Índice de Casa de muñecas de Enrique Ibsen | Segundo acto | Apéndice con la pelicula albergadaa en siete partes en el sitioYou Tube | Biblioteca Virtual Antorcha |
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ACTO TERCERO
La misma decoración. Los muebles -mesa, asientos y sofá- han sido trasladados al centro de la escena. La puerta de la antecámara está abierta. Se oye música, que se supone procedente del piso superior.
(Cristina y luego Krogstad. La primera, sentada cerca de la mesa, hojea distraídamente un libro. De vez en cuando mira con inquietud hacia la puerta y escucha atentamente).
CRISTINA.- (Mirando su reloj). No viene, y, sin embargo, ha pasado ya la hora. Con tal que ... (Vuelve a escuchar). ¡Ah, es él! (Va a la antecámara y abre suavemente la puerta exterior. En voz baja). Entre usted, estoy sola.
KROGSTAD.- (En la puerta). He recibido una carta suya. ¿Qué desea?
CRlSTINA.- Tengo necesidad absoluta de hablarle.
KROGSTAD.- ¿Sí? ¿Y la entrevista ha de ser aquí precisamente?
CRISTINA.- Donde vivo es imposible: mi habitación no tiene entrada independiente. Venga usted; estaremos solos. Los Helmer están de baile en el segundo piso.
KROGSTAD.- (Entrando). ¡Cómo! ¿Los Helmer están de baile esta noche? ¿De veras?
CRISTINA.- ¿Qué tiene eso de particular?
KROGSTAD.- Nada.
CRISTINA.- Krogstad, tenemos que hablar.
KROGSTAD.- ¿Nosotros dos? ¿Qué podremos decimos a estas alturas?
CRISTINA.- Muchas cosas.
KROGSTAD.- No lo hubiera creído jamás.
CRISTINA.- Es que usted no ha comprendido nunca.
KROGSTAD.- No había demasiado que comprender; esas cosas ocurren diariamente. La mujer sin corazón despide al hombre con quien está en relaciones cuando encuentra otro partido más ventajoso.
CRISTINA.- ¿Me cree usted, pues, falta de corazón? ¿Supone que no me costó nada la ruptura?
KROGSTAD.- Sin duda.
CRISTINA.- ¿Ha creído eso realmente, Krogstad?
KROGSTAD.- Si no era así, ¿por qué me escribió usted como lo hizo?
CRISTINA.- No podía obrar de otro modo. Decidida a romper, debía arrancar de su corazón todo lo que sintiera por mí.
KROGSTAD.- (Se frota las manos). ¡Ah! ¡Eso es! ... Y todo por el vil interés.
CRISTINA.- No debe usted olvidar que yo tenía entonces que mantener a mi madre y a dos hermanos pequeños. No le podíamos esperar a usted, que sólo tenía entonces esperanzas remotas ...
KROGSTAD.- Aun suponiendo que fuera así, usted no tenía derecho a rechazarme por otro.
CRISTINA.- No lo sé. Muchas veces me lo he preguntado.
KROGSTAD.- (Bajando la voz). Cuando le perdí a usted, creí que me faltaba el suelo. Míreme, soy como un náufrago asido a una tabla.
CRISTINA.- Quizá esté próxima la salvación.
KROGSTAD.- La tenía ya, y usted ha venido a quitármela.
CRISTINA.- Yo he sido extraña a la cuestión, Krogstad. Hasta hoy no he sabido que la persona a quien iba a sustituir en el Banco era usted.
KROGSTAD.- Lo creo, puesto que lo dice; pero ahora que lo sabe, ¿no renunciará al cargo?
CRISTINA.- No, porque a usted no le serviría de nada.
KROGSTAD.- ¡Ah!, ¡bah! ... Yo, en lugar de usted, lo haría de todos modos.
CRISTINA.- He aprendido a obrar juiciosamente. Me lo han enseñado la vida y la dura necesidad.
KROGSTAD.- Pues a mí la vida me ha enseñado a no dar crédito a las palabras.
CRISTINA.- En eso le he dado a usted una sabia lección; pero ¿cree usted en los hechos?
KROGSTAD.- Tengo buenas razones para hablar así.
CRISTINA.- Yo también soy un náufrago asido a una tabla: no tengo a nadie a quien consagrarme, nadie que necesite de mí.
KROGSTAD.- Usted lo ha querido.
CRISTINA.- No podía elegir.
KROGSTAD.- ¿Adónde quiere ir a parar?
CRISTINA.- ¿Qué le parece a usted si esos dos náufragos se tendieran la mano?
KROGSTAD.- ¿Qué dice usted?
CRISTINA.- ¿No vale más juntarse en la misma tabla?
KROGSTAD.- ¡ Cristina!
CRISTINA.- ¿Cuál supone usted que es el motivo que me ha traído a esta ciudad?
KROGSTAD.- ¿Habría usted acaso pensado en mí?
CRISTINA.- Necesito trabajar para poder soportar la existencia. Toda mi vida, hasta donde alcanzan mis recuerdos, la he pasado trabajando. Era mi mayor y mi única alegría. Ahora me encuentro sola en el mundo, y siento un vacío horrible. No pensar más que en sí misma quita todo atractivo al trabajo. Vamos, Krogstad, dígame usted por quién y por qué voy a trabajar.
KROGSTAD.- No la creo; eso no es más que orgullo de mujer que se exalta y desea sacrificarse.
CRISTINA.- ¿Me ha visto usted jamás exaltada?
KROGSTAD.- ¿Sería usted capaz de hacer lo que dice? ¿Conoce todo mi pasado?
CRISTINA.- Sí.
KROGSTAD.- ¿Conoce usted mi reputación, lo que se dice de mí?
CRISTINA.- Sí; he comprendido lo que me dijo. Usted supone que yo lo hubiera podido salvar.
KROGSTAD.- Estoy seguro.
CRISTINA.- ¿No se puede reparar todo?
KROGSTAD.- ¡Cristina! ¿Ha pensado bien lo que dice? Sí, lo veo en su cara. ¿De modo que tendría el valor?
CRISTINA.- Yo necesito alguien a quien servir de madre, y los hijos de usted necesitan madre. Nosotros también nos sentimos inclinados el uno hacia el otro. Tengo fe en lo que hay en el fondo de usted, Krogstad ...; con usted nada me asustará.
