Indice de Fantomas de Pierre Souvestre y Marcel Allain | CAPITULO SEXTO. ¡Fantomas es la muerte! | CAPÍTULO OCTAVO. Terrible confesión | Biblioteca Virtual Antorcha |
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Fantomas Pierre Souvestre y Marcel Allain CAPÍTULO SÉPTIMO ¡Servicio de la sûrete! - ¿Monsieur Gurn, hace el favor? ... La portera del número 147 de la calle de Lovert, madame Doulenques, que precisamente acababa de volver a su portería después de haber barrido apresuradamente la escalera, miró al interlocutor que le hacía esta pregunta ... Vio un hombre alto. moreno, con grandes bigotes, cubierto con un sombrero flexible y cuyo abrigo, abrochado de arriba abajo, tenía el cuello levantado hasta las orejas. El visitante repitió: - ¿Monsieur Gurn? - Está ausente, señor -respondió la portera-. Hace ya mucho tiempo ... - Lo sé -insistió el desconocido-. Querría, sin embargo, señora, subir a su apartamento si usted quiere acompañarme ... El personaje esbozó el gesto de registrar en uno de sus bolsillos; sin duda iba, con la presentación de alguna carta o tarjeta de visita, a justificar su indiscreta petición, cuando la portera dijo, después de algunos instantes de vacilación, con sorpresa: - ¿Usted quiere? ... ¡Ah! ¡Ya caigo! Sin duda es usted el empleado que habían anunciado que vendría por el equipaje. El hombre de la Compañía ... Espere: ¿cómo se llama esa Compañía? ... Es un nombre extraño ..., un nombre inglés, creo ... La portera, dejando el umbral de la puerta que hasta entonces había mantenido entreabierta, retrocedió al fond0 de la portería y, buscando en los estantes donde distribuía de ordinario el correo de los inquilinos, encontró a nombre de monsieur Gurn un prospecto impreso, ajado. La vieja se ajustó las gafas para leer; pero el visitante, aproximándose, leyó por encima de su hombro, en una rápida ojeada, el nombre que ella buscaba. Retrocedió con un movimiento imperceptible y, simplemente declaró: - Vengo, en efecto, de parte de la South Steamship Co. La portera deletreó penosamente ... - Sí, eso es: la South ... como dice usted ..., yo no sé pronunciar estos nombres ... La portera continuó: - ¡Pues bien! Hay que creer que no se dan demasiada prisa en su casa; hace cerca de tres semanas que le espero para que se lleve los bultos.
Gurn me había dicho que vendrían algunos días después de que él se hubiera marchado ... Madame Doulenques miró, maquinalmente, por la ventana de la portería que daba a la calle. - Pero -interrogó, después que hubo examinado de pies a cabeza al visitante que sin duda le parecía demasiado bien vestido para ser un mozo de cordel-, pero no trae ni carro de mano, ni camión ... ¿No pensará, supongo, cargarse los baúles a la espalda? El desconocido replicó con calma, tomándose tiempo antes de contestar: - En efecto, señora, no tengo camión ni me llevaré los bultos de Gurn. Al venir aquí, esta mañana, he querido darme cuenta simplemente de la importancia de este equipaje. ¿Quiere usted enseñármelo? La portera suspiró largamente. - ¡Puesto que es preciso! Es en el quinto. Mientras subía por la escalera, murmuraba: - Es lástima que no haya llegado más temprano, mientras que hacia la limpieza, así yo no hubiera tenido que subir la escalera por segunda vez. Llegaron al quinto piso. Sacando de su bolsillo una llave, la portera abrió el apartamento. La habitación era modesta, pero bastante coquetamente decorada. La primera pieza, una especie de salón comedor, y la alcoba tenían amplias ventanas por las cuales se veían los jardines hasta perderse de vista. El apartamento poseía esta ventaja de no tener a nadie enfrente; se podía ir y venir con las ventanas abiertas, sin ser perturbado por la indiscreción de los vecinos. - Hará falta ventilar -murmuró la portera-. Si no, cuando venga monsieur Gurn no estará contento. - ¿El no vive, entonces, regularmente aquí? -preguntó el desconocido. -¡Ah! Pues no, señor -replicó la portera-. Monsieur Gurn es, como quien dice, viajante; está con frecuencia fuera. A veces durante mucho tiempo. No debe de ser muy divertido viajar siempre