Indice de Fantomas de Pierre Souvestre y Marcel Allain CAPITULO NOVENO. Todo por el honor CAPÍTULO UNDÉCIMO. Magistrado y policíaBiblioteca Virtual Antorcha

Fantomas

Pierre Souvestre y Marcel Allain

CAPÍTULO DÉCIMO

El baño de la princesa Sonia



Cuatro meses habían transcurrido desde la absolución sensacional de monsieur Etienne Rambert por el tribunal de Cahors.

La opinión pública, después de haber seguido con pasión el turbio caso del castillo de Beaulieu, comenzaba ya a olvidar, como había olvidado casi el asesinato de lord Beltham, crimen que permanecía inexplicado ...

Solo Juve no se dejaba distraer por sus habituales preocupaciones.

Juve continuaba vigilando los misteriosos bajos fondos de París, estudiando los dramas cotidjanos que ensangrentaban la capital ...

Juve acechaba, en su aparente inactividad, la falta que le entregaría los autores o el autor de los más turbios asesinatos de los que nunca se hubiese ocupado.

Era a finales de junio, en la época en que París, hasta entonces poblado de turistas, comenzaba a estar desierto.

En el Royal-Palace Hotel, parador público, cuya fachada se extendía unos doscientos metros, a la derecha, subiendo los Champs-Elysées, y cuyo ángulo hacía esquina con la plaza de L'Etoile, reinaba la mayor actividad. Todo el personal de servicio iba y venía en los salones del piso bajo, en los amplios halls de la entrada ...

Era la hora en la cual los clientes del Royal-Palace volvían de sus fiestas o de los espectáculos, y en los vestíbulos de este amplio hotel había un continuo desfile de hombres con traje negro, de jóvenes con esmoquin, de mujeres elegantes con vestidos escotados.

Un soberbio auto se paró bajo el peristilo.

El jefe del personal del hotel, monsieur Louis, se inclinó respetuosamente, como tenía costumbre de hacerlo con los clientes distinguidos.

- ¿La señora princesa va a entrar? -intcrrogó con voz grave y respetuosa.

Con un movimiento amable de cabeza, la c!iente respondió afirmativamente, y, al instante, el jefe de personal, llamando a un botones, le ordenó:

- El ascensor para la señora princesa Sonia Danidoff ...

Algunos instantes después, la elegante aparición, que en cuanto había entrado en el hall había causado gran sensación, desapareció en la cabina del ascensor. Este, al instante, se elevó hacia los departamentos.

La princesa Sonia Danidoff era una cliente importante del Royal-Palace; ocupaba, ella sola, todo un apartamento compuesto de cuatro grandes piezas, en el tercer piso.

Es verdad que la princesa tenía, por así decirlo a doble título, derecho a semejante lujo. No solamente su fortuna inmensa se lo permitía, sino que, además, pertenecía a una de las familias de más categoría del mundo, habiéndose convertido por su matrimonio con el príncipe Danidoff en prima hermana del emperador de Rusia.

La princesa Sonia Danidoff, que tenía treinta años apenas, y cuyos ojos azules hacían en el rostro, encuadrado en unas grandes trenzas negras, un extraño y atractivo contraste con la cabellera, era, no bonita, sino hermosa.

Muy mundana, la princesa, que pasaba seis meses del año, al menos, en París, alojándose según la moda americana en el Royal-Palace, era muy conocida y muy apreciada en los salones más elegantes de París.

La conducta de la princesa Sonia Danidoff era irreprochable; los maldicientes, que no podían encontrar motivos para criticarle en este aspecto, se apoyaban para hacerlo en sus frecuentes estancias en París, por pretender que debía de desempeñar un papel político misterioso ... Nada, sin embargo, podía permitir afirmarlo.

Apenas había atravesado el gran salón de su apartamento, cuando la princesa Sonia Danidoff entró en su dormitorio. Habiendo dado la vuelta a dos conmutadores eléctricos, encendió la luz.

- ¡Nadine!- llamó con su voz grave.

De un diván bajo, disimulado en el ángulo de la pieza, una joven saltó al momento, súbitamente despertada ...

- ¡Nadine -ordenó la princesa-, tráeme la bata y deshazme el peinado! Estoy cansada.

