Indice de Fantomas de Pierre Souvestre y Marcel Allain CAPITULO VIGÉSIMO SÉPTIMO. Tres accidentes sorprendentes CAPÍTULO VIGÉSIMO NONO. El veredictoBiblioteca Virtual Antorcha

Fantomas

Pierre Souvestre y Marcel Allain

CAPÍTULO VIGÉSIMO OCTAVO

La audiencia de lo criminal



Habiendo acabado su declaración el testigo anterior, el señor consejero de Astorg, que dirigía los debates, se volvió hacia el ujier de la audiencia y ordenó:

- ¡Haga entrar a lady Beltham!

Mientras que el ujier, obedeciendo las órdenes del presidente, se levantaba y llegaba a la pequeña puerta, por donde penetrarían sucesivamente en el estrado cada uno de los testigos citados, un vivo movimiento de curiosidad se dibujaba entre los espectadores que habían acudido a esta sensacional audiencia.

Todas las personalidades conocidas del bulevar, todos los que se precian de pertenecer al todo Paris, habían intrigado para obtener una plaza en estos debates, por ver, en una palabra, juzgar al miserable Gurn, asesino de lord Beltham, antiguo embajador, personaje conocido, de alcurnia, cuya muerte había levantado, más de dos años antes, viva emoción.

La atención sobreexcitada de los espectadores no había podido encontrar materia de sensacional ansiedad en las primeras formalidades del proceso.

El acta de acusación, leída por el escribano, había sido casi ininteligible. No relataba, por otra parte, más que hechos conocidos, publicados por la Prensa ...

El interrogatorio del acusado, de ese Gurn que permanecía extrañamente impasible en el banco de la infamia, no había tenido un vivo interés.

Gurn, además, desde los primeros días de su encarcelamiento, había confesado la realidad del crimen que se le atribuía; se había reconocido culpable. No había tenido, pues, que añadir gran cosa a sus anteriores declaraciones ni a la insistencia que había puesto el presidente del tribunal para hacerle precisar ciertos detalles que permanecían misteriosos, en apariencia, en cuanto a su identidad, en cuanto a los motivos que le habían determinado a intentar después la peligrosa visita en el curso de la cual el inspector Juve había tenido la fortuna de aprehenderlo.

El testimonio de lady Beltham prometía en cambio ser cautivante.

Estaba ella, en efecto, muy seductora, envuelta en amplios vestidos de luto. Era una mujer joven, graciosa, muy pálida, simpática, hasta tal punto, que el auditorio olvidaba las maledicencias para no ocuparse más que de la declaración que ella iba a hacer, de las respuestas que daría al presidente del tribunal de lo criminal.

El ujier condujo a lady Beltham hasta la barra semicircular situada en el centro del estrado, a la altura de la tribuna de los jurados, donde los testigos hacían su declaración.

- Haga el favor de quitarse los guantes, señora -dijo. Después, según la fórmula, preguntó-: ¿Jura decir la verdad. toda la verdad, nada más que la verdad? ¿Hablar sin rencor y sin temor?

El ujier apuntó:

- Responda: Lo juro.

Con voz temblorosa, pero bellamente timbrada, lady Beltham, levantando la mano derecha, dijo:

- ¡Lo juro!

El presidente, testigo de la emoción de la joven, suavizó en su favor el tono un poco rudo que usaba para dirigirse a los testigos:

- ¡Tranquilícese, señora! ... Siento estar obligado a someterla a este interrogatorio, pero el interés sagrado de la justicia lo exige ... Veamos ... usted es, ¿no es así? lady Beltham, viuda de lord Beltham, de nacionalidad inglesa, que reside en París, en su hotel de Neuilly.

- Sí, señor presidente.

- ¿Quiere usted volverse, señora. y decirme si reconoce al hombre que se encuentra en el banco de los acusados?

Lady Beltham obedeció al presidente y, lanzando una rápida mirada a Gurn, respondió:

- Sí, señor presidente. Conozco al acusado, se llama Gurn ...

- Perfecto, señora. ¿Podría decirme, en primer lugar, de dónde lo conoce?

- Cuando mi marido, lord Beltham, estaba en el Transvaal, señor presidente, en la época de la guerra contra los boers, Gurn era sargento en el ejército regular. Fue, entonces, cuando nos eocontramos.

- ¿Le trató usted mucho en esa época?

- Vi muy poco a Gurn en el Transvaal, señor presidente. Los azares de la campaña hicieron que yo conozca su nombre; pero su mismo grado, la situación de mi marido, limitaban forzosamente las relaciones que yo podía tener con un simple sargento ...

El presidente prosiguió:

- En efecto, Gurn era sargento ... y después de la guerra, señora, ¿volvió usted a ver al acusado?

- Inmediatamente después de la campaña. si, señor presidente. Mi marido y yo regresamos a Inglaterra en el mismo paquebote. que Gurn ...

