Indice de Fantomas de Pierre Souvestre y Marcel Allain CAPITULO OCTAVO. Terrible confesión CAPÍTULO DÉCIMO. El baño de la princesa SoniaBiblioteca Virtual Antorcha

Fantomas

Pierre Souvestre y Marcel Allain

CAPÍTULO NOVENO

Todo por el honor



Horace Eloy, guardián del Palacio de Justicia de Cahors, estaba sumido en profunda estupefacción ...

Nunca había visto tanta gente, jamás una cantidad de coches y de carretelas tan grande se habían dado cita en la pequeña plaza que rodeaba el monumento que era, con justo título por otra parte, el orgullo de los habitantes de la ciudad.

Horace Eloy, en una palabra, se daba cuenta de la importancia de la situación.

- ¡Dios mío! Cuando se piensa que toda la sociedad se ha interesado por este proceso, hace suponer que el mismo es extraordinario ...

El buen hombre no estaba equivocado.

Era, en efecto, la sociedad la que se había dado cita este día en el Palacio de Justicia, donde se abría la sesión de audiencia.

No obstante, si, del mismo modo Que pasaba en París, donde cada vez que la Justicia descargaba el peso de su poder sobre los hombros de una personalidad notable. la sala se llenaba de un público escogido, la Audiencia estaba repleta, no parecía menos evidente que este público no tenía las detestables costumbres del parisiense.

Se hablaba, se saludaba; pero se saludaba con gestos discretos, se hablaba en voz baja ... y las reflexiones que un oído atento podía sacar eran entristecidas, penosas ...

Se señalaba con el dedo, con simpatía, una de las heroínas del caso:

- ¡La pequeña Thérese Auvernois! ¡Véala allí, en el primer banco! ... Es el señor presidente del Tribunal quien la ha colocado allí ... Lo sé por el cartero que ha llevado la convocatoria al castillo de Quérelles ...

- ¿Habla usted de la casa de madame Vibray?

- Sí, la hermosa señora de gris ..., la que está sentada al lado de la pequeña Thérese ... Después de la muerte de madame de Langrune, no ha querido consentir que esta niña viviese en el castillo de Beaulieu, encontrando justificadamente, que era demasiado cruel para ella ...

- ¿Entonces, Thérese vive con madame de Vibray?

- Exactamente. El consejo de familia ha dado provisionalmente la tutela al presidente Bonnet ... ¿Lo ve usted? Ese muy delgado que está hablando con el mayordomo Dollon ...

- ¿Conoce al mayordomo Dollon?

- ¡Naturalmente! Lo he visto con mucha frecuencia en casa de la pobre madame de Langrune.

- ¡Sí, pobre marquesa! ... ¡Qué espantosas historias después de su muerte!

Poco a poco, sin embargo, el silencio se estableció en la sala.

- Mi pequeña Thérese -decía la baronesa de Vibray inclinándose afectuosamente sobre la joven, horrorosamente pálida con sus largos velos de duelo-, ¿no te encuentras muy cansada? ¿No quieres que salgamos algunos minutos? ...

- No, querida madrina -respondió Thérese-. No se atormente. Seré fuerte.

La baronesa de Vibray, que no podía estar dos minutos callada, movió la cabeza:

- ¡Ah!, sí, me atormento -prosiguió-. Débil como estás, casi enferma, es una gran imprudencia que hayas querido venir a la fuerza a este desgraciado proceso ...

Suavemente, Thérese movió la cabeza.

- Es mi deber -respondió-. No dejaría pasar nunca nada que se refiriese de lejos o de cerca al asesinato de mi pobre y querida abuela, sin conocer todos los detalles ...

El presidente Bonnet, sentado al lado de las dos mujeres, y hasta entonces muy ocupado en cambiar grandes sombrerazos, intervino.

Trataba de poner de manifiesto su competencia.