así, pero hay que suponer que esto produce, pues monsieur Gurn no es nada cicatero ... - ¡Ah!, ¡ah! -observó el hombre del sombrero flexible. ¿No es cicatero? - Para eso no, señor. Y la habladora portera se enzarzó en una confusa historia de gratificaciones, mientras su interlocutor, habiendo divisado sobre la chimenea la fotografía de una joven, preguntó señalándola: - ¿Es esa madame Gurn? - Gurn es soltero -replicó madame Doulenques. El hombre del sombrero flexible hizo un guiño y, hablando bajo, con una sonrisa significativa en los labios: - Su amiguita ..., ¿eh? ... La portera movió la cabeza: - ¡Oh! De ningún modo. Bien seguro que esta fotografía no se le parece en nada ... - ¿Usted la conoce entonces? - La conozco sin conocerla; es decir, que cuando monsieur Gurn está en París recibe a menudo la visita de una dama, por las tardes ..., una dama muy elegante, a fe mía, como no hay costumbre de ver en nuestro barrio de Belleville. Mire ..., debe de ser una mujer de mundo. Viene siempre cubierta con un velo, pasa aprisa, aprisa, por delante de la portería y no me habla nunca ... Generosa ..., eso sí ... Es raro cuando no me da una moneda de cinco francos. El desconocido, que parecía interesarse por las confidencias de la portera, observó: - Sí; dicho de otro modo, no se mira el dinero en casa de su inquilino. - ¡Seguro que no! Llamaban en la escalera. Una voz fuerte gritaba: - ¡Portera! Madame Doulenques corrió hasta el rellano. - La portera está en el quinto. ¿Quién es? ¿Para que la quieren? ... - ¿Monsieur Gurn está en casa? - Suba. Estoy precisamente en su piso ... Al entrar en el departamento, la portera no pudo menos de decir: - ¡Otro que pregunta por monsieur Gurn! ... Decididamente, todo el mundo viene aquí por él ... El desconocido se informó al punto: - ¿Cómo es esto? ¿Recibe, entonces, muchas visitas? - Nunca, señor, casi nunca, y por eso mismo estoy asombrada. Dos hombres se presentaron. Su vestimenta revelaba su profesión. Eran dos camionistas. Uno de ellos iba a tomar la palabra; la portera adivinó su intención y, volviéndose hacia el hombre del sombrero flexible que ella había introducido antes en casa de su inquilino, le dijo: - ¡Ah, qué coincidencia! He ahí, sin duda, sus empleados, que vienen a buscar los baúles. El desconocido hizo una mueca, vaciló un instante en tomar la palabra y, finalmente, permaneció callado. Fue uno de los camlonistas quien habló esta vez: - Escuche -dijo bruscamente-. Nosotros venimos de la South Steamship Co, para llevar cuatro bultos de monsieur Gurn. ¿Son esos? Y con la mano, el hombre señaló dos grandes baúles y dos maletitas apartados en un ángulo de la primera pieza. - ¡Vamos! Pero ¿entonces no vienen juntos los tres? -interrogó madame Doulenques. El desconocido persistía en no decir nada. El primero de los camionistas declaró sin vacilación: - Nada de eso. No tenemos nada que ver con este señor ... Después; dirigiéndose a su compañero: - ¡Vamos! ¡Movámonos! Previendo sus movimientos, la portera, al mismo tiempo que el hombre del sombrero flexible, se había interpuesto con un gesto istintivo, entre los camionistas y el equipaje. - ¡Perdón! -dijo el desconocido con un tono cortés pero autoritario-. ¿Quieren no llevarse nada? Por toda respuesta, uno de los camionistas sacó de su bolsillo un carnet sucio, sobado, del cual hojeo las páginas. Después de haber leído atentamente, aseguró: - Y sin embargo, no hay error. Nos han mandado aquí. Y haciendo por segunda vez señas a su camarada, dijo: - ¡Movámonos! La desconfianza de madame Doulenques aumentó. Cada vez más emocionada, la portera se escapó del apartamento y, con voz angustiada, llamó: - ¡Madame Aurore!... ¡Madame Aurore! ... El hombre del sombrero flexible se había precipitado detrás de ella; con un gesto persuasivo y voluntarioso, la había cogido del brazo y la había vuelto a traer a la pieza. - Le ruego, señora -suplicó en voz baja-, que no haga ruido. ¡No grite! Pero la portera, a quien la actitud verdaderamente extraña de estos hombres enloquecía, chillaba con una voz agua: - ¡Ah!, que pena, que pena ...
