Indice de Fantomas de Pierre Souvestre y Marcel Allain CAPITULO DËCIMOSEXTO. Entre los mozos de carga del mercado CAPÍTULO DÉCIMOCTAVO. Un prisionero y un testigoBiblioteca Virtual Antorcha

Fantomas

Pierre Souvestre y Marcel Allain

CAPÍTULO DECIMOSÉPTIMO

En El cerdo de San Anton



Geoffroy la Barrique, a pesar de la ansiedad que le invadía y habiendo tomado la resolución de esperar el resultado de la prueba, que no sería conocido hasta el día siguiente, había dicho claramente a su hermana:

- Paga de beber y te obedezco.

Después de numerosas paradas alrededor del mercado, se fueron a comer a El Cerdo de San Antón.

Ante El Cerdo de San Antón se hallaba estacionada una atracción original: tres vehículos inverosímiles que no eran otros sino el tren ímaginado por Bouzille.

Bouzille, después de las formalidades a las que había tenido que someterse tras su descubrimiento del cadáver del supuesto Charles Rambert, el invierno pasado, había puesto en ejecución su proyecto: venir a París.

Se retrasó solamente ocho días sobre el itinerario previsto, ocho días que había pasado en la prisión de Orleáns, por una fruslería.

Bouzille, con desprecio de la circulación de la gran ciudad, había hecho evolucionar sus aparatos en medio de las avenidas más atestadas. Cuando él vagaba por los alrededores del Odeón, le habían detenido y llevado al puesto más cercano y confiscado su equipaje durante cuarenta y ocho horas; pero como, en suma, no había nada grave que alegar contra el vagabundo, le habían rogado simplemente que dejase libre el sitio.

Entre tanto, cuando con su triciclo remolcaba los dos coches cerca del Champ-de-Mars desde donde podía contemplar, por fin, la torre Eiffel, objeto de sus sueños. el buen vagabundo se había encontrado con un redactor del L'Auto, al cual había contado ingenuamente su historia a cambio de una botella de vino, pagada en la primera taberna que encontraron.

El gran órgano deportivo publicó inmediatamente un sensacional artículo sobre este vagabundo globe-troter, y desde el día siguiente Bouzille conoció la celebridad.

Pero Bouzille había encontrado algo mejor.

El tío Francois Bonbonne, propietario de El Cerdo de San Antón, estimando que este original personaje y su inverosímil aparato constituían una curiosa atracción, le había contratado por dos meses, proporcionándole la comida y alojamiento, más cinco francos por día, con la condición de que Bouzille vendría a estacionarse, cada noche, delante de su establecimiento.

Poco a poco, cansado de estar en el umbral de la puerta, había decidido dejar su tren en la acera y bajar, al cabo de media hora, a la sala llena de humo de la cueva. De este modo devolvía generosamente, bajo la forma de consumiciones que tomaba y naturalmente pagaba, los cinco francos del tío Bonbonne.

En este sótano de El Cerdo de San Antón, la atmósfera se hacía cada vez más espesa y el alboroto aumentaba.

Eran cerca de las diez menos cuarto.

La gente de mundo se había retirado.

Francois Bonbonne acababa de acompañar, por la estrecha escalera de caracol que llevaba del sótano al piso bajo, a los últimos clientes de lujo. El robusto patrón, que llenaba con su presencia la única salida, volvía a bajar a la sala y con voz ronca, incitando a beber, sugería:

- ¿Quién paga una ensaladera de vino caliente?

Berthe, junto a su hermano, había juzgado el momento oportuno para poner a Geoffroy al corriente de sus proyectos.

- No hay que hacer nada -explicaba-; pero yo necesito un hombre fuerte, de unas espaldas como tú ...

- ¿Hay que hacer rodar barriles?

Berthe movió la cabeza, cuando, maquinalmente, su mirada se detuvo en un joven pálido, con la barba naciente, que acababa de elegir un sitio enfrente de ella y pedir tímidamente una ración de choucroute.

