Índice de La Eneida de VirgilioLibro SegundoLibro CuartoBiblioteca Virtual Antorcha

LA ENEIDA

VIRGILIO



LIBRO III

Luego que subvertir el poder de Asia y de Príamo al inocente pueblo plugo a los dioses, y cayó la soberbia Ilión y por el suelo humea toda la Troya de Neptuno, a diversos exilios y a buscar tierras abandonadas nos obligan los augurios de los dioses y una flota bajo la misma Antandro disponemos y al pie del Ida de Frigia, sin saber a dónde nos llevan los hados, dónde podremos instalarnos, y reunimos a los hombres.

Había comenzado apenas la primavera y el padre Anquises ordenaba rendir al destino las velas, cuando llorando dejo las costas de la patria y sus puertos y los llanos donde un día se alzó Troya.

Heme allí arrastrado al exilio, al mar, con mis amigos y mi hijo, con los Penates y los grandes dioses.

Hay una tierra lejos de vastas llanuras consagradas a Marte, gobernada otrora por el fiero Licurgo, antiguo asilo de Troya y Penates aliados mientras fortuna hubimos. Ahí paramos y en la curva playa levanto las primeras murallas llevado por un hado inicuo e invento el nombre de Enéadas por mi propio nombre.

Preparaba sacrificios a mi madre de Dione hija y a los dioses tutelares de la obra emprendida y un toro corpulento en la playa ofrecía al supremo rey de los que pueblan el cielo.

Miré por dónde se alzaba al lado un túmulo, y en lo alto ramas de cornejo y un mirto erizado de espesas puntas.

Me acerqué tratando de arrancar del suelo un verde arbusto que cubriera con su espeso follaje los altares, y veo un extraño prodigio horrible de contar. Pues en cuanto arranco del suelo cortando sus raíces el primer tallo, destila éste gotas de negra sangre que ensucia la tierra con su peste. Un helado espanto sacude mi cuerpo y mi sangre helada se me cuaja de miedo.

De nuevo trato de arrancar una flexible vara y de buscar hasta el fondo las causas escondidas; y otra vez negra sangre mana de la corteza.

Dando muchas vueltas en mi corazón invocaba a las Ninfas agrestes y al padre Gradivo, el que reina en los campos de los getas; que propiciasen la visión e hicieran bueno el presagio. Mas cuando con mayor esfuerzo a una tercera vara me pongo y de rodillas me apoyo contra la arena (¿sigo, o me callo?), se escuchan de lo profundo de la altura lacrimosos gemidos y sale, y llega a mis oídos esta voz:

¿Por qué desgarras, Eneas, a un desgraciado? Deja ya en paz a un muerto, deja de profanar tus manos piadosas. Troya no me hizo extraño a ti ni mana esta sangre de la madera. Huye, ¡ay!, de esta tierra despiadada, huye de una costa tan avara, que soy Polidoro. Aquí, atravesado, férrea me sepultó, mies de lanzas que aumentó con agudas jabalinas.

Entonces, agobiada mi mente por la duda y el miedo quedé estupefacto, se erizaron mis cabellos y la voz se clavó en mi garganta.

Hacía tiempo que a este Polidoro, con gran cantidad de oro, a escondidas lo había enviado el pobre Príamo al rey de Tracia para que lo cuidase, desconfiando ya de las armas de Dardania y viendo a su ciudad ceñida por el asedio.

El otro, apenas se quebraron las esperanzas de los teucros y los dejó Fortuna, se puso de parte de Agamenón y de las armas vencedoras, rompiendo todo compromiso: asesina a Polidoro y se apodera del oro por la fuerza.

¡A qué no obligas a los mortales pechos, hambre execrable de oro! Cuando el pavor abandonó mis huesos, refiero a los mejores de mi pueblo y a mi padre el primero los avisos de los dioses y su opinión les demando.

En todos había igual ánimo: salir de una tierra maldita, dejar un asilo mancillado y confiar la flota a los Austros.

Así que preparamos las exequias de Polidoro y gran cantidad de tierra amontonamos sobre su túmulo; se alzan a sus Manes las aras funerales de bandas azules y negro ciprés, y alrededor las troyanas con el pelo suelto según la costumbre; derramamos encima espumantes cuencos de tibia leche y páteras de sangre sagrada, y entregamos su alma al sepulcro y a grandes voces rendimos el saludo postrero.

Y luego, en cuanto el piélago nos ofrece confianza y presentan los vientos un mar en calma y el Austro con suave silbo nos llama al agua, arrastran los compañeros las naves y llenan la playa; salimos del puerto y se alejan las tierras y las ciudades.

Hay en medio del mar una tierra sagrada gratísima a la madre de las Nereidas y a Neptuno Egeo, que, errante por costas y playas, el piadoso arquero la encadenó a la elevada Míconos y a Gíaros y la dejó inmóvil y habitada, con el poder de despreciar los vientos.

Allá vamos y ella, placidísima, agotados en su seguro puerto nos acoge; desembarcamos y veneramos la ciudad de Apolo.

El rey Anio, rey a la vez de hombres y sacerdote de Febo, ceñidas sus sienes con las ínfulas y el laurel sagrado, se presenta; reconoció en Anquises al viejo amigo.

Juntamos nuestras diestras como hospitalidad y en la ciudad entramos.

