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TERCERA JORNADA

CUENTO SEGUNDO


Un palafrenero yace con la mujer del rey Agilulfo, de lo que Agilulfo sin decir nada se apercibe, lo encuentra y le corta el pelo; el tonsurado a todos los demás tonsura y así se salva de lo que le amenaza.


Habiendo llegado el fin de la historia de Filostrato, con la que algunas veces se habían sonrojado un poco las señoras y algunas otras se habían reído, plugo a la reina que Pampínea siguiese novelando; la cual, comenzando con sonriente gesto, dijo:

- Hay algunos tan poco discretos al querer mostrar que conocen y sienten lo que no les conviene saber, que algunas veces con esto, al castigar las desapercibidas faltas de otros, creen que su vergüenza menguan cuando por el contrario la acrecientan infinitamente; y que esto es verdad, por medio de su contrario, mostrándoos la astucia de alguien quizá tenido por de menos valor que Masetto contra la prudencia de un valeroso rey, lindas señoras, entiendo que será demostrado por mí.

Agilulfo, rey de los longobardos, así como sus predecesores habían hecho, en Pavia, ciudad de la Lombardía, estableció la sede de su reino, habiendo tomado por mujer a Teudelinga, que había quedado viuda de Auttari, que también había sido rey de los longobardos, la cual era hermosísima mujer, muy sabía y honesta, pero desventurada en amores. Y estando por el valor y el juicio de este rey Agilulfo las cosas de los longobardos prósperas y en paz, sucedió que un palafrenero de dicha reina, hombre de vilísima condición por su nacimiento pero por otras cosas mucho mejor de lo que correspondía a tal vil menester, y en su persona hermoso y alto como era el rey, se enamoró desmesuradamente de la reina; y porque su bajo estado no le quitaba la comprensión de que este amor suyo estaba fuera de toda conveniencia, como sabio, a nadie lo descubría, ni aun en la mirada se atrevía a descubrirlo. Y aunque sin ninguna esperanza viviese de poder agradarla nunca, se gloriaba consigo sin embargo de haber puesto sus pensamientos en alta parte; y como quien todo ardía en amoroso fuego, diligentemente hacía, más que cualquier otro de sus compañeros, todas las cosas que debían agradar a la reina. Por lo que sucedía que la reina, cuando tenía que montar a caballo, con más gusto cabalgaba en el palafrén cuidado por éste que por algún otro; lo que, cuando sucedía, éste se lo tomaba como grandísimo favor, y nunca del estribo se le apartaba, teniéndose por feliz sólo con poder tocarle las ropas. Pero como vemos suceder con mucha frecuencia que cuanto disminuye la esperanza, tanto se hace mayor el amor, así sucedía con el pobre palafrenero, mientras dolorosísimo le era poder soportar el gran deseo tan ocultamente como lo hacía, no siendo ayudado por ninguna esperanza; y muchas veces, no pudiendo desligarse de este amor, deliberó morir.

Y pensando de este modo, tomó el partido de querer recibir esta muerte por alguna cosa por la que le pareciese que moría por el amor que a la reina había tenido y tenía; y esta cosa se propuso que fuera tal que en ella tentase la fortuna de poder en todo o en parte conseguir su deseo. Y no se dio a decir palabras a la reina o por cartas hacerle saber su amor, que sabía que en vano diría o escribiría, sino a querer probar si con astucia podría acostarse con la reina; y no otra astucia ni vía había sino encontrar el modo de que, como si fuese el rey, que sabía que no se acostaba con ella de continuo, pudiera llegar a ella y entrar en su cámara. Por lo que, para ver en qué manera y qué hábito el rey, cuando iba a estar con ella, iba, muchas veces por la noche en una gran sala del palacio, que estaba entre la cámara del rey y de la reina, se escondió; y una noche entre otras, vio al rey salir de su cámara envuelto en un gran manto y tener en una mano una pequeña antorcha encendida y en la otra una varita, e ir a la cámara de la reina y, sin decir nada, golpear una vez o dos la puerta de la cámara con aquella varita, e incontinenti serle abierto y quitarle de la mano la antorcha. La cual cosa vista, y semejantemente viéndolo retornar, pensó que debía hacer él otro tanto; y encontrando modo de tener un manto semejante a aquel que había visto al rey y una antorcha y estaca, y lavándose primero bien en un caldero, para que no fuese a molestar a la reina el olor del estiércol y la hiciese darse cuenta del engaño, con estas cosas, como acostumbraba, en la gran sala se escondió. Y sintiendo que ya en todas partes dormían, y pareciéndole tiempo o de dar efecto a su deseo o de hacer camino con alta razón a la deseada muerte, haciendo con la piedra y el eslabón que había llevado consigo un poco de fuego, encendió su antorcha, y oculto y envuelto en el manto se fue a la puerta de la cámara y dos veces la golpeó con la varita. La cámara por una camarera toda somnolienta fue abierta y la luz cogida y ocultada; donde él, sin decir cosa alguna, pasado dentro de la cortina y dejado el manto, se metió en la cama donde la reina dormía. Y tomándola deseosamente en brazos, mostrándose airado porque sabía que era costumbre del rey que no quería oír ninguna cosa cuando airado estaba, muchas veces carnalmente conoció a la reina.