KROGSTAD.- (Estrechándole las manos). ¡Gracias, Cristina, gracias! ... Ahora es preciso que me levante a los ojos del mundo, y sabré hacerla. ¡Ah! Pero me olvidaba ... (La música ejecuta la tarantela).
CRISTINA.- (Escucha). ¡Silencio! ¡La tarantela! ¡Váyase usted, váyase en seguida!
KROGSTAD.- ¿Por qué?
CRISTINA.- ¿Oye usted esa música? Es que concluye el baile, y van a volver.
KROGSTAD.- Bien, me marcho. Tanto más cuanto que de nada sirve ... ¿Usted ignora, por supuesto, el paso que he dado contra los Helmer?
CRISTINA.- Por el contrario, Krogstad, lo conozco.
KROGSTAD.- ¿Y tiene usted el valor de ...?
CRISTINA.- Sé lo que puede la desesperación en una persona como usted.
KROGSTAD.- ¡Oh! ¡Si pudiera deshacer mi obra!
CRISTINA.- Puede usted: su carta está todavía en el buzón.
KROGSTAD.- ¿Está usted segura?
CRISTINA.- Lo sé, pero ...
KROGSTAD.- (Mirándola fijamente). ¿Es ésa la explicación? ¿Desea usted salvar a su amiga a todo precio? Haría usted mejor en confesarlo francamente. ¿Es así?
CRISTINA.- Cuando alguien se ha vendido una vez por salvar a otros, créame Krogstad, que no reincide.
KROGSTAD.- Le pediré que me devuelva la carta.
CRISTINA.- ¡No! ¡No!
KROGSTAD.- ¡Vaya! No faltaba más ... Espero la vuelta de Helmer para decirle que deseo recuperar mi carta ..., que no trata más que de mi cese ..., que no necesita leerla ...
CRISTINA.- No, Krogstad, no pida usted la carta.
KROGSTAD.- Pero, sin embargo ..., ¿no es por eso realmente por lo que me ha hecho usted venir aquí?
CRISTINA.- Durante las veinticuatro horas últimas han ocurrido aquí cosas increíbles, y es conveniente que Helmer lo sepa todo; ese misterio debe disiparse. Hace falta que se expliquen: basta de embustes y de subterfugios.
KROGSTAD.- Bien, si usted asume la responsabilidad ... Pero hay algo que puedo hacer en todo caso y que es importante hacer en seguida ...
CRISTINA.- (Escuchando). ¡Márchese! ¡Váyase! ... El baile ha terminado, y no estamos ya seguros.
KROGSTAD.- La espero a usted abajo.
CRISTINA.- Conforme. Me acompañará usted hasta la puerta de mi casa.
KROGSTAD.- Jamás he sido tan feliz.
(Se va por la puerta exterior. La de la antecámara sigue abierta hasta el fin).
CRISTINA.- (Arregla un poco la escena y prepara su abrigo y su sombrero). ¡Qué porvenir! ¡Qué nueva perspectiva! Tengo por quien trabajar, tengo por quien vivir, tengo un hogar que cuidar. ¡Ah! Voy a empezar una nueva vida. (Escuchando). Ya vienen. Pronto, el abrigo.
(Toma el sombrero y el abrigo. Se oyen las voces de Helmer y de Nora. Ésta, vestida de napolitana y con chal, entra casi a la fuerza, obligada por Helmer, que viste frac y va cubierto con un dominó).
NORA.- (En la puerta, resistiéndose). No, no, no, no quiero entrar; voy a subir otra vez, no quiero retirarme tan pronto.
HELMER.- Vamos a ver, querida Nora ...
NORA.- ¡Ah, por favor, Torvaldo! ¡Te lo suplico! ..., ¡sólo una hora!
HELMER.- Ni un minuto, Norita. Sabes lo convenido. Vamos; entra, te estás enfriando aquí. (La obliga a entrar).
CRISTINA.- ¡Buenas noches!
NORA.- ¡Cristina!
HELMER.- ¡Qué! ¡Es la señora de Linde! ¿Usted aquí tan tarde?
CRISTINA.- Dispénsenme ustedes: ¡tenía tantos deseos de ver a Nora vestida!
NORA.- ¿Me has esperado aquí todo el tiempo?
CRISTINA.- Sí. Vine muy tarde, desgraciadamente; habías subido ya, y no he querido irme sin verte.
HELMER.- (Ayuda a quitar el chal a Nora). Entonces mírela bien. Me parece que vale la pena. ¿Está guapa, no es verdad, señora?
CRlSTINA.- Muy guapa. ¡Ya lo creo!
HELMER.- Maravillosamente linda, ¿no es cierto? Era también la opinión de todo el mundo allá arriba. Pero ¡qué testaruda esta criaturita! ¿Qué hacer contra eso? ¿Quiere usted creer que he tenido que emplear casi la fuerza para sacarIa del baile?
NORA.- ¡Ah, Torvaldo! Te arrepentirás de no haberme concedido media hora siquiera.
HELMER.- Figúrese usted, señora. Baila la tarantela; obtiene un éxito loco y bien merecido, aunque acaso ha hecho alarde de demasiada naturalidad, es decir, de alguna más de las que permiten las exigencias del arte. Pero, en fin, lo principal es que ha obtenido un éxito, un éxito colosal. ¿Debía permitirle permanecer allí después? Hubiera disminuido el efecto. ¡En eso estaba yo pensando! Tomé del brazo a mi linda chiquilla de Capri, a mi niña caprichosa, podría decir; vuelta al salón en seguida; saludos a derecha e izquierda, y, como se dice en las novelas ... se desvaneció la bella sombra. En los desenlaces es indispensable el efecto, señora, y no puedo hacérselo comprender a Nora. ¡Uf, qué calor hace aquí! (Arroja el dominó en una silla y abre la puerta del despacho). Cómo, ¿no hay luz? ¡Ah!, es verdad, usted dispense. (Entra y enciende dos bujías).
NORA.- (Muy bajo; precipitadamente). ¿Qué hay?
CRlSTINA.- He hablado con él.
NORA.- ¿Y? ...
CRlSTINA.- Nora ..., tienes que confesarle todo a tu marido.
NORA.- (Con voz desfallecida). Lo sabía.
CRISTINA.- No tienes nada que temer de Krogstad, pero debes hablar.
NORA.- No hablaré.
CRISTINA.- En ese caso, hablará la carta por ti.
