Indice de Fantomas de Pierre Souvestre y Marcel Allain | CAPITULO TRIGÉSIMO PRIMERO. ¡Cita de amor! | CAPÍTULO TRIGËSIMO TERCERO. En el cadalso | Biblioteca Virtual Antorcha |
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Fantomas Pierre Souvestre y Marcel Allain CAPÍTULO TRIGÉSIMO SEGUNDO La horrible traición Muy emocionada, nerviosa, sin poder estarse quieta, y, sin embargo, parándose a cada paso; escuchando, reanudando después al instante la marcha, presa de una agitación febril, lady Beltham iba y venía en el silencio de la noche. La gran dama, más pálida aún que de ordinario, con los ojos brillantes de un extraño fulgor, comprimía a cada movimiento su pecho con toda la fuerza de las manos, como si su corazón, que latía muy fuerte, hubiera querido escaparse. - No vendrá -murmuro, retorciéndose las manos con un gesto de atroz inquietud-. ¿O sí? De repente exclamó:- He oído algo. ¡Es él! ... Lady Beltham atravesó, sobre la punta de los pies, la habitación donde se encontraba, fue al fondo, entreabrió una puerta, escuchó algunos segundos y volvió. - ¡No! ... ¡Nada! ... En la calle de Messier, en el número 22, se encuentra una casucha de un piso que, desde hacía algunas semanas, estaba desocupada. El propietario, un viñador del campo y que no venía a París sino en raras ocasiones, conseguía alquilar cada vez menos este miserable inmueble, abierto a todos los vientos, húmedo, sucio, amenazando ruina, y que habría sido preciso, para hacerlo habitable, reconstruirlo de arriba abajo. Ahora bien: hacía alrededor de un mes que el propietario del 22 de la calle de Messier se encontró sorprendido de recibir un contrato de arrendamiento firmado con el nombre vago de Durand, pero se sorprendió más aún al encontrarse en la carta tres billetes de cien francos, importe de un año adelantado de alquiler, y, muy feliz con esta ganga, se apresuró a remitir a ese Durand los recibos, celebrando no haber restaurado la casucha, como había tenido intención de hacerlo, trabajo que hubiera sido inútil, puesto que, en adelante y por un año, tenía un inquilino y una póliza. Envió la llave a la dirección que se le indicó y no se preocupó de más. En la habitación principal del primer piso, ya abuardillado y que amueblaban miserablemente un viejo canapé usado, una butaca en el mismo estado, algunas sillas de paja y una mesa de madera blanca, lady Beltham se había instalado, esta noche del 18 de octubre; era allí donde la gran dama esperaba ansiosa. Sobre la mesa estaba dispuesta una tetera en la que el agua, gracias a una estufilla, se conservaba hirviendo; algunas tazas, y pastelitos. Un quinqué de alcohol alumbraba mediocremente este interior miserable. Lady Beltham, que había vuelto al centro de la habitación, se fue, de repente, al lado opuesto de la puerta que daba a la escalera; entreabrió entonces un gabinetito oscuro, murmuró un ¡Chist!, que acentuó con un ademán, como dirigiéndose a una persona que estuviese oculta en este recinto, y volvió para dejarse caer en el canapé. Lady Beltham se cogía la cabeza entre las manos, oprimiendo las sienes que latían con fuerza; parecía hacer esfuerzos para coordinar sus pensamientos; pero, incapaz de estarse quieta, se levantaba, andaba, hablando: - No, nadie aún ... ¡Oh!, diez años de mi vida por ... ¡Dios mío! ... ¡Dios mío! ... ¿Está, pues, todo perdido?... Horrible noche de locura ..., de sollozos ... Mirando a su alrededor, la viuda de lord Beltham, con la mirada angustiada, proseguía: - ¡Y este lugar siniestro! ... En el miserable salón, ya tan pobremente iluminado, la luz disminuía. Lady Beltham se acercó a la mesa, miró la lámpara y levantó un poco la mecha. De repente se paró. - ¡Un ruido! -dijo