Berthe concretó:

- Son los barrotes de las ventanas los que hay que hacer saltar. La piedra está gastada, los barrotes enmohecidos. Alguien que sea robusto, tirando hacia atrás, los arrancará ...

- ¿Y eso es todo? -interrogó Geoffroy la Barrlque.

- Eso es todo -concluyó la joven.

- Eso bien vale dos tragos, ¿no es verdad?

Geoffroy se detuvo de repente. observando a un vecino que parecía escuchar atentamente la conversación que el coloso tenía con su hermana.

Berthe miró, a su vez, quién podía interesarse por sus asuntos. Sonrió y explicó a Geoffroy:

- No es nada, no te inquietes; yo le conozco.

Y como para justificar su declaración, tendiendo amablemente la mano al individuo que parecía espiarles. le dijo:

- Buenos días. monsieur Julot. ¿cómo está usted desde hace un rato? ... Figúrese que no le había visto ...

Julot estrechó la mano de Bohinette y. sin ocuparse más de ella. continuó la conversación que sostenía con un hombre completamente afeitado.

- Entonces -interrogó en voz baja-, cuéntame. Billy Tom, qué es lo que ha pasado en tu boite.

- ¡Pues bien! -concluyó el individuo interpelado-. Ha habido el feo asunto del Royal-Palace, referente al ... accidente ocurrido a esas guapas clientes ... Tres semanas después del asunto, teniendo en cuenta que abrieron la puerta al tipo que urdió el golpe, agarraron a Muller ...

- ¿Muller? -reflexionó Julot-. ¿Quién es ese?

- Es el vigilante del segundo.

- ¡Ah. el vigilante! ... ¿Y quién le ha calentado? ...<

- Un tipo de la Policía ..., un aislado. Creo que se llama Juve ...

- ¡Caramba! -murmuró Julot, como hablando consigo mismo-. Debí sospecharlo.

Un rumor se produjo a la entrada de la cueva.

Por la escalera de caracol bajaban dos clientes evidentemente populares.

Era la gran Ernestine. una trotacalles muy conocida que operaba en la Sébasto. Benoit le Farinier, que hablaba muy fuerte y vacilaba aún más, la acompañaba.

Benoit, yendo de una mesa a otra, apoyándose por azar en los hombros y en las cabezas, llegó a un sitio vacío y se desplomó en la banqueta, apartando a medias al joven pálido de barba naciente, cuya llegada había notado Berthe algún tiempo antes.

El joven, asustado por la fortaleza de su vecino, no le recriminó; al contrario, se calló. Ernestine le brindó su protección.

- No te sulfures, pequeño -declaró-. Le Farinier no te va a aplastar, y, por otra parte, si intenta hacerte algo, aquí está Ernestine para defenderte ...

Dirigiéndose a la esquina y cogiendo con las dos manos la cabeza del joven, al que besó familiarmente, la gran Ernestine gritó:

- ¡Me gusta a mí este chicuelo! ¿Cómo te llamas? -prosiguió la prostituta.

Imperceptiblemente, el joven murmuró, enrojeciendo hasta las orejas:

- ¡Paul! ...

Mientras. Francois Bonbonne. patrón del establecimiento, había traído ante Benoit le Farinier la famosa ensaladera de vino caliente de la que había hablado antes.

Detrás de Bonbonne, Bouzille, el vagabundo, abandonando su tren en la acera. había bajado a la cueva con la decidida idea de beber y comer hasta donde llegasen los cinco francos, por lo menos.

Benoit, al ver a Geoffroy la Barrique, le ofreció en seguida de trincar. Pero Geoffroy, muy borracho, hizo a Benoit la afrenta de rehusar.

Bouzille había lanzado un:

- ¡Vaya! Pero si eres tú ...

Tan sorprendido, tan contento, que la mayor parte de los convidados se volvieron hacia su lindo, mirando al que interpelaba.

Julot y Berthe miraron juntos al individuo al que Bouzille acababa de hablar.

- ¡Pero si es el hombre verdoso de hace un momento -dijo la enfermera a su vecino.

- ¡Es él ..., en efecto! -exclamó Julot.