NORA.- Gracias, Cristina. Ya sé ahora lo que tengo que hacer. ¡Silencio! ...
HELMER.- (Entra). ¿Qué, señora, la ha admirado usted bien?
CRISTlNA.- Sí, y ahora ya puedo marcharme.
HELMER.- ¿Ya? ¿Es de usted esta labor?
CRISTlNA.- (Toma un trozo de media que Helmer le entrega). Gracias; lo había olvidado.
HELMER.- ¿Hace usted media?
CRISTlNA.- Sí, señor.
HELMER.- Debería usted bordar.
CRISTlNA.- ¿ Y por qué?
HELMER.- Es más bonito. Mire usted: se tiene el bordado en la mano izquierda, así, y se lleva la aguja con la mano derecha, de este modo ... Usted ve esta curva prolongada y ligera que se hace ... ¿no es cierto?
CRISTlNA.- No digo que no.
HELMER.- Mientras que hacer media ... eso es feo siempre. Vea usted los brazos pegados al cuerpo ... las agujas yendo de abajo arriba y de arriba abajo ... Parece trabajo de chinos ... ¡Ah. qué champaña tan retozón han servido!
CRISTINA.- ¡Buenas noches. Nora. y no seas terca!
HELMER.- Bien dicho. señora.
CRISTlNA.- Buenas noches, señor director.
HELMER.- (La acompaña hasta la puerta). Buenas noches, buenas noches; supongo que sabrá usted el camino. Yo, con mucho gusto ..., pero está tan cerca. ¡Buenas noches. buenas noches! (Se va Cristina. Helmer cierra la puerta). ¡Gracias a Dios que se ha marchado! Es fastidiosa esta señora.
NORA.- ¿No estás muy cansado, Torvaldo?
HELMER.- No, ni pizca.
NORA.- ¿No tienes sueño tampoco?
HELMER.- Por el contrario, estoy despabilado. Pero ¿y tú? Es verdad: tú tienes cansancio y sueño.
NORA.- Sí, estoy fatigada, y tengo seguridad de que me dormiré en seguida.
HELMER.- ¿Ves cómo tenía razón para no seguir más tiempo en el baile?
NORA.- Tú tienes siempre razón en todo.
HELMER.- (La besa en la frente). Vamos, la alondra empieza a hablar como un libro. Pero, dime, ¿has observado qué alegre estaba Rank esta noche?
NORA.- ¿Sí? No he tenido ocasión de hablarle.
HELMER.- Yo apenas le he hablado tampoco; pero hace mucho tiempo que no le veía de tan buen humor. (La mira un instante y se acerca). Pero ¡qué bueno es volverse a encontrar uno en su casa, estar solo contigo! ... ¡Oh, qué hermosa, qué embriagadora mujercita!
NORA.- No me mires de ese modo, Torvaldo.
HELMER.- ¡No he de mirar mi más caro tesoro!, ¡este esplendor que es mío, nada más que mío, completamente mío!
NORA.- (Se mueve al otro lado de la mesa). No me hables así esta noche.
HELMER.- (La sigue). Aún te retoza la tarantela en la sangre, según veo, y por eso estás más seductora. ¡Oye! Se van los invitados. (Bajando la voz). Nora, pronto quedará la casa en silencio.
NORA.- Sí; así lo espero.
HELMER.- ¿Verdad, adorada Nora? ¡Oh! Cuando estamos en sociedad como esta noche ... ¿sabes por qué te hablo tan poco, por qué permanezco lejos de ti, limitándome a dirigirte alguna que otra mirada a hurtadillas? ¿Sabes por qué? Pues porque me gusta imaginar que eres mi amor secreto, mi joven, mi misteriosa prometida, y que todos lo ignoran.
NORA.- Sí, sí, sí, ya sé que todos tus pensamientos son para mí.
HELMER.- Y, al salir, cuando te coloco el chal sobre los hombros, delicados y juveniles, cuando oculto esa nuca maravillosa, me figuro que eres mi joven desposada, que volvemos de la boda, que te traigo por primera vez a mi casa, y que, al fin, vamos a estar solos ... ¡Voy a estar solo contigo, con mi tierna beldad temblorosa! Toda esta velada no he hecho otra cosa que suspirar por ti. Cuando te vi hacer como que perseguías, cuando vi tus movimientos provocativos bailando la tarantela ..., empezó a hervirme la sangre, no pude resistir más y te saqué precipitadamente ...
NORA.- Vete, Torvaldo. Déjame. No me gusta eso.
HELMER.- ¿Cómo se entiende? Tú te burlas de mí, Norita. ¿Que no quieres, dices? ¿No soy tu marido? ¿No eres mi encantadora mujercita? ... (Llaman a la puerta de fuera).
NORA.- (Se estremece). ¿Has oído?
HELMER.- (Pasando a la antecámara). ¿Quién es?
RANK.- (Desde dentro). Soy yo, ¿puedo entrar un momento?
HELMER.- (Malhumorado). ¿Qué querrá ahora? Espera un poco. (Va a abrir). Vamos, todo un detalle ese de no pasar por nuestra puerta sin llamar.
RANK.- Me pareció oír tu voz y se me ha ocurrido entrar un momento. (Dirige una ojeada en torno suyo). He aquí el hogar familiar y amado. Vosotros disfrutáis en vuestra casa de paz y bienestar. ¡Qué felices sois!
HELMER.- Pues tú también parecía que estabas en el baile muy a gusto.
RANK.- Me divertía extraordinariamente. ¿Y por qué no? ¿Por qué no disfrutar de todo en la vida?, al menos mientras y hasta donde se pueda. El vino era exquisito ...
HELMER.- Sobre todo el champaña.
RANK.- ¿Lo has observado tú también? Es increíble lo que he bebido.
NORA.- Torvaldo ha tomado mucho champaña esta noche.
RANK.- ¿De veras?
NORA.- Sí, y después se pone tan alegre ...
RANK.- ¡Qué caramba! ¿Por qué no ha de pasarse bien la noche, después de un día bien empleado?
HELMER.- ¿Bien empleado? Hoy, por desgracia, no puedo alabarme de ello.
RANK.- (Dándole en el hombro). Pues yo sí. ¿lo oyes?
NORA.- Doctor Rank, usted ha debido de hacer hoy alguna investigación científica.
RANK.- Precisamente.