- El tribunal -decía-, es decir, el conjunto de magistrados que tienen aquí su sede, está compuesto, aquí como en la mayoría de las capitales de provincia, de un consejero del tribunal de apelación, el consejero de Saint-Hérand ... al que he conocido mucho en otros tiempos, cuando ejercía en Saint-Calais ...; del presidente del tribunal civil de Cahors, y, en fin, del más antiguo de nuestros jueces: monsieur Maujoul. Por consiguiente, vamos a tener un tribunal en el que los magistrados llevarán dos clases de togas, la toga roja para el presidente, la toga negra para los dos asesores ...

Aunque ni Thérese ni madame de Vibray daban la impresión de interesarse por estos detalles, el presidente Bonnet continuó:

- El pequeño bufete que ustedes ven a la derecha estará ocupado por el escnbano, encargado de la lectura de las actas y de levantar otras ... Enfrente se colocará el señor procurador general, cuya elocuencia les encantará, no me cabe duda ... En estos otros bancos, aquí, se sentarán los jurados que habrán de pronunciarse sobre las cuestiones de hecho, mientras que el tribunal decidirá la pena que hay que aplicar.

El presidente Bonnet continuó con sus largas descripciones. A su lado, los que estaban a su alrededor, escuchaban interesados, excepto un solo personaje todo vestido de negro, los ojos ocultos por unas oscuras gafas.

Esta persona parecía visiblemente impaciente por las observaciones del magistrado.

Juve -pues era él- conocía bastante, a decir verdad, la organización judicial para no necesitar los comentarios del presidente Bonnet.

De repente, en un minuto, como si una descarga eléctrica hubiese galvanizado a todas las personas reunidas en la sala de la audiencia, se pararon las conversaciones, se estableció un silencio riguroso, mientras que un murmullo hizo que la misma palabra, repetida muy bajo por cientos de bocas diferentes, se elevase.

- ¡El acusado!

Era Etienne Rambert.

Acababa de salir del pasillo que daba a la sala y se dirigía al banco que le estaba reservado, un poco delante de la barra de los testigos, junto a uno de los más antiguos abogados del foro de Cahors, monsieur Dareuil ...

Los asistentes habían tenido, por otra parte, poco tiempo para ver al acusado.

Apenas monsieur Etienne Rambert se hubo sentado en el banco, se abrió la puerta que comunicaba la sala de audiencia con el cuarto de deliberaciones. Uno por uno los miembros del jurado ocuparon sus sitios; después, un ujier vestido de negro se adelantó y, con voz chillona, lanzó la invitación tradicional en provincias:

- ¡Silencio! ¡Señores, en pie! ¡Descúbranse! ¡El tribunal!

Lentos, graves, solemnes, con los pasos contados, los magistrados ocuparon su sitio; después, el presidente pronunció las palabras sacramentales:

- ¡Se abre la audiencia!

Y, en seguida, el escribano se levantó para dar lectura al acta de acusación:

- Nos, juez de instrucción ...

El escribano del tribunal de Cahors era un hombre excelente y un tipo muy análogo al del escribano Gigou, que en otro tiempo había acompañado a monsieur de Presles, cuando la instrucción del caso Langrune.

Pero, mientras que este último estaba preocupado principalmente por el deseo de figurar, de complicar las formalidades de la Justicia. este otro, modesto ante todo, procuraba, por el contrario, pasar inadvertido.

Las audiencias del tribunal de lo criminal eran raras en Cahors; no había a menudo ocasión de leer actas de acusación de una naturaleza tan trágica; además, él desconfiaba de su emoción ... Como escribano modelo, se había aprendido de memoria el principio del acta a la que debía dar lectura ... Por eso se le entendieron sus primeras palabras, ya que en cuanto le falló la memoria, empezó a farfullar de un modo ininteligible.

El auditorio quedó decepcionado.

¡Nadie entendía nada, nadie adivinaba las palabras del tímido oficial de Justicia!

Terminada la lectura del escribano, Etienne Rambert, como aplastado por el peso de los recuerdos que esta lectura venía a despertar en él, permaneció inmóvil, con la frente apoyada en la mano ... La voz áspera del consejero, presidente del tribunal, le arrancó de sus pensamientos:

- Acusado -dijo el magistrado-, ¡levántese!

Etienne Rambert, pálido como un muerto, se irguió, y cruzando los brazos sobre el pecho, pareció por algunos momentos recobrar una energía ficticia.