No comprendo nada de vuestras historias ... ¿Quienes son ustedes tres? ... En primer lugar, ¡no me toquen! ... ¡nadie! ... y después, ¿qué vienen a hacer aquí? El primer camionista gruñó: - ¡No le digo que me han mandado! ¡Lea el papel! ... Vea nuestro libro, tiene el membrete de la Compañía. Si el señor -y el camionista señalaba al desconocido- pretende que pertenece a la Compañía South Steamship Co, le digo que miente ... El interpelado no se movía. La portera, cada vez más espantada, llamó aún: - ¡Madame Aurore! ... ¡Madame Aurore! ... Cada vez más misterioso, el individuo había querido acercarse a ella. Madame Doulenques, aterrorizada, chillo: - ¡Socorro! ... ¡Socorro! ... Exasperado el primer camionista juró: - Es una infamia, ¡por el nombre de Dios!, ser tomados por ladrones. Vaya usted a buscar a la Policía si quiere ... ¡A nosotros no nos importa! ... El obrero miró al desconocido ... - Pero ya veo lo que es -continuó con aire sospechoso-. Probablemente el señor no tenía intenciones muy claras. Y. bruscamente inspirado, volviéndose hacia su compañero: - Mira, Auguste, para terminar, baja hasta la esquina de la calle y tráete un guardia; así se explicará el Señor con la portera delante de él. Auguste se apresuró a obedecer ... Pasaron algunos minutos angustiosos, durante los cuales no cambiaron ni una sola palabras los personajes que habían quedado allí. La portera, toda temblorosa, estaba en la antesala, no esperando más que un gesto para precipitarse por la escalera, El camionista, con el libro en la mano, miraba con guasa al hombre del sombrero flexible, quien, sin parecer preocuparse en absoluto, miraba distraidamente alrededor de él. Unos pasos pesados se escucharon. Auguste volvía con un agente. Con voz majestuosa y solemne, presuntó: - ¿Qué pasa aquí? La presencia del policia serenó todos los rostros: la portera cesó de temblar; el camionista perdió su aire sospechoso. Los dos iban a explicar el caso al representante de la autoridad, cuando el hombre del sombrero flexible, apartándoles con un gesto, se acercó al policía y, cara a cara, mirándole a los ojos, le dijo: - ¡Servicio de la Sûreté general! ... Inspector Juve. El agente, que no esperaba esta declaración, retrocedió un paso, levantando la vista hacia su interlocutor; después, de repente, llevando la mano al quepis y tomando una actitud respetuosa, exclamó: - ¡Ah!, perdón, señor inspector. Excúseme, no le había reconocido .... monsieur Juve ..., y, sin embargo, usted estuvo hace bastante tiempo en el distrito ... Después, volviéndose con enojo hacia el jefe camionista, de cuya presencia se había dado cuenta; dijo: - Venga aquí, y nada de tonterías. Juve, inspector de la Sûreté, que así acababa de revelar su cualidad, se sonrió, comprendiendo que el agente tomaba, sin duda, por un ladrón. al empleado de la South Steamship Co. - Está bien -declaró-. Deje a ese hombre tranquilo. NQ ha hecho nada ... - Pero -interrogó el policía- me pregunto: ¿cuál es la persona a quien hay que detener? ... La portera, por su parte, le interrumpió. El título dado al desconocido le había emocionado. - Si el señor me hubiera dicho que era de la Policía, seguro que yo no hubiera dejado ir a buscar un agente ... El inspector Juve replicó sonriendo: - Si yo me hubiera dado a conocer hace un momento, señora. cuando usted, con motivo, estaba muy inquieta. no me hubiera creído. Hubiera seguido llamando ... Después. dirigiéndose a los dos consternados camionistas. dijo: - En cuanto a ustedes, buena gente, vuelvan inmediatamente a su oficina ... Y como los dos hombres protestasen de que ellos llevaban otro