Bouzille continuó:

- Yo te conozco. ¿Dónde nos hemos visto antes?

Silencio en el hombre de color verdoso. Y Bouzille, de repente, gritó, sin importarle que le oyeran los concurrentes:

- ¡Ya lo sé! Tú eres el vagabundo detenido conmigo, allá abajo, en el Lot, el día del asesinato ... ¿Te acuerdas?

Y Bouzille, tirando de la manga al hombre de color verdoso, concluyó:

- Ya sabes: el del asesinato de la marquesa de Langrune.

Tmpacientado, el individuo gruñó:

- ¿Y qué? ¡La rebaba!

Desde hacía algunos instantes, Geoffroy la Barrique y Benoit le Farinier se vigilaban. La borrachera aumentaba, y los dos hombres iban a llegar a las manos.

Berthe, bastante emocionada, inquieta por su hermano y temiendo mucho el mal cariz que iba tomando el asunto, insistía con todas sus fuerzas, intentando convencer a Geoffroy.

- Vámonos -decía.

Pero Geoffroy, arrinconado en el ángulo de la habitación, removiéndose en la banqueta, respondía que no con la cabeza.

Al fin, desembarazado del vagabundo Bouzille y de su insoportable charlatanería, el hombre de rostro verdoso reanudó la conversación momentáneamente interrumpida con un tocador de guitarra que se le había juntado.

- Lo que me asombra -observaba este últimoes que él no tiene nada de acento.

El hombre de color verdoso movió la cabeza y dijo muy bajo:

- ¡Oh! ¡Hablar francés como un francés no debe estorbar a un buen mozo como Gurn! ...

El hombre de rostro verdoso se calló de repente. Se estremeció. Le pareció que la gran Ernestine, yendo y viniendo entre los comensales, acababa de escuchar, por encontrarse delante de él, lo que había dicho.

Pero en otra parte, un diálogo prometedor atrajo su atención:

- Tal vez el señor querrá demostrar su fuerza; estoy presto a probarlo.

Geoffroy la Barrique había lanzado el desafío ...

El silencio se hizo en la sala. En adelante, le correspondía a su vez a Benoit le Farinier contestarle.

En este momento preciso, Benoit bebía en la misma ensaladera. Acabó, limpiándose la boca con el revés de la manga.

- ¿Tal vez el señor querría repetirlo?

Furtivamente, la gran Ernestine se deslizó junIO a Julot. Un diálogo rápido se cruzó entre los dos.

- ¿Entonces -interrogó el hombre- continúa?

Haciendo como que se interesaba enormemente en la discusión de Geoffroy con le Farinier, Ernestine, sin mirar a Julot, le respondió:

- El hombre pálido, el que tiene la tez verdosa -decía a su compinche el hombre de la guitarra-. ¡Es seguramente él! Por la quemadura que tiene en la palma de la mano ...

Julot reprimió un juramento e, instintivamente, cerró el puño.

La gran Ernestine le dejó finalmente. Interpelaba con voz rasgada al jovencito barbilampiño:

- ¡Vaya, vaya! ¡Popaul, estás adormilado! ...

¿ Tendré que sentarme en tus rodillas?

JuJot, con el rostro sombrío, la mirada adusta, atrajo hacia sí a la gorda Marie, la criada, cuando pasaba.

- ¡Hola! Marie -dijo en voz baja. Después, señalando a la ventana que estaba detrás de él-: ¿Adónde da eso?

La criada reflexionó un momento.

- Da a la bodega ... La sala está en el sótano.

- Y en la bodega, ¿por dónde se sale?

- ¡Ah! -dijo la criada, reflexionando-. No tiene salida. Es preciso pasar siempre por aquí.

* * *

Un asiento lanzado por Geoffroy la Barrique, con intención de alcanzar a Benoit le Farinier, pero que fue a aplastarse contra la pared de enfrente, en la dirección opuesta, determinó de repente el tumulto.

Se produjo el desorden. Las mujeres gritaban, los hombres juraban. Los dos forzudos, en el barullo, se encontraron uno frente al otro.

