gesto amable:
- Pero, ¿nos abandona usted, monsieur Boulanger?
Rodolfo le aseguró que volvería; pero cuando el presidente desapareció, le dijo a Emma:
— Claro que no iré; prefiero su compañía a la de Derozerais.
Y, burlándose de los eventos de la feria y para circular con mayor libertad, Rodolfo enseñaba al gendarme su insignia azul y hasta se detenía a veces ante un hermoso ejemplar al que madame Bovary apenas prestaba atención. Rodolfo lo notó y entonces se puso a bromear sobre las damas de Yonville a propósito de su atavío; después se disculpó él mismo por el descuido del suyo. Tenía esa incoherencia de las cosas corrientes y rebuscadas, donde, generalmente, el vulgo cree entrever la revelación de una existencia excéntrica, los desórdenes del sentimiento, las tiranías del arte y siempre cierto desprecio de los convencionalismos sociales, lo que seduce o le exaspera. Así, su camisa de batista con puños plisados se abollonaba al azar del viento en la abertura del chaleco, que era de dril gris, y el pantalón, de rayas anchas, desabría en los tobillos las botas de nanquín y charol que brillaban tanto que la hierba se reflejaba en ellas. Pisaba los excrementos de caballo, una mano en el bolsillo de la chaqueta y ladeado el sombrero de paja.
— De todos modos —añadió— cuando se vive en el campo ...
- Todo es trabajo perdido —completó Emma.
— Es verdad —replicó Rodolfo—. ¡Pensar que ni uno solo de estos buenos hombres es capaz de apreciar siquiera el corte de un frac!
Y con esta pauta se pusieron a hablar de la mediocridad provinciana, de las vidas que asfixiaba, de las ilusiones que en ella se perdían.
— Por eso —decía Rodolfo— yo me hundo en la tristeza.
— ¡Usted! —exclamó Emma con asombro—. Pues yo lo creía muy alegre.
— Bueno, eso es sólo en apariencia, porque en medio de la gente sé ponerme sobre la cara una careta burlona y, sin embargo, cuántas veces, al ver un cementerio a la luz de la luna, me he preguntado si no haría mejor en ir a unirme con los que duermen ...
— ¡Oh! ¿Y sus amigos? ¿No piensa en ellos?
— ¿Mis amigos? ¿Qué amigos? ¿Acaso los tengo? ¿Quién se preocupa por mí?
Y acompañó estas últimas palabras con una especie de silbido entre los labios.
Pero tuvieron que separarse uno de otro por una gran pila de sillas que un hombre llevaba detrás de ellos. Tan cargado iba que sólo se le veía la punta de los zuecos y el extremo de ambos brazos, abierto en línea recta. Era Lestiboudois, el enterrador, que cargaba unas sillas de la iglesia entre la multitud. Con gran imaginación para todo lo que pudiera producirle algún beneficio, había descubierto este medio de sacar partido de los comicios, y su idea le salió bien, pues ya no sabía a quién atender primero. Los lugareños que tenían calor se disputaban aquellos asientos cuya paja olía a incienso, y se apoyaban contra los gruesos respaldos, manchados con la cera de las velas.
Madame Bovary volvió a tomar el brazo de Rodolfo, que continuó como hablándose a sí mismo:
— Sí, ¡me han faltado tantas cosas! ¡Siempre solo! ¡Ah, si yo hubiera tenido una finalidad en la vida, si hubiera encontrado un afecto, si hubiera encontrado una persona ...! ¡Oh, cómo habría gastado toda la energía de que soy capaz, venciéndolo todo, rompiéndolo todo!
— Pero me parece —observó Emma— que usted no es una persona a la que uno podría compadecer.
— ¿Cree usted? —dijo Rodolfo.
— Pues sí; al fin y al cabo ... usted es libre.
Vaciló:
— Rico.
— ¡Vamos, no se burle de mí!
Pero Emma podía jurar que no se burlaba. En esto se escuchó el tronido de un cañonazo; la gente se precipitó en pelotón hacia el pueblo.
Era una falsa alarma. El señor prefecto no llegaba, y los miembros del jurado estaban muy indecisos, no sabiendo si era pertinente empezar la sesión o esperar.
Por fin, al fondo de la plaza, apareció un gran landó de alquiler tirado por dos caballos flacos que acicateaba a brazo suelto un cochero con sombrero blanco. Binet tuvo el tiempo justo para gritar:
- ¡A las armas!, y el coronel
lo imitó.