Veneraba yo los templos del dios erigidos en un viejo peñasco: Concédenos, Timbreo, una casa propia; concede a los fatigados unas murallas y una estirpe y una ciudad perdurable; salva la nueva Pérgamo de Troya, los restos de los dánaos y del cruel Aquiles. ¿A quién seguimos o a dónde nos mandas ir? ¿Dónde establecernos? Danos, padre, una señal y métete en nuestros corazones.

Apenas había acabado de hablar: todo me pareció temblar de pronto, los umbrales y el laurel del dios, y el monte entero agitarse alrededor y en el abierto santuario sonar su trípode.

Caemos al suelo de rodillas y una voz llega a nuestros oídos:

Duros Dardánidas, la tierra que os creó primero de la raza de vuestros padres, esa misma con alegre seno os acogerá al volver. Buscad a la antigua madre. Aquí la casa de Eneas gobernará sobre todas las riberas y los hijos de sus hijos y los que nazcan de ellos.

Esto Febo, y en medio del tumulto una gran alegría nació, y todos preguntan cuáles son esas murallas, a dónde llama Febo a los errantes y les manda volver.

Mi padre entonces, evocando los recuerdos de los más viejos:

Escuchadme, señores de Troya -dice-, y conoced vuestras esperanzas. Creta, la isla del gran Júpiter, yace en medio del ponto, donde el monte Ida y la cuna de nuestro pueblo. Cien grandes ciudades habitan, ubérrimos reinos, de donde, si bien recuerdo lo escuchado, nuestro gran padre Teucro arribó por vez primera a las costas reteas y eligió un lugar para su reino. Ilion aún no se había levantado ni los alcázares de Pérgamo; vivían en lo profundo de los valles. De allí la madre venerada en el Cibelo y los bronces de los Coribantes y el bosque ideo, de allí los fieles silencios de los misterios y los leones vinieron uncidos al carro de su dueña. Así que ánimo y sigamos por donde nos llevan los mandatos de los dioses; aplaquemos los vientos y busquemos el reino de Cnosos. El camino no es largo: con que Júpiter nos asista, la tercera luz dejará nuestra flota en las costas de Creta.

Dicho esto rindió en los altares honores merecidos, un toro a Neptuno, un toro para ti, bello Apolo, una oveja negra a la Tormenta y a los felices Céfiros una blanca.

Vuela el rumor de que ha sido expulsado del reino de su padre el rey Idomeneo, que desiertas estaban las playas de Creta, que la región está libre de enemigos y sedes vacías nos aguardan.

Dejamos el puerto de Ortigia y por el mar volamos y por Naxos con los collados de Baco y la verde Donusa y Oléaros y la nívea Paros y esparcidas por las aguas las Cícladas pasamos y los mares encrespados de tierras numerosas.

El grito de los marinos salta al aire en reñida disputa: piden los compañeros que Creta busquemos y a nuestros padres.

Nos empuja un viento que se levanta a nuestra popa, y llegamos por fin a las antiguas costas de los curetes.

Así que ansioso levanto los muros de la ciudad deseada y Pergámea la llamo y a mi pueblo contento con el nombre lo animo a amar sus hogares y a elevar el alcázar sobre los tejados. Y ya las naves estaban varadas en una playa casi seca, la juventud entregada a nuevos campos y nuevos matrimonios, y les daba leyes y casas, y he aquí que de pronto nos vino encima una peste horrible para los cuerpos y para árboles y sembrados miserable y un año de muerte desde una envenenada región del cielo.

Dejaban sus dulces almas o enfermos se arrastraban los cuerpos; Siro además abrasaba los estériles campos, se sacaban los pastos y una mies enferma nos negaba el sustento.

De nuevo a recorrer el mar, al oráculo de Ortigia y a Febo, me exhorta mi padre y a suplicar su venia, qué fin dispone a estas desgracias, dónde nos ordena buscar el remedio a nuestras fatigas, a dónde dirigirnos.

Era la noche y el sueño en la tierra se había adueñado de los animales. Las sagradas imágenes de los dioses y los frigios Penates que sacara conmigo de Troya en medio de incendio de la ciudad se mostraron erguidos ante mis ojos, en sueños, iluminados con gran resplandor, con el que la luna llena se derramaba por las abiertas ventanas.

Y así hablaron entonces y con estas palabras se llevaron mis cuitas:

Lo que Apolo te diría si volvieras a Ortigia, aquí te lo revela y además nos envía a tus umbrales. Nosotros te seguimos a ti, tras el incendio de Dardania, y a tus armas; bajo tu guía hemos recorrido nosotros el mar hinchado con las naves, seremos nosotros quienes alcen a los astros a tus descendientes y confieran el imperio a tu ciudad. Tú dispón para grandes grandes murallas y no abandones el enorme esfuerzo de tu periplo. Debes cambiar de territorio. No de estas riberas te habló el Delio, no te ordenó Apolo establecerte en Creta. Hay un lugar (los griegos lo llaman con el nombre de Hesperia), una tierra antigua, poderosa en las armas y de feraces campos; la habitaron hombres de Enotria; hoy se dice que sus descendientes la llaman Italia por el nombre de un caudillo. Ésta es nuestra verdadera patria, de aquí procede Dárdano y el padre Yasión, origen éste de nuestra estirpe. Levanta, pues, y transmite alegre estas palabras indubitables a tu anciano padre: que busque Córito y las tierras ausonias; Júpiter te niega los campos dicteos.