La sirvienta obedeció; mientras echaba sobre los hombros de su ama un amplio peinador, la joven se atrevió a preguntar:

- ¿No hace calor, esta noche, princesa?

Nadine era una circasiana, de tipo claramente acentuado, delgada, avispada, muy morena, con dos ojos profundos en los cuales chispeaba una llama triste.

La princesa se impacientaba; Nadine, adormecida por la espera y sin duda mal despierta, se mostraba torpe en sus ademanes. A las dos o tres veces, la princesa gritó:

- ¡Pon atención!

Una nueva torpeza de la sirvienta la irritó; con un gesto irreflexivo de su mano, jarga y seca, la princesa rozó la mejilla de la muchacha.

Nadine enrojeció, y, saltando hacia atrás, con la mirada llena de indignación, dijo:

- No quiero que me pegue -gritó, mientras la princesa, sorprendida, le clavaba a su vez la mirada.

- ¡Nadine! -ordenó-. ¡De rodillas! ¡Pídeme perdón o te echo! ...

Nadine, sumisa, arrepentida, cayó a los pies de la princesa; esta, satisfecha, la levantó con gesto afectuoso.

- ¡Está bien! -dijo-. No te necesito; déjame ahora.

Pero Nadine, avergonzada aún por haberse dejado llevar de ese movimiento de rebelión, suplicó:

- Voy a desnudarla antes ...

- No. Sube a tu cuarto, se hace tarde.

Después, pensándolo mejor y pasándose la mano por la frente, como para apartar una neuralgia inoportuna, dijo:

- Bueno, creo que un baño me quitaría el cansancio. Ve a preparármelo.

Diez minutos después, Nadine venía a buscar a la princesa, que soñaba en el balcón. Con gesto humilde y furtivo, la circasiana había besado la punta de los dedos de su ama, murmurando:

- Todo está dispuesto.

Pasaron algunos instantes y la princesa Sonia Danidoff, a medio vestir, iba a entrar en su tocador cuando se volvió y vino de nuevo al centro del dormitorio que había dejado hacía un momento.

- ¿Nadine -llamó-, estás aún ahí?

Nadie respondió.

- He soñado -dijo la princesa-. Me había parecido oír andar ...

La princesa hizo una rápida inspección en su cuarto; lanzó una ojeada al salón brillantemente alumbrado, volvió junto a su cama y comprobó que el tablero de timbres, que le permitía llamar a su elección a los diversos servidores del hotel y a sus criados particulares, estaba en perfecto estado. La joven, tranquilizada, entró en su tocador; rápidamente acabó de desnudarse, y se sumergio en el agua perfumada.

Sonia Danidoff, a quien alumbraba por detrás una bombilla eléctrica con la luz tamizada por una pantalla de cristal opaco, experimentaba una indecible satisfacción por la inmersión en el agua de su cuerpo cansado, cuando un nuevo crujido la hizo estremecerse. La princesa se enderezó bruscamente en el baño, se volvió, con el busto fuera del agua y miró alrededor de ella: nadie ...

- ¡Decididamente, estoy nerviosa!

Y la princesa abría ya un libro, cuando, de repente, una voz extraña, maliciosa, resonó en su oído: alguien, leyendo por encima de su hombro, acababa en voz alta la línea comenzada.

Antes que Sonia Danidoff hubiese tenido tiempo de dar un grito, de esbozar un gesto, una mano le tapaba la boca y otra le sujetaba la muñeca y le impedía alcanzar el botón del timbre situado en medio de la bañera, entre los grifos.

Sonia Danidoff estuvo a punto de desmayarse; ella aguardaba ya algún golpe espantoso, el contacto de algún arma destinada a matarla, cuando sintió que disminuía pbco a poco la compresión de la boca y la presión en el brazo; al mismo tiempo, el ser invisible y misterioso que la había sorprendido así, daba la vuelta alrededor de la bañera y se colocaba delante de ella.

La princesa, aterrada, examinó al personaje ...

Era un hombre de unos cuarenta años, muy elegantemente vestido; el esmoquin, de un corte irreprochable, que llevaba, probaba que el extraordinario visitante no era uno de esos inmundos individuos de las pocilgas parisienses, de las que la princesa había leído una terrible descripción.