La gente se precipitó a los pabellones. Algunos hasta olvidaron el corbatín. Pero el carruaje prefectural pareció adivinar aquel apuro, y los dos caballos enganchados, contoneándose sobre sus ameses llegaron a trote corto ante el peristilo del ayuntamiento justamente en el momento en que se desplegaban la Guardia Nacional y los bomberos, a tambor batiente y marcando el paso.
— ¡Balanceo! —gritó Binet.
— ¡Alto! —gritó el coronel—. ¡En fila a la izquierda!
Y después de presentar armas con un ruido de abrazaderas que sonó como una caldera de cobre rodando por las escaleras, cayeron los fusiles.
Entonces descendió de la carroza un señor vestido con un uniforme corto bordado de plata, calvo hacia la frente, con un tupé en el occipucio, pálida la tez y muy benigna la apariencia, aunque con ojos abultados y gruesos párpados que se entrecerraban para contemplar a la multitud, al mismo tiempo que levantaba la puntiaguda nariz y sonreía de una manera evidentemente forzada. Reconoció por la banda al alcalde y le comunicó que el señor prefecto no había podido venir. Él era un consejero de la prefectura; luego añadió unas disculpas. Tuvache contestó con los cumplidos de rigor y el otro se declaró confuso; permanecía así, frente a frente, y sus cabezas casi se tocaban, rodeándoles los miembros del jurado, los del concejo, los notables, la guardia nacional y la multitud. El señor consejero, apoyando
contra el pecho su pequeño tricornio negro, reiteraba los saludos, mientras
Tuvache, curvado como un arco, sonreía también, tartamudeaba, buscaba
las frases, proclamaba su fidelidad a la monarquía y ponderaba el honor que
le hacían en Yonville.
Hipólito, el mozo de la hostería, acudió a coger de la brida a los caballos del cochero, y, cojeando del pie torcido, los llevó bajo el porche del Lion d'Or, donde se aglomeraban muchos campesinos para mirar el coche. Redobló el tambor, tronó el cañón y los señores subieron en fila al estrado y se sentaron en las butacas de terciopelo rojo que había prestado madame Tuvache.
Todas aquellas personas se parecían. Sus fofas caras rubias, un poco tostadas por el sol, tenían el color de la sidra dulce, y las pobladas patillas emergían de los cuellos duros, sujetos por unas corbatas blancas de nudo muy ancho. Todos los chalecos eran de terciopelo, cruzados; todos los relojes llevaban en el extremo de una larga cinta algún colgante ovalado de
cornalina, y apoyaban las dos manos en los muslos, apartando con cuidado
la cruz del pantalón, cuyo paño no deslustrado relucía más que el cuero de
las fuertes botas.
Las damas de la buena sociedad estaban detrás, en el vestíbulo, entre las columnas, mientras que la multitud no distinguida permanecía enfrente, de píe, o bien sentados en sillas. A este efecto, Lestiboudois había trasladado allí todas las que antes puso en la pradera, y aún corría constantemente en busca de otras sillas a la iglesia, perturbando de tal manera la circulación de la gente que resultaba muy difícil llegar hasta la escalerilla del estrado.
— A mí me parece —dijo monsieur Lhereux (dirigiéndose al boticario, que pasaba para ocupar su sitio)— que deberían haber puesto aquí los dos postes venecianos, con alguna cosa solemne y bonita como novedad, eso hubiera tenido buen efecto.
— Desde luego —contestó Homais—. Pero ¡qué quiere usted!, todo lo ha manipulado el alcalde a su antojo. Ese pobre Tuvache no tiene mucho gusto, y hasta carece en absoluto de lo que se llama el genio de las artes.
A todo esto, Rodolfo había subido con madame Bovary al primer piso del ayuntamiento, a la sala de juntas, y como estaba vacía, Rodolfo declaró que allí estaban bien para gozar del espectáculo más a sus anchas. Tomó tres taburetes que se eneontraban en derredor de la mesa ovalada, bajó el busto del rey, y, acercándolos a una de las ventanas, se sentaron uno al lado del otro.
