Índice de El decameron de Giovanni Boccaccio | Segunda jornada - Cuento quinto | Segunda jornada - Cuento séptimo | Biblioteca Virtual Antorcha |
---|
SEGUNDA JORNADA
CUENTO SEXTO
Madama Beritola, con dos cabritillos en una isla encontrada, habiendo perdido dos hijos, se va de allí a Lunigiana, allí, uno de los hijos va a servir a su señor y con la hija de éste se acuesta, y es puesto en prisión; Sicilia rebelada contra el rey Carlos, y reconocido el hijo por la madre, se casa con la hija de su señor y encuentra a su hermano, y vuelven a tener una alta posición.
Habían las señoras al igual que los jóvenes reído mucho de los casos de Andreuccio por Fiameta narrados, cuando Emilia, advirtiendo la historia terminada, por mandato de la reina así comenzó:
- Graves cosas y dolorosas son los movimientos varios de la fortuna, sobre los cuales (porque cuantas veces alguna cosa se dice, tantas hay un despertar de nuestras mentes, que fácilmente se adormecen con sus halagos) juzgo que no desagrade tener que oír tanto a los felices como a los desgraciados, por cuanto a los primeros hace precavidos y a los segundos consuela. Y por ello, aunque grandes cosas hayan sido dichas antes, entiendo contaros una historia no menos verdadera que piadosa, la cual, aunque alegre fin tuviese, fue tanta y tan larga su amargura, que apenas puedo creer que alguna vez la dulcificase la alegría que la siguió:
Carísimas señoras, debéis saber que después de la muerte de Federico II el emperador, fue coronado rey de Sicilia Manfredo, junto al cual en grandísima privanza estuvo un hombre noble de Nápoles llamado Arrighetto Capece, el cual tenía por mujer a una hermosa y noble dama igualmente napolitana llamada madama Beritola Caracciola. El cual Arrighetto, teniendo el gobierno de la isla en las manos, oyendo que el rey Carlos primero había vencido en Benevento y matado a Manfredo, y que todo el reino se volvía a él, teniendo poca confianza en la escasa lealtad de los sicilianos no queriendo convertirse en súbdito del enemigo de su señor, se preparaba huir. Pero conocido esto por los sicilianos, súbitamente él y muchos otros amigos y servidores del rey Manfredo fueron entregados como prisioneros al rey Carlos, y el dominio de la isla después.
Madama Beritola, en tan gran mudanza de las cosas, no sabiendo que fuese de Arrighetto y siempre temiendo lo que había sucedido, por temor a ser ultrajada, dejadas todas sus cosas, con un hijo suyo de edad de unos ocho años llamado Giuffredi, y preñada y pobre, montando en una barquichuela, huyó a Lípari, y allí parió otro hijo varón al que llamó el Expulsado; y tomada una nodriza, con todos en un barquichuelo montó para volverse a Nápoles con sus parientes. Pero de otra manera sucedió que como pensaba; porque por la fuerza del viento el barco, que a Nápoles ir debía, fue transportado a la isla de Ponza, donde, entrados en una pequeña caleta, se pusieron a esperar oportunidad para su viaje. Madama Beritola, tomando tierra en la isla como los demás, y en ella un lugar solitario y remoto encontrado, allí a dolerse por su Arrighetto se retiró sola. Y haciendo lo mismo todos los días, sucedió que, estando ella ocupada en su aflicción, sin que nadie, ni marinero ni otro, se diese cuenta, llegó una galera de corsarios, quienes a todos capturaron a mansalva y se fueron.