- ¿Le trató a bordo?

- No, señor presidente. Nosotros éramos pasajeros de primera clase; él iba, creo, en segunda ... Mi marido le vio por azar, le reconoció y por eso supo que él viajaba a bordo del mismo barco que nosotros ...

El presidente del tribunal prosiguió:

- ¿Son esas todas las relaciones que tuvieron el acusado y su marido, señora?

- Son, en todo caso, las relaciones que yo he tenido con él. Sé, en cambio, que mi marido ha recurrido varias veces a los servicios de Gurn para encargarle que efectuase diversos trabajos, diversas comisiones ...

- ¡Muy bien! Volveremos sobre este asunto luego. En cambio, usted será tan amable, señora, de precisarme un detalle. Si en la calle hubiese usted encontrado al acusado, hace algunos meses, ¿le habría reconocido?

Lady Beltham vaciló un segundo, después contestó:

- Estoy segura, señor presidente, que no le hubiera reconocido, y la prueba está en que el día de su detención, antes que esta detención se hubiese efectuado, hablé con este hombre durante algunos minutos, sin ocurrírseme ni por un momento que la persona con quien estaba tratando fuese el Gurn que buscaba la Policía ...

El presidente del tribunal prosiguió:

- Excúseme, señora, si le hago una pregunta un poco brutal y le recuerdo que antes ha jurado usted decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad ... Veamos, ¿quería usted a su marido?

Lady Beltham reprimió un estremecimiento.

Se recogió algunos minutos, pareció buscar la respuesta que convenía dar, después:

- Lord Beltham tenía mucha más edad que yo, señor presidente ...

Y como si se hubiera dado cuenta inmediatamente de la significación implicita de su declaración, la joven añadió:

- Tenía por él, sin embargo, la mayor estima y un afecto muy sincero.

Una sonrisa irónica se había dibujado en los labios del consejero Astorg, quien, con una mirada dirigida al banco de los jurados, parecía rogar a los miembros de ese tribunal que redoblasen la atención.

- ¿Sabe usted -dijo a la testigo- por qué le hago esta pregunta?

- No, señor presidente.

- Se ha dicho, señora (es un rumor que ha corrido un poco por todas partes, en los salones), se ha dicho que el acusado había estado tal vez muy enamorado de usted ..., que tal vez ..., vamos, ¿es esto verdad?

Recalcando estas últimas palabras, el presidente del tribunal se había inclinado un poco hacia adelante y con mirada penetrante observaba a lady Beltham.

Esta balbució:

- ¡Es una calumnia, señor presidente! ...

Gurn, que hasta entonces, y después de la apertura del debate, había observado una actitud impasible, se enderezó entonces y, cruzando los brazos, desafiando al presidente. protestó en voz alta:

- Señor, tengo por lady Beltham, y quiero declararlo aquí públicamente. el más profundo, el más firme de los respetos. Los que han proclamado ese rumor, del que usted acaba de precisar la maldad, han mentido. He matado a lord Beltham, lo he confesado, no me retracto; pero no he atentado a su honor, y entre lady Beltham y yo, yo, un humilde sargento, no ha habido jamás una palabra, una mirada, un gesto, que no haya podido ser sorprendido por lord Beltham ...

Y cuando el presidente, volviéndose de repente hacia el acusado, insistía:

- Confiésenos, entonces, por qué ha asesinado a la víctima.

Gurn respondió:

- ¡Pero si ya lo he dicho, señor presidente! ¡Y lady Beltham no puede estar mezclada en nada en este crimen! ... Tenía muchos asuntos que aclarar con lord Beltham. Le rogué un día por teléfono que viniera a mi casa. El vino. Tuvimos una discusión de intereses, se encolerizó. Yo respondí airadamente, perdí la conciencia de mis actos y le maté en un momento de locura ...

Esta declaración caballeresca del acusado produjo una impresión simpática.

Los jurados, que la habían seguido desde el principio hasta el fin, no perdiendo ni una palabra de Gurn, se hubieran convencido de buena gana. Pero, habituado a perseguir una verdad minuciosa, el presidente de lo criminal se volvió hacia lady Beltham, insistiendo de nuevo:

- Usted me perdonará, señora, que no me atenga a esta simple declaración. Una relación cualquiera entre usted y el acusado, que un sentimiento delicado podría llevar a Gurn a ocultar, que un sentimiento del honor les incitaría a negar, cambiaría el aspecto de este proceso ...

Volviéndose hacia el ujier, el presidente añadió:

- Haga el favor de llamar a madame Doulenques, antigua portera de Gurn, que ha testimoniado hace un momento ...

La buena mujer se había compuesto para venir a declarar en este grave asunto.