Se produjo una agitación en el estrado, largos cuchicheos, deliberaciones. Finalmente se levantó el señor consejero. Ahora se sabía que se llamaba Lieuvain, y este nombre corría ya de boca en boca en la multitud. Una vez ordenadas unas hojas de papel, el consejero fijó en ellas la vista y comenzó:
- Señores:
Séame permitido en primer lugar (antes de hablarles del objeto de esta reunión de hoy, y estoy seguro de que todos ustedes compartirán este sentimiento) ..., séame permitido, digo, hacer justicia a la administración superior, al gobierno, al monarca, señores, a nuestro soberano, a ese rey amadísimo a quien ninguna rama de la prosperidad pública o particular le es indiferente, y que con tan firme y sabia mano dirige a la vez la nave del Estado entre los incesantes peligros de un mar tempestuoso, sabiendo, por otra parte, hacer respetar tanto la paz como la guerra, la industria, el comercio, la agricultura y las bellas artes.
— Debería retirarme un poco —dijo Rodolfo.
— ¿Porqué? —preguntó Emma.
Pero, en este momento, la voz del consejero se elevó hasta alcanzar un tono vibrante ..., declamaba:
Pasó ya el tiempo, señores, en que la discordia civil ensangrentaba nuestras plazas públicas, el tiempo en que el propietario, el hombre de negocios, el mismo obrero, al dormirse por la noche con un sueño tranquilo temblaban de que los despertaran de pronto los incendiarios toques a rebato, el tiempo en que las máximas más subversivas zapaban audazmente las bases ...
— Es que podrían verme desde abajo —explicó Rodolfo—; después tendría que pasarme quince días dando explicaciones, y con mi mala fama ...
— ¡Oh!, se calumnia usted —dijo Emma.
— No, no, mi fama es execrable, se lo juro.
Pero, señores míos —continuó el consejero—, si, apartando de mi recuerdo esos sombríos cuadros, contemplo la situación actual de nuestra hermosa patria, ¿qué veo? Por doquier florecen el comercio y las artes; por doquier nuevas vías de comunicación, como arterias nuevas en el cuerpo del Estado establecen nuevas relaciones, nuestros grandes centros manufactureros
han recuperado su actividad; la religión, más firme, sonrie en todos los
corazones; nuestros puertos están llenos, renace la confianza y, por fin,
Francia respira ...
— Por lo demás —añadió Rodolfo—, acaso, desde el punto de vista del mundo, tienen razón.
— ¿Por qué? —inquirió Madame Bovary.
— ¿Es que no sabe usted que hay almas constantemente atormentadas? Necesitan sucesivamente el ensueño y la acción, las pasiones más puras, los goces más furiosos, y así se lanzan a toda suerte de fantasías, de locuras.
Emma lo miró como quien contempla a un viajero que ha conocido países extraordinarios, y exclamó:
— Nosotras, las pobres mujeres, no tenemos siquiera esa distracción.
— Triste distracción, puesto que no da la felicidad.
— Pero, ¿acaso es posible alcanzar la felicidad? —preguntó Emma.
— Sí, es posible encontrarla algún día.
... y eso lo han comprendido ustedes —decía el consejero—.
¡Ustedes, agricultores y obreros del campo; ustedes, pioneros pacíficos de una obra consagrada por entero a la civilización! ¡Ustedes, hombres de progreso y
de moral! Son ustedes los que han comprendido, digo, que las tormentas
políticas son más temibles aún que las perturbaciones de la atmósfera ...
— Sí.., algún día, se encuentra la felicidad —reiteró Rodolfo—, si se encuentra de pronto, y cuando ya se había perdido por completo la esperanza: entonces se abren horizontes. Es como una voz que grita: ¡Aquí está! Y sentimos necesidad de hacer a esa persona la confidencia de nuestra vida, de darle todo, de sacrificarle todo. No nos explicamos, no adivinamos. Nos hemos entrevisto en nuestros sueños — y la miraba—. Por fin, ese tesoro que tanto hemos buscado está ahí, ante nosotros; brilla, centellea, pero todavía dudamos, no nos atrevemos a creer; estamos deslumbrados, como sí pasáramos de las tinieblas a la luz.
Y Rodolfo, al terminar estas palabras, añadió la pantomima a la frase. Se pasó la mano por la cara, como un hombre que sufre un mareo; luego la dejó caer suavemente sobre la de Emma, quien púdicamente retiró la suya y se volvió como para escuchar al consejero, que seguía leyendo:
... ¿ Y quién se extrañará, señores? Solamente quien estuviera tan ciego, tan hundido (no temo decirlo), tan hundido en los prejuicios de otra época como para desconocer el espíritu de las poblaciones agrícolas. Pues, ¿dónde encontrar más patriotismo que en el campo, más dedicación a la causa pública, y, en fin, más inteligencia? Y no hablo, señores, de esa inteligencia superficial, vano ornamento de las mentes ociosas, sino más bien de esa inteligencia profunda y moderada que se aplica por encima de cualquier otra cosa a la construcción de cosas útiles, contribuyendo así al bien de todos, al mejoramiento común y al sostenimiento de los Estados, fruto del respeto a las leyes y de la práctica de los deberes.
