Indice de Fantomas de Pierre Souvestre y Marcel Allain | CAPITULO TERCERO. A la caza del hombre | CAPÍTULO QUINTO. ¡Deténgame! | Biblioteca Virtual Antorcha |
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Fantomas Pierre Souvestre y Marcel Allain CAPÍTULO CUARTO ¡No, no estoy loco! Dos días después del crimen, el viernes por la mañana, Louise, la cocinera, trastornada aún por el horroroso drama que se había desarrollado en Beaulieu, bajó a la cocina. La aurora despuntaba apenas y la buena mujer, para ver bien, tuvo que encender la lámpara de petróleo. Con ademán de autómata, el pensamiento en otra parte, preparaba los desayunos del personal y de los huéspedes del castillo, cUándo un golpe seco, dado en la puerta que daba al patio de las dependencias, la hizo estremecer. Louise fue a abrir y no pudo contener un grito de emoción al ver aparecer en la penumbra, perfilándose en negro sobre el horizonte pálido, los bicornios de los gendarmes. Estos traían a dos individuos de aspecto miserable. Apenas hubo entreabierto Louise, cuando el cabo, que la conocía desde hacía mucho tiempo, se adelantó un paso: - Mi buena señora -dijo saludando militarmente-, es preciso que nos dé hospitalidad a nosotros y a estos buenos mozos que hemos cogido esta noche rondando por la vecindad. La anciana Louise interrumpió aterrorizada: - ¡Gran Dios, señor cabo, usted trae aquí bandidos! ¿Dónde quiere usted que los meta? El gendarme Morand sonrió. El cabo replicó: ~ En la cocina ... Y como la criada esbozase un gesto denegatorio. - Es preciso -prosiguió él-; por otra parte, no tenga ningún temor: estos piratas están esposados, no se escaparán, y, además, nosotros no les dejaremos. Vamos a esperar aquí la llegada del juez de instrucción. Los gendarmes habían empujado ante ellos sus lamentables capturas. Louise que, maquinalmente, había ido a airear un calentador cuya agua había empezado a hervir, se volvió al oír las últimas palabras. - ¿El juez de instrucción Presles? Pero si ya ha llegado ... - ¿Es posible? -preguntó el cabo, que estaba sentado, y se levantó al instante. - Ha llegado, le digo -continuó la anciana-, y el monigote que le acompaña también está allí. - ¿Qué monigote? ¡Ah! ¿Es Gigou, el escrihano, a quien usted se refiere? - Puede ser -refunfuñó Louise. El cabo se dirigió al gendarme: - Le confío los prisioneros, Morand -dijo con fono imperioso-. No los pierda de vista. Parecía que la tarea del gendarme Morand iba a ser fácil: los dos vagabundos, acurrucados en un ángulo de la cocina, en la parte opuesta a los hornos, parecían poco deseosos de huir. Los dos tenían aspecto muy diferente: el uno, alto, fuerte, los cabellos crasos, cubierto con una pequeña gorra de jockey, mordiscando su espeso bigote en silencio y lanzando alrededor de él mismo y sobre su compañero de infortunio miradas sombrías e inquietas. Iba calzado con chanclos claveteados y tenía en la mano un sólido garrote. Había declarado al gendarme llamarse Francois Paul. El otro individuo. encontrado detrás de una alquería, durante la noche, en el momento en que trataba de deslizarse tras un montón de paja, encarnaba el tipo clásico de los vagabundos del campo. Un viejo sombrero blando se hundía en su cráneo, todo alrededor ensortijado con mechones rubios y grises, absolutamente rebeldes, mientras que los rasgos del rostro se disimulaban enteramente bajo una barba hirsuta. No se veían en esta cara más que dos ojos chispeantes que, sin cesar, iban y venían en todos los sentidos; este último vagabundo examinaba con interés el lugar al que los gendarmes le habían conducido. Llevaba a la espalda una pesada alforja donde estaban reunidos los objetos más diversos. Mientras que su compañero guardaba un riguroso silencio, él no paraba de hablar. Empujando de cuando en cuando el codo de su vecino para hacerse oír, murmuraba en voz baja: - ¿Entonces, de dónde vienes tú? No eres de la región, no te he visto nunca ... A mi se me conoce bien por aqui: Bouzille. ¡Me llamo Bouzille! Y, volviéndose familiarmente hacia el genderme: - ¿No es verdad, monsieur Morand, que somos los dos viejos conocidos? Por lo menos, son