Siguiendo al ujier que había ido a buscarla a la sala de testigos, donde, después de un primer interrogatorio y por orden del presidente se le había vuelto a llevar algunos minutos antes, entró en el estrado, y a requerimiento del presidente, se acercó a lady Beltham.

- Veamos, madame Douleoques -explicó el presiden!e--, usted nos ha dicho, hace algunos minutos, que monsieur Gurn, su inquilino, recibía a menudo la visita de una hermosa mujer, su querida. Nos ha dicho, asimismo, que si le presentamos a esa mujer ante su vista la reconocería con toda seguridad. ¿Quiere usted mirar a la señora? ¿No será ella?

Madame Doulenques, toda colorada de emoción, retorciendo entre las manos unos enormes guantes blancos que había comprado para el caso, miró a lady Beltham ávidamente.

- ¡Caramba! -diio, después de algunos minutos de examen-. No sé demasiado yo si esta señora ...

El presidente sonrió.

- Estaba usted tan segura, hace poco ...

- Pero, señor juez -respondió la buena mujer-, es que en este momento no veo muy bien a la señora ... con todos esos velos ...

Sin esperar la invitación que iba a hacerle con toda seguridad el presidente, lady Beltham, con un gesto altivo, levantó su velo de viuda y dijo:

- ¿Me reconoce ahora?

El tono desdeñoso con que habían sido pronunciadas estas palabras acabó de turbar a madame Doulenques.

Después de haber mirado durante algunos minutos a lady Beltham, se volvió hacia el presidente.

- Señor juez -dijo-, es todo como he tenido el honor de decirle ... No sé demasiado si esta señora ... No podría jurarlo.

- Pero ¿lo cree usted? -preguntó el presidente.

Madame Doulenques protestó:

- Usted sabe, señor juez, que he jurado hace poco decir la verdad, nada más que la verdad ... Por tanto, no puedo mentir ... ¡Pues bien! Puede ser perfectamente ella; pero también puede ser que esta señora no sea ella.

- En otros términos -prosiguió el presidente con paciencia-, que le es imposible decidirse.

- Sí -continuó la portera-, así es. No sé, no puedo ... La señora se parece a la hermosa dama ..., tiene algo, ¿no es así?, como un aire de familia. Pero desde el momento en que no puedo reconocerla enteramente ... ¡Es demasiado grave! ...

Madame Doulenques habría eternizado con gusto su declaración; el presidente interrumpió su charlatanería:

- ¡Está bien! Le doy las gracias ... Los jurados determinarán.

Cuando madame Doulenques salió, el consejero se limitó a preguntar a lady Beltham:

- Veamos, ¿querría usted decirme ahora cuál es su opinión personal sobre la culpabilidad relativa de este individuo? Bien entendido que él ha confesado su crimen y que su respuesta debe recaer principalmente sobre los motivos que han podido provocar el homicidio ...

Esta vez, lady Beltham ni aun se tomó tiempo para reflexionar:

- No sabría responder con precisión, señor presidente. No puedo tener más que una impresión, una impresión bastante vaga ... Yo sé que mi marido era vivo, muy vivo, incluso violento ... Sostenía siempre lo que él consideraba como su derecho ... Si, como dice el acusado, hubo una discusión, no me asombraría que mi marido hubiera empleado argumentos de naturaleza suficiente para provocar la cólera de Gurn.

- Así, señora -preguntó el presidente, dando a la declaración de lady Beltham un sesgo más claro-, según usted, ¿la versión del crimen dada por el acusado es perfectamente plausible?

Entonces, lady Beltham, con una voz que ella se esforzaba por asentar a fin de disimular su turbación, su emoción, respondió lentamente:

¡Sí, señor presidente! Yo creo que las cosas han podido pasar así ... y además, es, me parece, la única manera que tengo para disculpar un poco el crimen de ese Gurn ...

Sorprendido, el presidente levantó la voz:

- ¿Desea usted disculparlo, señora?

Lady Beltham, con un movimiento instintivo, levantó la cabeza y, mirando al magistrado fijamente:

- Recuerdo -dijo- que en las leyes divinas está escrito que el perdón es el primer deber de los fieles! ... Ciertamente, he llorado la muerte de mi marido, pero el castigo de su asesino no podrá borrar mis lágrimas. Debo perdonar, debo elevar mi espíritu por encima de las pruebas que le abruman. ¡Yo perdono!

En el banco de los acusados. Gurn, horriblemente pálido, miró a lady Beltham, y esta vez la emoción del miserable era tan visible, que se notó claramente en los bancos del jurado.

El presidente del tribunal, después de haber consultado con sus asesores, después de haber hecho a monsieur Barberoux la pregunta Profesor, ¿no tiene usted que hacer ninguna pregunta al testigo?, dio las gracias a lady Beltham, la invitó a sentarse en la sala y después declaró:

- ¡Se levanta la sesión!
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