— ¡Y dale, otra vez! —dijo Rodolfo—. ¡Siempre los deberes, estoy harto de palabras! Estos son una partida de viejos cernícalos con chaleco de franela y de mojigatos postrados a los pies de un rosario que nos rompen los oídos con El deber, el deber, el deber ... ¡Qué diablos!, el deber es sentir lo grande, amar lo bello y no aceptar todos los convencionalismos de la sociedad, con las ignominias que nos impone.
— Pero ..., pero ... —objetaba madame Bovary.
— ¡No señor! ¿Por qué declamar contra las pasiones? ¿No son acaso lo único bello que hay en la tierra, la fuente del heroísmo, del entusiasmo, de la poesía, de la música, de las artes, de todo en fin?
— Pero siempre es necesario —dijo Emma— seguir un poco la opinión del mundo y obedecer su moral.
— ¡Ah ..., es que hay dos morales! —replicó Rodolfo—. La pequeña, la convenida, la de los hombres, la que cambia continuamente y que berrea tan fuerte, se agita abajo, al ras de la tierra, como esa tropa de imbéciles en torno y encima, como el paisaje que nos rodea y el cielo azul que nos alumbra.
Monsieur Lieuvain acababa de enjugarse la boca con el pañuelo, y prosiguió:
... Y para qué decirles, señores, la utilidad de la agricultura. ¿Quién provee a nuestras necesidades? ¿Quién a nuestra subsistencia? ¿Acaso no es el agricultor? El agricultor, señores, el agricultor que, sembrando con mano laboriosa los fecundos surcos de los campos, hace que nazca el trigo, ese trigo que, triturado, pulverizado mediante ingeniosos aparatos, sale de ellos con el nombre de harina y de aqui, transportado a las ciudades, llega hasta el panadero, el cual confecciona con ello un alimento para el pobre y para el rico. ¿No es también el agricultor el que, en los pastizales, engorda para nuestros vestidos sus abundantes rebaños? Pues si no fuera por el agricultor, ¿cómo nos vestiríamos, cómo nos alimentaríamos? Y no hay que ir tan lejos a buscar ejemplos, señores. ¿Quién no ha pensado muchas veces en todas las ventajas que se sacan de ese modesto animal, ornamento de nuestros corrales, que proporciona a la vez una blanda almohada para nuestros lechos, una carne suculenta para nuestras mesas,
y huevos además? No terminaría nunca si hubiese de enumerar uno tras otro los diferentes productos que la tierra bien cultivada, como una madre generosa, prodiga a sus hijos. Aqui, la vid; allá, los manzanos de sidra, y más allá los quesos, el lino ..., señores ¡no olvidemos el lino!, que en los últimos años ha adquirido un considerable incremento y sobre el cual les llamaré particularmente la atención.
No tenía necesidad de llamársela, pues todas las bocas de la multitud estaban abiertas, como para beber sus palabras. Tuvache, a su lado, lo escuchaba abriendo desmesuradamente los ojos; monsieur Derozerais, de vez en cuando, cerraba suavemente los párpados, y más lejos, el boticario, con su hijo Napoleón entre las piernas, abombaba la mano tras de la oreja para no perder una sola sílaba. Los demás miembros del jurado movían lentamente la barbilla sobre el chaleco en señal de aprobación. Los bomberos, al pie del estrado, descansaban sobre sus bayonetas, y Binet, inmóvil, permanecía codo con codo hacia afuera y la punta del sable en el aire. Quizá oía, pero seguramente no veía nada porque la visera del casco le bajaba hasta la nariz. Su lugarteniente, el hijo menor de maese Tuvache, había exagerado también el suyo, pues llevaba uno tan grande que le bailoteaba sobre la cabeza, dejando asomar una punta de un pañuelo de indiana, y sonreía con una gran dulzura que se expresaba en su carita pálida, por la que corrían gotas de sudor, tenía una expresió n de alegría, de cansancio y de sueño.