COn un dedo sobre los labios-. ¿Será él? Lady Beltham corrió a la puerta con los nervios en tensión. Pasos vacilantes se acentuaban cada vez más. - ¡Pasos de hombre! -murmuró lady Beltham. Se oía, en efecto, tropezar en la escalera, subir lentamente. De pronto, el ruido se precisó. No había duda ya. Lady Beltham retrocedió vivamente, fue hasta el canapé, se dejó caer en él y, volviendo la espalda a la entrada, con el rostro oculto entre sus manos, balbució: - ¡Valgrand! A la salida del teatro, el artista, al que la extraña llamada recibida al final del espectáculo había determinado acudir a la misteriosa cita, se hizo conducir hasta el jardín de Luxemburgo. De allí, sosegadamente, había venido a pie. Valgrand era hombre apasionado por la aventura. Las calaveradas amorosas siempre le habían salido bien; un poco hastiado, por consecuencia, lograba la mayor satisfacción cuando se le proponía una nueva fórmula, cuando se trataba de un asunto inédito. Con toda seguridad, la mujer que le había suplicado que viniera, en esta sombría noche de otoño, a este barrio perdido, lejos de todos y con los vestidos del trágico personaje que acababa de encarnar con tanta verdad, no debía de ser una mujer corriente. Además, existía, sobre todo esto, el hecho de que, si le pedían a él, Valgrand, que acudiese a una cita de amor bajo la forma de Gurn, no era una mujer cualquiera la que hacía esta petición, sino precisamente la única mujer a la cual el asesino debía inspirarle un indecible horror: lady Beltham, viuda de la víctima. Hay mujeres -se había dicho Valgrand- a las que les gusta que las peguen; otras quieren que se las espante. En fin, veremos. Valgrand entró lentamente en la habitación, cuidando los efectos como buen cómico que era. Con gesto teatral tiró la capa y el sombrero sobre la butaca, dio algunos pasos y, aproximándose a lady Beltham, que permanecía inmóvil, con el rostro oculto entre las manos, declaró, con voz grave: - Soy yo. Lady Beltham, como sorprendida, lanzó un ¡Ah! apagado y pareció querer ocultarse más aún. ¡Caramba! -pensó Valgrand-. Tiene aspecto verdaderamente turbado. ¿Qué puedo decirle? Veamos ... Pero lady Beltham, que parecía hacer un esfuerzo sobrehumano, se enderezó. - Gracias -balbució-. Gracias por haber venido. Valgrand esbozó una mueca. - Verdaderamente, señora -declaró-, no es usted la que debe darme las gracias; por el contrario, yo le agradezco que me haya llamado ... Créame que hubiera venido antes, si los retrasos habituales que lleva consigo un estreno, las visitas numerosas que le siguen ... Pero -se interrumpió, viendo que lady Beltham tiritaba-, ¿tiene usted frío? - Tengo frío, en efecto -suspiró con voz apenas perceptible la viuda de lord Beltham. Valgrand se levantó, mirando con rápida ojeada el miserable apartamento en el cual se encontraba. Será preciso que esclarezca este misterio, pensó Valgrand, cuando fue a comprobar si la ventana estaba bien cerrada. Mientras que se preocupaba de este detalle, lady Beltham se levantó a su vez. - A falta de algo mejor, aquí tengo una cosa que le reconfortará, monsieur Valgrand. ¿Un poco de té? Con mano temblorosa, como si la taza que le tendía pesase de una manera formidable, lady Beltham se acercó a su huésped. Valgrand aceptó. - ¡El té no me espanta, señora! Y, a su vez, se acercó a la bandeja, cogiendo el azucarero lleno de azúcar. Lady Beltham detuvo el movimiento de Valgrand, que le iba a servir. - Yo bebo siempre el té sin azúcar -observó, mientras que Valgrand, esbozando una ligera mueca, murmuraba: - Os admiro, pero no os imito. Y el artista, sin cumplidos, echó en su taza una tercera parte del azucarero. Lady Beltham, sin decir una palabra, le miraba