camino, Juve, con un gesto, les cortó la palabra: - Dejen todos los asuntos. Ustedes avisarán al jefe de su oficina ... ¿Cómo se llama? - Monsieur Wooland -declaró uno de los camionistas. - Bien -dijo el inspector de policía-. Ustedes prevendrán a monsieur Wooland que yo le espero aquí, en el más breve plazo ... y que traiga con él todos los documentos relativos a la expedición de monsieur Gurn ... ¿Comprendido? ... - ¡A fe mía. está claro! -concluyó el camionista-. Es igual. Toda una mañana perdida ... - Serán indemnizados -prometió Juve. Los camionistas bajaron; a media voz, el inspector de la Sûreté les recomendó aún: - Ni una palabra de esto; sobre todo, en la vecindad. Den mi encargo a su jefe, y nada más. Había pasado un cuarto de hora desde que los camionistas se habían ido aprisa por la calle de Hauteville. Abriendo los cajones, registrando los muebles, y explorando con la mano los armarios y las alacenas, Juve se hacía describir por la portera el inquilino, monsieur Gurn, por el cual parecía interesarse tanto. - Monsieur Gurn ~había dicho la buena mujer- es un hombre más bien rubio, de talla media, de complexión robusta y completamente afeitado a la moda inglesa; es un hombre sin señas particulares y que se parece a muchos otros, puesto que nada especial choca en su fisonomía. Sin embargo, estas vagas señas no parecieron satisfacer al policia, y cuando dio la orden al guardia de desatornillar la cerradura de un baúl, cerrado con llave, con un pequeño destornillador descubierto en la cocina, Juve, volviendo junto a madame Doulenques que, muy aturdida. permanecía inmóvil, en pie, apoyada en la pared. le preguntó: - Me dijo usted que monsieur Gurn tenia una amiga, ¿verdad? ¿Cuándo veía a esta mujer? - Dios mío, señor. Bastante a menudo cuando monsieur Gurn estaba en París, y siempre por las tardes. - ¿Salían juntos? - No, señor. - ¿Esta señora ha pasado alguna vez la noche aquí? - Jamás, señor. - Sí -continuó el policía, como si se hablase a s1 mismo-. Evidentemente, una mujer casada ... Madame Doulenques esbozó un gesto vago. - No sabría decírselo ... -Está bien -cortó el policía-. Por favor, páseme el vestido que está detrás de usted. La portera, obedeciendo, tendió a Juve una chaqueta que había descolgado de una percha. El policía, tras haberla visto rápidamente, buscó en el interior, cerca del cuello, y leyó en una etiqueta este simple nombre: Pretoria. - ¡Bueno! -concluyó a media voz-. Esto es algo que concuerda con mis previsiones. Miró los botones. Llevaban por el revés, incrustado en la madera, este nombre: Smith ... El policía, habiendo adivinado la naturaleza de las investigaciones a las que se dedidacab el inspector, creyó oportuno hacerlas él también, examinando los vestidos contenidos en el primer baúl que acababa de abrir. - Señor inspector, aquí hay vestidos que no tienen ninguna marca de origen; el nombre del fabricante no figura. - Está bien -interrumpió monsieur Juve-. Abra el otro baúl. Mientras el agente se dedicaba a buscar la cerradura del baúl designado por su superior, éste pasó un momento a la cocina. Al volver, tenía en la mano un martillo de cobre bastante pesado, con mango de hierro. Juve examinó ese mazo con curiosidad, lo sopesaba, cuando un grito de espanto, escapado de los labios del agente, atrajo su atención hacia la dirección del baúl cuya tapa acababa de ser levantada. Juve, sin abandonar su flema profesional, no pudo menos de estremecerse ... un triste espectáculo se ofreció a su vista: ¡El baúl contenía un cadáver! Madame Doulenques, que, a su vez, descubrió la siniestra aparición, cayó en una butaca medio