La plaza y las casas de los alrededores estaba abarrotada de gente; muchos se asomaban a las ventanas, de pie en todas las puertas, y Justino, delante del escaparate de la farmacia, parecía allí clavado en la contemplación de lo que miraba. A pesar del silencio, la voz de monsieur Lieuvain se perdía en el aire. Llegaba en fragmentos de frases, interrumpidas allá y acá por el ruido de las sillas entre la multitud; de pronto irrumpía por detrás un largo mugido de buey, o bien los balidos de los corderos que se respondían en las esquinas de las calles. Pues los vaqueros y los ovejeros habían llevado sus animales hasta allí, y mugían o balaban de vez en cuando, a la vez que arrancaban con su larga lengua un poco de pasto que les sobresalía del hocico mientras masticaban.
Rodolfo se había aproximado a Emma y decía de prisa y en voz baja:
— ¿Acaso no deberíamos sentirnos indignados por esta conjuración del mundo? ¿Acaso existe un solo sentimiento que no sea condenatorio? Los instintos más nobles, las simpatías más puras son perseguidas, calumniadas, y, si por fin surgen dos pobres almas, todo parece confabularse para que no puedan unirse. Sin embargo, esas almas lo procurarán, volarán una hacia la otra, se llamarán. ¡Oh, no importa!, tarde o temprano, pasados seis meses o diez años terminarán reuniéndose y se amarán, porque la fatalidad lo manda y esas almas han nacido la una para la otra.
Tenía los brazos cruzados sobre las rodillas y, así, levantando el rostro hacia Emma, la miraba de cerca, fijamente. Emma veía en sus ojos unos rayítos de oro que irradiaban en torno a sus negras pupilas, y hasta percibía el perfume de la pomada que le lustraba el pelo. Se apoderó de ella un estado de languidez, se acordó del vizconde que la había sacado a bailar en La Vaubyessard y cuya barba exhalaba, como el pelo de éste, aquél olor a vainilla y a limón; y, maquinalmente, cerró los párpados para aspirarlo mejor. Pero, en el movimiento que hizo al apoyarse en el respaldo, vio de lejos, al fondo del horizonte, la Golondrina, que bajaba despacio la cuesta de Leux, arrastrando tras ella un largo penacho de polvo. En aquel carmaje amarillo había venido León hacia ella muchas veces; ¡y por aquella carretera se había marchado para siempre! Creyó verlo enfrente, asomado a su ventana, luego se confundió todo, pasaron las nubes; le parecía aún estar bailando un vals bajo la luz de las lámparas, del brazo del vizconde, y que León no estaba lejos, que iba a venir ... y mientras tanto seguía sintiendo junto a ella la cabeza de Rodolfo. De esa suerte, la dulzura de aquella sensación penetraba en sus deseos de antaño, y, como granos de arena bajo una ráfaga de viento, remolineaban en la bocanada sutil del perfume que se difundía por su alma. Varias veces abrió las ventanas de la nariz, fuertemente, para aspirar la frescura de la hiedra en torno a los capiteles. Se quitó los guantes, se enjugó las manos; después se abanicó la cara con el pañuelo, mientras, a través de los latidos de sus sienes, oía el rumor de la multitud y la voz del consejero que salmodiaba sus frases.
Decía:
¡Continuad! ¡Perseverad! ¡No escuchéis las sugestiones de la rutina ni los consejos demasiado ligeros de un empirismo temerario! ¡Consagraos sobre todo a mejorar el suelo, los abonos, al desarrollo de las razas equinas, bovinas, ovinas y porcinas! ¡Que esta feria sea para vosotros como lo fuese para líderes pacifistas en las que el vencedor, al salir, tenderá la mano al vencido y fraternizará con él, en la esperanza de una victoria mejor! ¡ Vosotros, venerables servidores, humildes domésticos, cuyas penosas labores ningún gobierno había tomado hasta hoy en consideración, venid a recibir la recompensa de vuestras virtudes silenciosas y estad seguros de que, en lo sucesivo, el Estado tiene los ojos puestos en vosotros, de que os alienta, de que os protege, de que atenderá a vuestras justas reclamaciones y aligerará, cuando esté en su mano, el fardo de vuestros penosos sacrificios!