Atónito ante visión semejante y por la voz de los dioses (que no era aquello ningún sueño; reconocer de verdad me parecía los rasgos y las cabezas cubiertas y los rostros presentes; y manaba de todo mi cuerpo un sudor helado), me lanzo de la cama y dirijo al cielo las palmas extendidas y mi voz y libo ante el fuego sagrado presentes sin mancha. Gozoso, cumplido el sacrificio, lo comunico a Anquises y le expongo las cosas por orden.

Reconoció la ambigua prole y dobles antepasados y a él mismo engañado por el nuevo error de los antiguos lugares. Recuerda entonces:

Hijo mío de Ilión atormentado por el sino, Casandra sola me profetizaba estos sucesos. Ahora recuerdo que, al prever el destino de nuestro pueblo, hablaba con frecuencia de Hesperia y de los ítalos reinos. Mas ¿quién iba a imaginar a los teucros en las costas de Hesperia? ¿A quién podían convencer entonces los vaticinios de Casandra? Hagamos caso a Febo y advertidos sigamos mejores señales.

Así dice, y todos obedecemos entre aclamaciones sus palabras.

Abandonamos también este lugar y, dejando a unos pocos, largamos las velas y la vasta planicie recorremos en el cavo leño.

Luego que las naves cubrieron el mar y más no aparece ninguna tierra, cielo por todo y por todo agua, se paró entonces sobre mi cabeza una nube cerúlea llena de noche y tormenta, y el mar se encrespó de tiniebla.

Al punto los vientos revuelven el mar y enormes se levantan las olas, nos dispersa el azote de un vasto remolino. Escondieron los nimbos el día y cubrió una húmeda noche el cielo y los relámpagos aumentan en las rasgadas nubes, perdemos el rumbo y vagamos en las aguas ciegas.

Ni Palinuro acierta siquiera a distinguir en el cielo el día de la noche ni recuerda el camino entre las olas. En la ciega tiniebla vagamos así tres inciertos soles por el mar y otras tantas noches sin estrellas.

El cuarto día al fin pareció asomar una tierra, mostrarse a lo lejos las montañas y evaporarse la niebla. Caen las velas, nos ponemos a los remos; sin tardanza los esforzados marineros agitan la espuma y surcan el azul.

Las costas de las Estrófades me acogen las primeras salvado de las aguas. Se alzan las Estrófades con su nombre griego, islas del gran Jonio, que la siniestra Celeno y las otras Harpías habitan luego que la casa de Fineo se les cerró y por miedo dejaron las mesas de antes. No hay monstruo más aciago que ellas ni peste alguna más cruel o castigo de los dioses nació de las aguas estigias.

Rostros de doncella en cuerpos de ave, nauseabundo el excremento de su vientre, manos que se hacen garras y rasgos siempre pálidos de hambre.

Aquí cuando llegamos y entramos en el puerto, mira por dónde vemos por todo el campo espléndidas manadas de bueyes y un rebaño de cabras sin custodia alguna por los pastos. Nos lanzamos con las espadas invocando a los dioses y al propio Júpiter con una parte del botín; entonces en el curvo litoral disponemos los lechos y con viandas exquisitas nos regalamos. Mas de pronto con espantoso salto de los montes se presentan las Harpías y baten con estridencia sus alas, y nos roban la comida y ensucian todo con su contacto inmundo, y un grito feroz entre el olor repugnante.

En un lugar apartado bajo el hueco de una roca, de nuevo montamos las mesas y reponemos el fuego de los altares; de nuevo de otra parte del cielo y de oscuros escondrijos la ruidosa turba sobrevuela el botín con sus garras, ensucia con su boca la comida. Ordeno entonces a mis compañeros que empuñen sus armas, que presentemos batalla a la raza funesta.

Ejecutan mis órdenes y cubiertas por la hierba preparan las espadas y ocultan los escudos.

Y así, cuando se lanzaron llenando de alaridos las curvas playas, da Miseno la señal desde la alta atalaya con el cavo bronce. Acuden los compañeros y buscan nuevos combates, manchar con su espada a los obscenos pájaros del mar.

Pero ni golpe alguno en sus alas ni heridas en el lomo reciben, y escapando en rápida huida a las estrellas dejan su presa a medio comer y los sucios restos.

Sólo una se posó en lo más alto de una roca, Celeno, late de desgracias, y saca de su pecho este grito:

¿También la guerra sobre la matanza de bueyes y los novillos muertos, hijos de Laomedonte, la guerra pensáis traernos y arrojar a las inocentes Harpías del reino de su padre? Recibid así en vuestro corazón y clavad bien estas palabras mías, que a Febo el padre todopoderoso y a mí Febo Apolo me inspiró y yo, la mayor de las Furias, a vosotros las abro. Italia es el fin de vuestro viaje, con la ayuda de los vientos: a Italia llegaréis y se os dará entrar en sus puertos. Mas no ceñiréis de murallas la ciudad que os aguarda antes de que un hambre terrible y el pecado de atacarnos os obliguen a morder y devorar con las mandíbulas las mesas.

Dijo, y llevada de sus alas, se refugió en el bosque.

A los compañeros entonces del repentino espanto se les heló la sangre; se abatieron sus ánimos y ya no por las armas, sino con votos y oraciones me ordenan pedir la paz, bien sean diosas, bien funestos pájaros y obscenos.

Y el padre Anquises desde la playa con las palmas extendidas invoca al más alto numen e indica las honras oportunas:

Impedid, dioses, las amenazas; dioses, alejad esta desgracia y velad plácidos por los piadosos.