- ¿Su nombre? -preguntó el presidente.

- Hervé-Paul-Etienne Rambert.

- ¿Profesión?

- Negociante ... Poseo explotaciones de plantaciones de caucho en América del Sur.

- ¡Bien! -interrumpió el presidente-. ¿Edad?

- Cincuenta y nueve años ...

Etienne Rambert había contestado a todas estas preguntas con voz fuerte, pero en alguna ocasión sin timbre, como velada, como apagada.

Después de una pausa, durante la cual se ajustó las gafas con cerco de oro en una nariz demasiado aguileña. el presidente del tribunal prosiguió el interrogatorio:

- Es usted rico ... es usted instruido ...; es inútil entonces que le pregunte si ha comprendido la lectura que se acaba de hacer del acta de acusación ...

- La he oído, señor -respondió Etienne Rambert-; pero protesto de algunas alegaciones, y protesto con toda mi fuerza de las imputaciones que se me hacen, de haber faltado a mi deber de hombre de honor, a mi papel de padre ...

Irascible, el presidente del tribunal interrumpió:

- Perdón, no tengo la intención de permitir que usted eternice los debates. El interrogatorio va a tratar sucesivamente sobre los distintos puntos de la acusación. Por consiguiente, usted protestará si le parece a medida que ...

Etienne Rambert no hizo ningún movimiento de protesta ante la seca rudeza del presidente.

- Pregúnteme -dijo con el mismo tono abatido-. Yo le responderé. señor ...

Cada vez más áspero. el magistrado levantó la voz:

- Si no me equivoco. a usted se le ha hecho el gran favor de dejarle en libertad provisional, en lugar de haberlo encarcelado; lo menos que puede usted hacer, es hablar con franqueza ante estos señores del jurado.

Como el acusado no recogió esta salida sin tacto del magistrado, este último prosiguió:

- Así, pues, usted ha escuchado el acta de acusación. Se le reprocha, en primer lugar, haber favorecido la evasión de su hijo, a quien, por otra parte, una instrucción abierta le acusa de la muerte de madame la marquesa de Langrune, y se le reprocha después, haber matado a su hijo, para evitar la desconsideración pública, y cuyo cadáver se ha encontrado en las orillas del Dordogne.

Ante la exposición brutal de los hechos, Etienne Rambert hizo un movimiento arrogante de indignación.

- Señor presidente -dijo-, hay formas y formas de presentar las cosas; yo no niego el contenido del acta de acusación; pero me sublevo contra la manera como usted la resume. El acta ha querido demostrar que no podía demostrar más que una sola cosa: que yo había hecho justicia con un criminal que debía causarme horror, pero a quien debía librar de las manos del verdugo.

Esta vez fue el presidente quien pareció atontado de estupefacción.

- Luego discutiremos si usted cree que puede tener derecho a hacer justicia por sí mismo -dijo-, pero no es esta la cuestión; hay otros puntos sobre los cuales conviene que se explique ante el jurado. En primer lugar: ¿por qué ha rehusado obstinadamente hablar con el magistrado instructor?

Etienne Rambert respondió lentamente:

- Señor presidente, no debería tener que oír semejantes preguntas. ¡Pero sea! Puesto que usted quiere saber por qué me he callado, le diré que no tenía ninguna respuesta que dar al magistrado instructor, porque estimo que él tampoco tenía ninguna pregunta que hacerme. Me he sentado en este banco de infamia, me he levantado, cuando usted me ha interpelado con la palabra acusado, por simple respeto hacia la justicia de mi país ... Pero no admito, ni que sea acusado, ni que se pueda formular contra mí, el menor agravio recogido en el código ...

La declaración del acusado terminó esta vez en un sollozo.

En el auditorio, las mujeres habían sacado los pañuelos y se los llevaban a los ojos. Sin poder contenerse, madame de Vibray sollozaba. Thérese, muy emocionada, derramaba gruesas lágrimas que . le corrían por los ojos. Los más valientes se esforzaban en adoptar un aire escéptico; los hombres tosían ...; en el banco del jurado, los rostros se esforzaban por permanecer impasibles, sin embargo, se reflejaba en ellos una intensa emoción ...