Las manos que la habían inmovilizado y que, poco a poco, le devolvían la libertad de sus movimientos, eran blancas, muy cuidadas; el hombre, de rostro distinguido, llevaba barba negra, cortada en abanico; una ligera calvicie agrandaba una frente ya amplia. Sin embargo, la princesa Sonia Danidoff no pudo impedir la impresión causada por el grueso tamaño, bastante anormal, de la cabeza del individuo, ni notar las numerosas arrugas que se le manifestaban de sien a sien ...

Sonia Danidoff, sin una palabra, con los labios temblorosos, intentó, instintivamente, levantarse para alcanzar de nuevo el timbre eléctrico. Con un gesto vivo, el hombre la sujetó por los hombros, impidiéndole realizar su proyecto. El desconocido sonrió enigmáticamente. En el arrebato de los movimientos, la parte superior del cuerpo de la princesa había salido del baño; su pecho delicado se había mostrado desnudo.

Con una galantería un poco equívoca, el extraño visitante murmuró:

- ¡Dios! ¡Qué hermosa es usted, señora!

Enrojeciendo, conmovida, Sonia Danidoff se había vuelto a sumergir en la ola opaca.

Sobreponiéndose a su emoción, interrogó:

- ¿Quién es usted? ¿Qué quiere? Salga o llamo.

- ¡Sobre todo, no grite! ... O tendré que matarla -ordenó duramente el desconocido.

Después, esbozando un gesto irónico, exclamó-:

¿Llamar? Es muy difícil; su pudor se lo impide ... Tendría que sacar el cuerpo fuera del agua; por otra parte, yo me opongo ..., aunque experimentaría un gran placer en contemplarla ...

La princesa interrumpió, con los dientes apretados:

- ¡Si quiere dinero, joyas, tome! Pero salga ...

El hombre, con rápida ojeada, examinó algunas sortijas y brazaletes depositados sobre el velador vecino por la princesa, antes de meterse en el baño.

- Estas joyas no están mal -dijo-; pero su solitario es mejor.

Atrayendo hacia él la mano de la princesa, la apretó entre la suya, examinando la joya que ella llevaba en el dedo anular.

La mano de la joven temblaba.

- No se inquiete -aconsejó el desconocido- y hablemos, si usted quiere.

Después de una pausa, añadió:

- Las joyas no tientan nada cuando han perdido su personalidad; quiero decir, cuando no forman parte de la persona que las lleva ordinariamente. Por el contrario, el brazalete que encierra a una muñeca, el collar que rodea al cuello, la sortija que se adhiere al dedo ...

La princesa Sonia Danidoff, blanca como una muerta y no pudiendo comprender a dónde iba a parar el extraño y misterioso visitante, se excusó, aterrorizada:

- No puedo quitarme esta sortija, me está muy ajustada.

El hombre se rió sardónicamente.

- Le diré, princesa, que eso no tiene absolutamente ninguna importancia; quien quisiera procurarse una joya parecida, no tendría que hacer más que una cosa muy sencilla ...

El hombre registró negligentemente el bolsillo de su chaleco, y sacando una minúscula navaja, la abrió, haciendo brillar la hoja ante los ojos de la princesa, mientras que esta, aterrada, con los ojos salidos, se estremecía ante el temor de comprender demasiado.

- Un hombre hábil -continuó él- seccionaría en algunos segundos, por medio de esta hoja tan afilada, el dedo que lleva tan magnífica joya ...

Después, mientras que la princesa se sobresaltaba de espanto, el hombre, con voz suave, prosiguió:

- No se asuste. ¿Sin duda me toma usted por cualquier rata de hotel vulgar, ladrón de categoría, bandido de carreteras? ¡Oh!, princesa, ¿cómo se le ha ocurrido semejante idea? ¿Ignora usted que es lo bastante hermosa para inspirar las pasiones más violentas, para determinar los actos más inhabituales?

El tono del hombre era sincero; en sus ojos brillaba un resplandor de deferencia tan profunda, que la princesa se tranquilizó un poco.

- Pero -preguntó ella- yo no le conozco ...

- Más vale así -respondió el hombre, quien, acercando una silla baja, se sentó y, ya con más confianza, Se apoyó sobre el borde de la bañera-. Siempre tendremos bastante tiempo de conocernos. Yo sé quién es usted. Es lo esencial.

