Indice de Fantomas de Pierre Souvestre y Marcel Allain CAPITULO CUARTO. ¡No, no estoy loco! CAPÍTULO SEXTO. ¡Fantomas es la muerte!!Biblioteca Virtual Antorcha

Fantomas

Pierre Souvestre y Marcel Allain

CAPÍTULO QUINTO

¡Deténgame!



A veinte kilómetros aproximadamente de Souillac, la línea de ferrocarril de Brive a Cahors describe una curva bastante acentuada y se mete en un túnel.

Pero las grandes lluvias del invierno habían afectado considerablemente el terraplén, en los accesos del túnel especialmente; las grandes tormentas, sobrevenidas en los primeros días de diciembre, habían determinado un hundimiento del balasto, bastante inquietante para que los principales ingenieros de la compañía fuesen enviados al lugar en, que se habían producido los deterioros.

Los técnicos comprobaron entonces que la vía, a algunos metros de la salida del túnel orientada hacia Souillac, necesitaba serias reparaciones.

En atención a estos incidentes, desde hacía un mes, los trenes que hacían el recorrido de Briove a Cahors, expresos, ómnibus o mercancía, traían regularmente media hora de retraso. Un reglamento de seguridad, hecho al punto, vistos los peligros presentados por las vías, ordenaba, en efecto, a los maquinistas que venían de Brive parar completamente el tren doscientos metros antes de la salida del túnel y a los que venían de Cahors hacer parar el convoy quinientos metros antes de la entrada del túnel.

Apenas despuntaba el día en esta mañana gris de diciembre, cuando un equipo de obreros, bajo la dirección de un capataz, se ocupaba en fijar sabre las traviesas nuevas de la vía descendente los nuevos raíles que les habían traído la víspera.

Los hombres discutían entre ellos en pequeños grupos:

- ¿No sabes -decía un obrero viejo a su compañero- que nos van a obligar ahora a colocar aquí raíles de doce metros? No son mejores que los de ocho y son mucho más difíciles de ajustar.

- ¿Qué quieres? -replicó el camarada-. Si es idea de los jefes, no podemos hacer nada.

De repente resonó un silbido estridente. En el fondo del túnel, que se abría como un agujero negro, se vio el resplandor de dos linternas; un tren, guardando la consigna, tren que se dirigía hacia Cahors, se había parado ante las obras y pedía paso.

El jefe de equipo retiró a sus hombres a una y otra parte de la vía descendente; después, yendo hasta una barranquilla colocada a la entrada del túnel, hizo funcionar el disco con la mano y autorizó al convoy a continuar su camino.

Al lado de la cabaña en la cual estaba un peón caminero de la compañía, encargado de la decimocuarta sección, que abarcaba cuatro kilómetros de Vía, comprendidos los novecientos del túnel, un hombre se había aproximado, y dijo negligentemente:

- Este debe de ser el tren que llega a las seis cincuenta y cinco de la mañana a la estación de Verriéres.

- En efecto -replicó el peón caminero-, pero trae retraso.

El tren había pasado; las tres linternas rojas, que indicaban el final del convoy en la trasera del último vagón, se habían perdido en la bruma matutina ...

El peón caminero prosiguió su trabajo de picar a lo largo de la vía. Cuando iba a entrar en el túnel, le llamaron. Se volvió.

Francois Paul, el vagabundo a quien el juez de instrucción había puesto en libertad la víspera, después de un corto interrogatorio, era el interlocutor del peón caminero.

- Viaja poca gente en este tren de la mañana, sobre todo en primera -murmuró.

- ¡Toma! -replicó el peón caminero, dejando en tierra el azadón que llevaba sobre el hombro-. No es extraño; la gente rica que paga primera, viene siempre en el expreso que llega a Brive a las dos cincuenta de la mañana ...

- Sin duda -dijo Francois Paul-. Lo comprendo; pero, una suposición: ¿cómo se las arreglan los que tienen que bajar en Gourdon, en Souillac, en Verriéres, en fin, en las pequeñas estaciones donde no para el expreso?