Madama Beritola, terminado su diario lamento, volviendo a la playa para ver de nuevo a sus hijos, como acostumbraba hacer, a nadie encontró allí, de lo que se maravilló primero, y luego, súbitamente sospechando lo que había sucedido, los ojos hacia el mar dirigió y vio la galera, todavía no muy alejada, que remolcaba al barquichuelo, por lo que óptimamente conoció que, al igual que al marido, había perdido a los hijos; y pobre y sola y abandonada, sin saber dónde a nadie pudiese encontrar jamás, viéndose allí, desmayada, llamando al marido y a los hijos, cayó sobre la playa. No había aquí quien con agua fría o con otro medio a las desmayadas fuerzas llamase, por lo que a su albedrío pudieron los espíritus andar vagando por donde quisieron; pero después de que en el mísero cuerpo las partidas fuerzas junto con las lágrimas y el llanto volvieron, largamente llamó a los hijos y mucho por todas las cavernas los anduvo buscando. Pero luego que conoció que se fatigaba inútilmente y vio caer la noche, esperando y no sabiendo qué, por sí misma se preocupó un tanto y, yéndose de la playa, a aquella caverna donde acostumbraba a llorar y a dolerse volvió. Y luego de que la noche con mucho miedo y con incalculable dolor fue pasada y el nuevo día venido, y ya pasada la hora de tercia, como la noche antes cenado no había, obligada por el hambre, se dio a pacer la hierba; y paciendo como pudo, llorando, a diversos pensamientos sobre su futura vida se entregó. Y mientras estaba en ellos, vio venir una cabrilla y entrar allí cerca en una caverna, y luego de un poco salir de ella e irse por el bosque; por lo que, levantándose, allí entró donde había salido la cabrilla, y vio dos cabritillos tal vez nacidos el mismo día, los cuales le parecieron la cosa más dulce del mundo y la más graciosa; y no habiéndosele todavía del reciente parto retirado la leche del pecho, los cogió tiernamente y se los puso al pecho.
Los cuales, no rehusando el servicio, así mamaban de ella como hubiesen hecho de su madre, y de entonces en adelante entre la madre y ella ninguna distinción hicieron; por lo que, pareciéndole a la noble señora haber en el desierto lugar alguna compañía encontrado, pastando hierbas y bebiendo agua y tantas veces llorando cuantas del marido y de los hijos y de su pretérita vida se acordaba, allí a vivir y a morir se había dispuesto, no menos familiar con la cabrilla vuelta que con los hijos. Y, viviendo así, la noble señora en fiera convertida, sucedió que, después de algunos meses, por fortuna llegó también un barquito de pisanos allí donde ella había llegado antes, y se quedó varios días. Había en aquel barco un hombre noble llamado Currado de los marqueses de Malaspina con una mujer suya valerosa y santa; y venían en peregrinación de todos los santos lugares que hay en el reino de Apulia y a su casa volvían. El cual, por entretener el aburrimiento, junto con su mujer y con algunos servidores y con sus perros, un día a bajar a la isla se puso; y no muy lejano del lugar donde estaba madama Beritola, empezaron los perros de Currado a seguir a los dos cabritillos, los cuales, ya grandecitos, andaban paciendo; los cuales cabritillos, perseguidos por los perros, a ninguna parte huyeron sino a la caverna donde estaba madama Beritola. La cual, viendo esto, poniéndose en pie y cogiendo un bastón, hizo retroceder a los perros; y allí Currado y su mujer, que a sus perros seguían, llegando, viéndola morena y delgada y peluda como se había puesto, se maravillaron, y ella mucho más que ellos. Pero luego de que a sus ruegos hubo Currado sujetado a sus perros, después de muchas súplicas le hicieron que dijese quién era y qué hacía aquí, la cual enteramente toda su condición y todas sus desventuras y su rigurosa resolución les comunicó. Lo que, oyendo Currado, que muy bien a Arrighetto Capece conocido había, lloró de compasión y con muchas palabras se ingenió en apartarla de decisión tan rigurosa, ofreciéndole llevarla a su casa o tenerla consigo con el mismo honor que a su hermana, y que allí se quedase hasta que Dios más alegre fortuna le deparara. A cuyas ofertas no plegándose la señora, Currado dejó con ella a su mujer y le dijo que mandase traer aquí qué comer, y a ella, que estaba en harapos, con alguno de sus vestidos vistiese, e hiciese todo para llevarla con ellos.