- Señor -interrumpió Sonia Danidoff, que, a medida que se tranquilizaba, sentía aumentar su valor-, no sé si bromea o si habla en serio, pero su actitud es abominable ...

- Es original, simplemente, princesa, y me gusta creer que, si me hubiera contentado con hacerme presentar a usted, en uno de los numerosos salones que ambos frecuentamos, usted se hubiera fijado en mí menos que esta noche; veo, por la insistencia de sus miradas, que, en adelante, ni un solo detalle de mi rostro le será extraño, y tengo la convicción de que, pase lo que pase, conservará largo tiempo el recuerdo.

La princesa Sonia hizo un esfuerzo para esbozar una vaga sonrisa. Muy dueña ya de sí misma, se preguntaba con Qué especie de individuo estaba tratando.

Parecía que el hombre leía en su pensamiento. El sonrió a su vez.

- Me gusta, princesa, ver que va teniendo un poco más de confianza conmigo; las cosas de esta manera se arreglarán mucho mejor.

Y, como la princesa esbozase un gesto negativo:

- Sí -afirmó el hombre-. Mire, hace cinco minutos que usted no ha intentado tocar para llamar a alguien; es un progreso ... Además -continuó-, veo mal que la princesa Sonia Da Danidoff, mujer del gran chambelán, prima del emperador de Rusia, haga venir a sus apartamentos a toda la servidumbre del hotel, para mostrarse a esos esclavos desnuda en el baño, y ante un hombre que no conoce.

La princesa hizo un gesto de protesta; el hombre continuó:

- El eco de esta aventura extraordinaria no podía dejar de llegar a oídos del príncipe Danidoff.

- Pero -suplicó ansiosamente la desgraciada mujer- ¿cómo ha podido usted entrar aquí?

- Esa no es la cuestión -replicó el desconoddo-. El problema que se plantea actualmente es saber cómo saldré ..., pues puede imaginarse, princesa, que no cometeré la grosería de prolongar indebidamente la visita, muy feliz, por otra parte, si usted me permite renovarla una próxima noche.

- Eso ...

Pero el hombre volvió la cabeza y, sumergiendo como lo más natural del mundo la mano en el baño, retiró el termómetro montado en corcho que flotaba en la superficie del agua perfumada.

- Treinta grados centígrados -leyó-. Se le va a enfriar el baño. Voy a tener que dejarla, princesa.

Sonia, desconcertada, se preguntó si le convenía reírse o enfadarse.

¿Estaría tratando con un desequilibrado?

¿Era un audaz atrevido. un hombre apasionndo por ella que creía que lo más seguro para seducirla era emplear los procedimientos más originales?

- ¡Salga!

El hombre movió la cabeza negativamente.

- Por favor -insistió ella aún-. Tenga piedad de una mujer, de una mujer honrada.

El hombre pareció reflexionar:

- Es bastante embarazoso -murmuró él-, y, sin embargo, es preciso tomar una decisión rápida, pues quiero evitarle que coja un enfriamiento ... ¡Oh!, la cosa es sencilla princesa ... Usted conoce muy bien la disposición de su tocador para poder, aun a tientas, alcanzar con un ademán la bata ... Vamos a apagar ...; yo no la dejaré, y, en la oscuridad, sin temor, usted podrá salir del baño sin que padezca su pudor ...

El hombre, yendo al conmutador se disponía a dar el contacto. Bruscamente se volvió junto a la bañera.

- Olvidaba -añadió- este fastidioso timbre; un movimiento es tan fácil de hacer; usted podría, por ejemplo, tocar sin darse cuenta y lamentarlo en seguida.

Y uniendo la acción a la palabra, el individuo, con un corte de la navaja, seccionó los dos hilos eléctricos a bastante altura por encima del suelo.

- Perfectamente -dijo-. ¡Ah!, ignoro dónde van estos otros dos hilos que están a lo largo de la pared, pero es preciso ser prudente ... Si por azar otro tiembre ...

El desconocido levantó de nuevo su navaja y, bajándola, quiso cortar los dos hilos eléctricos; pero, en el momento en que la hoja de acero cortó el aislador de los conductores, saltó una chispa formidable. El individuo dio un brinco hacia atrás, soltando la navaja.

- ¡Voto a tal! -gruñó-. Alégrese señora. Me he quemado horriblemente la mano; seguramente son los cables de la luz.