con mirada hosca. Mientras ambos bebían se hizo un silencio. Lady Beltham estaba recostada en el canapé; Valgrand, no lejos de ella, se sentó en una silla. Mientras bebían, el artista pensaba: Sí que tenemos una conversación poco animada. ¿Es que esta gran dama me intimida hasta el punto de volverme estúpido como un colegial? Valgrand levantó la vista hacia lady Beltham. Esta, inmóvil, tenía la mirada perdida en el infinito. Lo que hace falta es ser psicólogo; Veamos ..., esta hermosa mujer no está por mí, Valgrand, puesto que me ha hecho venir con el aspecto de Gurn. Es preciso, pues, que yo me coloque en el lugar de ese buen mozo ¡Hum! Pero, entonces, ¿cuál es la actitud que hay que observar? ... ¿Es preciso ser sentimental? ... ¿Simular brutalidad? ... ¿Adular su manía de mujer apóstol? ... ¿Hacer de pecador arrepentido? ... ¡A fe mía, que no lo sé! Salga lo que salga ... ¡Vamos! ... Valgrand se había levantado. Como en el teatro, moderando los efectos desde el principio, matizando la voz para luego dejarla libre y graduando la tonalidad, Valgrand empezó: - Ante su llamada, señora, Gurn, el prisionero, rompe las cadenas, fuerza la puerta de un calabozo, derriba los muros de la prisión, triunfa de los obstáculos más formidables, y viene a usted, viene ... Valgrand se acercó un paso. - ¡No! ... ¡No! ... ¡Cállese!... ¡Cállese! ... -murmuró lady Beltham, parándole con un gesto. ¡Me equivoco! -pensó Valgrand-. Vayamos por otro lado, y con el tono de una lección aprendida, declamó: - Su tutelar bondad, ¿se ha vuelto, pues, hacia el culpable a quien es preciso arrancar del pecado? Se le llama la gran señora ..., tan buena ..., tan cerca de Dios ... - ¡Nada de eso! ... ¡Nada de eso! -suplicó lady Beltham. La gran señora estaba soberbia en su emoción, todo su cuerpo temblaba. Valgrand, a quien esta actitud edificaba un poco, resolvió: Ya veo lo que es esto. Es preciso violentar las cosas. Duramente, con ademán brusco y poniendo su mano en el brazo de lady Beltham, gritó: - Entonces, ¿no me reconoces? ¡Soy Gurn ..., el asesino! ... ¡Quiero tomarte! ... ¡Estrecharte entre mis brazos! ... Valgrand iba a unir el gesto a la palabra; lady Beltham. espantada. se desasió. gimiendo: - ¡No! ..., ¡no! ... Está loco ..., está ... Pero Valgrand continuó con la voz vibrante de pasión: - Quiero aplastarte contra mi corazón ... Hizo todo lo posible para acercarse a lady Beltham; pero esta, con una energía desesperada, le rechazó. - ¡Atrás, bruto! ... -gritó. Valgrand retrocedió, permaneciendo desconcertado en medio de la habitación; lady Beltham fue a apoyarse contra la pared más alejada. desfalleciendo casi. ¡Ah!, decididamente -pensó el artista, muy confundido-, estoy muy mal en este papel ... Empleando un tono meloso, amable, dijo suavemente: - Escúcheme, señora ... Lady Beltham, fingiendo haber superado su emoción, se acercó ante esa llamada. - Perdón, señor, perdón -balbució. Valgrand, con tono cada vez más suave, prosiguió: - Soy Valgrand, el artista Valgrand, usted lo sabe. Excúseme por haber entrado en su casa de esta manera; pero tiene un poco de culpa este billete ... - ¿Este billete? -interrogó lady Beltham-. ¡Ah! ... sí ..., perdón ... Valgrand continuaba haciendo esfuerzos como si buscase las palabras: - Usted ha presumido de sus fuerzas ..., ahora me encuentra tal vez demasiado parecido ... El artista se interrumpió, frotándose maquinalmente los ojos. Es curioso -pensaba-: me parece que tengo muchas más ganas de irme a acostar que de hacerle la corte a esta señora ... Resistiendo, sin embargo, prosiguió: - Le amo desde el día que la vi por primera vez ..., le amo con un amor ... Lady Beltham, desde hacía algunos instantes, miraba a