Indice de Fantomas de Pierre Souvestre y Marcel Allain CAPITULO DUODËCIMO. Un puñetazo CAPÍTULO DÉCIMOCUARTO. Mademoiselle JeanneBiblioteca Virtual Antorcha

Fantomas

Pierre Souvestre y Marcel Allain

CAPÍTULO DÉCIMOTERCERO

El porvenir de Therese



Etienne Rambert y su invitado, el banquero Barbey, acababan su cigarro en el fumador contiguo al salón del hotel comprado desde hacía algunos meses por el rico negociante en caucho, en la calle de Eugène Flachart.

Eran las diez de la noche.

Yendo y viniendo por el cuarto, que era también su gabinete de trabajo, Etienne Rambert, con la mirada brillante, discutía colocaciones con el financiero.

- Evidentemente -decía monsieur Etienne Rambert- los valores de la Unión Agrícola parece que deben subir: pero nuestros títulos franceses están gravados con tantos impuestos ...

- Sin duda -replicó Barbey-: pero es el caso de todos los valores ...

- Mi querido Barbey, ¿qué piensa usted de las minas de cobre de los Urales?

- ¡Pchs! -replicó el banquero-. No está mal eso. ¿Le tientan esas acciones?

Rambert se paró, bebiendo una copa de champaña: miró al banquero y le dijo:

- En realidad, todos los asuntos de los que yo no me ocupo directamente, a los que no pertenezco como administrador, no me interesan más que a medias.

- Admiro -exclamó Barbey- su temperamento, un temperamento de luchador, bravo temperamento. Y no le oculto que, si yo no fuese su banquero y, por tanto, obligado a cierta discreción frente a usted, no vacilaría en someterle un proyecto que me anda por la cabeza ...

- ¿Tiene usted un proyecto, Barbey?

- Es bastante delicado, querido señor, y usted comprenderá mis escrúpulos cuando sepa (pues voy a quemar mis barcos) que el asunto en cuestión no es una especulación ordinaria como las que tengo por costumbre proponer a mis clientes. Se trata de una especulación que me interesa, a mí, personalmente. Querría aumentar el capital social de mi Banco y hacer una casa grande.

- ¡Caramba! Usted tiene razón, Barbey; sin embargo, si es una petición de comandita lo que usted me quiere proponer, será mejor plantear la cuestión lo más claramente que sea posible y precisarme su situación ... francamente, honradamente ... Si no nos ponemos de acuerdo, no hace falta decir, mi querido Barbey, que los informes que me suministre los consideraré como confidenciales.

Durante una media hora larga, los dos hombres, metidos de lleno en el asunto, discutieron vivamente.

Monsieur Rambert concluyó:

- Mi querido Barbey, tengo costumbre de hacer los negocios rápidamente, a la americana; en principio, su proyecto me conviene, pero no quiero ser uno de sus comanditarios. Pretendo, llegado el caso, ser el único...

- ¡Vaya! -dijo monsieur Barbey.

- Sé lo que usted piensa -dijo monsieur Rambert-. Usted conoce mi fortuna o, al menos cree conocerla, y se pregunta de dónde sacaré los veinte millones necesarios para su aumento de capital ... Tranquilícese, los tengo ...

Monsieur Rambert continuó:

- Sí, estos dos últimos años, Colombia me ha sido favorable, muy favorable. Pero usted sabe, Barbey, que tendrá en mí, mejor o peor que un comanditario, un colaborador, casi un socio ... No le oculto que seguiré muy de cerca las operaciones de la casa.

- No tendrán ningún secreto para usted, mi querido mOnsieur Rambert, permítame llamarle mi querido socio -declaró, levantándose, monsieur Barbey-. ¡Todo lo contrario!

El banquero miró instintivamente hacia la chimenea, buscando un reloj. Monsieur Rambert, adivinando su intención, sacó el suyo:

- Las once menos veinte, Barbey; le he hecho faltar a su costumbre de acostarse temprano ... Márchese, pues, se lo ruego ...

El banquero se excusó por no prolongar más tiempo la velada; monsieur Rambert le detuvo:

- Sin cumplidos, mi querido Barbey, le dejo en libertad.

* * *

La pesada puerta del hotel se cerró.

Etienne Rambert, que había ido a acompañar a su huésped hasta la puerta, atravesó el vestíbulo y, en lugar de volver al fumador, entró en el salón.

Bajo la luz tamizada por una pantalla se inclinaba la rubia cabeza de Thérese Auvernois. La muchacha leía atentamente.

Al ruido que había hecho Etienne Rambert al entrar, Thérese se inclinó en su dirección y, dejando la lectura, se dirigió hacia el anciano, con paso gracioso, gesto dócil:

- Estoy segura -se excusó-, querido monsieur Rambert, que le hago acostar muy tarde ... ¿Qué quiere usted? Yo dependo de la baronesa de Vibray, mi buena madrina, y mi madrina llega a menudo con retraso ...

Después del drama que había llevado la desolación al castillo de Beaulieu, los lazos afectivos que unían hasta entonces a los íntimos de la marquesa de Langrune se habían estrechado. La baronesa de Vibray, muy impulsiva, no había parado hasta obtener del consejo de familia la tutela efectiva de Thérese Auvernois, la desgraciada huérfana.