Quedándose con ella la noble señora, habiendo primero con madama Beritola llorado mucho de sus infortunios, hechos venir vestidos y viandas, con la mayor fatiga del mundo a tomarlos y a comer la indujo: y por fin, luego de muchos ruegos, afirmando ella nunca querer ir a donde conocida fuera, la indujo a irse con ellos a Lunigiana junto con los dos cabritillos y con la cabrilla, la que en aquel entretanto había vuelto y no sin gran maravilla de la nóble señora le había hecho grandísimas fiestas. Y así, venido el buen tiempo, madama Beritola con Currado y con su mujer en su barco montó, y junto con ellos la cabrilla y los dos cabritillos; por los cuales no sabiendo todos su nombre, fue Cabrilla llamada; y, con buen viento, pronto llegaron hasta la desembocadura del Magra, donde bajándose, a sus castillos subieron. Allí, junto a la mujer de Currado, madama Beritola, en trajes de viuda, como una damisela suya, honesta y humilde y obediente estuvo, siempre a sus cabritillos teniendo amor y haciéndoles alimentar. Los corsarios que habían en Ponza tomado el barco en que madama Beritola había venido dejándola a ella como a quien no habían visto, con toda la demás gente se fueron a Génova; y allí dividida la presa entre los amos de la galera, tocó por ventura, entre otras cosas, en suerte a un micer Guasparrino de Oria la nodriza de madama Beritola y los dos niños con ella; el cual, a ella junto con los dos niños mandó a su casa para tenerlos como siervos en los trabajos de la casa.
La nodriza, sobremanera afligida por la pérdida de su ama y por la mísera fortuna en la que veía haber caído a los dos niños, lloró amargamente; pero después que vio que las lágrimas de nada servían y que ella era sierva junto con ellos, aunque pobre mujer fuese, era sin embargo sabia y sagaz; por lo que, consolándose lo mejor que pudo, y mirando a donde habían llegado, pensó que si los dos niños eran reconocidos, por acaso podrían con facilidad recibir molestias, y además de ello, esperando que, cuando fuese podría cambiar la fortuna y ellos podrían, si vivos estuvieran, al perdido estado volver, pensó no descubrir a nadie quiénes fueran, si no veía que fuese oportuno: y a todos decía (los que le habían preguntado por ello) que eran sus hijos. Y al mayor, no Giuffredi, sino Giannotto de Prócida llamaba; al menor no se preocupó de cambiarle el nombre; y con suma diligencia enseñó a Giuffredi por qué le había cambiado el nombre y en qué peligro podía estar si fuera reconocido, y esto no una vez sino muchas y con frecuencia le recordaba; lo que el muchacho, que era buen entendedor, según la enseñanza de la sabia nodriza óptimamente hacía.
Se quedaron, pues, mal vestidos y peor calzados, ocupados en todos los trabajos viles, junto con la nodriza, pacientemente muchos años los dos muchachos en casa de micer Guasparrino. Pero Giannotto, ya de edad de dieciséis años, teniendo mayor ánimo del que pertenecía a un siervo, desdeñando la vileza de la condición servil, subiendo a unas galeras que iban a Alejandría, del servicio de micer Guasparrino se fue y anduvo en muchos lugares, sin poder mejorar en nada. Al final después de unos tres o cuatro años de haberse ido de casa de micer Guasparrino, siendo un buen mozo y habiéndose hecho grande de estatura, y habiendo oído que su padre, al que creía muerto, estaba todavía vivo aunque en cautividad tenido por el rey Carlos, casi desesperando de la fortuna, andando vagabundo, llegó a Lunigiana, y allí entró por acaso como criado de Currado Malaspina sirviéndole con diligencia y agrado. Y como raras veces a su madre, que con la señora de Currado estaba, viese, ninguna la conoció, ni ella a él; tanto la edad al uno y al otro, de lo que solían ser cuando se vieron por última vez, había transformado. Estando, pues, Giannotto al servicio de Currado, sucedió que una hija de Currado cuyo nombre era Spina, que había enviudado de Niccolb de Grignano, volvió a casa del padre; la cual, siendo muy bella y agradable y joven de poco más de dieciséis años, por ventura le echó los ojos encima a Giannotto y él a ella, y ardentísimamente el uno del otro se enamoraron. El cual amor no estuvo largamente sin efecto, y muchos meses pasaron antes de que nadie se apercibiese; por lo cual, ellos, demasiado seguros, comenzaron a actuar de manera menos discreta que la que para tales hechos se requería. Y yendo un día por un hermoso bosque de muchos árboles, la joven junto con Giannotto, dejando a toda la demás compañía, se fueron delante, y pareciéndoles que habían dejado muy lejos a los demás, en un lugar deleitoso y lleno de hierbas y flores, y rodeado de árboles, descansando, a tomar el amoroso placer el uno del otro empezaron. Y cuando ya habían estado juntos largo tiempo, que el gran deleite les hizo encontrar muy breve, en esto por la madre de la joven primero, y luego por Currado, fueron alcanzados. El cual, afligido sobremanera al ver esto, sin nada decir del porqué, a los dos hizo coger por tres de sus servidores y a un castillo suyo llevarlos atados; y de ira y de disgusto gimiendo andaba, dispuesto a hacerles vilmente morir.