Valgrand con más calma, con mirada menos adusta. Valgrand lo había notado ... y apreciado su actitud. Esta vez hemos acertado. El antiguo hombre de experiencia, el experto en escenas líricas, iba a darse todo entero. Hizo un violento esfuerzo para vencer la malhadada somnolencia que le invadía. Lográndolo en cierta medida, exclamó: - ¿Me callaré cuando el cielo, generoso al fin, va a realizar mi más querido deseo, atender a mis más ardientes votos? ... ¿Cuando, ardiendo de amor, me pongo de rodillas ante usted? Valgrand se dejó deslizar en tierra ... Lady Beltham se enderezó. Escuchó. Dieron las cuatro en un relejo lejano. - ¡Oh, no puedo más! ..., ¡no puedo más! -balbució-. ¡Escuche, las cuatro! ¡Ah, pero no! ..., ¡no! ... ¡Es demasiado! ... ¡Demasiado para mí! La joven, completamente alocada, iba y venia por la habitación, con ademanes de animal cogido en una trampa ... Se acercó a Valgrand y, como poseída de inmensa misericordia, exclamó: - ¡Márchese, señor! ... ¡Si cree en Dios, márchese! ... Cuanto antes, mejor ... Valgrand se levantó con dificultad; se puso en pie. Sentía la cabeza pesada; experimentaba, sobre todo, un invencible deseo de callarse, de quedarse donde estaba ... Tanto por galantería como por necesidad de inmovilizarse, murmuró, no sin cierta oportunidad: - No creo más que en un solo Dios, señora ..., el Dios del amor, que me ordena quedarme. En vano se esforzaba lady Beltham para que se fuera el actor; en vano le gritaba, atemorizada, llena de angustia: - ¡Pero huya, desgraciado! Es demasiado horrible ... - ¡Me quedo! -declaró Valgrand, dejándose caer pesadamente en el canapé al lado de lady Beltham, a la cual, maquinalmente, se esforzaba en coger por el talle. - ¡Escuche! -balbució ella, desasiéndose-. En nombre del cielo, es preciso ... Y, sin embargo, no se lo puedo decir ... ¡Oh!, es atroz ... - ¡Me quedo! -repetía Valgrand, que cada vez más postrado por su extraordinaria somnolencia, parecía no tener más que un deseo: dormir. Lady Beltham cesó de hablar, mirando al artista, hundido al lado de ella. De repente, ella aguzó el oído. Un ligero ruido. Venía de la escalera. Lady Beltham se levantó rápidamente; después, cayendo de rodillas en el suelo, exclamó: - ¡Ahí están! De repente, Valgrand, a pesar de su tremendo deseo de dormir, tuvo un sobresalto. Dos pesadas manos acababan de ponerse en sus hombros. Después le llevaron hacia atrás los brazos; las muñecas quedaron atadas detrás de la espalda. - ¡En nombre de Dios! -exclamó, estupefacto, volviéndose con rápido movimiento. Se encontró ante dos individuos con rostros de antiguos militares, con uniformes oscuros sobre los cuales resaltaba el brillo de los botones metálicos. Iba a hablar, pero uno de estos hombres le tapó la boca con la mano. - ¡Chis! -dijo. - ¿Qué significa esto? -interrogó penosamente Valgrand, que hacía terribles esfuerzos para no caerse. Los hombres arrastraban suavemente al actor. - ¡Vamos! -murmuró uno de ellos-. Ya es hora. - ¿Quieren dejarme? -balbució Valgrand-. ¿Con qué derecho ...? El primero de los hombres prosiguió: - No seas terco ... ¡Ven! ... Mientras que el segundo proseguía: - Lo sabes bien, mi pobre Gurn ... Es inútil resistir ... Nada en el mundo podría ... Débilmente, Valgrand, aturdido, protestaba sin embargo: - No comprendo lo que ustedes me dicen. Uno de los hombres se impacientaba: - ¿Quieres dejarme hablar al fin? ... Sabes que hemos arriesgado mucho por haberte dejado salir de la cárcel y conducido aquí, mientras que los jefes te creían hablando con el capellán ... - Claro que la señora -prosiguió el otro- nos ha pagado bien por dejarte pasar una hora aquí, mano a mano con ella; pero ha pasado hora y media, y