Y de la playa la maroma ordena arrancar y sacudir y aflojar las amarras.

Inflan las velas los Notos: huimos por las olas de espuma, por donde nos marcaban el rumbo los vientos y el piloto.

Ya aparece en medio de las aguas la nemorosa Zacintos y Duliquio y Same y Néritos erizada de peñascos.

Evitamos los escollos de Ítaca, el reino de Laertes, y maldecimos la tierra que alimentó al cruel Ulises.

En seguida también las nubosas cumbres del monte Leucate y se muestra el templo de Apolo que asusta a los navegantes.

Allí nos dirigimos cansados y entramos en la pequeña ciudad; cae el áncora de la proa, se yerguen las naves en la playa. Y así, tomando al fin posesión de una tierra no esperada, nos purificamos con sacrificios a Jove y quemamos ofrendas en los altares, y celebramos con juegos de Ilión las costas de Accio.

Realizan los patrios ejercicios con lábil aceite los compañeros desnudos. ¡Qué bien haber escapado de tantas ciudades argivas y haber logrado huir entre los enemigos!

El sol entretanto recorre el círculo de un largo año y el glacial invierno pone ásperas las olas con los Aquilones.

Un escudo de cavo bronce, prenda del gran Abante, cuelgo en las puertas y pongo en recuerdo este verso:

ENEAS DE LOS DÁNAOS VICTORIOSOS ESTAS ARMAS; ordeno luego dejar el puerto y sentarse en los bancos. Compiten mis compañeros en herir el mar y surcan sus aguas; perdemos en seguida de vista los aéreos alcázares de los feacios y seguimos la costa del Epiro y entramos en el puerto caonio y llegamos a la elevada ciudad de Butroto.

Llega aquí un rumor de historias increíbles a nuestros oídos. Héleno, el hijo de Príamo, reinaba sobre ciudades griegas, dueño y señor de la esposa y del trono del eácida Pirro, y Andrómaca había pasado de nuevo a un marido de la patria. Me quedé atónito, encendido mi pecho con un ansia tremenda de interrogar al príncipe y conocer aventuras tan grandes.

Me alejo del puerto dejando atrás naves y playas, cuando por caso viandas solemnes y tristes ofrendas ante la ciudad, en un bosque junto a las aguas de un falso Simunte, estaba Andrómaca libando a la ceniza y a sus Manes llamaba junto al túmulo de Héctor, que con verde hierba consagrara vacío y dos altares, motivo de lágrimas.

Cuando me vio llegar y a su alrededor las armas contempló troyanas fuera de sí, aterrorizada de la extraña visión se quedó paralizada en medio, el calor abandonó sus huesos, desfallece y apenas dice después de un buen rato:

¿Eres una cara de verdad, llegas a mí como nuncio verdadero, hijo de la diosa? ¿Vives? O si es que se apagó la luz de la vida, ¿dónde está Héctor?

Dijo, y lágrimas derramó y todo el lugar llenó de sus gritos. Enloquecida, poco puedo ofrecerle y turbado dejo escapar unas palabras:

Vivo ciertamente, y arrastro mi vida por peligros extremos; no dudes, que es verdad cuanto ves. ¡Ay! ¿Qué ha sido de ti desde que la desgracia te apartó de marido tan ilustre? ¿Te ha contemplado por fin fortuna merecida, Andrómaca de Héctor? ¿Sigues siendo la esposa de Pirro?

Bajó los ojos y habló con voz apagada:

¡Oh, doncella más feliz que ninguna, hija de Príamo, enviada a la muerte en un túmulo enemigo bajo las altas murallas de Troya! No tuvo que sufrir sorteo alguno ni tocó, prisionera, el lecho de un amo victorioso. A nosotras la ruina de la patria, arrastradas por mares diversos, en penosa esclavitud nos hizo soportar la insolencia de la raza de Aquiles y a un orgulloso joven que corrió en seguida tras la ledea Hermíone y unas bodas lacedemonias y me entregó esclava al esclavo Héleno. Mas a aquél, inflamado de un gran amor por la esposa arrebatada y agitado Orestes por las Furias del crimen, lo pilla desprevenido y lo degüella junto a los altares patrios. Con la muerte de Neoptólemo la parte correspondiente de sus reinos pasó a Héleno, quien caonios llamó a estos campos y Caonia a todo el territorio por el Caón troyano, y una Pérgamo y la fortaleza de Ilión alzó sobre estos collados. Pero a ti, ¿qué derrotero te marcaron los vientos y el destino? ¿Qué dios te empujó sin saberlo hasta nuestras riberas? ¿Qué fue del niño Ascanio? ¿Vive y se alimenta del aura? ¿Tiene aún el muchacho algún recuerdo de la madre que perdió? ¿Al antiguo valor quizá y a viriles esfuerzos lo mueven su padre Eneas y su tío Héctor?

Tal vertía entre lágrimas y derramaba largos llantos en vano, cuando desde las murallas se presenta el héroe con numerosa compañía, Héleno el Priámida, y reconoce a los suyos y alegre los conduce a sus umbrales, y vierte muchas lágrimas entre palabras sueltas.

Avanzo y reconozco una Pérgamo y una pequeña Troya copiadas de la grande, y un arroyo seco que llamaban el Janto, y abrazo los batientes de una puerta Escea; también los teucros todos disfrutan conmigo de una ciudad amiga.