La madre de la joven, aunque muy enojada estuviese y digna reputase a su hija por su falta de cualquier cruel penitencia, habiendo por algunas palabras de Currado comprendido cuál era su intención respecto a los culpables, no pudiendo soportar aquello, apresurándose alcanzó al airado marido y comenzó a rogarle que quisiese agradarla no corriendo furiosamente a convertirse en su vejez en homicida de su hija y a mancharse las manos con la sangre de un criado suyo, y que encontrase otra manera de satisfacer su ira, así como hacerles encarcelar y en la prisión penar y llorar por el pecado cometido. Y tanto estas y otras palabras le estuvo diciendo la santa mujer que apartó de su ánimo el propósito de matarlos; y mandó que en distintos lugares cada uno de ellos fuese encarcelado, y allí guardado bien, y con poca comida y muchas incomodidades mantenidos hasta que decidiese hacer otra cosa de ellos; y así se hizo. Y cuál fuese su vida en cautiverio y en confinuas lágrimas y en más largos ayunos de los que serían menester, cualquiera puede pensarlo. Llevando, pues, Giannotto y Spina una vida tan dolorosa, y habiendo ya un año sin acordarse Currado de ellos pasado, sucedió que el rey Pedro de Aragón, por un acuerdo con micer Gian de Prócida, sublevó a la isla de Sicilia y la quitó al rey Carlos; por lo que Currado, como gibelino, hizo una gran fiesta. De la que oyendo hablar Giannotto a alguno de aquellos que le custodiaban, dio un gran suspiro y dijo:
- ¡Ay, triste de mí!, ¡que hace hoy ya catorce años que ando arrastrándome por el mundo, no esperando otra cosa que ésta, y ahora que es venida, y para que ya no espere tener ningún bien, me ha encontrado en prisión, de la que nunca sino muerto espero salir!
- ¿Y qué? -dijo el carcelero-. ¿Qué te importa a ti lo que hagan los altísimos reyes? ¿Qué tienes tú que hacer en Sicilia?
A lo que Giannotto dijo:
- Parece que se me rompe el corazón acordándome de lo que mi padre tuvo que hacer allí, el cual, aunque yo niño chico era cuando huí de allí, aún me acuerdo que lo vi señor en vida del rey Manfredo.
Siguió el carcelero:
- ¿Y quién fue tu padre?
- Mi padre -dijo Giannotto- puedo ya asaz seguramente manifes!arlo pues que me veo a cubierto del peligro que temía descubriéndolo, se llamó y se llama aún, si vive, Arrighetto Capece, y yo no Giannotto sino Giuffredi me llamo; y nada dudo, si de aquí saliera, que volviendo a Sicilia, no tuviese allí todavía una altísima posición.