desvanecida. El agente se recipitó hacia ella para reanimarla. Muy dueño de sí, Juve ordenó: - No basta que la puerta del relleno este cerrada; cierre también la de este cuarto. NO quiero que se oiga a la mujer gritar, si de repente, le da un ataque de nervios. El agente obedeció y volvió junto a la desgraciada. Las mujeres del pueblo se permiten raramente desmayarse: Madame Doulenques, después de un ligero desfallecimiento, había recobrado el sentido; pero, turbada hasta el punto de no poder abandonar la butaca, permaneció sentada, con el cuerpo inclinado hacia delante, la mirada extraviada, fija en el muerto ... Sin embargo, el cadáver no producía horror. Era el de un hombre de unos cincuenta años con los rasgos muy acentuados, de frente amplia, aumentada por una calvicie precoz. El desgraciado estaba acurrucado en el baúl, las rodillas dobladas, la cabeza baja; evidentemente, el peso de la tapa, presionando sobre el cráneo, había debido de obligar a esta posición. El cuerpo estaba vestido con cierto cuidado; se veía en seguida que se trataba de un hombre elegante, distinguido; en apariencia, no presentaba ninguna herida ... Juve interrogó, volviéndose a medias hacia la portera: - ¿Cuánto tiempo hace que no ha visto usted a monsieur Gurn? Madame Doulenques balbució: - Hace tres semanas, al menos, señor ..., tres semanas ..., ni más ni menos; desde entonces nadie ha venido aquí, pondría la mano en el fuego ... Juve hizo una seña al policía; el agente comprendió la idea del inspector. Palpando el cadáver, se inclinó sobre él. - Está tieso, endurecido -comprobó- y, sin embargo, no desprende ningún olor. Puede ser el frío ... Juve movió la cabeza. - El frío, ni aún el más riguroso, y este no es el caso, no podría conservar así un cadáver durante tres semanas, pero hay esto. Y Juve señaló con el dedo a su subordinado una pequeña mancha amarillenta que se veía alrededor del cuello postizo, en la proximidad de la nuez, que la víctima tenía muy visible, dada su delgadez. El agente iba a interrogar al inspector, pero Juve, en ese momento, cogiendo el cadáver por debajo de las axilas, lo levantó con precaución. En la nuca, el inspector observó una espesa mancha de sangre; era como un lobanillo negro, extensa como una moneda de cinco francos, que estaba situada justamente encima de la última vértebra de la columna vertebral. - ¡He ahí -murmuró el policía-, he ahí la explicación! Juve continuó las investigaciones. Con mano diestra y rápida registró las ropas del muerto y encontró el reloj en su sitio. Un bolsillo de la chaqueta de la víctima estaba lleno de dinero. Juve buscaba en vano la cartera que, verosímilmente, el muerto, como todo hombre, debía de llevar consigo, cartera conteniendo, si no valores, al menos documentos de identidad ... - ¡Hum! -dijo el inspector de policía sin precisar de otro modo su pensamiento. Se volvió hacia la portera: - ¿Monsieur Gurn tenía automóvil? - No, señor; pero ... ¿por qué me pregunta eso? -interrogó a su vez la portera. - Por nada -replicó después de una pausa el inspector al mismo tiempo que examinaba en un estante una gruesa jeringa de níquel, parecida a la que llevan los chauffeurs para echar gasolina o sacaria del depósito, jeringa que podría contener alrededor de medio litro. Dirigiéndose al policía, que permanecía agachado junto al baúl, le dijo: - Tenemos una mancha amarilla en el cuello; trate de descubrir otras, especialmente en las muñecas, en el vientre. Mire, pues, pero prudentemente, sin desarreglar el cadáver, a ver si puede encontrarlas. Y mientras el agente, con precaución, se disponía a obedecer a su jefe: - ¿Quién hacía la limpieza aquí? -preguntó el inspector mirando a la portera. Esta replicó inquieta: - Pues ... era yo, señor ... - La felicito -continuó con un aire zalamero Juve-. Es usted muy cuidadosa y muy limpia ... Pero dígame -continuó señalando la cortina de terciopelo que disimulaba la puerta y separaba la antesala del pequeño salón en donde se encontraban-, dígame: ¿cómo es que usted ha dejado esa cortina desprendida de arriba? Madame Doulenques miró y, temiendo los reproches del inspector, respondió: - ¡Pero, señor, es la primera vez que la veo así! Tengo que decirle que monsieur Gurn habitaba raramente aquí, yo no hacía muy a menudo la limpieza a fondo ... - ¿Y la última vez que usted la hizo ...? - Hace un mes casi. - Es decir, que monsieur Gurn se marchó ocho días después de limpiar usted por última vez, ¿no? - Sí, señor. Juve cambió el tema de la conversación. - Dígame, señora -dijo, señalando el cadáver-:
¿conocía usted a esta persona? La portera, sobreponiéndose a su emoción y mirando al fin a la desgraciada víctima que ella no se había atrevido aún a mirar de cerca, respondió: - Jamás he visto a este señor ... Lentamente, el inspector de Policía continuó: - Por consiguiente, cuando este señor subió aquí, usted no lo vio. - Yo no lo he visto -afirmó la portera. Después, como respondiendo instintivamente a un pensamiento que le venía a la cabeza: - Y esto me extraña, pues vienen raramente a preguntar por monsieur Gurn; desde luego, cuando la dama se hallaba con él, monsieur Gurn no estaba para nadie; es preciso que este ... muerto haya subido directamente ... Juve iba a proseguir. Movía la cabeza con signo de aprobación, cuando sonó la campanilla: - Alguien viene -dijo madame Doulenques. El policía dijo: - Vaya a abrir ... Cuando se abrió la puerta, Juve divisó a un joven de unos veinticinco años, de ojos claros; un inglés, seguramente. Con un fuerte acento además, el visitante se anunció: - Monsieur Wooland, director de la South Steamship Co. Me han llamado, parece, a casa de monsieur Gurn, por orden de la Policía ... Juve se adelantó. - Después de darle las gracias por haberle molestado, señor, permítame que me presente: Juve, inspector de la Sûreté. ¿Quiere entrar, por favor? Monsieur Wooland entró en la habitación, solemne, impasible; con una ojeada de soslayo vio de repente el baúl abierto y el cadáver. Ni un solo músculo de su cara se movió. Monsieur Wooland era de buena raza y poseía esa admirable flema que constituye la fuerza de la poderosa nación anglosajona. - Señor -preguntó Juve-, ¿tiene usted la amabilidad de explicarme todo lo referente al expediente relativo a la expedición de unas cajas cuya orden de recoger en casa de monsieur Gurn ha dado usted esta mañana? - Estoy a sus órdenes, señor inspector ... Hace cuatro días, es decir, el catorce de diciembre exactamente, el correo de Londres nos trajo una carta en la que lord Beltham nos pedía que, con fecha de hoy, diecisiete de diciembre, fuésemos a recoger cuatro bultos, marcados con las iniciales H. W. K., que se encontraban en casa de monsieur Gurn. He dado órdenes a la portera -decía nuestro cliente- para que les deje sacar esos bultos. - ¿Dónde pensaba usted expedir esos bultos? - Nuestro cliente -prosiguió monsieur Wooland- nos precisaba en su carta que embarcásemos sus baúles en el primer steamer que marchara al Transvaal y hacer que continuasen a Johannesburg, donde los mandaría retirar; debíamos adjuntar a la expedición dos conocimientos acompañando la mercancía, según es usual; el tercer conocimiento debía ser dirigido a Londres, lista de correos, a la oficina