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CANTO VIGÉSIMO CUARTO
¡Oh compañía escogida para la gran cena del cordero bendito, el cual os alimenta de tal modo, que vuestro apetito está siempre satisfecho! Ya que por la gracia de Dios éste prueba prematuramente lo que cae de vuestra mesa, antes de que la muerte ponga fin a sus días, pensad en su deseo inmenso, y refrescadlo algún tanto; vosotros bebéis siempre en la fuente de donde procede lo que él piensa.
Esto dijo Beatriz; y aquellas almas gozosas se convirtieron en esferas sobre polos fijos, resplandeciendo vivamente a guisa de cometas. Y como las ruedas en el mecanismo de un reloj se mueven de tal suerte, que a quien las observa le parece que la primera está quieta y la última vuela, así también aquellos glóbulos, danzando diferentemente, me hacían estimar su velocidad o lentitud por el grado de sus resplandores. De aquel conjunto de bellas luces vi salir un fulgor tan alegre y esplendente, que superaba a todos los demás. Tres veces giró en torno de Beatriz, cantando de un modo tan divino, que mi fantasía no ha podido retener su encanto; por lo cual mi pluma pasa adelante sin describirlo, pues para pintar tales pliegues carece de matices, no ya la lengua, sino la misma imaginación.
- ¡Oh mi santa hermana, que tan devotamente ruegas, movida de tu ardiente afecto, que me separas de aquella hermosa esfera!
De este modo, luego que se detuvo aquel fuego bendito, dirigió su aliento hacia mi Dama, y le habló como he dicho. Y ella contestó:
- ¡Oh luz eterna del gran Barón a quien nuestro Señor dejó las llaves que llevó abajo desde este goce maravilloso! Examina a éste como te plazca con respecto a los puntos fáciles y difíciles de la Fe, que te hizo andar sobre el mar. A ti no se te oculta si él ama bien, y espera bien y cree; porque tienes la vista fija donde todo está patente; pero ya que este reino ha conseguido ciudadanos por medio de la Fe veraz, es bueno que para glorificarla le toque a él hablar de ella.
Así como el bachiller se prepara, y no habla hasta que el maestro propone la cuestión que debe aprobar, pero no resolver, del mismo modo preparaba yo todas mis razones, mientras ella hablaba, para estar pronto a contestar a tal examinador y a tal profesión.
- Di buen cristiano, explícate: ¿Qué es la Fe?
Al oír esto alcé la frente hacia aquella luz de donde salían tales palabras; después me volví hacia Beatriz, y ella me hizo un rápido ademán para que dejara brotar el agua de mi fuente interior.
- La gracia divina que me permite confesarme con tan alto primipilo -exclamé-, haga claros y expresivos mis conceptos.
Después continué:
- Según lo ha escrito, padre, la verídica pluma de tu querido hermano, que contigo hizo entrar a Roma por el buen camino, la Fe es la sustancia de las cosas que se esperan, y el argumento de las que no aparecen a nuestra mente; tal me parece su esencia.
Entonces oí:
- Piensas rectamente, si comprendes bien por qué la colocó entre las substancias, y no entre los argumentos.
A lo cual contesté:
- Las profundas cosas que aquí se me manifiestan claras y patentes están tan ocultas a los ojos del mundo, que sólo existen en la creencia sobre que se funda la alta esperanza; por eso toma el nombre de sustancia. Con respecto a esta creencia es preciso argumentar sin otra luz, por eso toma el nombre de argumento.
Entonces oí:
- Si todo lo que en la Tierra se aprende por vía de enseñanza, se entendiera de ese modo, la sutileza del sofisma sería en vano.
Tales fueron las palabras que exhaló aquel ardiente amor; y después añadió:
- Ha salido bien la prueba de la liga y el peso de esta moneda, pero dime si la tienes en tu bolsa.
Le respondí:
- Sí, la tengo tan brillante y tan redonda, que no cabe duda sobre su cuño.
En seguida salieron estas palabras de la profunda luz que allí resplandecía:
- Esa querida joya, en la que se funda toda otra virtud, ¿de dónde te proviene?
- La abundante lluvia del Espíritu Santo -le contesté-, que está esparcida sobre las antiguas y las nuevas páginas, es el silogismo que me la ha demostrado tan sutilmente, que comparada con ella me parece obtusa toda otra demostración.
Después oí:
- ¿Por qué tienes por palabra divina a la antigua y la nueva proposición, que así te han convencido?
Respondí:
- La prueba que me descubre la verdad consiste en las obras subsiguientes, para las cuales la naturaleza no calentó nunca el hierro ni dio golpes en el yunque.
Se me contestó:
- Di, ¿quién te asegura que aquellas obras hayan existido? ¿Acaso te lo asegura aquello mismo que se quiere probar con ellas? ¿No tienes otro testimonio?
- Si el mundo se convirtió al cristianismo sin necesidad de milagros -dije yo-, esto solo es un milagro tan grande, que los otros no son la centésima parte de él; porque tú entraste pobre y famélico en el campo a sembrar la buena planta que en otro tiempo fue vid y ahora se ha convertido en zarza.
Terminadas estas palabras, resonó en las esferas de la sublime y elevada corte un Alabemos a Dios con la melodía que se canta allá arriba. Y aquel Barón que examinándome así me había llevado de rama en rama hasta acercarnos a las últimas hojas, volvió a empezar de esta manera:
- La gracia que enamora a tu mente hate abierto la boca hasta este punto, como abrirse debía; por tanto apruebo cuanto ha salido de ella; mas ahora es preciso que expliques lo que crees y el origen de tu creencia.
- ¡Oh Santo Padre!, ¡oh Espiritu, que ves lo que creiste con tal firmeza, que dirigiéndote hacia el sepulcro venciste a pies más jóvenes! -empecé a decir-: quieres que te manifieste el orden de las cosas en que creo, y además me preguntas el motivo de mi creencia. Pues bien, yo te respondo: Creo en un solo y eterno Dios, que sin ser movido, mueve todo el Cielo con amor y con deseo; y en apoyo de tal creencia, no sólo tengo pruebas físicas y metafísicas, sino que también me las suministra la verdad que de aquí llueve por medio de Moisés, por los profetas, por los salmos, por el Evangelio y por lo que vosotros escribisteis después de haberos iluminado el ardiente Espíritu. Creo en tres Personas eternas, y las creo una esencia tan trina y una, que admiten a la vez son y es. La profunda naturaleza divina de que ahora trato se ha grabado en mi mente muchas veces por la doctrina evangélica. Tal es el principio, tal la chispa que se dilata hasta convertirse en viva llama, y que brilla en mi interior como estrella en el cielo.
Cual señor que oye lo que le agrada, y por ello abraza a su siervo, congratulándose por la noticia en cuanto éste se calla, de igual suerte me bendijo cantando y giró tres veces en derredor de mi frente, luego que me callé, aquel apostólico fulgor, por cuyo mandato había yo hablado; tanto fue lo que mis palabras le agradaron.
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