El rey en amplios pórticos les acogía; en el centro de la sala libaban las copas de Baco con las viandas ofrecidas en oro y páteras sostenían.

Y así pasó un día y otro día pasó, y las brisas llaman a las velas y se hincha el lino del túmido Austro.

Con estas palabras me acerco al vate y así le pregunto:

Hijo de Troya, intérprete de los dioses que los designios sientes de Febo, los trípodes del Clario y su laurel, y las estrellas y el lenguaje de las aves y los auspicios de su vuelo. Habla, ea (pues todas las señales divinas favorables se mostraron a mi camino y los dioses todos me persuadieron con su numen a buscar Italia y a probar tierras remotas; sólo la Harpía Celeno nos canta un agüero distinto que decir no se puede y anuncia tristes iras y un hambre sucia), ¿qué peligros evito primero? ¿En busca de qué podría yo superar fatigas tan duras?

Héleno entonces, tras matar unos novillos según el rito, implora de los dioses la paz y las ínfulas suelta de su cabeza sagrada y me lleva de la mano, Febo, hasta tu puerta, sobrecogido por numen tan imponente, y anuncia luego de su divina boca el sacerdote:

Hijo de la diosa (pues es evidente que tú navegas con auspicios mayores; así echa a suertes el rey de los dioses los hados y agita los cambios y este orden resulta), poco de mucho te voy a aclarar con mis palabras, para que más seguro recorras mares hospitalarios y arribes al puerto ausonio; pues saber el resto lo prohiben las Parcas a Héleno y hablar me impide Juno Saturnia. De Italia primero, aunque tú ya piensas, ignorante, que está cerca y te dispones a entrar en puertos vecinos, lejos te separa un largo y difícil camino por largas tierras. Antes debes hincar tu remo en la ola trinacria y recorrer con tus naves la llanura del mar ausonio y los lagos del infierno y la isla de la eea Circe, antes de que puedas fundar tu ciudad en una tierra segura. Te diré las señales, tú tenlas guardadas en tu memoria; cuando, angustiado, junto a las aguas de un río escondido encuentres bajo las encinas de la orilla una enorme cerda blanca echada en el suelo, recién parida de treinta cabezas, con las blancas crías en torno a sus ubres, éste será el lugar de tu ciudad, éste el seguro descanso a tus fatigas. Y que no te espanten los mordiscos que darás a las mesas: los hados encontrarán el camino y Apolo llegará si le invocas. Sin embargo, estas tierras y esta ribera de Italia cercana que baña la marea de nuestro mar, evítalas; todas las murallas están llenas de malvados griegos. Aquí pusieron también sus murallas los locros naricios e infestó de hombres en armas los campos salentinos Idomeneo de Creta; aquí la pequeña Petelia del rey melibeo Filoctetes, la famosa, apoyada en sus muros. Y cuando tras cruzarlo al otro lado del mar se detenga la flota y estés cumpliendo ya tus votos en altares dispuestos en la playa, oculta tus cabellos cubriéndolos con un manto de púrpura para que entre los fuegos sagrados en honor de los dioses no acuda alguna aparición hostil que turbe los presagios. Guarda tú esta costumbre en tus sacrificios y así tus compañeros; que fieles permanezcan a esta devoción tus descendientes. Y cuando tras tu partida el viento a la sícula costa te empuje y ralas se vuelvan las barreras del estrecho Peloro, habrás de buscar las tierras a tu izquierda y a tu izquierda los mares en largo circuito; evita la costa de la derecha y sus olas. Estos lugares asolados un día por la fuerza de una vasta ruina (tanto puede transformar la prolongada vejez del tiempo) es fama que se separaron, aun cuando antes ambas tierras fueron sólo una: irrumpió en medio el mar y con la fuerza de sus aguas la costa separó de Hesperia de la sícula y campos y ciudades apartados de la ribera cruzó con estrecha corriente. Ocupa Escila el lado derecho y la implacable Caribdis el izquierdo, y en el profundo remolino de su abismo tres veces sorbe de pronto vastas olas y otras tantas las lanza de nuevo al aire, y azota las estrellas con el oleaje. A Escila por su parte una caverna la encierra en ciegos escondrijos y a ella saca la cabeza y atrae las naves a los acantilados. Por arriba, un rostro humano y es doncella de hermóso pecho hasta la ingle, monstruo marino de enorme cuerpo por abajo con panza de lobo terminada en colas de delfín. Es mejor recorrer la línea del Paquino trinacrio en tu ruta y dar un largo rodeo que contemplar una sola vez en su enorme antro a la deforme Escila y las rocas resonantes de cerúleos canes. Por último, si aún queda sabiduría en Héleno el adivino, si aún confianza, si llena aún su corazón Apolo con la verdad, una sola cosa te he de advertir, una sola por todas, hijo de la diosa, y te aconsejaré repitiendo una y otra vez: de Juno la grande adora lo primero el numen con tus plegarias, a Juno canta en tus libaciones y a la dueña poderosa aplaca con dones de súplica; así, al fin vencedor, serás enviado a las ítalas tierras dejando atrás Trinacria. Una vez allí llegarás a la ciudad de Cumas y a los lagos divinos y al Averno resonante de bosques, verás a la vidente frenética que al fondo de una roca canta el destino y confía a las hojas señales y nombres. Cuantas respuestas escribe la virgen en las hojas las pone en orden y las deja encerradas en la cueva; allí permanecen sin moverse en su lugar y no se apartan de su sitio. Ahora, cuando al girarlos goznes suave ráfaga de viento las empuja y agita las tiernas hojas la puerta, revolotean por el cavo peñasco y ya de recogerlas no se cuida ni de ponerlas en su lugar o juntas las respuestas: se alejan sin contestación y odian la sede de la Sibila. No habrá de preocuparte entonces el tiempo invertido, aunque te increpen tus compañeros y tu ruta requiera con fuerza las velas a alta mar y puedas llenar los pliegues de viento favorable, hasta que veas a la adivina y reclames su oráculo con preces y ella te responda y de grado libere su voz y sus labios. Ella te hablará de los pueblos de Italia y de las guerras venideras y de cómo evitar o soportar todas las fatigas, y, si la veneras, te marcará caminos favorables. Esto es cuanto me está permitido que con mi voz te advierta. Ponte en marcha y lleva la gran Troya con tus hazañas a los astros.