HELMER.- ¡Hombre. hombre; miren ustedes! ¡Norita hablando de investigaciones científicas!
NORA.- ¿Y se le puede felicitar por el resultado?
RANK.- Sin duda alguna.
NORA.- ¿Un éxito?
RANK.- EI mejor para el médico, lo mismo que para el enfermo: la certidumbre.
NORA.- (Con viveza, le dirige una mirada escudriñadora). ¿La certidumbre?
RANK.- Una certidumbre absoluta. Después de eso, ¿no tenía derecho a pasar alegremente la velada?
NORA.- Sí, doctor.
HELMER.-Opino lo mismo. siempre que no lo pagues mañana.
RANK.- Todo se paga en la vida.
NORA.- Doctor ... a usted le deben gustar mucho las máscaras.
RANK.- Sí, cuando se ven muchos trajes pintorescos.
NORA.- Díganos: ¿de qué vamos a disfrazarnos en el próximo baile usted y yo?
HELMER.- ¡La muy locuela! ¡Pues no está pensando ya en otro baile!
RANK.- ¿Usted y yo? Le diré: usted irá de mascota.
HELMER.- Bien, pero, a ver, que sea un traje bonito de mascota.
RANK.- Tu mujer puede presentarse tal y como la vemos todos los días.
HELMER.- ¡Cierto!, pero ¿y tú?, ¿tienes alguna idea sobre tu disfraz?
RANK.- Eso, amigo mío, es cosa resuelta.
HELMER.- Sepamos.
RANK.- En el próximo baile de máscaras seré invisible.
HELMER.- ¡Vaya unas bromas!
RANK.- Hay un sombrerazo ... ¿Has oído tú hablar de un sombrero que hace invisible a la persona? Se lo pone uno en la cabeza, y nadie lo ve.
HELMER.- (Reprimiendo la risa). Bien, bien, tienes razón.
RANK.- Pero olvidaba por completo a qué he venido. Helmer, dame un cigarro, uno de tus habanos negros.
HELMER.- Con mucho gusto. (Le presenta la cigarrera).
RANK.- (Toma un cigarro y corta la punta). ¡Gracias!
NORA.- (Encendiendo una cerilla). Permítame que se lo encienda.
RANK.- ¡Gracias! (Nora acerca la cerilla y él enciende), y ahora, ¡adiós!
HELMER.- ¡Adiós, adiós, amigo mío!
NORA.- Que descanse usted, doctor.
RANK.- Agradezco a usted el buen deseo.
NORA.- Pues deséeme otro tanto.
RANK.- ¿A usted? ¡Vaya! Puesto que usted lo quiere. ¡Que duerma usted bien! Y gracias por el fuego. (Los saluda con un movimiento de cabeza y se va).
HELMER.- (En voz baja). Ha bebido mucho.
NORA.- (Distraída). Es muy posible. (Helmer saca unas llaves del bolsillo y pasa a la antecámara). ¿Qué vas a hacer, Torvaldo?
HELMER.- Desocupar el buzón; está atestado y no cabrán los periódicos mañana por la mañana ...
NORA.- ¿ Vas a trabajar esta noche?
HELMER.- De ningún modo ... ¿Qué es esto? Han andado en la cerradura.
NORA.- ¿En la cerradura?
HELMER.- Es indudable. ¿Qué significa esto? No puedo creer que las muchachas ... Aquí hay un trozo de aguja del cabello. Nora, es una de las tuyas.
NORA.- (Con viveza). Quizá los niños.
HELMER.- Es preciso que les quites esa costumbre. ¡Hum! Vamos, ya está abierto de todos modos. (Saca el contenido del buzón y llama). ¡Elena! ... ¡Elena! Apague usted la luz de la entrada. (Entra con las cartas en la mano y cierra la puerta de la antecámara). Mira, ¿ves cuántas? (Examina los sobres). ¿Qué es esto?
NORA.- (En la ventana). ¡Esa carta! ¡No, no, Torvaldo!
HELMER.- Dos tarjetas de visita ..., de Rank.
NORA.- ¿Del doctor?
HELMER.- (Las mira). Rank, doctor en medicina. Estaba sobre las cartas ...; las habrá depositado en el buzón al salir.
NORA.- ¿Tiene algo escrito?
HELMER.- Hay una cruz grande encima del nombre. Mira. ¡Qué broma de tan mal gusto! Es como si diera parte de su muerte.
NORA.- Es lo que hace, efectivamente.
HELMER.- ¿Qué sabes? ¿Te ha dicho algo?
NORA.- Sí. Las tarjetas significan que se ha despedido de nosotros para siempre. Va a encerrarse para morir.
HELMER.- ¡Pobre amigo mío! Ya sabía que no había de vivir mucho tiempo; pero de pronto ... Y va a ocultarse como un animal herido.
NORA.- Si ha de ocurrir, vale más que sea en silencio. ¿Verdad, Torvaldo?
HELMER.- (Pasea). Era como de la familia. No puedo aceptar la idea de su pérdida. Con sus padecimientos y su genio retraído, constituía como el fondo de sombra en el cuadro soleado de nuestra felicidad ... En fin, quizá sea preferible. Al menos para él. (Se detiene). Y acaso también para nosotros, Nora. Ahora estamos consagrados exclusivamente el uno al otro. (La abraza). ¡Ah, mujercita adorada! Nunca te estrecharé bastante. Mira, Nora ..., quisiera que te amenazara algún peligro para poder exponer mi vida, para dar mi sangre, para arriesgarlo todo, todo, por protegerte.
NORA.- (Se aparta, con voz firme y resuelta). Lee las cartas, Torvaldo.
HELMER.- No, no, esta noche no ... Deseo quedarme contigo, con mi idolatrada mujercita.
NORA.- ¿Con la idea de la muerte de tu amigo? ...
HELMER.- Tienes razón. A los dos nos ha afectado. Se ha interpuesto entre nosotros la idea de la muerte y de la disolución. Tenemos que hacer por olvidarla. Hasta entonces ... Nos retiraremos cada uno a nuestro aposento.
NORA.- (Se arroja a su cuello). ¡Buenas noches, Torvaldo ..., buenas noches!
HELMER.- (La besa en la frente). ¡Buenas noches, avecilla canora! Duerme en paz. Voy a leer las cartas. (Pasa a su habitación llevándose las cartas, y cierra la puerta).