cuatro o cinco veces las que usted me ha detenido. El compañero de Bouzille se dignó mirarle - Entonces -interrogó este con el mismo tono-, ¿tú tienes costumbre de dejarte trincar a menudo? - ¿A menudo? -replicó el charlatán-. Eso depende de lo que se quiera decir; en invierno, no hay ningún mal en entrar en chirona, cara al mal tiempo; en el verano es preferible estar tranquilo, y, además, en el verano los delitos son más raros; se encuentra todo lo que se quiere por las carreteras; el campesino no vigila durante la estación, mientras que en invierno, es otra cosa. Si esta noche me han trincado, sin duda que es por lo del coneJo de la tia Chiquart. El gendarme, que escuchaba distraídamente, se mezcló en la conversación: - ¡Ah! -interrumpió-. ¿Eres tú, Bouzille, el que has robado el conejo? - ¿Por qué me lo pregunta, monsieur Morand? Probablemente, si usted no estuviera seguro, me hubiera dejado tranquilo. El compañero de Bouzille movió la cabeza y, muy bajo, le dijo: - Y ha habido algo más feo también: el asunto de la dueña del castillo donde nos encontramos. - ¿Eso? -replicó Bouzille esbozando un amplio gesto de indiferencia ... No siguió más. El cabo volvió a la cocina. Severamente, llamó: - El llamado Francois Paul, adelante. El señor juez de instrucción quiere tomarle declaración. Y cuando el interpelado se dirigía hacia el cabo, las manos atadas y dejándose dócilmente coger por el brazo, Bouzille, con una mirada de inteligencia lanzada al gendarme -no tenía más que él por confidente- declaró con aire de satisfacción: - ¡Enhorabuena, esto va hoy de prisa! No se hacen muchas detenciones. El gendarme, guardando las distancias, no respondió; el incorregible charlatán prosiguió: - Por otra parte, a mí me es igual que me detengan, desde el momento en que se está alojado, alimentado y acostado por el Gobierno; sobre todo, cuando hay, como ahora, en Brive una prisión verdaderamente preciosa ... Caramba -continuó Bouzille, después de un silencio y absorbiendo el aire de su alrededor-, huele bien aquí. Después, interpelando sin cumplidos a la cocinera: - ¿Por casualidad, madame Louise, no habrá algo de engullir para mí? La buena mujer se volvió, con un gesto escandalizado. Bouzille prosiguió: - No hay por que asustarse, mi buena señora. Usted me conoce bien. He venido a menudo a pedirle cosas viejas y usted siempre me las ha dado; así, cuando monsieur Dollon tenía un par de zapatos usados; pues bien: eran para mí; un pedazo de pan, eso nunca se rehúsa ... La cocinera, vacilante, enternecida por los recuerdos que evocaba el pobre vagabundo, le miró; después observó al gendarme para cobrar ánimos. Alzando los hombros y mirando a Bouzille con aire protector, Morand dijo: - ¡Bah!, madame Louise; si eso le agrada, déle cualquier cosa ... Después de todo, yo le conozco, y se me figura que él no ha debido de dar el golpe. - ¡Ah!, monsieur Morand -interrumpió el vagabundo-, si se trata de coger aquí y allí cosas que se arrastran, un conejo que pasa, una gallina que se aburre sola, no digo que no; pero otras cosas ... Gracias, buena señora ... Louise había tendido a Bouzille un gran pedazo de pan que este hizo desaparecer al momento en las profundidades de su enorme alforja. El continuó: - ¿Qué es lo que puede contarle, el otro, al Curioso? ¡ No tiene aspecto de tener costumbre! Yo, cuando estoy delante de los hombres de negro, para no contrariarles, respondo siempre: Sí, señor juez. Ellos se contentan con eso. Algunas veces, se ríen. Entonces el presidente me ordena: ¡Levántese, Bouzille! Y, después, me aplica quince días, veinte días, dos meses ... ¡Eso depende! El cabo reapareció solo; dirigiéndose al gendarme: - El otro está en libertad -declaró-; en cuanto a Bouzille, monsieur de Presles estima que no vale la pena de oírle ... - ¿Me largan fuera, entonces? -interrogó, afligido, el vagabundo, echando una mirada inquieta hacia la ventana en la cual veía golpear la lluvia. El cabo no pudo evitar una sonrisa. - Pues, no, Bouzille, te vamos a llevar al retén. ¿Sabes que tienes que explicarte aún sobre el asunto del conejo? ¡Vamos, andando! El día había