El buen hombre, sin más decir, en cuanto hubo lugar todo se lo contó a Currado. Lo que oyendo Currado, aunque mostró no preocuparse del prisionero, se fue a ver a madama Beritola y placenteramente le preguntó si había tenido algún hijo de Arrighetto que se llamase Giuffredi. La señora, llorando, respondió que, si el mayor de los dos suyos que había tenido estuviera vivo, así se llamaría y sería de edad de veintidós años. Oyendo esto, Currado pensó que podía de una vez hacer una gran misericordia y borrar su vergüenza y la de su hija dándosela a aquél por mujer; y por ello, haciendo venir secretamente a Giannotto, le examinó detalladamente sobre toda su pasada vida. Y hallando abundancia de indicios manifiestos de que verdaderamente era Giuffredi, hijo de Arrighetto, le dijo:
- Giannotto, sabes cuán grande y cuál ha sido la ofensa que me has hecho en mi propia hija cuando, habiéndote yo tratado bien y amistosamente, como debe hacerse con los servidores, debías mi honor y el de mis cosas siempre buscar y servir; y muchos serían los que si tú les hubieras hecho lo que a mí me hiciste, con vituperio te habrían hecho morir, lo que mi piedad no sufrió. Ahora, puesto que así como me dices eres hijo de un hombre noble y de una noble señora, quiero a tus angustias, si tú lo quieres, poner fin y quitarte de la miseria y del cautiverio en los que estás, y al mismo tiempo tu honor y el mío reintegrar a su debido sitio. Como sabes, Spina, a quien con amorosa (aunque poco conveniente para ti y para ella) amistad tomaste, es viuda, y su dote es grande y buena; cuáles sean las costumbres de su padre y de su madre las conoces, de tu presente estado nada digo. Por lo que, cuando quieras, estoy dispuesto a que, ya que deshonestamente fue tu amiga se convierta honestamente en tu mujer, y que a guisa de hijo mío aquí conmigo y con ella cuanto te plazca vivas.
Había la prisión macerado las carnes de Giannotto, pero el generoso ánimo propio de su origen no había disminuido nada en él, ni tampoco el verdadero amor que tenía a su mujer; y aunque fervientemente desease lo que Currado le ofrecía y lo viese a su alcance, en nada atenuó lo que la grandeza de su ánimo le mostraba tener que decir, y repuso:
- Currado, ni avidez de señorío ni deseo de dineros ni alguna otra razón me hizo nunca contra tu vida y tus cosas obrar como traidor. Amé a tu hija y la amo y la amaré siempre, porque la reputo digna de mi amor; y si yo con ella me conduje menos que honestamente según la opinión de los vulgares, aquel pecado cometí que siempre lleva aparejada la juventud, y que si se quisiera hacer desaparecer habría que hacer desaparecer la juventud, y éste, si los viejos se quisieran acordar de haber sido jóvenes y los defectos de los demás midiesen con los suyos, no sería tenido por grave como lo es por ti y por otros muchos; y como amigo, no como enemigo, lo cometí. Lo que me ofreces hacer, siempre lo deseé, y si hubiera creído que me habría podido ser concedido, largo tiempo hace que lo habría pedido; y tanto más caro me será ahora cuando la esperanza de ello es menor. Si no tienes en el ánimo lo que tus palabras demuestran, no me alimentes con vanas esperanzas; hazme volver a la prisión, y hazme allí afligir cuanto te plazca, que mientras ame a Spina te amaré a ti por amor suyo, hagas lo que hagas, y te tendré reverencia.
Currado, habiéndole oído, se maravilló y le tuvo por de gran ánimo y reputó a su amor como ardiente, y más lo quiso por ello, poniéndose en pie, lo abrazó y lo besó, y sin poner más dilación a la cosa, mandó que aquí fuese Spina traída secretamente. Ella en la prisión se había puesto delgada y pálida y débil, y otra mujer distinta de la que solía y parecía ser, y del mismo modo Giannotto otro hombre; los cuales, en presencia de Currado, con consentimiento mutuo contrajeron los esponsales según nuestra costumbre. Y luego que pasaron algunos días sin que nadie se enterase de lo que pasadó había y les hubo proporcionado todo aquello que necesitaban y les placía, pareciéndole tiempo de hacer alegrarse a las dos madres, llamando a su mujer y a la Cabrilla así les dijo:
- ¿Qué diríais, señora, si yo os devolviera a vuestro hijo mayor casado con una de mis hijas?
A lo que la Cabrilla respondió:
- No podría deciros sino que, si pudiese estaros más obligada de lo que os estoy, tanto más os estaría cuanto vos una cosa que me es querida más que yo misma me devolveríais; y devolviéndomela en la guisa que decís, algo haríais de volver a mí mi perdida esperanza.
Y llorando, se calló. Entonces dijo Currado a su mujer:
- ¿Ya ti qué te parecería, mujer, si te diese un tal yerno?
A lo que la señora respondió:
- No uno de ellos, que son nobles, sino cualquier miserable si a vos os pluguiese, me placería.
Entonces dijo Currado:
- Espero dentro de pocos días haceros alegrar por ello.