como hay que estar allí ... Valgrand, haciendo esfuerzos sobrehumanos para permanecer despierto, comenzaba confusamente a comprender. Había reconocido los uniformes, se daba cuenta de que los hombres que le vigilaban eran guardianes de la cárcel. - ¿Qué es lo que me cuentan ustedes? -comenzó. - Antes de venir -le reprochó el primer guardián- juraste que te conducirías juiciosamente con nosotros y que vendrías cuando te lo dijéramos. Por consiguiente, es preciso mantener tu promesa ... ¡Vamos! No remolonees, Gurn. Los dos individuos le arrastraban ... Valgrand, desconcertado y terriblemente inquieto, juró, con la boca pastosa y la pronunciación difícil: - ¡Maldita sea, maldita sea! Estos imbéciles me toman por Gurn ... ¡Pero yo no soy Gurn! ... Valgrand lanzó una mirada desesperada, atónita, hacia lady Beltham, que, muda de emoción durante toda esta extraña escena, había permanecido de rodillas en un rincón de la habitación, con las manos juntas ... - ¡Señora! -balbució-, ¡digales que yo ...! Pero lady Beltham permaneció silenciosa. Los guardianes le arrastraban ... Valgrand hizo un supremo esfuerzo. Volviendo al centro de la habitación, a pesar de la voluntad de los carceleros, gritó: - ¡Yo no soy Gurn! ... ¡Soy Valgrand ..., el actor Valgrand! ¡Todo el mundo me conoce! Ustedes lo saben, pero ..., pero regístrenme ...
Con un gesto de la cabeza, designó el lado izquierdo de su vestido. - ¡Ahí! ..., mi cartera ..., con mi nombre dentro ..., la carta ..., la prueba de la emboscada ..., la carta de esta mujer ... - Mire a ver, Nibet -aconsejó el primer carcelero, mientras gritaba al oído de Valgrand-: ¡Más bajo! ¡En nombre de Dios! ¿Te has propuesto que nos sorprendan? Nibet se encogió de hombros; con gesto rápido había palpado el vestido del hombre y se había dado cuenta de que en el bolsillo no había ninguna cartera. - Y ahora, ¿qué? -prosiguió, dirigiéndose a su compañero-. ¿Hemos traído a Gurn aquí? ¿Sí? ...
Entonces, es preciso volver a llevar a Gurn a la cárcel ... Lo sabes lo mismo que yo ... ¡Andando! ... Valgrand, cada vez más aterrado por la invencible somnolencia que le agobiaba, gastado por el violento esfuerzo que acababa de hacer para protestar, no resistía más, se dejaba llevar. Mientras que le arrastraban por la escalera sombría y abandonaba la casa, tartamudeaba, con voz cada vez más vacilante: - ¡Yo no soy Gurn! ... ¡Yo no soy Gurn! ... Lady Beltham escuchó algunos instantes aún; después, convencida de que nadie podía haberse dado cuenta de la prodigiosa aventura que acababa de ocurrir, entró en la habitación, sofocada, rota de emoción. Lady Beltham se tumbó de nuevo en el canapé, trató de deshacer el cuello, dio algunos suspiros y se desmayó. Por el lado opuesto a la escalera se entreabrió una puerta. Lentamente, sin ruido, Gurn salió de la oscuridad y se acercó a lady Beltham. El asesino se precipitó a los pies de su amante, cubriendo de besos su rostro inmóvil, estrechando sus manos inertes. - ¡Maud! -exclamó-. ¡Maud! Lady Beltham no respondió. Gurn iba y venía por la habitación, buscando algo para reanimarla; pero, poco a poco, lady Beltham, por sí misma, volvía a la vida. Dio un débil gemido; su amante acudió. - Gurn -imploraba, poniendo su mano en el cuello del miserable-, Gurn ... ¡Ah! ... ¿Eres tú? ... Ven cerca de mí, muy cerca ... Estréchame en tus brazos ... Ves, era superior a mis fuerzas ... He estado a punto de comprometer todo, de decir todo ... ¡No podía más! ... ¡Oh!, ¡qué espantosos instantes! ... Bruscamente, lady Beltham se enderezó, el rostro angustiado. - ¡Escucha! -dijo-. ¡Aún se le oye! Gurn protestó con una caricia: - ¡No! -aseguró-. ¡No! ... Adorada mía, no pienses más en esas cosas. Lady