La baronesa de Vibray había instalado en Quérelles a Thérese, a la que verdaderamente no se atrevía a dejar sola en el castillo de Beaulicu frente a los horribles recuerdos. La baronesa, continuando su obra caritativa, se había creído en el deber de tomar a su servicio, aunque no lo necesitaba, al buen mayordomo Dollon y su familia.

Después, las semanas habían pasado: el tiempo, que todo lo borra, había hecho su efecto, y la baronesa de Vibray, atraída por la brillantez de las fiestas parisienses, solicitada por cartas apremiantes de amigas tan alegres como sinceras, decidió, después de grandes dudas, ir a pasar una semana a París. Ella estaba desde hacía un mes con su pupila.

La baronesa de Vibray había declarado primeramente que no saldría sola, apenas haría las visitas indispensables: después, poco a poco, ella había cedido a las necesidades de la vida mundana.

Felizmente, estaba Etienne Rambert.

Primero una vez, luego otra, después cada vez que aceptaba una invitación para comer en la ciudad, la baronesa de Vibray había tomado la costumbre de confiar Thérese a monsieur Etienne Rambert.

- ¡Ah! -suspiró Thérese abarcando con una mirada el cuarto querido en que se encontraba y cuya distribución sobria tenía para ella algo cordial, afectuoso, familiar-, no quiero decir nada malo de mi querida madrina, lejos de eso; pero, en fin, ella es tan mundana, tan activa, tan alegre ...

Con un impulso de sincera ternura, Thérese Auvernois, echando los brazos al cuello del anciano, apoyó su cabeza rubia sobre su hombro y zalamera, murmuró:

- ¡Me gustaría tanto quedarme con usted, monsieur Rambert!

Etienne Rambert se libró dulcemente del afectuoso abrazo de la muchacha. La condujo a un sofá en el fondo del salón y, sentándose junto a ella, dijo:

- Cierto, yo también tendría un gran placer de recibirte en mi casa: desgraciadamente no puede ser; es preciso contar con la gente, y la gente encontraría inconveniente que una joven como tú viviese con un hombre solo ...

- ¡Ohl ¿Por qué? -interrogó, sorprendida, Thérese-. Le tomarían por mi padre ...

Ante esta palabra de padre, Etienne Rambert contrajo el rostro; la joven enrojeció.

- Perdone -murmuró ...

Pero Rambert prosiguió, en voz baja:

- ¡Ah! ..., no olvido, Thérese, que no soy tu padre, sino su padre ..., el padre de aquel que ...

Cambiando la conversación, Thérese quiso parecer que se interesaba por su propio porvenir.

- Cuando salimos de Quérelles, el presidente Bonnet me dijo que le pidiese a usted, monsieur Rambert, algunas explicaciones sobre mi situación económica. Parece que no es brillante ...

Como Rambert esbozase un gesto vago, pero significativo, Thérese, con la serena indiferencia debida a su juventud, se lamentó:

- ¡Oh!, yo no me dejaré abatir ... Quiero a mi alrededor gentes que, como usted, monsieur Rambert, se ocupen de algo; tendré valor y trabajaré, yo también ... ¡Eh! ¿Si me colocase de institutriz?

El anciano, pensativamente, miró a la joven.

- Mi pobre pequeña -respondió-, yo sé cuán grande es tu espíritu, cuánta es tu seriedad, y eso me tranquiliza. Muchas veces ya, he pensado en tu porvenir ... Bien seguro, que de aquí a algunos años, encontraremos un buen muchacho, honrado, rico, para casarte ...

Y como Thérese, toda colorada, hiciese un gesto denegatorio:

- ¡Sí! ... ¡Sí! -insistió Rambert-. Nosotros te lo encontraremos. Mientras llega, conviene, en efecto, que estés ocupada ... Por otra parte, tú no puedes quedarte eternamente con la baronesa de Vibray ...

- Ya lo sé ... Ya lo sé -reconoció Thérese.

Rambert sonrió.

- He encontrado una idea; yo estoy desde hace muchos años en buenas relaciones, aun en excelentes relaciones, con una gran señora perteneciente a la mejor sociedad inglesa; puede ser que hayas oído ya nombrarla. Es lady Beltham ...

Thérese abrió unos ojos asombrados.

Rambert continuó:

- Lady Beltham es viuda desde hace algunos meses, su marido murió en circunstancias singulares, y, desde entonces, esta gran señora, inmensamente rica, que se ocupa de muchas obras de caridad, ha querido admitirme en su intimidad un poco más aún que antes. Tengo su confianza, ella me ha encargado en diferentes ocasiones de sus intereses financieros. Ahora bien: yo he comprobado a menudo que en su casa viven, tratadas como amigas, como parientes, varias jóvenes inglesas que hacen al lado de lady Beltham las funciones, no de señoritas de compañía, sino como diría yo, de secretarias. ¿Comprendes el matiz?

- Sí, sí, comprendo -dijo Thérese, interesada ...

- Esas jóvenes -añadió Rambert- pertenecen a la mejor sociedad y son, la mayor parte, hijas de grandes señores ingleses. Si lady Beltham, a quien yo podría hablarle, quisiera admitirte, Thérese, en el número de sus colaboradoras, estoy seguro que te encontrarías allí en un medio agradable, y, seguramente, lady Beltham, a la cual tú gustarías, sin duda alguna, no dejará un día de interesarse por tu porvenir ...

- Querido monsieur Rambert -murmuró Thérese, toda emocionada-, haga eso, vea por mí a lady Beltham; ¡estaría tan contenta!
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