Luego que el vate así habló con palabras de amigo, pesados presentes de oro y marfil librado ordena llevar a las naves, y amontona en los barcos mucha plata y jarras de Dodona, una loriga tejida de mallas con triple hilo de oro y el cono de un yelmo señero con crestas de crines, armas de Neoptólemo.

También hay presentes para mi padre. Añade caballos y añade guías, nos surte de remeros y provee de armas también a los compañeros.

Entretanto andaba disponiendo la flota con las velas Anquises, que demora no hubiera si llegaba el viento.

Con gran respeto a él se dirige el intérprete de Febo:

Anquises, digno que fuiste de noble unión con Venus, cuita de los dioses, dos veces rescatado de las ruinas de Troya, ahí tienes la tierra de Ausonia, gánala con tus velas. Y es, sin embargo, preciso que por mar la rodees: lejos está la parte de Ausonia que Apolo te muestra.

Ve -dice-, afortunado por la piedad de tu hijo. ¿Por qué continúo aún y retraso con mis palabras el Austro naciente?

También Andrómaca, triste por la definitiva despedida, lleva ropas con historias bordadas en hilos de oro a Ascanio, y una clámide frigia -no inferior en presentes- y lo carga de regalos tejidos, y así le dice:

Tómalos, y que sean para ti recuerdos de estas manos mías, niño, y testigos del gran amor de Andrómaca, esposa de Héctor. Recibe los últimos dones de los tuyos, ¡ay!, única imagen ya viva para mí de mi Astianacte: así eran sus ojos, así sus manos, así su cara; ¡también ahora estaría creciendo contigo, con tus años!

Así les hablaba yo al partir, deshecho en lágrimas:

Vivid felices, pues que vuestra fortuna se ha visto ya cumplida: somos nosotros llamados de uno a otro destino. A vosotros se os ha dado el reposo: no hay mar que debáis surcar, ni perseguirlos campos de Ausonia que están siempre más lejos. Podéis verla imagen del Janto y una Troya que han levantado vuestras manos, con mejores (deseo) auspicios, y que menos fácil será para los griegos.

Si llego alguna vez al Tiber y del Tíber a los campos vecinos y contemplo las murallas destinadas a mi estirpe, las ciudades un día hermanas y los pueblos cercanos, del Epiro y Hesperia (pues ambas tienen a Dárdano de padre e igual sino), una haremos y ambas serán Troya en nuestros corazones: quede esta tarea para los nietos.

Nos lanzamos al mar bordeando los cercanos Ceraunios, de donde el camino a Italia y la ruta de las olas se hace más corta. Cae el sol entretanto y los montes se vuelven opacos de sombras; nos tendemos en el regazo de una tierra deseada junto a la orilla tras sortear los remos y por doquier en la costa seca damos descanso al cuerpo y el sopor invade los miembros cansados.

Y aún la Noche que las Horas llevan no había cubierto la mitad de su orbe; se lanza ágil de su lecho Palinuro y todos los vientos explora y recoge las brisas con sus oídos, observa cuántas estrellas se deslizan por el cielo callado, a Arturo y las lluviosas Híades y los dos Triones, y a su alrededor contempla a Orión armado de oro.

Luego que advierte la quietud del cielo sereno, lanza clara señal desde su popa; nosotros levantamos el campo y nos ponemos en marcha y desplegamos las alas de las velas.

Y ya con el huir de las estrellas asomaba de rojo la Aurora cuando a lo lejos vemos oscuros collados y a ras de suelo Italia. Italia grita el primero Acates, Italia, saludan con alegre clamor los compañeros.

Entonces el padre Anquises adornó una enorme cratera con una corona y la llenó de vino puro e invocó a los dioses de pie en lo alto de su nave:

Dioses señores del mar y de la tierra y de las tempestades, abrid un camino fácil al viento y soplad favorables.

Se animan las brisas ansiadas y el puerto se ofrece ya más cerca, y el templo aparece de Minerva sobre su roca; recogen velas los compañeros y ponen proa a la costa.

Es un puerto curvado en arco por las olas de levante, las rocas que se interponen salpicadas están de salada espuma, el mismo parece esconderse; en doble muralla ofrecen sus brazos escollos como torres y se aleja el templo de la costa.