- ¡A fe mía -reflexionó el peón caminero-, no lo sé! Pero supongo que deben de bajar en Brive; en tal caso, vienen en los trenes del día, que son rápidos, hasta Cahors, y allí los va a buscar un coche, o hasta Brive, y toman un ómnibus después.

Francois Paul no le contradijo. Prosiguió:

- No hace nada de calor esta mañana.

- Nada de calor, en efecto, y parece que va a llover.

Francois Paul levantó la vista, asombrado de estas palabras, pues el cielo estaba claro; el peón caminero continuó:

- Sí, sopla viento oeste y por aquí esto quiere decir agua.

- Como en todas partes -concluyó con agobio Francois Paul-. ¡Ah! ¡Decididamente, los tiempos son duros!

Compadecido, el peón caminero sugirió al vagabundo:

- Seguramente tú no eres rentista; pero ¿por qué no intentas trabajar? Aquí hace falta gente.

- ¡Ah! ¿Sí?

- Como te lo digo ... -continuó el buen peón caminero-; por ahí viene, precisamente, el jefe de equipo. ¿ Quieres que le hable?

- ¡Un minuto! -replicó Francois Paul-. Seguramente no diré que no; pero quiero ver primero qué trabajo se hace aquí; no sé si me convendrá ...

El vagabundo se alejó del peón caminero y, lentamente, con la vista baja, siguió por el terraplén.

El jefe de equipo, después de habérselo cruzado, vino en dirección contraria hacia el peón caminero, con quien se reunió a la entrada del túnel.

- Bueno, tío Michu, ¿cómo va esa salud?

- ¡Oh!, jefe -respondió el excelente hombre-, vamos tirando; se conserva uno. ¿Y ve usted las obras? Eso es lo que me fastidia, ¿sabe?, desde que los trenes tienen señalada la parada en mi sección.

- ¿Por qué, pues? -interrogó el jefe de equipo, sorprendido.

- Se lo voy a decir: cuando se paran, los maquinistas aprovechan para tirar las cenizas; entonces me dejan allí, en el túnel, un montón de porquería que me veo forzado a limpiar de cuando en cuando.

El jefe de equipo estalló de risa.

- Es preciso pedir a la Compañía que le mande hombres de suplemento.

- ¡A saber si los encontrará la Compañía! ... ¡Escuche! A ese pobre pícaro que va por allí le he aconsejado que trate de pedirle a usted colocación.

Veré a ver -me ha dicho-, es preciso enterarme primero en qué consiste el trabajo ... Y se ha ido ... Alguien que debe temer que se le formen callos en la mano ...

- ¡Ah!, tío Michu, hoy día es verdaderamente difícil encontrar gente seria ... Por otra parte, si ese buen mozo no me pide trabajo dentro de un momento, voy a hacer que se vaya. El terraplén no es una plaza pública. Voy a estar ojo avizor con los clavos y con el cobre, sobre todo, porque en este momento en la región se señala la presencia de vagabundos.

- ¡Eh! ¡Eh! -continuó el tío Michu-. Y también de criminales. ¿Ha oído hablar del asesinato en el castillo de Beaulieu?

El jefe de equipo interrumpió:

- ¡Ya lo creo! No se habla más que de este asunto entre los empleados de mi equipo; tiene usted razón, tío Michu, voy a vigilar de cerca a los desconocidos y más particularmente a ese individuo ...

El jefe de equipo dejó de hablar ...

Al mirar hacia la parte baja del terraplén, permaneció inmóvil. El peón caminero, siguiendo su mirada, quedó también mudo.

Los dos, después de algunos segundos de silencio, se miraron y sonrieron; la silueta majestuosa, fácilmente reconocible, de un gendarme se perfilaba en la penumbra del valle; el gendarme, que venía andando parecía buscar a alguien sin disimularlo.

- ¡Bueno! -murmuró el tío Michu-. Ahí va el cabo Doucet. Es probable que esté haciendo como usted, jefe, y que haya echado la vista a alguien en este momento.