Y como Sonia Danidoff le mirase con ojos angustiosos, el visitante continuó:

- No importa. Tengo aún una mano útil que será suficiente para que pueda darle la oscuridad necesaria.

Y el desconocido se dirigió hacia el conmutador.

Sonia Danidoff, de pie en su bañera, describió con el brazo una larga curva como para separar de ella cualquier obstáculo que se presentase. Su brazo no encontró más que el vacío. La princesa sacó una pierna, después la otra, se abalanzó hacia la dirección de la silla sobre la que estaba extendido su peinador, se vistió con una prisa febril, se calzó las zapatillas, permaneció inmóvil un segundo y, decidiéndose bruscamente, fue por instinto al conmutador de la alcoba y le dio la vuelta.

Brotó la luz.

El hombre había desaparecido del tocador.

Sonia Danidoff dio dos pasos hacia la alcoba ...

Divisó en el otro extremo de la pieza al individuo que le sonreía.

- ¿He sido bastante galante, princesa, para no molestarla cuando salía del baño?

- Señor -dijo Sonia Danidoff-, esta broma, se lo juro, ya ha durado bastante; es preciso que se vaya. ¡Salga, se lo ordeno!

- ¿Se lo ordeno? -repitió el hombre-. He ahí una expresión que no emplean muy a menudo cuando me hablan. Pero la perdono por no saberlo. Olvidaba, en efecto, que no me he presentado. Excúseme, soy tan distraído. Pero ¿en qué piensa usted?

La princesa Sonia Danidoff escuchaba casi distraídamente, en efecto, la horripilante charla del desconocido. Una nueva emoción acababa de paralizarle el corazón; una inquietud, una duda le angustiaba.

Entre ella y el misterioso personaje había un pequeño escritorio, encima del cual había un precioso revólver con incrustaciones de nácar que Sonia Danidoff solía llevar regularmente cuando salía por las noches. La princesa era muy experta en el manejo de esa arma.

Sonia se decía que si ella pudiese apoderarse del revólver, esto constituiría evidentemente un poderoso argumento para decidir a su interlocutor a obedecerla.

La princesa Sonia sabía, además, que en el cajón del escritorio, que veía entreabierto, había depositado, un poco antes de ir a tomar el baño, una cartera llena de billetes de banco por un valor de ciento veinte mil francos que había retirado la misma mañana de la caja del hotel para atender el día siguiente a diversos vencimientos. Sonia miraba el cajón entreabierto y se preguntaba si la cartera estaba aún allí, si su misterioso galanteador no era sino un vulgar estafador.

Como si él hubiese leído en el pensamiento de la princesa, el hombre observó:

- Tiene usted, princesa, en el escritorio abierto un objeto que no se suele encontrar en los apartamentos femeninos.

Y como la joven diese un paso hacia el escritorio, el desconocido se precipitó al mueble y se apoderó del revólver.

Sonia Danidoff hizo un gesto de espanto; el hombre la tranquilizó:

- No tenga miedo, princesa; por nada del mundo atentaría contra su vida; tendré un gran placer, dentro de un momento, en devolverle esta arma; permitame, sin embargo, que la descargue antes ...

En un segundo, con gran destreza, había quitado los seis cartuchos que contenía el cargador; con un gesto galante, tendió el revólver, en adelante inútil, a la princesa, acompañando su movimiento con estas palabras irónicas:

- No se ría de mi exagerada prudencia. ¡Un accidente llega tan rápidamente!

Por más que la princesa hacía esfuerzos para aproximarse al escritorio -ella quería comprobar con la vista, por lo menos, su contenido-, el desconocido le cerraba constantemente el camino, multiplicando las sonrisas, multiplicando las amabilidades, pero sin perder de vista ni un solo movimiento de Sonia Danidoff.

De repente sacó su reloj.

- ¡Las dos de la mañana! Princesa, me perdonará por haber abusado tanto tiempo de sus amable compañía ... Es preciso que me vaya ...

Y sin parecer prestar atención al suspiro de alivio que se escapó del pecho de la princesa, continuó con tono teatral:

- No me iré ni por la ventana, como un enamorado, ni por la chimenea, como un ladrón, ni por una salida oculta en la pared, como los bandidos de las leyendas, sino como un hombre galante que ha venido a rendir homenaje a la más encantadora mujer que hay en el mundo: ¡por la puerta!