NORA.- (Tantea alrededor de sí, con ojos extraviados, toma el dominó de Helmer y se cubre con él, diciendo con voz breve, estertorosa y sacudida). ¡No volver a verle jamás! ¡Jamás, jamás, jamás! iY los niños ..., no volver a verles tampoco! ... ¡Oh! Aquel agua helada, negra ..., aquel abismo ..., aquel abismo sin fondo ... ¡Ah! ¡Si siquiera hubiese pasado ya! ... Ahora la toma, la lee. No, no, todavía no. ¡Adiós, Torvaldo! ... ¡Adiós, hijos!
(Se precipita hacia la puerta; pero en el mismo momento Helmer abre violentamente la de su habitación y aparece con una carta en la mano).
HELMER.- ¡Nora!
NORA.- (Lanza un grito penetrante). ¡Ah!
HELMER.- ¿Qué significa? ... ¿Sabes lo que dice esta carta?
NORA.- Sí, lo sé. ¡Deja que me marche! ¡Déjame salir!
HELMER.- (La detiene). ¿Adónde vas?
NORA.- (Tratando de desasirse). No has de salvarme, Torvaldo.
HELMER.- (Retrocede). ¡Luego es cierto! ¿Dice la verdad esta carta? ¡Horror! No, no es posible, no puede ser.
NORA.- Es la verdad. Te he amado sobre todas las cosas del mundo.
HELMER.- ¡Eh, dejémonos de tonterías!
NORA.- (Da un paso hacia él). ¡Torvaldo!
HELMER.- ¡Desgraciada! ¿Qué has hecho?
NORA.- Déjame salir. Tú no has de llevar el peso de mi falta, tú no has de responder por mí.
HELMER.- ¡Basta de comedias! (Cierra la puerta de la antecámara). Te quedarás ahí, y me darás cuenta de tus actos. ¿Comprendes lo que has hecho? Di, ¿lo comprendes?
NORA.- (Le mira con expresión creciente de rigidez y dice con voz opaca). Sí, ahora empiezo a comprender la gravedad de las cosas.
HELMER.- (Se para agitado). ¡Oh, terrible despertar! ¡Durante ocho años ... ella, mi alegría y mi orgullo ..., una hipócrita, una embustera! ... Todavía peor: ¡una criminal! ¡Qué abismo de deformidad! ¡Qué horror! (Se detiene ante Nora, que continúa muda y le mira fijamente). Yo habría debido presentir que iba a ocurrir alguna cosa de esta índole. Habría debido preverlo. Con la ligereza de principios de tu padre ... tú has heredado esos principios. ¡Falta de religión, falta de moral, falta de todo sentimiento del deber! ... ¡Oh. bien castigado estoy por haber tendido un velo sobre su conducta. Lo hice por ti, y éste es el pago que me das!
NORA.- Sí, éste.
HELMER.- Has destruido mi felicidad, aniquilado mi porvenir. No puedo pensarlo sin estremecerme. Te has puesto a merced de un hombre sin escrúpulos, que puede hacer de mí cuanto le plazca, pedirme lo que quiera, disponer y mandar lo que guste sin que me atreva a respirar. Así, quedaré reducido a la impotencia, echado a pique por la ligereza de una mujer.
NORA.- Cuando yo haya abandonado este mundo, estarás libre.
HELMER.- ¡Ah! Déjate de expresiones huecas. Tu padre tenía también buena provisión de ellas. ¿Qué adelantaría yo con que tú abandonaras el mundo, como dices? Nada. A pesar de eso, podría trascender el caso, y quizá se sospechara que yo había sido cómplice de tu criminal acción. Podría creerse que fui el instigador, el que te indujo a hacerlo. Y esto te lo debo a ti, a ti, a quien he llevado en brazos a través de toda nuestra vida conyugal. ¿Comprendes ahora la gravedad de lo que has hecho?
NORA.- (Tranquila y fría). Sí.
HELMER.- Esto es tan increíble, que no vuelvo de mi asombro; pero hay que tomar un partido. (Pausa). Quítate ese dominó. ¡Que te lo quites, digo! (Pausa). Tengo que complacerle de una o de otra manera. Se trata de ahogar el asunto a todo trance. Y en cuanto a nosotros, como si nada hubiese cambiado. Por supuesto, hablo sólo de las apariencias, y, por consiguiente, seguirás viviendo aquí, excusado es decirlo; pero te está prohibido educar a los niños ..., no me atrevo a confiártelos. ¡Ah, tener que hablar de este modo a quien tanto he amado y a quien todavía ...! En fin, todo pasó, no hay más remedio. En lo sucesivo no hay que pensar ya en la felicidad, sino sólo en salvar restos, ruinas, apariencias ... (Llaman a la puerta exterior. Helmer se estremece). ¿Qué es esto? ¡Tan tarde! ¡Condenación! ¿Será ya ...? ¿Habrá ese hombre ...? ¡Escóndete, Nora! Di que estás enferma.
(Nora no se mueve, Helmer va a abrir la puerta).
ELENA.- (A medio vestir, en la antecámara). Una carta para la señora.
HELMER.- Démela usted. (Toma la carta y cierra la puerta). Sí, es de él; pero no la tendrás. Quiero leerla yo.
NORA.- Léela.
HELMER.- (Se aproxima a la lámpara). Apenas me atrevo. Quizá seamos víctimas uno de otro. No, es preciso que yo lo sepa. (Abre apresuradamente la carta, recorre algunas líneas, examina un papel adjunto y lanza una exclamación de alegría). ¡Nora! (Nora interroga con la mirada). ¡Nora ...! ¡No, volvamos a leer ...! ¡Sí, eso! ¡Estoy salvado! ¡Nora, estoy salvado!
NORA.- ¿Y yo?
HELMER.- Tú también, naturalmente. Nos hemos salvado los dos. Mira. Te devuelve el recibo. Dice que lamenta, que se arrepiente ..., un suceso feliz que acaba de cambiar su existencia ... ¡eh! Poco importa lo que escribe. ¡Estamos salvados, Nora! Ya nadie puede inferirte el menor daño. ¡Ah! Nora, Nora ..., no, destruyamos ante todo estas abominaciones. Déjame ver ... (Dirige una mirada al recibo). No, no quiero ya ver nada; supondré que he tenido una pesadilla, y se acabó. (Rompe las dos cartas y el recibo, lo arroja todo a la chimenea y contempla cómo arden los pedazos). ¡Ea!, todo ha desaparecido. Te decía que desde la víspera de Navidad tu ... ¡Oh! ¡Qué tres días de prueba has debido de pasar, Nora!