El presidente Bonnet se inclinó hacia Dollon.

- Verá usted -le dijo-, estoy acostumbrado a las audiencias. Será una condena grave casi segura ...

Después de una pausa, durante la cual intentó asustar a los asistentes, lanzando sobre ellos miradas amenazadoras, el presidente del tribunal, volviéndose al acusado, ensayó la ironía:

- He ahí, pues, señor, por qué ha estado obstinadamente callado durante el tiempo que ha durado la instrucción ... ¡Es verdaderamente curioso! Admiro la manera que tiene usted de entender su deber de hombre honrado ... ¡Es gracioso!

Etienne Rambert interrumpió la diatriba:

- Estoy seguro, señor presidente, de que hay mucha gente aquí que me ha comprendido y que me lo ha aprobado ...

Había algo tan directamente personal en la frase de monsieur Rambert, que el presidente del tribunal protestó:

- Estoy seguro de que las gentes honradas me comprenderán también, cuando haya precisado su papel, Rambert ... Después de todo, su actitud en este asunto es la siguiente: en el momento en que usted ha creído que su hijo era el asesino, en el momento en que ha descubierto la toalla ensangrentada, es decir, la prueba material de su culpabilidad, usted no ha vacilado un segundo, ¡usted, el hombre honrado! ... Usted no ha pensado en entregar al culpable a los gendarmes que se encontraban en el patio del castillo, pero sí en que se escapara, en que se evadiera. ¿Niega eso?

Etienne Rambert, temblando violentamente, protestó otra vez con voz vibrante:

- Señor presidente, si usted cree que yo he sido cómplice, no niego esa complicidad, ¡la grito con todas mis fuerzas! ... Señor presidente, el deber de un padre, y es un gran significado el que doy a la palabra deber, el deber de un padre no es nunca, no puede ser, entregar a su hijo ...

Mientras una corriente de simpatía se establecía en el auditorio, el presidente de lo Criminal alzó los hombros.

- Dejemos las frases huecas, Rambert. Usted tiene mucha literatura para defender su conducta, se le ve. Me parece más útil precisar un poco los hechos ..., haga el favor, pues, de responder a mis preguntas ...

- Le escucho, señor presidente.

- Ante todo -precisó el magistrado-, ¿su hijo confesó haber asesinado a madame Langrune, bien la noche en que usted le decidió para que se escapase, bien posteriormente? La respuesta que usted me dé no será, evidentemente, la verdad; pero, en fin, ella nos indicará la tesis que usted pretende sostener. ¿Es sí, o no?

- Señor presidente, no tengo que responderle. Mi hijo estaba loco ... Ningún motivo de interés podía empujarle ..., pero su madre está en una casa de salud ... ¡He ahí toda la explicación del crimen! ¡Si ha matado, ha sido en un momento de aberración!

- Dicho de otro modo -replicó el presidente-. Según usted, Charles Rambert confesó, pero usted no lo quiere afirmar ...

- Yo no digo que él confesara ...

- Usted lo da a entender ...

El presidente hizo una pequeña pausa; Etienne Rambert se guardó de contestar.

- ¡Pasemos! -continuó el magistrado-. ¿Qué hicieron ustedes exactamente a partir del momento en que dejaron el castillo?

- Lo que se hace, señor presidente, cuando se está huido ... Hemos errado a través de los campos, en los bosques, lamentablemente ... Señor presidente, hemos vivido las horas más horribles que puedan los hombres vivir ...

- ¿Cuánto tiempo?

- Nuestra huida ha durado quince días, señor presidente ...

- ¿Fue, pues, al cuarto día cuando usted lo mató?

- Señor presidente: ¡tenga piedad de mí! ... ¡Me está usted torturando! Yo no he matado a mi hijo. ¡Era un asesino el que yo tenía conmigo! ¡Un asesino que la Policía buscaba, al que la guillotina esperaba! ...

El magistrado, insensible a los gritos de dolor del desgraciado Etienne Rambert, se limitaba a alzar los hombros.