- Podría ser -aprobó el jefe de equipo-. Las autoridades están cansadas después de tres días del crimen de Beaulieu. Han detenido a más de veinte vagabundos; pero han tenido que dejarlos en libertad. Todos tenían su coartada.

- Se dice por ahí -sugirió el tío Michu- que el asesinato no ha debido de ser cometido por alguien del país. No hay gente mala en la región, y la marquesa de Langrune era muy querida de todo el mundo ...

- ¡Mire, mire! -interrumpió el jefe de equipo, señalando con la mano al gendarme que subia lentamente por el terraplen desde la Vía-. Se diría que el cabo se dirige hacia el ciudadano de hace un momento, que busca trabajo sin querer encontrarlo ...

- A fe mía que esto podría ser -reconoció el tío Michu, después de un instante de observación-. Por otra parte, ese buen hombre tiene muy mal aspecto. No es de los nuestros ...

Los dos hombres, interesados, esperaban lo que iba a pasar.

A cincuenta metros de ellos, bajando en la dirección de la estación de Verrieres, Francois Paul se iba lentamente, pensativo ...

Un ruido de pasos, detrás de él, le hizo volverse. Francois Paul divisó al cabo y frunció las cejas.

Y como el gendarme, cosa curiosa, parecía pararse a algunos pasos de él, en actitud deferente y respetuosa, e iba casi a esbozar el gesto de llevarse la mano al quepis, el enigmático vagabundo exclamó en un tono imperioso:

- ¡Vamos, cabo, le dije, sin embargo, que no viniera a importunarme!

El cabo adelantó un paso.

- Señor inspector de la Sureté, excúseme; pero tengo algo importante que comunicarle ...

Francois Paul, a quien el gendarme había calificado respetuosamente de inspector de la Sureté, no era otro, en efecto, sino un agente de la Policía secreta enviado desde la víspera a Beaulieu por la Prefectura de París.

No era, por otra parte, un agente ordinario, un policía cualquiera. Como si monsieur Havard temiese que el asunto de Langrune pudiera ser misterioso y complicado, había elegido el mejor de sus sabuesos, el más experto de los inspectores: Juve.

Era Juve quien, desde hacia cuarenta y ocho horas, bajo el disfraz de un vagabundo, erraba por los alrededores del castillo de Beaulieu, habiendo tomado la precaución de hasta hacerse detener con Bouzille. Prosiguió sus metódicas encuestas sin despertar la menor sospecha sobre su verdadera cualidad.

Juve hizo un gesto de despecho.

- ¡Preste atención entonces! -murmuró-. Nos están observando, y, puesto que debo volver con usted, haga como que me va a detener y colóqueme las esposas.

- Perdón, señor inspector, yo no osaría ... -replicó el gendarme.

Juve, por toda respuesta, volvió la espalda.

- Mire -dijo-, voy a dar dos o tres pasos, haré como que me voy a escapar, usted me sujeta por los hombros brutalmente, yo caeré de rodillas ... y en ese momento, usted me pone las esposas.

Desde la entrada del túnel, el peón caminero, el jefe del equipo y también los obreros ocupados en la reparación de la vía seguían con la vista, muy interesados, el incomprensible coloquio que estaban celebrando a cien metros de ellos, el gendarme y el vagabundo.

De repente, vieron al hombre escaparse, y al cabo cogerlo casi al instante.

Algunos minutos después, el individuo, con las manos unidas delante del cuerpo, descendió dócilmente al lado del gendarme por la pendiente abrupta del terraplén, los dos hombres desaparecieorn detrás de un bosquecillo de árboles.

- ¡Otro más! -suspiró el viejo peón caminero-. No ha tenido que molestarse en calentar a este.

Cuando se dirigían con paso rápido en dirección a Beaulieu, Juve interrogó al cabo:

- ¿Qué pasa, pues, en el castillo?

- Señor inspector -replicó el gendarme-, se ha descubierto al asesino: Mademoiselle Therèse ...
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