transcurrido triste, nublado. Charles Rambert y su padre, que desde la víspera vagaban solitarios por la grandes estancias silenciosas del castillo, habían pasado la tarde con Thérese y la baronesa de Vibray, alrededor de una mesa redonda, copiando, sin parar, en grandes sobres orlados de negro, direcciones de parientes o amigos de la marquesa de Langrune. Los funerales de la desgraciada señora estaban fijados para dentro de tres días. Monsieur Rambert había prometido asistir. En vano la baronesa de Vibray había intentado convencer a Thérese de que fuera a dormir con ella a Quérelles. Después de haber recorrido los diarios que relataban con intensidad detalles e inexactitudes del drama de Beaulieu, monsieur Etienne Rambert dijo a su hijo, con un tono extrañamente grave: - Subamos, hijo mío, ya es hora. Monsieur Etienne Rambert, al llegar a la entrada de la alcoba de Charles, pareció titubear un instante; después, como si tomase una resolución repentina, en lugar de ir a su cuarto entró en el de su hija. Charles Rambert, muy cansado, empezaba a desnudarse, cuando su padre fue hacia él; con gesto brusco, monsieur Etienne Rambert puso las dos manos sobre los hombros de su hijo y, con voz apagada, le ordenó sordamente: - ¡Confiesa, pues, desgraciado! ¡Confiesate a mí, a tu padre! Charles retrodeció, horriblemente pálido. - ¿Qué? -murmuró. Etienne Rambert prosiguió: - ¡Eres tú, tú, quien la ha matado! La negativa que el joven quiso oponer era tan vibrante que se ahogó en su garganta. - ¿Matar, yo? ... -gritó al fin-. ¿Matar a quién? Su padre fue a hablar ... Adivinando su pensamiento, Charles Rambert prosiguió: - ¿Me acusas de haber matado a la marquesa?
Pero esto es infame, odioso, abominable ... - ¡Ay de mí! ... ¡Sí! - ¡No, no! ¡Santo Dios, no! - Sí -insistió Etienne Rambert. Los hombres jadeaban uno frente al otro; Charles, sobreponiéndose a la emoción que le invadía de nuevo, gritó con tono de angustia y de reproche: - ¿Y eres tú, mi padre, tú, quien me dice eso? Charles se quedó durante unos momentos inerte, aterrado, postrado ... Monsieur Rambert dio dos o tres pasos por la alcoba; después, cogiendo una silla, fue a sentarse delante de su hijo, Pasándose la mano por la frente, como si hubiera podido, con un gesto, apartar la atroz pesádilla que le atormentaba el alma, monsieur Etienne Rambert continuó: - Tengamos calma y razonemos, hijo mío. No sé cómo ha sido; pero, desde ayer por la mañana, al verte en la estación, tuve casi el presentimiento de algo ... Estabas pálido, tenías aspecto cansado, la mirada apagada ... - Padre -replicó Charles con voz ahogada-, ya te dije que había pasado mala noche ... - ¡Pardiez! -estalló Etienne Rambert-. ¡Bien que lo sé! Precisamente, ¿cómo puedes explicar entonces que, sin estar dormido, no hayas oído nada? ... - Thérese tampoco ha oído nada ... - Thérese -replicó monsieur Rambert padre- está en una alcoba alejada, mientras que la tuya no está separada de la de la desgraciada marquesa más que por una pared muy delgada; tendrías que haber oído ... - Pero -interrogó Charles- ¿es usted el único que me cree autor de un crimen tan horrible? - ¡Ay! -murmuró Etienne Rambert-. ¿El único? ... ¡Puede ser! ... Por el momento, y, sin embargo ... ¿Sabes que causaste una impresión detestable a los amigos de la marquesa, especialmente en la velada que precedió al crimen, mientras que el presidente Bonnet os leía los detalles de un asesinato cometido en París por ... no sé quién? ... - Entonces ... -interrogó Charles-, ¿ellos sospechan también? ¡Pero -continuó el joven, animándose- no se acusa porque sí! ¡Hacen falta hechos! ..., ¡pruebas! ... - ¿Pruebas? ¡Ay! Las hay en contra tuya. ¡Son terribles! Toma ... Escucha ... Monsieur Etienne Rambert se había levantando, obligando a Charles a hacer lo mismo; los dos hombres estaban de nuevo frente a frente. - ¡Escucha! Charles, los magistrados, después de sus investigaciones, han llegado a la conclusión de que nadie había entrado en el castillo durante la noche fatal; así, pues, tú eres el único hombre que has dormido aquí ... - ¿No pueden haber venido de fuera? - Nadie ha venido -insistió