- Si usted quiere, era un asesino. ¡Pero usted no tenía derecho a transformarse en verdugo! Veamos, ¿reconoce usted haberlo matado?

- ¡No lo reconozco!

- ¿Niega usted haberlo matado?

- ¡No he hecho más que lo que mi deber me ordenaba hacer!

El presidente golpeó violentamente la mesa.

- ¡Siempre la misma historia! Usted rehúsa contestar.

Con un gesto, el presidente impuso silencio a los oyentes de la sala que, a pesar de ello, sacudidos por el horror del drama, del que seguían las peripecias, no habían podido reprimir, en la última respuesta de Etienne Rambert, un estremecimiento de emoción.

- Los señores jurados apreciarán -dijo-. ¿Así que usted no quiere responder a ninguna de bis preguntas de la causa? ... ¿Podría usted, por ejemplo, citarme un solo consejo que haya dado a su hijo? ... ¿Qué es lo que usted deseaba?

Etienne Rambert, esta vez, respondió con voz tranquila:

- Señor, yo no podía entregar a mi hijo; solamente podía desear una cosa: el olvido, y si el olvido era imposible, ¡la muerte! ... Lo que le aconsejaba, sobre todo, era que reflexionase en la vida que le esperaba en adelante, en el porvenir ignominioso que le aguardaba ... Le suplicaba que tratase de desaparecer para siempre ...

- ¡Ah! ¿Confiesa usted haberle aconsejado el suicidio?

- Quiero decir que yo quería que se marchase al extranjero.

El presidente, a propósito, para dar tiempo a los jurados de apreciar la importancia de la última frase que acababa de arrancar a Etienne Rambert, suspendió algunos minutos el interrogatorio, fingiendo absorberse en el examen de los papeles, hojeando los documentos del expediente de este caso criminal.

Sin levantar la cabeza, preguntó bruscamente:

- ¿Se ha sorprendido usted al conocer su muerte?

- ¡No! -respondió Rambert, sordamente.

- ¿Cuándo se separaron?

- Una noche, la última, nos habíamos dormido en pleno campo, al pie de un montón de paja, abrumados de cansancio ... Era a orillas del Dordogne ... Al día siguiente por la mañana, cuando me desperté, estaba solo ... El ..., mi hijo ..., había desaparecido ... Ya no supe más de él ...

Pero esta vez el presidente tenía en su mano terribles argumentos para arrancar contradicciones al desgraciado.

- ¡Quia! -dijo, dominando aún una vez más con una mirada de amenaza la emoción de la sala-. ¡Quia! Si usted no había sabido más de él desde ese momento, ¿cómo es que algunos días más tarde fue a casa del inspector Juve y le pidió inmediatamente que le dijera lo qué sabía del cadáver de su hijo? Usted, Rambert, no dudó ... ¿Usted sabía que ese cadáver era el de su hijo? ¿Por qué?

- ¿Cómo?

El presidente del tribunal subrayó ahí uno de los cargos más importantes que podía afianzar la acusación de pena de muerte pedida contra Etienne Rambert.

Etienne Rambert lo percibió tan bien que, volviéndose al jurado, como si, de repente, solamente confiase en los miembros de ese tribunal, declaró:

- ¡Ah! Señores, este interrogatorio es un suplicio, yo no lo puedo soportar ..., no puedo dar las respuestas necesarias ... Ustedes saben bastante de mí para juzgarme ..., ¡júzguenme! Digan si he faltado al honor, si he faltado a mi deber de padre.

En cuanto a mí, no responderé a nuevas preguntas ...

El desgraciado se desplomó en el banco, vencido, desfallecido ...

