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La divina comedia
Paraiso

CANTO DÉCIMO TERCERO

Quien deseare conocer bien lo que yo vi ahora, imagínese (y, mientras hablo, retenga la imagen como si fuese esculpida en fuerte roca) las quince estrellas, que en diversas regiones iluminan el cielo con tanta viveza, que vencen toda la densidad del aire; imagínese aquel Carro, al cual le basta el espacio de nuestro cielo para girar de noche y día, sin desaparecer nunca de aquella bocina, que comienza en la punta del eje en torno del cual se mueve la primera esfera; y piense que estas estrellas forman juntas en el cielo dos signos semejantes al que formó la hija de Minos cuando sintió el frío de la muerte; figúrese uno de ellos despidiendo sus resplandores dentro del otro, y ambos a dos girando de manera que vayan en sentido inverso; y así tendrá como una sombra de la verdadera constelación y de la doble danza que circulaba en el sitio donde yo me encontraba; pues lo que vi es tan superior a lo que acostumbramos a ver, como el lento curso del Chiana es inferior al movimiento del más alto y veloz de los cielos. Allí se cantaba, no a Baco ni Peán, sino a tres Personas en una Naturaleza Divina, y ésta y la humana en una sola Persona. Tan luego como en las danzas y los cantos invirtieron el debido tiempo, aquellas santas luces se fijaron en nosotros, felicitándose de pasar de uno a otro cuidado. Después rompió el silencio de los espíritus acordes la luz que me había referido la admirable vida del Pobre de Dios, y dijo:

- Estando ya trillada una parte del trigo y guardado el grano, el dulce amor que te profeso me invita a trillar la otra parte. Tú crees que en el pecho de donde fue sacada la costilla para formar la hermosa boca cuyo paladar costó caro a todo el mundo, y en aquel otro que, atravesado de una lanzada, satisfizo tanto, que venció el peso de toda culpa cometida antes y después, el gran poder creador de uno y otro infundió cuanta ciencia es asequible a la naturaleza humana; por esto te admiras de lo que dije antes, al manifestar que el bienaventurado que está contenido en la quinta luz fue sin segundo. Abre, pues, los ojos de la inteligencia a lo que voy a exponerte, y verás cómo tu creencia y mis palabras son con respecto a la verdad como el centro es respecto de todos los puntos del círculo. Lo que no muere, y lo que puede morir, no es más que un destello de la idea que nuestro Señor engendra por efecto de su bondad; porque aquella viva luz que sale del radiante Padre, y no se separe; de él ni del Amor que se interpone entre ambos, por un efecto de su bondad, comunica su irradiación a nueve cielos, como transmitida de espejo en espejo, pero permaneciendo una eternamente. De alli desciende hasta las últimas potencias, disminuyendo de tal modo su fuerza por grados, que últimamente sólo produce breves contingencias. Por estas contingencias entiendo las cosas engendradas, que el Cielo en su movimiento produce con germen o sin él. La materia de éstas, y la mano que le da forma, no causan siempre los mismos efectos; por lo cual dichas cosas, que llevan el sello de la idea divina, aparecen más o menos perfectas. De aquí se sigue que una misma especie de árboles dé frutos buenos o malos, y que vosotros nazcáis con diferente ingenio. Si la materia fuese enteramente perfecta, y el Cielo estuviese también en su virtud suprema, la luz de la idea divina se mostraría en todo su esplendor. Pero la naturaleza da siempre una forma imperfecta, semejante en sus obras al artista que domina prácticamente su arte, y cuya mano tiembla. Si, pues, el ferviente amor dispone la materia, e imprime en ella la clara luz del ideal divino, entonces las cosas contingentes alcanzan la perfección. Así es como fue hecha la tierra digna de toda perfección animal, y así es cómo concibió la Virgen. Por lo tanto, apruebo tu opinión, porque la humana naturaleza no fue ni será jamás lo que ha sido en esas dos personas. Pero si yo no siguiese ahora adelante, empezarías por exclamar: ¿Cómo es, pues, que aquél no tuvo igual? Para que aparezca bien lo que ahora no aparece, piensa quién era, y la razón que tuvo para pedir cuando se le dijo: Pide. No he hablado de modo que no hayas podido comprender que aquél fue un rey, que pidió la sabiduría, a fin de ser un verdadero rey, y no por saber cuál es el número de los motores celestiales; o si lo necesario con lo contingente produce lo necesario; o bien si est dare primum motum esse, ni si en un semicírculo puede colocarse un triángulo que no tenga un ángulo recto; así pues, si has comprendido bien lo que he dicho y lo que digo, conocerás que la sabiduría real era la ciencia sin par en que se clavaba la flecha de mi intención Si claramente miras, verás que la palabra Ascendió sólo hacía referencia a los reyes, que son muchos, pero pocos los buenos. Acoge mis palabras con esta distinción; y así podrás conservar tu creencia sobre el primer padre y nuestro Amado. Esto debe hacerte andar siempre con pies de plomo, para que, cual hombre cansado, los muevas lentamente hacia el sí y el no que no distingues con claridad; pues necio es entre los necios el que sin distinción afirma o niega, ya en uno, ya en otro caso; porque acontece a menudo que una opinión precipitada se extravía, y después el amor propio ofusca nuestro entendimiento. El que va en busca de la verdad, sin conocer el arte de encontrarla, hace el viaje peor que en vano, porque no vuelve tal como fue; de lo cual son en el mundo pruebas ostensibles Parménides, Meliso, Briso y otros muchos que marchaban y no sabían adónde. Así hicieron Sabelio y Arrio, y aquellos necios que fueron como espadas para las Escrituras, torciendo el recto sentido de sus palabras. Los hombres no deben aventurarse a juzgar, como hace el que aprecia las mieses en el campo sin estar granadas; porque he visto primero el zarzal áspero y punzante durante todo el invierno, y luego cubrirse de rosas en su cima; y he visto a la nave surcar el mar recta y veloz durante su viaje, y perecer a la entrada del puerto. No crean doña Berta y señor Martino, por haber visto a uno robando, y a otro haciendo ofrendas, verlos del mismo modo en la mente de Dios, porque aquél puede elevarse y éste caer.

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