Monsieur Lieuvain se sentó, monsieur Derozerais se levantó y comenzó otro discurso. Acaso no fue tan florido como el del consejero, pero se distinguía por un carácter de estilo más positivo, es decir, por conocimientos más especiales y consideraciones más importantes. Así, en él ocupaba menos lugar el elogio del gobierno y más la religión y la agricultura. Ponía de relieve la relación entre una y otra, y cómo habían contribuido siempre a la civilización. Mientras tanto Rodolfo hablaba con madame Bovary de sueños, de presentimientos y de magnetismo entre las personas. Remontándose a la cuna de las civilizaciones, el orador hacia el relato de aquellos tiempos duros en que los hombres vivían de bellotas en el fondo de los bosques. Después abandonaron la piel de los animales, se vistieron de paño, labraron la tierra, plantaron la vid. ¿Fue esto un bien, no había en este descubrimiento más inconvenientes que ventajas? Monsieur Derozerais se planteaba ese problema.
Del magnetismo, Rodolfo pasó poco a poco a las afinidades, y, mientras el presidente citaba a Cincinato y a su arado, a Dioclesiano plantando su huerto y a los emperadores de China inaugurando el año por sementeras, el joven explicaba a la mujer que aquellas atracciones irresistibles tenían su causa en alguna existencia anterior.
— Por ejemplo, ¿por qué nos hemos conocido nosotros? ¿Qué azar lo ha dispuesto? Seguramente es que, a través de la distancia, nuestras pendientes particulares nos llevaron uno hacia el otro, como dos ríos que corren para juntarse.
Y en ese momento le tomó la mano; Emma no la retiró.
¡Hay que combinar los buenos cultivos!, clamó el presidente.
— Por ejemplo, hace poco, cuando yo vine a su casa ...
A monsieur Bizet, de Quincampoix.
— ¿Sabía yo que iba a acompañarla?
¡Setenta francos!
— El caso es que cien veces quise marcharme, pero la seguí, me quedé.
Estiércol.
— ¡Qué bien me quedaría yo esta noche, mañana, los días siguientes, toda mi vida!
¡A monsieur Carón de Argueil, una medalla de oro!
— Pues jamás he encontrado en compañía de nadie un encanto tan completo.
¡A monsieur Bain, de Givry-Saint-Martin!
— También yo guardaré su recuerdo.
... por un morueco merino.
— Pero usted me olvidará, pasaré como una sombra.
A monsieur Belot, de Notre-Dame ...
— ¡Oh, no! ¿verdad que seré algo en su pensamiento, en su vida?
Raza porcina, premio ex aequo; a monsieur Lehérissé y a monsieur Cullemborg, ¡sesenta francos!
Rodolfo le apretaba la mano y la sentía muy caliente y trémula, como una tórtola que quiere emprender el vuelo; pero, fuera que ella tratase de retirarla o bien que respondiera a la presión, hizo un movimiento con los dedos; Rodolfo exclamó :
— ¡Oh, gracias! ¡No me rechaza! ¡Es usted tan buena! ¡Comprende que soy suyo! ¡Déjeme que la vea, que la contemple!
Una ráfaga de viento que llegó por las ventanas frunció el tapete de la mesa, y, en la plaza, abajo, se levantaron todos los grandes gorros de las campesinas, como alas de mariposas blancas que se agitan.
Empleo de piensos oleaginosos, continuó el presidente.
Se apresuraba:
Abono flamenco -cultivo de lino -drenaje - arriendo a plazo largo -serondos de criados.
Rodolfo ya no hablaba. Se miraban, un deseo supremo les ponía un temblor en los labios resecos; y suavemente, sin esfuerzo, se confundieron sus dedos.
Catalina Nicasia Isabel Leroux, de Sassetot-la Guerriére, por cincuenta y cuatro años de servicio en la misma granja, medalla de plata del premio de ¡veinticincofrancos!
— ¿Dónde está Catalina Leroux? —repitió el consejero.
No comparecía, y se oían voces que cuchicheaban:
— ¡Anda, ve!
— No.
— ¡A la izquierda!
— ¡Ah, qué tonta!
— Bueno, ¿está aquí? —exclamó Tuvache.
— ¡Sí, aquí está!
— ¡Pues que se acerque!