Y viendo ya a los dos jóvenes vueltos a su anterior aspecto, vistiéndolos honradamente, preguntó a Giuffredi:
- ¿Qué te gustaría más, además de la alegría que tienes, si vieses aquí a tu madre?
A lo que Giuffredi respondió:
- No me es posible creer que los dolores de sus desventurados accidentes la hayan dejado viva; pero si así fuese, sumamente me gustaría, como a quien aún, con su consejo, creería que podría recobrar en Sicilia gran parte de mis bienes.
Entonces Currado hizo venir allí a la una y la otra señora. Las dos hicieron maravillosas fiestas a la recién casada, maravillándose no poco de la inspiración a que podía deberse que Currado hubiese llegado a ser tan benigno que hubiese hecho su pariente a Giannotto; al cual, madama Beritola, por las palabras oídas a Currado, empezó a mirar, y, por oculta virtud, se despertó en ella algún recuerdo de las pueriles facciones del rostro de su hijo, sin esperar otra demostración, con los brazos abiertos se le echó al cuello, ni el desbordante amor y la alegría materna le permitieron poder decir palabra alguna, sino que la privaron de toda virtud sensitiva hasta tal punto que como muerta cayó en los brazos del hijo. El cual, aunque mucho se maravillase de haberla visto muchas veces antes en aquel mismo castillo sin nunca reconocerla, no dejó de conocer incontinenti el aroma materno y reprochándose su pretérito descuido, recibiéndola en sus brazos llorando, tiernamente la besó. Pero luego de que madama Beritola, piadosamente ayudada por la mujer de Currado y por Spina y con agua fría y con otras artes suyas le devolvieron las desmayadas fuerzas empezó de nuevo a abrazar al hijo con muchas lágrimas y muchas dulces palabras; y llena de piedad materna mil veces más le besó, y él y a ella reverentemente mucho la miró y la abrazó. Pero después de que los honestos y alegres agasajos se repitieron tres o cuatro veces, no sin contento y placer de los circunstantes, y el uno hubo al otro narrado sus desventuras, habiendo ya Currado a sus amigos comunicado, con gran placer de todos, el nuevo parentesco por él contraído, y ordenando una hermosa y magnífica fiesta le dijo Giuffredi:
- Currado, me habéis contentado con muchas cosas y largamente habéis honrado a mi madre; ahora, para que nada, en lo que podáis, quede por hacer, os ruego que a mi madre, a mis invitados y a mí alegréis con la presencia de mi hermano, que como siervo tiene en su casa micer Guasparrino de Oria, quien, como ya os he dicho, de él y de mí se apoderó pirateando y luego, que mandéis a Sicilia para que se informe plenamente de las condiciones y del estado del país, y averigüe lo que ha sido de Arrighetto, mi padre, si está vivo o muerto, y si está vivo, en qué estado; y plenamente informado de todo, vuelva a nosotros.
Plugo a Currado la petición de Giuffredi, y sin tardanza alguna a discretísimas personas mandó a Génova y a Sicilia.
El que fue a Génova, hallado micer Guasparrino, de parte de Currado le rogó vehementemente que al Expulsado y a su nodriza le enviase, contándole lo que Currado había hecho con Giuffredi y con su madre.
A lo que Micer Guasparrino se maravilló mucho oyéndolo, y dijo:
- Es verdad que haré por Currado cualquier cosa que esté en mi poder que le agrade; y ciertamente he tenido en casa, desde hace catorce años, al muchacho que me pides y a su madre, los cuales te enviaré de buena gana; pero le dirás de mi parte que cuide de no haber creído demasiado o de no creer las fábulas de Giannotto, que dices que hoy se hace llamar Giuffredi, porque es mucho más malo de lo que él piensa.