Beltham, con los ojos fijos, la mirada perdida en sus recuerdos, prosiguió con tono extraño: - Cómo decía: ¡No soy Gurn! ... ¡No soy Gurn! ... ¡Con tal de que no se den cuenta, gran Dios! Gurn, muy inquieto también por la espantosa sustitución que había combinado de acuerdo con su amante, sugirió con aplomo, tratando de convencerse: - A los carceleros se les ha pagado espléndidamente. Ellos negarán, por otra parte ... Después, muy bajo, interrogó a lady Beltham: - ¿Bebió el ... narcótico? Lady Beltham movió la cabeza afirmativamente. - Sí ..., el cloral hará su efecto ..., obraba ya ...,
tan fulminante ..., tan rápido ..., que he creído por un instante que iba a caer a mis pies. - ¡Maud! -exclamó Gurn, respirando profundamente-. ¡Maud, estamos salvados! Y como la joven esbozase un gesto de inquietud, prosiguió: - ¡Querida mía! ... ¡Alma mía! ... La consoló con un beso. Después, continuó: - Veamos ..., tan pronto como llegue el día, una vez que la multitud de transeúntes sea lo bastante numerosa para poder mezclarnos con ellos, saldremos de aquí, ¿no es así? Escucha: mientras estabas con el otro ... he quemado mis ropas de prisionero ... Estas me cambian ... y tengo necesidad para salir de aquí ... Gurn, mientras pronunciaba estas palabras, había visto la capa olvidada por Valgrand. - ¡Vaya! -prosiguió, envolviéndose en la capa-. Pasaré bien disimulado bajo su .... bajo esta capa ... - Partamos -aceptó lady Beltham, intentando un esfuerzo supremo para arrancarse del canapé en el que ella yacía medio extendida. Pero Gurn objetó: - Un instante ... Después, señalando su rostro, dijo: - Hace falta que me quite esta barba ..., estos bigotes ... Ya el asesino de lord Beltham, sacando unas tijeras de su bolsillo, iba hacia un espejo, cuando un ruido de pasos muy claro, muy acentuado; ruido de alguien que subía la escalera, tropezando regularmente con los peldaños de madera, le detuvo en seco. Gurn palideció horriblemente, mientras que lady Beltham, recobrando toda su presencia de ánimo, Su vigor, su audacia, ante la proximidad del peligro, corrió hacia la puerta que daba a la escalera. Aquella se abrió ... Lady Beltham, a pesar de sus esfuerzos, no pudo impedir que girase sobre su goznes. Gurn, que no había tenido tiempo de volver a su escondite, se había dejado caer en la única butaca de la habitación, bajando sobre su rostro el sombrero de Valgrand. con el que se había cubierto, y levantando el cuello de la capa del artista, que se había echado un momento antes sobre sus hombros. Ante lady Beltham, que retrocedía, alguien que se adelantaba se presentó: - Que la señora me excuse; yo le pido perdón a la señora ... El hombre que entraba así parecía tímido, vacilante. - ¿Qué quiere usted? ¿Quién es usted? -interrogó con voz débil lady Beltham. - ¡Ah! -replicó el individuo-. Yo soy ... Pero, al ver a Gurn en el fondo de la habitación, y señalándole, dijo: - Monsieur Valgrand me conoce bien ... Soy yo ... Charlot .... su criado ..., el que viste a monsieur Valgrand en el teatro ... Yo venía ... por nada ... ó, al menos ... tengo ... Charlot sacó de su bolsillo un pequeño paquete rectangular. - Monsieur Valgrand ha salido tan precipitadamente del teatro que ha olvidado la cartera ... y yo venía a traérsela ... Mientras que Charlot se esforzaba en acercarse al asesino de lord Beltham, a quien tomaba por su amo, la joven, angustiada hasta el más alto punto, se interpuso. Charlot, engañándose sobre las intenciones de lady Beltham, se excusó: - Yo venía también ..., pero ... eso no vale la pena ... Después, dirigiéndose a lady Beltham a media voz: - No dice nada ... ¿Está enfadado? ... ¿Porque he venido? ... Puede ser ... Sin embargo, no es por