Entonces avanzó hacia el estrado una viejecita de porte atemorizado que parecía encogerse en sus pobres vestidos. Calzaba gruesos zuecos de madera y llevaba ceñido a las caderas un gran delantal azul. Su flaco rostro, rodeado de una toca sin ribetear, estaba más plisado de arrugas que una manzana ya muy pasada, y de las mangas de la blusa roja emergían dos afiladas manos con unas coyunturas sarmentosas. El polvo de las eras, la potasa de las coladas y la grasa de las lanas se las habían puesto tan costrosas, tan ajadas y resquebrajadas que parecían sucias aunque se las había lavado con agua clara; y a fuerza de haber servido las tenía siempre entreabiertas, como para presentar por sí mismas el humilde testimonio de tantas penalidades sufridas. Una especie de rigidez monacal destacaba la expresión de su semblante. Nada triste o tierno ablandaba aquella mirada pálida. En la convivencia con los animales había adquirido su mutismo y su placidez. Era la primera vez que se veía en medio de tan numerosa compañía; e, interiormente asustada por las banderas, por los tambores, por los señores de levita negra y por la cruz de honor del consejero, se quedaba muy quieta, no sabiendo si había que avanzar o escapar, ni por qué la multitud la empujaba y por qué los señores del jurado le sonreían. Así estaba, ante aquellos burgueses tan contentos, cargando su medio siglo de servidumbre.
— ¡Acérquese, venerable Catalina, Nicasia Isabel Leroux! —dijo el consejero, que había tomado de manos del presidente la lista de laureados.
Y mirando alternativamente el papel y a la vieja, repetía en tono paternal:
— ¡Acérquese, acérquese!
— ¿Está sorda? —dijo Tuvache, levantándose de su asiento y gritándole al oído:
— ¡Cincuenta y cuatro años de servicio! ¡Una medalla de plata! ¡Veinticinco francos! ... ¡Todo es para usted!
La mujer, ya con la medalla en la mano, lo miró. Se extendió por su rostro una sonrisa de beatitud y se oyó que mascullaba al marcharse:
— Se la daré al cura del pueblo para que diga misas.
— ¡Qué fanatismo! —exclamó el boticario inclinándose hacia el notario.
Se acabó la ceremonia; se dispersó la multitud; y, ahora que se habian leído los discursos, cada cual volvía a su rango y todo retomaba a la costumbre: los amos maltrataban a los criados y éstos pegaban a los animales, triunfadores indolentes volvían al establo con una corona verde entre los cuernos.
A todo esto, los guardias nacionales habían subido al primer piso del ayuntamiento, con bollos ensartados en las bayonetas y el tambor del batallón con una cesta de botellas. Madame Bovary se cogió del brazo de Rodolfo, quien la acompañó a casa; se separaron ante la puerta; después, Rodolfo se paseó solo por la pradera mientras llegaba la hora del banquete.
El festín fue largo, midoso, mal servido; estaban tan apretados que apenas podían mover los codos, y las estrechas tablas que servían de bancos estuvieron a punto de romperse bajo los pies de los convidados. Comían abundantemente. Cada cual quería resarcirse de la cuota desembolsada. El sudor corría por todas las frentes y un vapor blancuzco, como la neblina de un río una mañana de otoño, flotaba por encima de la mesa, entre los quinqués colgados. Rodolfo, apoyada la espalda en contra del calicó de la tienda, pensaba tan intensamente en Emma, que no oía nada. Detrás de él, sobre el césped, unos criados apilaban platos sucios; los vecinos le hablaban y él no contestaba; le llenaban el vaso, y en su pensamiento se producía un silencio, a pesar de que el rumor crecía. Pensaba en lo que había dicho Emma y en la forma de sus labios; en su cara que se reflejaba distorsionada en el vidrio de la ventana como en un espejo mágico ; los pliegues de su vestido descendían a lo largo de las paredes, y en las perspectivas del porvenir se sucedían hasta el infinito jornadas de amor.
Volvió a verla por la noche, durante los fuegos artificiales, pero estaba con su marido, con madame Homais y con el boticario, el cual se preocupaba mucho por el peligro de los cohetes perdidos, y a cada momento dejaba a los acompañantes para hacer recomendaciones a Binet.
Por exceso de preocupación, habían enviado las piezas pirotécnicas a la dirección de monsieur Tuvache y las habían guardado en su bodega; por eso no se inflamaba la pólvora, húmeda, y el número principal, en el que debía figurar un dragón mordiéndose la cola, falló completamente. De vez en cuando subía una pobre candela romana, y entonces la multitud, boquiabierta, lanzaba un clamor en el que se mezclaba el grito de las mujeres a las que hacían cosquillas aprovechando la oscuridad. Emma, silenciosa, se apretaba dulcemente contra el hombro de Charles; después, alzando la barbilla, seguía en el cielo negro el surtidor luminoso de los cohetes. Rodolfo la contemplaba al resplandor de los farolillos encendidos.
