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CANTO VIGÉSIMO
Mis versos deben relatar un nuevo suplicio, el cual servirá de asunto al vigésimo canto del primer cántico, que trata de los sumergidos en el Infierno.
Me hallaba ya dispuesto a contemplar el descubierto fondo, que está bañado de lágrimas de angustia, cuando vi venir por la fosa circular gentes que, llorando en silencio, caminaban con aquel paso lento que llevan las letanías en el mundo. Cuando incliné más hacia ellos mi mirada, me pareció que cada uno de aquellos condenados estaba retorcido de un modo extraño desde la barba al principio del pecho, pues tenían el rostro vuelto hacia las espaldas, y les era preciso andar hacia atrás, porque habían perdido la facultad de ver por delante. Quizá, por la fuerza de la perlesía, se encuentre un hombre de tal manera contrahecho, pero yo no lo he visto ni creo que pueda suceder. Ahora bien, lector, ¡así Dios te permita sacar fruto de esta lectura! Considera por ti mismo si mis ojos podrían permanecer secos, cuando vi de cerca nuestra humana figura tan torcida, que las lágrimas le caían por la espina dorsal. Yo lloraba en verdad, apoyado contra una de las rocas de la dura montaña, de suerte que mi Guía me dijo:
- ¿Tú también eres de los insensatos? Aquí vive la piedad cuando está bien muerta. ¿Quién es más criminal que el que se apasiona contemplando la justicia divina? Levanta la cabeza, levántala y mira a aquel por quien se abrió la tierra en presencia de los tebanos, que exclamaban: ¿Adónde caes, Anfiarao? ¿Por qué abandonas la guerra? Y no cesó de caer en el Infierno hasta llegar a Minos, que se apodera de cada culpable. Mira cómo ha convertido sus espaldas en pecho; por haber querido ver demasiado hacia adelante, ahora mira hacia atrás, y sigue un camino retrógrado. Mira a Tiresias, que mudó de aspecto cuando de varón se convirtió en hembra, cambiando también todos sus miembros, y hubo de abatir con su vara las dos serpientes unidas, antes que recobrara su pelo viril. El que acerca sus espaldas al vientre de aquél es Aronte, que tuvo por morada una gruta de blancos mármoles en las montañas de Luni, cultivadas por el carrarés que habita en su falda y desde allí no había nada que limitara su vista, cuando contemplaba el mar o las estrellas. Aquella que, con los destrenzados cabellos, cubre sus pechos, por lo cual se ocultan a tus miradas, y tiene en ese lado de su cuerpo todas las partes velludas, fue Manto, que recorrió muchas comarcas, hasta que se detuvo en el sitio donde yo nací; por lo cual deseo que me prestes un poco de atención. Luego que su padre salió de la vida, y fue esclavizada la ciudad de Baco, Manto anduvo errante por el mundo durante mucho tiempo. Allá arriba, en la bella Italia, existe un lago al pie de los Alpes que ciñen la Alemania por la parte superior del Tirol, el cual se llama Benaco. Mil corrientes, y aun más, según creo, vienen a aumentar, entre Garda, Val-Camonica y el Apenino, el agua que se estanca en dicho lago. En medio de éste hay un sitio, donde el Pastor de Trento, y los de Verona y Brescia, podrían dar su bendición si siguiesen aquel camino. En el punto donde es más baja la orilla que le circunda, está situada Peschiera, bello y fuerte castillo, a propósito para hacer frente a los de Brescia y a los de Bérgamo. Allí afluye necesariamente toda el agua que no puede estar contenida en el lago de Benaco, formando un río que corre entre verdes praderas. En cuanto aquella agua sigue un curso propio, ya no se llama Benaco, sino Mincio, hasta que llega a Governolo, donde desemboca en el Po. No corre mucho sin que encuentre una hondonada, en la cual se extiende y se estanca, y suele ser malsana en el estío. Pasando, pues, por allí la feroz doncella, vio en medio del pantano una tierra inculta y deshabitada. Se detuvo en ella con sus esclavas, para huir de todo consorcio humano, y para ejercer su arte mágica, y allí vivió y dejó sus restos mortales. Entonces los hombres, que estaban dispersos por los alrededores, se reunieron en aquel sitio, que era fuerte a causa del pantano que le circundaba; edificaron una ciudad sobre los huesos de la difunta, y del nombre de la primera que había elegido aquel sitio, la llamaron Mantua, sin consultar para ello al Destino. En otro tiempo fueron sus habitantes más numerosos, antes de que Casalodi se dejara engañar neciamente por Pinamonte. Te lo advierto a fin de que, si oyes atribuir otro origen a mi patria, ninguna mentira pueda obscurecer la verdad.
Le respondí:
- Maestro, tus razonamientos son para mí tan verídicos, y me obligan a prestarles tanta fe, que cualesquiera otros me parecerían carbones apagados. Pero dime si entre la gente que va pasando hay alguno digno de notarse, pues eso solo ocupa mi alma.
Entonces me dijo:
- Aquél, cuya barba se extiende desde el rostro a sus morenas espaldas, fue augur cuando la Grecia se quedó tan exhausta de varones, que apenas los había en las cunas, y junto con Calcas dio la señal en Aulide para cortar el primer cable. Se llamó Euripilo, y así lo nombra en algún punto mi alta tragedia. Aquel otro que ves tan demacrado fue Miguel Scott, que conoció perfectamente las imposturas del arte mágica. Mira a Guido Bonatti, y ve allí a Asdente, que ahora desearía no haber dejado su cuero y su bramante, pero se arrepiente demasiado tarde; contempla las tristes que abandonaron la aguja, la lanzadera y el huso para convertirse en adivinas, y para hacer maleficios con hierbas y con figuras. Pero ven ahora, porque ya el astro en que se ve a Caín con las espinas ocupa el confín de los dos hemisferios, y toca el mar más abajo de Sevilla. La luna era ya redonda en la noche anterior; debes recordar bien que no te molestó a veces por la selva umbría.
Así me hablaba y entre tanto íbamos caminando.
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