Con tono áspero, el presidente de lo Criminal se volvió hacia el jurado, con mímica de satisfacción -la del cazador que ha acorralado, cercado a la inocente liebre que persigue-, y declaró:

- Esta decisión de no responder más a mi interrogatorio es, en cierto modo, una confesión de culpabilidad ... En fin, el jurado apreciará ... Mientras los comentarios se extendían en el público, y que de banco en banco los espectadores cuchicheaban palabras de compasión, el presidente declaró, con el tono ordinario en el que solía anunciar las formalidades:

- Vamos a proceder a oír a los testigos ... Debo hacer notar en seguida que el más interesante entre ellos sería seguramente Bouzille, vagabundo que pescó el cadáver de Charles Rambert; desgraciadamente, este individuo no tiene domicilio fijo, cambia diariamente de cantón y, por tanto, es prácticamente imposible encontrarle para una citación de comparecencia ...

El presidente hizo llamar por el ujier la interminable lista de testigos de cargo.

Eran aldeanos que se habían encontrado con los Rambert, padre e hijo, cuando huían del castillo; eran panaderos que habían vendido pan al desgraciado Etienne Rambert cuando osaba arriesgarse a entrar en los pueblos ... Después desfilaron por la barra escluseros que habían visto sin poder coger el cadáver del joven Rambert cuando lo arrastraba el Dordogne ...

Estos testigos no aportaban ningún esclarecímiento al asunto; visiblemente, el auditorio se cansaba de escuchar, y ya se preveía el veredicto.

- Verá usted -decía un hombre gordo sentado en la últimas filas del público-, verá usted cómo este asunto cambiará de aspecto después de la audición de los testigos de descargo ... Hasta el momento, el jurado no ha oído más que frases hostiles a este desgraciado Etienne Rambert; pero cuando tenga que escuchar a los amigos del acusado, los que vengan dirán cuál fue su vida de honestidad, de lealtad, es seguro ...

- No, querido -replicó un vecino-, está usted en un grave error; yo sé de fuente segura que monsieur Etienne Rambert, desdeñando defenderse, no ha querido citar a ningún testigo de descargo ...

- ¡Qué imprudencia!

- No, qué magnífico desafío ... Este nombre ha hecho lo que debía. No trata de ablandar a los jueces ...

- Y la defensa del abogado, ¿está bien?

- Me han jurado que monsieur Dareuil no tomará la palabra más que para entregarse, siguiendo la orden formal de su cliente, a la decisión de la Justicia ...

El presidente del tribunal, vuelto hacia el jurado, explicó:

- Sería interesante para ustedes, señores, escuchar al policía Juve; pero ustedes saben que él no aportará otros detalles que los que están relatados en el proceso verbal de información, del que yo acabo de darles lectura ... Por esto es por lo que no lo he citado. En cambio, veo en la sala a mademoiselle Thérese Auvernois, nieta de madame de Langrune ... Es esa muchachita, ustedes lo saben, que oyó al acusado intentar obtener la confesión de su hijo durante la noche que precedió a la fuga de ambos del castillo de Beaulieu. Esta muchacha no ha sido citada como testigo en este asunto, en razón de que su deposición no haría más que repetir la que ha hecho en el curso del sumario y que era cruel -puesto que no tiene interés- despertar en ella recuerdos penosos. Sin embargo, puesto que asiste a esta audiencia, en virtud de mi poder discrecional, vamos, si a ustedes les parece, a pedirle que nos confirme un punto importante de la causa. Mademoiselle Thérese Auvernois, ¿quiere usted venir a la barra?

Un ujier audienciero se adelantó hacia la jovencita: la pobre Thérese, sorprendida por esta citación imprevista, avanzó hasta el centro de la sala, se acodó en la barra de los testigos y, temblando, esperó las preguntas del presidente.

- No le pregunto si reconoce a monsieur Rambert. ¿Es el que usted oyó hablar con el joven Charles Rambert, la noche del sábado, en el castillo de Beaulieu?

- Sí, señor, es monsieur Etienne Rambert.

- ¿Quiere usted decirnos lo que sabe relativo a la acusación que se le hace al acusado de haber matado a su hijo?

Thérese, haciendo un visible esfuerzo, se limitó a responder:

- No puedo decir más que una cosa, señor presidente, y es que monsieur Rambert hablaba a su hijo con un tono tan terrible de emoción, que me hizo comprender cuánto sufría.

El presidente, que esperaba de Thérese un testimonio severo, comprendió que también la joven no hacía recaer el peso de la locura del hijo sobre el desventurado padre.