Y aunque doloroso le pareciese partir, temiendo que la demasiada demora le fuese ocasión de convertir en tristeza el deleite tenido, se levantó y tomando su manto y la luz, sin decir nada se fue, y lo antes que pudo se volvió a su cama. Y apenas podía estar en ella cuando el rey, levantándose, se fue la cámara qe la reina, de lo que ella se maravilló mucho; y habiendo él entrado en el lecho y saludándola alegremente, ella, de su alegría tomando valor, dijo:

- Oh, señor mío, ¿qué novedad hay esta noche? Os habéis partido de muy poco ha, y más de lo acostumbrado habéis tomado placer de mí, ¿y tan pronto volvéis a empezar? Cuidaos de lo que hacéis.

El rey, al oír estas palabras, súbitamente presumió que la reina, por la semejanza de las costumbres y de la persona había sido engañada, pero, como sabio, súbitamente pensó (pues vio que la reina no se había dado cuenta ni nadie más) que no quería hacerla caer en la cuenta; lo que muchos necios no hubieran hecho, sino que habrían dicho: No he sido yo; ¿quién fue quien estuvo aquí?, ¿cómo fue?, ¿quién ha venido?. De lo que habrían nacido muchas cosas por las que sin razón habrían contristado a la señ0ra y dado materia de desear otra vez lo que ya había sentido; y aquello, que callándolo no podía traerle ninguna vergüenza, diciéndolo le habría traído vituperio. Le contestó entonces el rey, más en el pensamiento que en el rostro o las palabras airado:

- Señora, ¿no os parezco hombre de poder haber estado otra vez y volver además ésta?

A lo que la dama contestó:

- Señor mío, sí, pero yo os ruego que miréis por vuestra salud.

Entonces el rey dijo:

- Y que me place seguir vuestro consejo, y esta vez sin daros más empacho voy a volverme.

Y teniendo ya el ánimo lleno de ira y de rencor por lo que veía que le habían hecho, volviendo a tomar su manto se fue de la cámara y quiso encontrar silenciosamente quién había hecho aquello, imaginando que debía ser de la casa, y que cualquiera que fuese no habría podido salir de ella.

Cogiendo, pues, una pequeñísima luz en una linternilla se fue a una larguísima habitación que en su palacio había sobre las cuadras de los caballos, en la cual casi toda su servidumbre dormía en diversas camas; y juzgando que a quienquiera que hubiese hecho aquello que la dama decía, no se le habría podido todavía reposar el pulso y el latido del corazón por el prolongado afán, empezando por uno de los extremos de la habitación, empezó a ir tocándoles el pecho a todos, para saber si les latía el corazón con fuerza. Como sucediese que todos dormían profundamente, el que con la reina había estado no dormía todavía; por la cual cosa, viendo venir al rey y dándose cuenta de lo que andaba buscando, fuertemente empezó a temblar, tanto que el golpear del pecho que tenía por el cansancio fue aumentado por el miedo; y dándose cuenta firmemente de que, si el rey se apercibía de aquello, sin tardanza le haría morir. Y aunque varias cosas que podría hacer le pasaron por la cabeza, viendo sin embargo al rey sin ninguna arma, deliberó hacerse el dormido y esperar lo que el rey hiciese. Habiendo, pues, el rey a muchos buscado y no encontrando a ninguno a quien juzgase haber sido aquél, llegó a éste, y notando que le latía fuertemente el corazón, se dijo: Este es aquél. Pero como quien nada de lo que quería hacer entendía que se supiese, no le hizo otra cosa sino que, con un par de tijerillas que había llevado, le cortó un poco de uno de los lados los cabellos, que en aquel tiempo se llevaban larguísimos, para por aquella señal reconocerlo la mañana siguiente; y hecho esto, se volvió a su cámara. Éste, que todo aquello había sentido, como quien era malicioso, claramente se dio cuenta de por qué había sido señalado; por lo qúe, sin esperar un momento, se levantó, y encontrando un par de tijerillas, de las que por ventura había un par en la cuadra para el servicio de los caballos, cautamente dirigiéndose a cuantos en aquella habitación dormían, a todos de manera igual sobre las orejas les cortó el pelo; y hecho esto, sin que le oyeran, se volvió a dormir.

El rey, levantado por la mañana, mandó que, antes que las puertas del palacio se abriesen, toda su servidumbre viniese ante él; y así se hizo. A todos lbs cuales, estando delante de él sin nada en la cabeza, empezó a mirar para reconocer al que él había tonsurado; y viendo a la mayoría de ellos con los cabellos de un mismo modo cortados, se maravilló, y se dijo:

Aquel a quien estoy buscando, aunque de baja condición sea, bien muestra ser hombre de alto ingenio.

Luego, viendo que sin divulgarlo no podía encontrar al que buscaba, dispuesto a no querer por una pequeña venganza cubrirse de gran vergüenza, sólo con unas palabras le plugo amonestarlo y mostrarle que se había dado cuenta de lo ocurrido; y volviéndose a todos, dijo:

- Quien lo hizo que no lo haga más, e idos con Dios.

Otro habría querido darle suplicio, martirizarlo, interrogarle y preguntarle y al hacerlo habría descubierto lo que cualquiera debe tratar de ocultar; y al ponerse al descubierto, aunque se hubiera vengado cumplidamente, no menguado sino mucho habría aumentado su vergüenza y manchado el honor de su mujer. Los que aquellas palabras oyeron se maravillaron y largamente dilucidaron entre sí qué habría querido decir el rey con aquello, pero no hubo ninguno que lo entendiese sino sólo aquel a quien tocaba. El cual, como sabio, nunca, en vida del rey lo descubrió, ni nunca más su vida con tal acción fió a la fortuna.

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