NORA.- Durante estos tres días he sostenido una lucha violenta.
HELMER.- Y te has desesperado; no veías más camino que ... Olvidaremos por completo todos estos sinsabores. Vamos a celebrar nuestra liberación repitiendo continuamente: Se ha concluido, se ha concluido. Pero óyeme, Nora; parece que no comprendes: se ha concluido. ¡Vamos! ¿Qué significa esta seriedad? ¡Oh, pobrecilla Nora, ya comprendo! ... No aciertas a creer que te perdono. Pues créelo, Nora; te lo juro; estás completamente perdonada. Sé bien que todo lo hiciste por amor a mí.
NORA.- Es verdad.
HELMER.- Me has amado como una buena esposa debe amar a su marido; pero flaqueabas en la elección de los medios. ¿Crees tú que te quiero menos porque no puedas guiarte a ti misma? No, no; confía en mí: no te faltará ayuda y dirección. No sería yo hombre, si tu incapacidad de mujer no te hiciera doblemente seductora a mis ojos. Olvida los reproches que te dirigí en los primeros momentos de terror, cuando creía que todo iba a desplomarse sobre mí. Te he perdonado, Nora; te juro que te he perdonado.
NORA.- ¡Gracias por el perdón! (Se va por la puerta de la derecha).
HELMER.- No, quédate aquí ... (La sigue con los ojos). ¿Por qué te diriges a la alcoba?
NORA.- (Dentro). Voy a quitarme el traje de máscara.
HELMER.- (Cerca de la puerta, que ha quedado abierta). Bien, descansa, procura tranquilizarte, reponerte de esta alarma, pajarillo azorado. Reposa en paz, yo tengo grandes alas para cobijarte. (Andando sin alejarse de la puerta). ¡Oh, qué tranquilo y delicioso hogar el nuestro, Nora. Aquí estás segura; te guardaré como si fueras una paloma recién recogida por mí después de sacarla sana y salva de las garras del buitre. Sabré tranquilizar tu pobre corazón palpitante. Lo conseguiré poco a poco; créeme, Nora. Mañana verás todo de otra manera. Todo seguirá como antes. No necesitaré decirte a cada momento que te he perdonado, porque tú misma lo comprenderás indudablemente. ¿Cómo puedes creer que vaya a rechazarte ni a hacerte cargo siquiera? ¡Ah!, tú no sabes lo que es un corazón que ama, Nora. ¡Es tan dulce, es tan grato para la conciencia de un hombre perdonar sinceramente! No es ya su esposa lo único que ve en el ser perdonado, sino también su hija. Así te trataré en el porvenir, criatura extraviada, sin brújula. No te preocupes de nada, Nora; sé franca conmigo nada más, y yo seré tu voluntad y tu conciencia. ¡Calla! ¿No te has acostado? ¿Te has vuelto a vestir?
NORA.- (Con su ropa de diario). Sí, Torvaldo, he vuelto a vestirme.
HELMER.- ¿Y para qué?
NORA.- No pienso dormir esta noche.
HELMER.- Pero, querida Nora ...
NORA.- (Mira el reloj). No es tarde todavía. Siéntate, Torvaldo; tenemos que hablar. (Se sienta junto a la mesa).
HELMER.- Nora ..., ¿qué significa esto? ¿Por qué estás tan seria?
NORA.- Siéntate. La conversación será larga. Tenemos mucho que decirnos.
HELMER.- (Se sienta frente a ella). Me tienes intranquilo, Nora. No te comprendo.
NORA.- Dices bien: no me comprendes. Ni yo tampoco te he comprendido a ti hasta ... esta noche. No me interrumpas. Oye lo que te digo ... Tenemos que ajustar nuestras cuentas.
HELMER.- ¿En qué sentido?
NORA.- (Después de una pausa). Estamos uno frente al otro. ¿No te llama la atención una cosa?
HELMER.- ¿Qué quieres decir?
NORA.- Hace ocho años que nos casamos. Reflexiona un momento: ¿no es ahora la vez primera que nosotros dos, marido y mujer, hablamos a solas seriamente?
HELMER.- Seriamente, sí ... pero ¿qué?
NORA.- Ocho años han pasado ..., y más todavía, desde que nos conocemos, y jamás se ha cruzado entre nosotros una palabra seria respecto a un asunto grave.
HELMER.- ¿Iba a hacerte partícipe de mis preocupaciones, sabiendo que no podías quitármelas?
NORA.- No hablo de preocupaciones. Lo que quiero decir es que jamás hemos hablado en serio ni hemos intentado tocar juntos el fondo de la realidad ...
HELMER.- Pero, querida Nora, ¿era ésa una ocupación apropiada para ti?
NORA.- ¡Éste es precisamente el caso! Tú no me has comprendido nunca ... Habéis sido muy injustos conmigo, papá primero, y tú después.
HELMER.- ¿Qué? ¡Nosotros dos! ... Pero ¿hay alguien que te haya amado más que nosotros?
NORA.- (Mueve la cabeza). Jamás me amasteis. Os parecía agradable estar en adoración delante de mí, ni más ni menos.
HELMER.- Vamos a ver, Nora, ¿qué significa este lenguaje?
NORA.- Lo que te digo, Torvaldo. Cuando estaba al lado de papá, él me exponía sus ideas, y yo las seguía. Si tenía otras distintas, las ocultaba; porque no le hubiera gustado. Me llamaba su muñequita, y jugaba conmigo como yo con mis muñecas. Después vine a tu casa.
HELMER.- Empleas unas frases singulares para hablar de nuestro matrimonio.
NORA.- (Sin variar de tono). Quiero decir que de manos de papá pasé a las tuyas. Tú lo arreglaste todo a tu gusto, y yo participaba de tu gusto, o lo daba a entender; no puedo asegurarlo, quizá lo uno y lo otro. Ahora, mirando hacia atrás, me parece que he vivido aquí como los pobres ..., al día. He vivido de las piruetas que hacía para recrearte, Torvaldo. Pero entraba eso en lo que te proponías. Tú y papá habéis sido muy culpables conmigo, y tenéis la culpa de que yo no sirva para nada.