curiosidad ni por agraviarla, mi bella señora ... No es preciso que se conmueva ..., pero ¿le dirá usted que no se enfade demasiado después con su viejo Charlot? Desfalleciendo, no pudiendo soportar más la punzante charlatanería de este hombre, lady Beltham suplicó: - ¡Márchese! ... ¡Márchese! ... ¡Por favor! ... - Me voy -prosiguió Charlot-. Siento haberle molestado ..., pero tenía que explicarle ... Y como Charlot no obtenía ninguna respuesta, el incorregible hablador prosiguió: - Son todas las circunstancias: la calle ..., la casa enfrente ... de esta prisión pero quizá no sepa usted ... Charlot, tomando el silencio horrorizado de lady Beltham por una autorización para continuar sus explicaciones, se había sentado familiarmente en una esquina de la mesa; el buen hombre temblaba, estaba muy emocionado por lo que iba a decir. - ¿Está usted enterada -prosiguió- de la ejecución de Gurn ..., el asesino de ..., de ese rico señor inglés? ¡Pues bien: yo vi en el periódico, ayer ..., al menos esta noche ..., que dentro de dos horas apenas ..., que era para esta mañana ... Entonces ... Lady Beltham esbozó una mueca. - No se enfade. Entonces me preocupé ... Primero pensé en seguirle ..., quedarme abajo, esperar que monsieur Valgrand saliese; pero me perdi en el barrio ..., sucio barrio ..., y acabo de llegar ahora ... He encontrado la puerta abierta ... Ignorando si estaba todavía aquí o se había marchado ya ..., me he permitido subir; pero ahora me voy tranquilo ..., puesto que él está ahí ..., monsieur Valgrand ..., muy tranquilo con usted, señora ... Perdóneme ... Charlot, al fin, se levantó. Pasando por detrás de Gurn, lanzó una última apelación: - Monsieur Valgrand, ¿me perdonará usted? Después, al no obtener respuesta, solicitó ingenuamente el apoyo de lady Beltham. - ¿No es verdad, señora, que usted le dirá ...? Y eso se le pasará ..., porque no es mala persona ...
El me comprenderá ... Se hace uno a ideas como esta ... Sin embargo, me voy tranquilo ..., muy tranquilo ..., puesto que le he visto ... Muy tranquilo ... A pequeños pasos, curvando la espalda, Charlot se alejó. Al pasar ante la ventana, lanzó una mirada fuera y se paró en seco, fascinado ... El día, en este momento, comenzaba a puntear, tamizando, a lo lejos, el débil fulgor de los faroles ... Se divisaba, a través del cristal, una especie de terraplén, en la esquina del bulevar Arago, que limitaba con el gran muro de la cárcel de la Santé. Este lugar, ordinariamente desierto, se estaba poblando. Una multitud indefinible bullía agitada detrás de minúsculas barreras apresuradamente erigidas ... Charlot, no pudiendo apartar la mirada de la ventana, levantó una mano temblorosa, y, como si comprendiera de repente, murmuró: - ¡Ah, Dios mío! Allí debe ser eso ... ¡Es allí donde han levantado el cadalso! ... ¡Sí! -prosiguió, pegando sus ojos al cristal-. Veo cosas ..., planchas ..., montantes. Es la guillotina, la cuchilla ... Van a eje... Charlot acabó su frase con un grito doloroso. un ruido sordo retumbó al instante ... Charlot, sorprendido por detrás, acababa de caer al suelo, como un bulto, mientras lady Beltham retrocedía aterrada, mordiéndose los puños, para no gritar de terror. Gurn acababa de herir al criado. Aprovechando que el buen servidor del artista permanecía inmóvil, hipnotizado por el siniestro espectáculo que se preparaba fuera, Gurn había sacado de su bolsillo un cuchillo y, saltando con el arma abierta, la había clavado hasta la guarnición en la nuca del infortunado Charlot. Aterrada, lady Beltham miró a la víctima. Gurn, bruscamente, cogió a lady Beltham por el brazo. - ¡Ven! ... ¡Huyamos! -murmuró.
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