Etienne Rambert-, y, por otra parte, ¿cómo lo pruebas? Charles, aterrado, se calló, la mirada hosca, perplejo, consternado, incapaz de hacer el menor gesto. Permaneció en medio de la habitación, en pie, tambaleándose; con la mirada siguió a su padre. Este, con la cabeza baja, se dirigía hacia el tocador. - ¡Ven! -dijo con una voz imperceptible-. ¡Sígueme! ... Charles, incapaz de obrar, permaneció inmóvil. Su padre había entrado en el cuarto de aseo, levantando las toallas que estaban amontonadas desordenadamente en un estante debajo del tocador, y eligiendo una, toda arrugada, la cogió y la llevó a la habitación. - Mira -murmuró de repente, mostrándole la toalla a su hijo. Y Charles Rambert vio, en la toalla colocada a plena luz, huellas rojas, de sangre. El joven se sobresaltó y quiso protestar ... Con un gesto autoritarIo, Etienne Rambert le interrumpió: - ¿Negarás todavía? ¡Desgraciado, miserable! ¡Hey! ¡He aquí la prueba convincente, irrefutable, de tu atroz crimen! Esas manchas ensangrentadas están ahí para confirmarlo. ¿Cómo explicarías, si no, la presencia de esta toalla ensangrentada en tu habitación? ¿Negarás aún? - Sí, niego, niego ... ¡No comprendo nada! Charles Rambert se hundió en la butaca otra vez. Las miradas de su padre, llenas de ternura infinita, se posaron largamente sobre él. - ¡Pobre hijo mío! -murmuró el desgraciado Etienne Rambert, quien, hablando consigo mismo, prosiguió-: ¡Ay! Puede ser que no seas enteramente responsable; puede ser que haya circunstancias que aboguen por ti ... - ¡Vamos, padre! ¿Todavía me acusas? ¿Me tomas verdaderamente por el asesino? Etienne Rambert movió la cabeza con desesperación. - ¡Ah! ¡Cómo querría poder decir, por el honor de nuestro nombre, a aquellos que nos quieren, que hay en tu ascendencia fatales herencias que te hacen irresponsable! ... ¡Ah! Si la ciencia pudiera establecer que el hijo de una madre enferma ... - ¿Enferma? -interrogó ansiosamente Charles-. ¿Qué dices? - Enferma -continuó Etienne Rambert- de una enfermedad terrible y misteriosa, enfermedad ante la cual queda uno impotente, desarmado ... La ... locura ... - ¡Oh, oh! -exclamó Charles, cada vez más espantado-. ¿Qué me dices, padre? ¿Mi madre estaba loca? Después, agobiado, el joven concluyó: - ¡Dios mío! ¡Debe de ser cierto! Cuántas veces me he quedado sorprendido de su modo de ser enigmático, extrano ... ¿pero yo? ..., ¿yo? ... y el joven se golpeaba el pecho, como si quisiera darse cuenta de que estaba bien despierto. - ¿Yo? Yo estoy en mi sano juicio. - Puede ser ..., una espantosa alucinación, un momento de irresponsabilidad ... -sugirió Etienne Rambert. Pero Charles le cortó la palabra: - ¡No, padre ..., no! ... ¡Yo no estoy loco! ... El joven, sobreexcitado, no moderaba el tono de voz, gritaba lo que pensaba en el silencio de la noche, indiferente a todo lo que no fuera la espantosa discusión que tenía con su adorado padre. Etienne Rambert no moderaba tampoco el tono de sus palabras; la declaración de su hijo le arrebató: - Entonces, Charles, si estás en tu sano júicio, tu crimen es imperdonable. ¡Asesino! ... ¡Asesino! Los dos hombres se callaron de repente; un ligero ruido que venía del pasillo atrajo su atención. Lentamente, la puerta de la alcoba, que había quedado entreabierta, se abrió: en el fondo negro de afuera una silueta blanca se destacó. Thérese, vestida con un camisón, el pelo desgreñado, los labios exangües, la mirada dilatada de horror, apareció; la muchacha estaba sacudida por un temblor nervioso; a duras penas, levantó el brazo y con la mano señaló a Charles. - ¡Théresel ¡Thérese! -murmuró Etienne Rambert. El desgraciado padre, de rodillas ..., las manos juntas. con una actitud suplicante ..., insistió: - Thérese, ¿estabas ahí? Los labios de la muchacha se agitaron, se oyó una respiración entrecortada: - Estaba ... La muchacha no pudo continuar; su vista se nubló, su cuerpo se tambaleó un segundo. Sin un grito, sin un gesto, cayó rígida, de espaldas, inerte.
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CAPITULO TERCERO. A la caza del hombre
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