La deposición le iba a ser favorable y la interrumpió:

- Está bien, señorita -dijo-. Esto basta, gracias.

Mientras que Thérese volvía a su sitio, el presidente dijo al jurado:

- No tenemos más testigos que oír; tiene la palabra el señor procurador de la República para pronunciar su requisitoria.

El magistrado encargado de la acusación contra el desgraciado Etienne Rambert se levantó y comenzó su discurso, fundándose más en el derecho que en los hechos. Presentó con frases rápidas las contradicciones, la debilidad de la argumentación de Etienne Rambert. Mostró cómo a pesar de la constante negativa a contestar, los hechos, sin embargo, habían sido probados. Habiendo así establecido o intentado establecer la culpabilidad del acusado, consagró muchos minutos a demostrar, citando textos confusos y múltiples, que Etienne Rambert no tenía derecho a tomarse la justicia por su mano, de hacer que se escapase su hijo, ni de haberlo matado.

El discurso del procurador general era tal vez muy elocuente; pero no aportó ningún elemento nuevo al asunto.

El abogado del acusado se levantó a su vez.

- Señores -declaró-, han oído ustedes el interrogatorio de monsieur Rambert ... Ustedes saben de qué se le acusa, ustedes deben saber si es realmente culpable de los hechos que se le reprochan; mi cliente me ha encargado simplemente que os diga que él se dirige a vuestra conciencia para decidir si un padre, que tiene un hijo loco y viendo a este loco convertirse en un criminal, debe encontrar un medio de conciliar su deber de hombre honrado y sus sentimientos paternales. No os voy a suplicar, no solicitaré un veredicto que parezca que os ha sido impuesto; os pido que juzgueis sin indulgencia, sin severidad, imparcialmente, como hombres de honor.

Estas frases cortas centraron el debate como debía.

Reinaba un silencio absoluto cuando el presidente del tribunal, seguido de sus asesores, se trasladaban a la Cámara de Consejos y los miembros dd jurado se retiraban para decidir sobre el veredicto.

Cuando el tribunal hubo salido, y Etienne Rambert fue llevado entre dos gendarmes, el público, de repente, se puso a conversar.

El auditorio, enteramente, simpatizaba con el acusado.

El dolor de este padre había conmovido a los más escépticos, a los más indiferentes. Y cada uno, proveyendo el veredicto, buscaba de antemano los términos y los considerandos de la resolución.

- No cabe duda que él ha matado a su hijo -declaró un viñador de cara rubicunda.

- Sí -respondió una mujer-; o si no lo ha matado, le ha empujado fuertemente al suicidio ...

Pero ¿qué podía hacer? No iba a entregarle, ¿no es eso?

Un hombre gordo intervino:

- Era una situación sin salida. Etienne Rambert, por mucho que quisiera a su hijo, no podía tener evidentemente más que un solo deseo: que el muchacho se matara. Yo apruebo a Etienne Rambert. Como siempre, hablador, el presidente Bonnet explicaba:

- Si el jurado quiere que el tlibunal absuelva a Etienne Rambert, no tiene más que un solo medio: declarar que él no es culpable de haber matado a su hijo y, por consiguiente, responder no a todas las preguntas que les sean planteadas ... Si responde a una sola de las preguntas, dada la severidad conocida de el presidente del tribunal, habrá que esperar una condena ejemplar, tal vez una condena a muerte ...

La campana anunciando la vuelta de los jurados, le interrumpió. Ocuparon sus bancos; después, los magistrados entraron solemnes y, al fin, el presidente del jurado, en medio de un gran silencio, se levantó.

- Ante Dios y ante los hombres -declaró, según la fórmula tradicional y con voz que la emoción hacía temblar ligeramente-, por mi honor y mi conciencia, y por unanimidad de votos, la respuesta del jurado es no a todas las preguntas.

Era la absolución.
Indice de Fantomas de Pierre Souvestre y Marcel Allain CAPITULO OCTAVO. Terrible confesión CAPÍTULO DÉCIMO. El baño de la princesa SoniaBiblioteca Virtual Antorcha