HELMER.- Eres injusta, Nora; e ingrata. ¿No has sido feliz a mi lado?
NORA.- ¡No! Creí serio, pero no lo he sido jamás.
HELMER.- ¡Que no ..., que no has sido feliz!
NORA.- No: estaba alegre, y nada más. Eras amable conmigo ...; pero nuestra casa sólo era un salón de recreo. He sido una muñeca grande en tu casa, como fui una muñeca pequeña en casa de papá. Y nuestros hijos, a su vez, han sido mis muñecos. A mí me hacía gracia verte jugar conmigo, como a los niños les divertía verme jugar con ellos. Esto es lo que ha sido nuestra unión, Torvaldo.
HELMER.- Hay algo de cierto en lo que dices ..., aunque exageras mucho. Pero en lo sucesivo cambiará todo. Ha pasado el tiempo del recreo; ahora viene el de la educación.
NORA.- ¿La educación de quién? ¿La mía, o la de los niños?
HELMER.- La tuya y la de los niños, querida Nora.
NORA.- ¡Ay, Torvaldo! No eres capaz de educarme, de hacer de mí la verdadera esposa que necesitas.
HELMER.- ¿Y tú eres quien lo dice?
NORA.- Y en cuanto a mí ... ¿qué preparación tengo para educar a los niños?
HELMER.- ¡Nora!
NORA.- ¿No lo has dicho tú hace poco? .. ¿No has dicho que es una tarea que no te atreves a confiarme?
HELMER.- Lo he dicho en un momento de irritación. ¿Ahora vas a hacer hincapié en eso?
NORA.- ¡Dios mío! Lo dijiste bien claramente. Es una tarea superior a mis fuerzas. Hay otra a la que debo atender desde luego, y quiero pensar, ante todo, en educarme a mí misma. Tú no eres hombre capaz de facilitarme este trabajo, y necesito emprenderlo yo sola. Por eso voy a dejarte.
HELMER.- (Se levanta de un salto). ¡Qué! ¿Qué dices?
NORA.- Necesito estar sola para estudiarme a mí misma y cuanto me rodea; así es que no puedo permanecer a tu lado.
HELMER.- ¡Nora! ¡Nora!
NORA.- Quiero marcharme en seguida. No me faltará albergue para esta noche en casa de Cristina.
HELMER.- ¡Has perdido el juicio! No tienes derecho a marcharte. Te lo prohíbo.
NORA.- Tú no puedes prohibirme nada de aquí en adelante. Me llevo todo lo mío. De ti no quiero recibir nada ni ahora ni nunca.
HELMER.- Pero ¿qué locura es ésa?
NORA.- Mañana salgo para mi país ... Allí podré vivir mejor.
HELMER.- ¡Qué ciega estás, pobre criatura sin experiencia!
NORA.- Ya procuraré adquirir experiencia, Torvaldo.
HELMER.- ¡Abandonar tu hogar, tu esposo, tus hijos! ... ¿No piensas en lo que se dirá?
NORA.- No puedo pensar en esas pequeñeces. Sólo sé que para mí es indispensable.
HELMER.-¡Ah! ¡Es irritante! ¿De modo que faltarás a los deberes más sagrados?
NORA.- ¿A qué llamas tú mis deberes más sagrados?
HELMER.- ¿Necesitas que te lo diga? ¿No son tus deberes para con tu marido y tus hijos?
NORA.- Tengo otros no menos sagrados.
HELMER.- No los tienes. ¿Qué deberes son ésos?
NORA.- Mis deberes para conmigo misma.
HELMER.- Antes que nada, eres esposa y madre.
NORA.- No creo ya en eso. Ante todo soy un ser humano con los mismos títulos que tú ..., o, por lo menos, debo tratar de serlo. Sé que la mayoría de los hombres te darán la razón, Torvaldo, y que esas ideas están impresas en los libros; pero ahora no puedo pensar en lo que dicen los hombres y en lo que se imprime en los libros. Necesito formarme mi idea respecto a esto y procurar darme cuenta de todo.
HELMER.- ¡Qué! ¿No comprendes cuál es tu puesto en el hogar? ¿No tienes un guía infalible en estas cuestiones? ¿No tienes la religión?
NORA.- ¡Ay, Torvaldo! No sé a punto fijo qué es la religión.
HELMER.- ¿Que no sabes qué es?
NORA.- Sólo sé lo que me dijo el pastor Hansen al prepararme para la confirmación. La religión es todo, aquello y lo de más allá. Cuando esté sola y libre, examinaré esa cuestión como una de tantas, y veré si el pastor decía la verdad, o, por lo menos, si lo que me dijo era verdad respecto a mí.
HELMER.- ¡Oh! ¡Es inaudito en una mujer tan joven! Pero si no puede guiarte la religión, déjame al menos sondear tu conciencia. Porque supongo que tendrás al menos sentido moral ... ¿O es que también te falta? Responde.
NORA.- ¿Qué quieres, Torvaldo? Me es difícil contestarte. Lo ignoro. No veo claro nada de eso. No sé más que una cosa, y es que mis ideas son completamente distintas de las tuyas; que las leyes no son las que yo creía; y en cuanto a que esas leyes sean justas, no me cabe en la cabeza. ¡No tener derecho una mujer a evitar una preocupación a su padre anciano y moribundo, ni a salvar la vida a su esposo! ¡Eso no es posible!
HELMER.- Hablas como una chiquilla. No comprendes nada de la sociedad de que formas parte.
NORA.- No, no comprendo nada; pero quiero comprenderlo y averiguar de parte de quién está la razón: si de la sociedad o de mí.
HELMER.- Tú estás enferma, Nora; tienes fiebre, y hasta casi creo que no estás en tu juicio.
NORA.- Por lo contrario, esta noche estoy más despejada y segura de mí que nunca.
HELMER.- ¿Y con esa seguridad y esa lucidez abandonas a tu marido y a tus hijos?
NORA.- Sí.
HELMER.- Eso no tiene más que una explicación.
NORA.- ¿Qué explicación?
HELMER.- ¡Ya no me amas!
NORA.- Así es; en efecto, ésa es la razón de todo.
HELMER.- ¡Nora! ... ¿Y me lo dices?
NORA.- Lo siento, Torvaldo, porque has sido siempre muy bueno conmigo ... Pero ¿qué he de hacer? No te amo ya.