sesenta y tres de Charing Cross. Juve anotó en su carnet: oficina sesenta y tres Charing Cross; preguntó: - ¿A qué nombre o a qué iniciales? - Beltham, nada más. - Bien. ¿No tiene usted otros documentos en el expediente? - No tengo otros -respondió monsieur Wooland. El joven permaneció impasible. Juve le observó algunos instantes en silencio; después, dijo: - Señor, usted no ha podido dejar de oír los rumores que han corrido en París sobre la desaparición de lord Beltham; se ha notado que este personaje, muy conocido en los medios mundanos, había desaparecido de repente; ¿cómo es que usted no se ha asombrado entonces al recibir, hace cuatro días, una carta de lord Beltham? Monsieur Wooland replicó: - En efecto, he oído hablar de la desaparición de lord Beltham; pero no me corresponde a mí formar una opinión oficial sobre esta desaparición. Lord Beltham podía haber desaparecido involuntaria o voluntariamente; yo no tenía por qué considerar el asunto. Cuando me llegó su carta, me limité simplemente a cumplir las órdenes que contenía. Juve interrogó: - ¿Está usted seguro que las órdenes le fueron transmitidas por lord Beltham? - Ya le he dicho, señor, que lord Beltham era nuestro cliente hace muchos años. Habíamos efectuado muchas veces transportes por su cuenta. La última orden que nos llegó de él no despertó ninguna sospecha. El papel y la fórmula eran idénticos a la correspondencia ya recibida ... Como Juve se callase, reflexionando, monsieur Wooland, siempre muy digno, interrogó: - ¿Es toda vía necesaria mi presencia? Juve levantó la cabeza. - No, señor; muchas gracias. Monsieur Wooland saludó imperceptiblemente y, girando sobre sus talones, se dirigió hacia la puerta, cuando Juve le volvió a llamar: - Monsieur Wooland ... ¿Conocía usted a lord Beltham? - No, señor ... Lord Beltham nos ha transmitido siempre sus órdenes por carta; nos ha telefoneado dos o tres veces; jamás ha venido a nuestra agencia ... - Muchas gracias -concluyó Juve. * * * Juve había devuelto minuciosamente a su sitio respectivo los objetos que había desordenado en el curso de sus investigaciones. Con precaución, cerró la tapa del baúl, sustrayendo así al desgraciado muerto de las miradas curiosas de los policías y de las miradas aterradas de madame Doulenques. Juve se abrochó sin prisas su abrigo entreabierto y, dirigiéndose al agente, preguntó: - ¿Cuál es su comisaría? - Calle Ramponneau, cuarenta y seis -replico el guardia-. Pertenezco al distrito veinte. El puesto está al lado ... - Es cierto -concluyó el policía-. Permanezca aquí hasta que le mande el relevo. Yo bajo inmediatamente a ver al comisario. El policía se fue despacio, bajando la cabeza ... No había error: El cadáver del baúl, la víctima, ¡era lord Beltham! Juve lo identificó. Conocía bien al célebre inglés. Pero ¿quién era el asesino? Ciertamente, todo parece acusar a ese Gurn -pensaba Juve-; y, sin embargo, hay detalles que le exculpan ... Un asesino corriente no hubiera osado jamás realizar un crimen de una audacia parecida. Es preciso que sea verdaderamente un profesional; peor, un habitual del crimen ... Y en tono muy bajo, como abrumado, Juve añadió: - ¿Puede ser que yo esté loco, puede ser que vaya aún demasiado lejos en mis suposiciones? Sin embargo, me parece que hay en este asesinato, cometido en pleno París, una audacia extraordinaria, una certeza de impunidad y, más aún, múltiples precauciones ... que se relacionan con la manera ... de Fantomas.
Indice de Fantomas de Pierre Souvestre y Marcel Allain
CAPITULO SEXTO. ¡Fantomas es la muerte!
CAPÍTULO OCTAVO. Terrible confesión Biblioteca Virtual Antorcha