Geoffroy la Barrique había cogido una silla, Benoit se esforzaba en arrancar el mármol de una mesa para hacerse una maza. La refriega se hizo general, los asientos rodaban por el suelo, los cubiertos volaban hacia el techo.

De repente, resonó un tiro; pero tan pronto como fue disparado, el hombre de tez verde y el tocador de guitarra identificaron a su autor.

Desde hacía un instante, en efecto, estos dos misteriosos personajes no perdían de vista a Julot.

Julot era seguramente un tirador extraordinario. Habiéndose dado cuenta que la iluminación de la pieza era debida a una sola y única bombilla, y que la corriente llegaba por dos hilos yuxtapuestos, que iban desde la pared a la cornisa, Julot, apuntando a esos hilos, los había seccionado limpiamente.

Al instante quedó todo a oscuras.

De repente, en el barullo, un grito de dolor estalló, una voz como un estertor:

- ¡A mí, jefe!

Y al mismo tiempo, Bobinette, perdida entre la multitud, oyó murmurar en su oído un imperceptible:

- ¡Pardiez!

Después, dos manos se posaron en su cintura, palparon sus espaldas, su pecho, la identificaron; Berthe era la única mujer que llevaba sombrero. La joven enfermera, medio desfallecida, alocada, sintió que la levantaban y la colocaban en una banqueta. Alguien, cuyo aliento avinado sentía cerca de sus narices, le sopló:

- No dejarás escapar el veinticinco, la Rambert, la loca.

Berthe, absolutamente aturdida, a pesar dcl terror de que era presa, interrogó:

- ¿Cómo? ... ¿Qué? ... ¿Quién? ...

La voz se hizo oír de nuevo más baja, y Berthe creyó distinguir estas palabras:

- ¡Fantomas te le prohibe!

Tratando de desasirse del abrazo misterioso que la sujetaba, Berthe oyó aún esta amenaza:

- ¡Y si no obedeces, es la muerte!

Medio desvanecida de terror, la enfermera se dejó caer en la banqueta, mientras el alboroto aumentaba en la pocilga. Tres hombres luchaban; el desconocido, que los clientes del establecimiento habían identificado en el curso de la velada con el apodo del hombre verde, estaba cogido entre dos individuos. Sin embargo, insensible a los golpes que recibía, el hombre verde estaba dotado de una fuerza poco común, acababa de apoderarse de un brazo; deslizando los dedos a lo largo de la manga, sin dejar el brazo, bajó poco a poco hasta la muñeca, abrió un puño que estaba cerrado, deslizó los dedos por la palma y no pudo impedir lanzar un ¡Ah! ¡Nombre de Dios! de triunfo, mientras que al sentir este contacto, el ser al cual pertenecía esta mano dejó escapar un grito de dolor.

El hombre verde acababa de tocar, de identificar, una herida todavía fresca en el hueco de la palma de esta mano.

Pero su pierna, en este momento, comprimida entre dos rodillas vigorosas y sorprendida en una falsa posición, amenazaba rompérsele; una ligera presión más, y ocurría esto ... El hombre verde tuvo que dejar la mano que tenía agarrada. El cayó a tierra. Su adversario cayó sobre él. Se sintió perdido. Pero el adversario, en este momento, dejó la presa a su vez. Un tercer misterioso, que intervino en la lucha, separó a los hombres, pareciendo cebarse sobre aquel que el hombre verde había querido aprehender ...

El compañero del tocador de guitarra identificó, con un ademán rápido, al individuo que acababa de salvarle de un ataque tan duro; tuvo cierta sorpresa en reconocer, al rozarle el rostro, al joven barbilampiño; desde entonces, el hombre verde agarró a este por la nuca y ya no le soltó.

* * *

Un violento empujón había llevado a los combatientes hacia la escalera. Los gritos resonaban más agudos, más dolorosos. Se pateaban los cuerpos, los gruesos zapatos con clavos aplastaban los miembros.