Poco a poco se fueron apagando. Se encendieron las estrellas. Cayeron unas gotas de lluvia. Emma se ató la manteleta a la cabeza descubierta.
En este momento salió de la fonda el coche del consejero.
Su cochero, que estaba borracho, se adormeció de pronto, y de lejos, por encima de la capota, entre los dos faroles, se vislumbraba la masa de un cuerpo balanceándose de derecha a izquierda, al compás del cabeceo de las sopandas.
— La verdad es —dijo el boticario— que se debería proceder judicialmente contra la embriaguez. Yo quisiera que cada semana se escribiesen a la puerta del ayuntamiento, en un tablero especial, los nombres de los que se hubieran intoxicado con alcoholes. Además, para las estadísticas, se dispondría así de unos anales patentes que, en caso necesario ... Pero, perdonen.
Y volvió a dirigirse al capitán.
Éste se disponía a entrar en su casa. Iba a ver su torno.
—Quizá sería bueno —le dijo Homais— que enviara a uno de sus hombres, o fuera usted mismo a ...
— ¡Déjeme en paz! —interrumpió el recaudador—. ¡Si no pasa nada!
— ¡Tranquilícese! —dijo el boticario cuando volvió junto a sus amigos—. Monsieur Binet me ha asegurado que se han tomado las medidas oportunas. No caerá ninguna chispa. Los pozos están llenos. Vamos a dormir.
— ¡Buena falta me hace! —dijo madame Homais, que bostezaba considerablemente—; pero no importa, hemos tenido un día muy bueno para
nuestra fiesta.
Rodolfo repitió en voz baja y con una mirada tierna:
— ¡Oh, sí, un día muy bueno!
Y, después de saludarse, se volvieron la espalda.
A los dos días salió en Le Fanal de Rouen un gran artículo sobre las festividades.
Homais lo había compuesto, muy inspirado, al día siguiente.
¿Por qué esos arcos, esas flores, esas guirnaldas? ¿A dónde corría aquella multitud, como las olas de un mar enfurecido, bajo los torrentes de un sol tropical que expandía su calor sobre nuestros sembrados?
Luego hablaba de la situación de los campesinos.
Verdad que el gobierno hacía mucho, pero no lo suficiente. ¡Valor —decía—; son indispensables mil reformas, realicémoslas!
Y, al hablar de la entrada del consejero, no olvidaba el aire marcial de nuestra milicia, ni nuestras vivaces aldeanas, ni de los ancianos de cabeza calva, especie de patriarcas, que allí estaban, y algunos de los cuales, restos de nuestras inmortales falanges, sentían aún latir sus corazones al redoble viril de los tambores. Se citaba a sí mismo entre los primeros miembros del jurado, y hasta recordaba, en una nota, que monsieur Homais, farmacéutico, había enviado a la Sociedad de Agricultura una memoria sobre la sidra. Cuando llegaba a la distribución de recompensas, describía en términos ditirámbicos la alegría de los laureados ...
El padre besaba al hijo, el hermano al hermano, el esposo a la esposa. Más de uno mostraba con orgullo su humilde medalla, y seguramente, al volver a casa, junto a su buena mujer, la colgaría llorando de las discretas paredes de su choza.
Hacia las seis se reunieron los principales asistentes a la fiesta en un banquete, preparado en el prado de monsieur Liégard. No cesó ni por un momento la gran cordialidad. Se pronunciaron diversos brindis: ¡monsieur Lieuvain por el monarca!, ¡monsieur Tuvache, por el prefecto!; ¡monsieur Derozerais, por la agricultura!; ¡monsieur Homais, por la industria y las Bellas Artes ..., esas dos hermanas!; ¡monsieur Leplichey, por las mejoras.
Por la noche iluminaron de repente el cielo unos esplendorosos fuegos artificiales. Era como un verdadero calidoscopio, como una verdadera decoración de ópera, y, por un momento, nuestra pequeña localidad pudo creerse trasladada a un sueño de Las mil y una noches.
Consignaremos que ningún suceso infausto vino a perturbar esta reunión de familia.
Y añadía:
Sólo se notó una ausencia, la del clero. Seguramente las sacristías entienden el progreso de otra manera. ¡Allá ustedes, señores de Loyola!
Presentación de Omar Cortés Segunda parte - Capítulo séptimo Segunda parte - Capítulo noveno
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