HELMER.- (Se esfuerza por permanecer sereno). De eso, por supuesto, ¿también estás completamente convencida?
NORA.- En absoluto. Y por eso no quiero estar más aquí.
HELMER.- ¿Y puedes explicarme cómo he perdido tu amor?
NORA.- Muy sencillo. Ha sido esta misma noche, al ver que no se realizaba el prodigio esperado. Entonces he comprendido que no eras el hombre que yo creía.
HELMER.- Explícate. No entiendo ...
NORA.- Durante ocho años he esperado con paciencia, porque sabía de sobra, Dios mío, que los prodigios no son cosas que ocurren diariamente. Llegó al fin el momento de angustia, y me dije con certidumbre: ahora va a realizarse el prodigio. Mientras la carta de Krogstad estuvo en el buzón, no creí ni por un momento que pudieras doblegarte a las exigencias de ese hombre, sino que, por lo contrario, le dirías: Vaya usted a pregonarlo todo. Y cuando eso hubiera ocurrido ...
HELMER.- ¡Ah, sí! ... ¿Cuando yo hubiese entregado a mi esposa a la vergüenza y al menosprecio? ...
NORA.- Cuando eso hubiera ocurrido, yo estaba completamente segura de que responderías de todo, diciendo: Yo soy culpable.
HELMER.- ¡Nora!
NORA.- Vas a decir que yo no hubiera aceptado semejante sacrificio. Es cierto. Pero ¿de qué hubiese servido mi afirmación al lado de la tuya? ... ¡Pues bien!: ése era el prodigio que esperaba con terror, y para evitarlo iba a morir.
HELMER.- Nora, con placer hubiese trabajado por ti día y noche, y hubiese soportado toda clase de privaciones y de penalidades; pero no hay nadie que sacrifique su honor por el ser amado.
NORA.- Lo han hecho millares de mujeres.
HELMER.- ¡Eh!, discurres como una niña, y hablas del mismo modo.
NORA.- Es posible; pero tú no piensas ni hablas como el hombre a quien yo puedo seguir. Ya tranquilizado, no en cuanto al peligro que me amenazaba, sino al que corrías tú ... todo lo olvidaste, y vuelvo a ser tu avecilla canora, la muñequita que estabas dispuesto a llevar en brazos como antes, y con más precauciones que nunca al descubrir que soy más frágil. (Se levanta). Escucha, Torvaldo: en aquel momento me pareció que había vivido ocho años en esta casa con un extraño, y que había tenido tres hijos con él ... ¡Ah! ¡No quiero pensarlo siquiera! Tengo tentaciones de desgarrarme a mí misma en mil pedazos.
HELMER.- (Sordamente). Lo comprendo, ¡ay!, el hecho es indudable. Se ha abierto entre nosotros un abismo. Pero di si no puede colmarse, Nora.
NORA.- Como yo soy ahora, no puedo ser tu esposa.
HELMER.- ¿No puedo transformarme?
NORA.- Quizá ... si te quitan tu muñeca.
HELMER.- ¡Separarme ..., separarme de ti! No, no, Nora, no puedo resignarme a la separación.
NORA.- (Se dirige hacia la puerta de la derecha). Razón de más para concluir. (Se va y vuelve con el abrigo, el sombrero y un pequeño saco de viaje, que deja sobre una silla cerca del velador).
HELMER.- Nora, todavía no, todavía no. Espera a mañana.
NORA.- (Se pone el abrigo). No puedo pasar la noche bajo el techo de un extraño.
HELMER.- Pero ¿no podemos seguir viviendo juntos como hermanos?
NORA.- (Se pone el sombrero). Semejante género de vida no duraría mucho. (Se pone el chal sobre los hombros). Adiós, Torvaldo. No quiero ver a los niños. Sé que están en mejores manos que las mías. En mi situación actual ... no puedo ser una madre para ellos.
HELMER.- Pero ¿algún día, Nora ..., un día?
NORA.- Nada puedo decirte, porque ignoro lo que será de mí.
HELMER.- Pero, sea de ti lo que quieras, eres mi esposa.
NORA.- Cuando una mujer abandona el domicilio conyugal, como yo lo abandono, las leyes, según dicen, eximen al marido de toda obligación respecto a ella. De cualquier modo te eximo, porque no es justo que tú quedes encadenado, no estándolo yo. Absoluta libertad por ambas partes. Toma, aquí tienes tu anillo. Devuélveme el mío.
HELMER.- ¿También eso?
NORA.- Sí.
HELMER.- Toma.
NORA.- Gracias. Ahora todo ha concluido. Ahí dejo las llaves. En lo que respecta a la casa, la doncella está enterada de todo ... mejor que yo; mañana, después de mi marcha, vendrá Cristina a guardar en un baúl cuanto traje al venir aquí, pues deseo que se me envíe.
HELMER.- ¡Todo ha concluido! ¿No pensarás en mí jamás, Nora?
NORA.- Seguramente que pensaré con frecuencia en ti, y en los niños, y en la casa.
HELMER.- ¿Puedo escribirte, Nora?
NORA.- ¡No, jamás! Te lo prohíbo.
HELMER.- ¡Oh! Pero puedo enviarte ...
NORA.- Nada, nada.
HELMER.- Ayudarte, si lo necesitas.
NORA.- ¡No! No puedo aceptar nada de un extraño.
HELMER.- Nora ... ¿ya no seré más que un extraño para ti.
NORA.- (Coge el saco de viaje). ¡Ah, Torvaldo! Se tendría que realizar el mayor de los prodigios.
HELMER.- Di cuál.
NORA.- Necesitaríamos transformamos los dos hasta el extremo de ... ¡Ay, Torvaldo! No creo ya en los prodigios.
HELMER.- Pues yo sí quiero creer. Di: ¿deberíamos transformamos los dos hasta el extremo de ...?
NORA.- Hasta el extremo de que nuestra unión fuera un verdadero matrimonio. ¡Adiós!
(Se oye cerrar la puerta de la casa).
HELMER.-(Se deja caer en una silla cerca de la puerta y oculta el rostro con las manos). ¡Nora, Nora! (Levanta la cabeza y mira en derredor suyo). ¡Se ha ido! ¡No verla más! ... (Con vislumbre de esperanza). ¡El mayor de los prodigios! ...
(Se oye abajo la puerta del portal al cerrarse).
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