Y dicho esto, haciendo honrar al valiente hombre, hizo llamar a la nodriza en secreto, y cautamente la interrogó sobre aquel asunto. La cual, habiendo oído la rebelión de Sicilia y oyendo que Arrighetto estaba vivo, desechando el miedo que hasta entonces había tenido, ordenadamente le contó todo y le mostró las razones por las que aquella manera de conducirse había seguido. Micer Guasparrino, viendo que las cosas dichas por la nodriza con las del embajador de Currado se convenían óptimamente, empezó a dar fe a las palabras; y de una manera y de otra, como hombre astutísimo que era, haciendo averiguaciones sobre este asunto y cada vez encontrando más cosas que más le hacían creer en ello, avergonzándose del vil trato que le había dado al muchacho, para enmendarlo, teniendo una bella hija de once años de edad, sabiendo quién Arrighetto había sido y era, con una gran dote se la dio por mujer, y luego de una gran fiesta, con el muchacho y con la hija y con el embajador de Currado y con la nodriza, subiendo a una galera bien armada, se vino a Lérici; donde recibido por Currado, con toda su compañía se fue a un castillo de Currado no muy alejado de allí, donde estaba preparada una gran fiesta.
Qué fiestas hizo la madre al volver a ver a su hijo, cuáles las de los dos hermanos, cuál la de los tres a la fiel nodriza, cuál la hecha por todos a micer Guasparrino y a su hija, y por él a todos, y de todos juntos con Currado y su mujer y con sus hijos y sus amigos, no se podría explicar con palabras, ni con pluma escribir; por lo que a vosotras, señoras, os dejo que lo imaginéis. Para lo cual, para que fuese completa, quiso Dios, generosísimo donante cuando empieza, hacer llegar las alegres nuevas de la vida y el buen estado de Arrighetto Capece.
Por lo que, siendo grande la fiesta y los convidados, las mujeres y los hombres estando a la mesa todavía al primer plato, llegó aquel que había sido enviado a Sicilia, y entre otras cosas contó de Arrighetto, que, estando en Catania encarcelado por el rey Carlos, cuando se levantó contra el rey la revuelta en aquella tierra, el pueblo enfurecido corrió a la cárcel y, matando a los guardias, le habían sacado de allí, y como a capital enemigo del rey Carlos lo habían hecho su capitán y le habían seguido en expulsar y matar a los franceses; por la cual cosa, se había hecho sumamente grato al rey Pedro, quien todos sus bienes y todo su honor le había restituido, por lo que estaba en grande y buena posición; añadiendo que a él le había recibido con sumo honor y había hecho indecibles fiestas por las noticias de su mujer y del hijo, de los cuales después de su prisión nada había sabido, y además de ello, mandaba a por ellos una saetía con algunos gentileshombres, que venían detrás.
Fue con gran alegría y fiesta éste recibido; y prontamente Currado con algunos de sus amigos salieron al encuentro de los gentileshombres que a por madama Beritola y por Giuffredi venían, y recibidos alegremente, a su banquete, que todavía no estaba mediado, les introdujo. Allí a la señora y a Giuffredi y además de a ellos a todos los otros con tanta alegría los vieron, que nunca mayor fue oída; y ellos, antes de sentarse a comer, de parte de Arrighetto saludaron y agradecieron como mejor supieron y pudieron a Currado y a su mujer por el honor hecho a su mujer y a su hijo, y a Arrighetto y a cualquier cosa que por medio de él se pudiese hacer pusieron a su disposición. Luego, volviéndose a micer Guasparrino, cuyos favores eran inesperados, dijeron que estaban certísimos de que, en cuanto lo que habían hecho por el Expulsado supiese Arrighetto, gracias semejantes y mayores le daría. Después de lo cual, muy contentos, en el banquete de las recién casadas y con los recién casados comieron. Y no sólo aquel día festejó Currado al yerno y a sus otros parientes amigos, sino muchos otros; y después que hubieron cesado los festejos, pareciéndole a madama Beritola y a Giuffredi y a los demás que tenían que irse, con muchas lágrimas de Currado y de su mujer y de micer Guasparrino subiendo a la saetía, llevándose consigo a Spina, se fueron. Y teniendo próspero el viento, pronto llegaron a Sicilia, donde con tan gran fiesta por Arrighetto (todos por igual, los hijos y las mujeres) fueron en Palermo recibidos que decir no se podría; y allí se cree que mucho tiempo todos vivieron felizmente, y reconocidos por el beneficio recibido, en amistad con Dios Nuestro Señor.
Índice de El decameron de Giovanni Boccaccio | Segunda jornada - Cuento quinto | Segunda jornada - Cuento séptimo | Biblioteca Virtual Antorcha |
---|