Francois Bonbonne no había intentado intervenir un solo momento. Demasiado al corriente de las costumbres, y sabiendo cómo había que proceder cuando se producían riñas de este género, había ido hasta la esquina de la calle. Por otra parte, los agentes del puesto próximo, avisados por un guarda de vigilancia, acudían numerosos.

Francois Bonbonne condujo a los primeros llegados detrás del mostrador de la tienda y les señaló el tubo de incendios. Los agentes estaban acostumbrados: desenrollaron rápidamente las largas mangas de tela, las introdujeron en la caja estrecha de la escalera de caracol y, abriendo el grifo, regaron el interior de la cueva.

La ducha inesperada paró de golpe a los luchadores, separó los campeones. La aspersión duró cinco minutos, y cuando la Policía juzgó que los clientes de El Cerdo de San Antón estaban suficientemente calmados, el cabo, habiéndose provisto de una linterna, ordenó con voz firme al público que saliera uno por uno.

Abatidos, los clientes obedecieron, resignados, sabiendo que toda resistencia era inútil e imposible. A medida que emergían lentamente de la escalera de caracol, sumisos, dóciles, los agentes los aprehendían, les ponían las esposas y los ataban de dos en dos. Después, un guardia se destacaba y conducía la presa a la Comisaría.

El cabo, una vez que hubieron salido todos los clientes, bajó a la cueva para asegurarse que nadie se había escondido. En el suelo yacía un desgraciado bañado en sangre ... Era el tocador de guitarra herido de una cuchillada en pleno pecho.

***

Habían conducido al puesto a la pareja compuesta por el hombre verde y el joven barbilampiño, a quien su compañero no había dejado desde que lo había identificado. en la batalla del sótano. El secretario del comisario, que tomaba los nombres de los individuos detenidos, reprimió un movimiento de sorpresa cuando el hombre verde le enseñó una tarjeta de identidad. El hombre murmuró algunas palabras al oído del secretario y este declaró al agente:

- Deje en libertad al señor inmediatamente ... En cuanto al otro ...

Pero el hombre verde interrumpió:

- En cuanto al otro, yo le ruego que le deje igualmente, tengo que llevarlo conmigo.

El secretario se inclinó; bajo sus órdenes, los dos individuos fueron desprovistos de las esposas.

El joven, estupefacto, miraba al personaje que acababa de ser hacía un instante su compañero de cadenas y se dispuso a darle las gracias; pero este, apretándole enérgicamente la mano como para prevenir todo intento de fuga, lo sacó de la Comisaría.

En la calle, los dos hombres se tropezaron con el cabo, que volvía llevando con un agente, al desgraciado tocador de guitarra, respirando apenas, y que los gendarmes habían reconocido como un subinspector de la Sûreté. Sin dejar al efebo barbilampiño, el hombre verde se inclinó hacia el cabo, tuvo durante algunos segundos una conversación animada con él, y como el cabo, tomando una actitud respetuosa, respondiera:

- Sí, eso es todo, señor inspector. no tengo a ningún otro.

El misterioso personaje dio una patada y juró:

- ¡Nombre de Dios! Gurn se ha escapado.

***

En la dirección de la calle de Montmartre, aquel que hasta entonces había sido designado con el apodo de el hombre verde arrastraba a grandes pasos a su compañero. que temblaba con todos sus miembros, no comprendiendo nada, sin duda, de lo que le ocurría y temiendo mucho lo que pudiera venir.

De repente, cuando acababan de llegar a la acera, al pie del muro de la iglesia de Saint-Eustache, bajo el resplandor grotesco de un farol, el hombre verde detuvo su marcha.

Se plantó enfrente de su prisionero y, mirándole fijamente a los ojos, declaró:

- Yo soy Juve, Juve, el policía ...

Y como el joven le mirase, cortado, Juve, continuó, acentuando cada una de sus palabras:

- ¡Y tú, mademoiselle Jeanne ..., tú eres Charles Rambert!
Indice de Fantomas de Pierre Souvestre y Marcel Allain CAPITULO DËCIMOSEXTO. Entre los mozos de carga del mercado CAPÍTULO DÉCIMOCTAVO. Un prisionero y un testigoBiblioteca Virtual Antorcha