El desconocido esbozó el gesto de irse; volvió sobre sus pasos.

- ¿Qué piensa usted hacer ahora, princesa? Mi pregunta es tal vez indiscreta, pero necesito saberlo; quizá me guarde usted rencor; puede ser que algún descubrimiento desagradable, que suceda a mi salida, provoque en usted alguna animosidad para conmigo. Sin temor al escándalo que pueda sobrevenir, puede muy bien llamar apenas yo haya vuelto las espaldas.

Instintivamente otra vez, la princesa dirigió su vista al cajón, en el cual con toda seguridad ya no debía de estar su cartera.

¿Qué hacer entonces?

- ¡Vaya! -exclamó el hombre, rompiendo el silencio y deteniendo a Sonia Danidoff en sus reflexiones-, ¿dónde tengo la cabeza? Figúrese, princesa, que se me había olvidado presentarme.

El hombre sacó de su bolsillo una cartulina.

- Permítame, princesa -añadió, aproximándose al pequeño escritorio-, que deslice mi tarjeta en este cajón entreabierto. Parece puesto a propósito.

Mientras la princesa no pudo evitar un grito de emoción, que el hombre, con mirada autoritaria, interrumpió al momento, este se puso a ejecutar el proyecto que acababa de anunciar.

- Y ahora -continuó el extraño desconocido, adelantándose hacia la princesa, a la que hizo retroceder hasta la antesala que daba al pasillo del hotel-, y ahora, usted es demasiado mujer de mundo para no acompañar al visitante hasta la puerta de su apartamento ...

Después, cambiando de tono, ordenó imperiosamente:

- En adelante, ni una palabra, ni un gesto, ni un grito hasta que yo esté fuera; de lo contrario, la mataré.

Resistiéndose con todas sus fuerzas contra un próximo desfallecimiento, la princesa Sonia Danidoff acompañó al individuo bajo su mirada fascinante, hasta la antesala. Lentamente, hizo funcionar la cerradura, abrió la puerta. El hombre se deslizó por el entorno. Un segundo después, se había marchado.

Precipitándose en su alcoba, Sonia Danidoff puso en movimiento todos los timbres de que disponía.

Con gran presencia de ánimo, telefoneó al portero:

- ¡Me han robado, que no salga nadie!

Su dedo hacia vibrar, por medio de una llamada especial. la gran campana de alarma que sonaba lúgubremenle en la sala de espera de los vigilantes de noche, que se oía allí como en cada piso del hotel. repique retumbante que no se empleaba más que en los casos urgentes.

Ruidos y voces se entremezclaron en el pasillo.

- ¡Detenedlo! ... ¡Detenedlo! -gritaba Sonia Danidoff-. Acaba de marcharse ... un hombre, con barba negra, con esmoquin ...

* * *

- ¿Adónde va usted? ¿Qué pasa? -inlerrogó el portero, cuya portería, en el extremo del hall, estaba contigua a la puerta cochera del hotel.

Un muchacho, saliendo del ascensor, acudió.

- No sé -respondió-. Hay un ladrón en la casa. Llaman del otro lado ...

- ¿Entonces no es en la parte de su servicio? -interrogó el conserje-. ¿Cuál es su piso?

- El segundo ...

- ¡Bien! -dijo el guardián-. Es en el tercero donde han gritado. Suba, entonces, a ver qué pasa.

Volviendo ahora sobre sus talones, el muchacho, un buen mozo, con el rostro afeitado, de cabellos rojizos, volvió a subir en el ascensor en que había bajado.

Llegó al tercer piso; el ascensor se paró, por así decirlo, enfrente del apartamento de Sonia Danidoff. Esta estaba en el umbral de la puerta. Muller, el vigilante, se esforzaba en tranquilizarla. La princesa, maquinalmente, daba vueltas entre sus dedos a la cartulina completamente blanca que había dejado su extraño visitante, en lugar y en el sitio de la cartera conteniendo los ciento veinte mil francos; ningún nombre, por supuesto, figuraba en esta cartulina.

Los dos camareros del piso iban y venían golpeando en las puertas, interpelando en la sala de servicio a los otros criados.