Aquí pude ver, augurio primero, cuatro caballos en el pasto de nívea blancura, que pacían libremente por el campo. Y el padre Anquises:

Guerra traes, tierra que nos recibes: para la guerra se arman los caballos, guerra amenazan estas bestias. Pero desde hace tiempo a uncirse al carro están acostumbrados los mismos cuadrúpedos y a llevar frenos concordes en el yugo: también esperanza de paz, dice.

Suplicamos entonces al santo numen de Palas armisonante, la primera en recibir nuestro saludo, y nos cubrimos las cabezas ante las aras con el frigio manto, y, según los preceptos que más nos señalara Héleno, cumplimiento dimos a los honores debidos a la argiva Juno.

Sin tardanza, realizados por orden los votos, volvemos los cabos de las veladas entenas y atrás dejamos las moradas y los campos sospechosos de los griegos.

Desde aquí puede verse el golfo de la Tarento (si cierta es la fama) de Hércules, enfrente se alza la divina Lacinia, y las rocas caulonias y el Escilaceo rompedor de naves.

Entonces aparece a lo lejos entre las olas el Etna trinacrio, y el ingente gemido del mar y las rocas batidas escuchamos de lejos y voces quebradas nos llegan de la costa, y se agitan los vados y la arena se revuelve en el remolino.

Y el padre Anquises:

Esto es, sin duda, aquella Caribdis: estos escollos anunciaba Héleno, estos horrendos peñascos. Escapad, compañeros, y empujad a la vez los remos.

No de otro modo obedecen y el primero la rugiente proa vuelve Palinuro a las aguas de la izquierda; la izquierda buscó con vientos y remos la flota entera. Al cielo nos lanza el mar hinchado y luego, al bajar la ola, nos hunde hasta los Manes más profundos.

Tres veces los escollos lanzaron su grito entre huecos peñascos, tres veces vimos la espuma hecha pedazos y los astros rociándonos. Entretanto el viento con el sol nos abandonó agotados, y perdido el rumbo arribamos a las costas de los Ciclopes.

Es este puerto grande y está libre del acoso de los vientos, mas cerca ruge el Etna en horrible ruina y, si no, lanza hacia el cielo negra nube que humea con negra pez y ascuas escendidas, y forma remolinos de llamas y lame las estrellas; otras veces se levanta vomitando piedras y las entrañas que arranca del monte y al aire con estruendo amontona masas de roca líquida y hierve en el profundo abismo.

Es fama que el cuerpo de Encélado abrasado por el rayo sepultado está por esta mole; que el Etna enorme, encima, fuego respira por sus quebradas chimeneas y que cuantas veces, cansado, se cambia de lado, entera tiembla la Trinacria con gran ruido y el cielo se cubre de humo.

Al abrigo del bosque el espantoso prodigio soportamos aquella noche sin ver aún la causa del estruendo. No había en verdad fuego de astros ni lucía el éter con su globo de estrellas; sólo nubes en un cielo oscuro y una noche desapacible con la luna escondida en la niebla.

Y ya se alzaba el nuevo día con los primeros rayos de oriente y había ya la Aurora retirado del cielo la húmeda sombra, cuando de pronto avanza desde el bosque consumida de hambre la extraña figura de un desconocido con aire lastimoso que tiende sus manos, suplicante, hacia la playa.

Le observamos. Terrible suciedad y barba crecida, la ropa cosida con espinas; pero, por lo demás, un griego y de los que un día se alistaron contra Troya en el ejército patrio.

Y él cuando vio a lo lejos vestidos dardanios y de Troya las armas, aterrado por la visión se detuvo un tanto y freno su marcha; al punto se lanzó de cabeza a la playa entre llanto y súplicas:

A las estrellas pongo por testigos, a los dioses y a esta luz del día que respiramos: llevadme con vosotros, teucros, a no importa qué tierras. Con eso me conformo. Sé que fui de la flota de los dánaos y confieso haber marchado en son de guerra contra los Penates de Troya. A cambio, si es tan grande la ofensa de mi crimen, arrojadme a las aguas y hundidme en lo profundo del mar; si muero, siempre será mejor hacerlo por mano de hombres.

Había dicho, y abrazado a mis rodillas de rodillas postrado se quedaba. Le animamos a decirnos quién era, de qué sangre venía, a que nos contase cuál había sido su fortuna.

El propio padre Anquises sin dudarlo mucho la diestra ofrece al joven y aumenta con este gesto su confianza.

Él, dejando al fin su miedo, habla de esta manera:

Ítaca es mi patria, compañero del infortunado Ulises, de nombre Aqueménides, que a Troya por la pobreza de mi padre Adamasto marché (¡y ojalá hubiera conservado esa fortuna!). Aquí, mientras temblando dejan los crueles umbrales, me abandonaron mis compañeros sin reparar en la vasta caverna del Ciclope. Morada de sangre corrompida y manjares cruentos, sin luz en su interior, enorme. Y él, altísimo, toca las altas estrellas (¡los dioses aparten de las tierras peste semejante!) y a nadie resulta fácil verlo ni es fácil escucharlo; de las entrañas se alimenta de los desgraciados y de su negra sangre. Yo mismo lo he visto cuando los cuerpos de dos de los nuestros apresados en su enorme mano, tendido en medio de su cueva, los machacó contra las rocas y se inundaron sus umbrales con la sangre desparramada; le he visto cuando los miembros devoraba cubiertos de negra sangre y temblaban tibios aún entre sus dientes. Mas no quedó sin castigo ni Ulises lo consintió, ni en tan comprometida situación se olvidó el de Ítaca de sí mismo. Pues en cuanto saciado de comida y ahogado en vino reclinó la vencida cerviz y se tumbó por la cueva, inmenso, vomitando los restos en sueños y bocados bañados en vino sanguinolento, suplicamos nosotros a los grandes dioses y sorteando el cometido de cada cual a una y a su alrededor nos derramamos, y con una aguda punta perforamos su ojo enorme, el único que se ocultaba bajo la torva frente, del tamaño de un escudo de Argos o de la lámpara de Febo, y vengamos al fin, contentos, las sombras de nuestros compañeros. Pero huid, desgraciados. Huid y cortad la maroma de la playa. Que así y tan grandes como ese Polifemo que en antro cavo cierra lanígeras ovejas y ordeña sus ubres, otros cien Ciclopes terribles habitan esparcidos estas curvas riberas y vagan por las cumbres de sus montes. Tres veces los cuernos de la luna de luz se han llenado desde que arrastro mi vida en las selvas y en las cuevas y guaridas que las fieras dejan y desde una roca observo a los Ciclopes gigantes y tiemblo al ruido de sus pasos y a sus voces. Pobre alimento, bayas y cerezas silvestres de los roquedales, me ofrecen las ramas y las hierbas me nutren con las raíces arrancadas. Al recorrer estos lugares vi, por vez primera, que una flota llegaba a estas costas, la vuestra. Y, fuese cual fuese, a ella me he rendido, contento de haber escapado de un pueblo nefando. Vosotros mejor cobraos esta vida con la muerte que os plazca.

Apenas había hablado cuando en lo alto del monte descubrimos al propio Polifemo, pastor de sus ganados, moviéndose con su vasta mole en dirección a las conocidas riberas, monstruo horrendo, informe y gigantesco, sin su ojo.

Un pino cortado gobierna sus pasos y les sirve de apoyo; le siguen sus lanígeras ovejas, que era éste su solo placer y el consuelo de su desgracia. Luego que tocó las aguas profundas y llegó al mar, de su ojo atravesado lavó la líquida sangre rechinando los dientes en un gemido, y camina ya en medio de las aguas sin que las olas mojen sus altos costados.

Así que nosotros aceleramos la huida temblorosos, merecidamente acogiendo al suplicante, y en silencio cortamos las cuerdas y nos lanzamos al mar empeñados en un combate de remos.

Se dio cuenta, y encaminó sus pasos hacia el sonido de las voces. Cuando por fin se queda sin poder alcanzarnos con su mano ni es capaz de igualar a las olas jonias con sus pasos, lanza un grito terrible con el que el mar y todas las olas se agitaron y tembló de lo profundo la tierra de Italia y el Etna mugió por sus curvas cavernas.

Y a su llamada acude corriendo de los bosques y las cumbres la raza de los Ciclopes al puerto y llenan las riberas.

Allí de pie los vemos en vano con su torvo ojo, a los hermanos del Etna tocando el cielo con sus altas cabezas, horrendo concilio: cuales con la copa erguida las aéreas encinas o los coníferos cipreses se yerguen, alta selva de Jove o bosque sagrado de Diana.

Un agudo miedo nos lanza a sacudir las jarcias hacia donde sea y a tender las velas a vientos favorables.

En contra están los avisos de Héleno, que entre Escila y Caribdis, camino de muerte a uno y otro lado en pequeño trecho, no haga pasar mi rumbo: es más seguro volverlas velas.

Y hete aquí que se presenta Bóreas escapado de su angosto encierro del Peloro: dejo atrás las bocas en roca viva de Pantagia y el golfo de Mégara y la tendida Tapso. Tales costas nos mostraba el compañero del infortunado Ulises, Aqueménides, quien ya las surcara en sentido contrario.

En el golfo sicanio se encuentra una isla tendida frente al undoso Plemirio; los antiguos la llamaron Ortigia. Es fama que el Alfeo, río de la Élide, se abrió hasta aquí un oculto camino bajo el mar y que hoy, Aretusa, con las aguas sículas se confunde en tu boca.

Según lo ordenado, invocamos a los grandes númenes del lugar y al punto dejo atrás el fértil suelo del pantanoso Heloro. De aquí los altos riscos y las rocas salientes del Paquino bordeamos y aquella a quien los hados dijeron que nunca se moviera, Camerina, aparece a lo lejos, y los campos geloos y Gela, llamada por el nombre de un gran río.

Luego enseña a lo lejos sus murallas la escarpada Agrigento, un día engendradora de valientes caballos; y llevado de los vientos te dejo a ti, Selinunte de palmas, y paso los crueles vados de Lilibeo con sus ocultos escollos.

De aquí el puerto de Drépano y su aciaga playa me acogen. Y aquí, sacudido por tantas tempestades del mar, ¡ay!, a mi padre, consuelo de toda cuita y desgracia, pierdo, a Anquises. Aquí, óptimo padre, cansado me dejas, ¡ay!, en vano arrancado a peligros tan grandes. Ni el vate Héleno, que muchas calamidades me anunciara, me predijo este duelo, ni la terrible Celeno.

Ésta fue mi fatiga postrera, ésta la meta de largos derroteros, de aquí al partir el dios me lanzó a vuestras playas.

Así el padre Eneas, solo entre todos los que le escuchaban, narraba los hados de los dioses y explicaba su discurrir.

Calló por fin y descansó terminando aquí su relato.
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