- ¿Qué pasa? -preguntó Muller, divisando al muchacho de pelo rojizo que salía del ascensor, y, como no lo conocía de vista, añadió-: ¿De dónde viene usted?

- Soy el nuevo mozo del segundo -replicó el sirviente-. El portero me envía aquí a preguntar qué pasa.

- ¡Pardiez! -replicó Muller-. Pasa que han robado a la princesa ... Pero que vayan a buscar a la Policía ...

- ¡Voy corriendo, señor!

En este preciso instante, el camarero del segundo llegó al piso bajo y tiró de la manga del portero, arrancándole del teléfono.

- Abrame; ¡Dios mío!, corro a la Comisaría ...

El portero se apresuró a facilitarle la salida del hotel ...

* * *

En el quinto piso se oían gritos de sorpresa. Los criados, extrañados por el alboroto y habiendo visto pararse el ascensor sin que saliese nadie, abrieron la puerta que le daba acceso y encontraron en la cabina vestidos desgarrados, una barba postiza y una peluca.

Aturdidos, dos doncellas y un criado examinaron estos extraños accesorios, no pensando sino en prevenir a su jefe de este descubrimiento.

Mientras tanto se había ido a despertar a monsieur Louis, jefe del personal.

Este, sin comprender las explicaciones que le daba un subalterno alocado, se había vestido rápidamente y acudió por los laberintos del hotel hasta el pasillo del tercero. Fue detenido, al pasar, por la baronesa Van den Rosen, una de las clientes más antiguas del hotel, viuda ya madura.

- ¡Monsieur Louis! -gemía la anciana señora, postrada en el suelo, sollozando-, acaban de rubarme mi collar de brillantes que había dejado en la mesa, en un joyero, antes de bajar a cenar.

Monsieur Louis, totalmente desconcertado, no sabía qué responderle; además, Muller acudía.

- Han robado la cartera de la princesa Sonia Danidoff -anunció a su jefe-, pero he hecho cerrar la puerta del hotel. Seguramente se va a arrestar al culpable ...

La princesa Sonia Danidoff se acercó a monsieur Louis, para darle las explicaciones complementarias.

Las dos doncellas bajaron en este momento del quinto. Traían, sin comprender nada, los vestidos y los postizos descubiertos en el ascensor; los dejaron en el suelo, y mientras que monsieur Louis, cada vez más desconcertado, comprendía cada vez menos los acontecimientos extraordinarios que estaban ocurriendo desde hacía algunos instantes, Muller, acometido de una súbita inspiración, cogiendo a su jefe por el brazo le interrogó:

- Monsieur Louis, ¿cómo es el camarero nuevo del segundo?

En este mumento, en el final del pasillo, apareció un criado, hombre de cierta edad, de patillas blancas, calvo, que se acercaba despacio.

Monsieur Louis le vio.

- Pues -respondió, sin dejar de mirar a Muller, pues no adivinaba la oportunidad de la pregunta-, pues es ese que viene hacia nosotros; se llama Arnold ...

- ¡En nombre de Dios! -gritó Muller-. ¿Y el muchacho de pelo rojo?

- ¿El pelirrojo? -preguntó de nuevo monsieur Louis, cuyo movimiento de cabeza indicaba que no acababa de identificar del todo al individuo del que quería hablarle Muller.

Este, dejando a su jefe, bajó con toda la rapidez que le permitían sus piernas hasta la entrada.

- ¿Ha salido alguien? -preguntó ansiosamente al portero.

- ¡Nadie! -replicó este-. Salvo, naturalmente, el camarero del segundo, a quien usted ha enviado a buscar al comisario ...

- ¿El muchacho pelirrojo? -interrogó Muller.

- El muchacho pelirrojo -respondió tranquilamente el portero.

Tumbada en una poltrona, la princesa Sonia Danidoff recibía los cuidados de Nadine, la circasiana; la princesa tenía en la mano la cartulina dejada por el misterioso ladrón que, tan hábilmente, acababa de sustraerIe una fortuna.

Cuando volvió en sí poco a poco, la princesa, casi fascinada, miró aún la cartulina y, esta vez, sus ojos extraviados se agrandaron desmesuradamente; en la tarjeta, hasta entonces de una blancura inmaculada, se precisaban poco a poco unas letras, y la princesa leyó: ¡Fan ... to ... mas!
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