Presentación de Omar CortésCapítulo noveno Capítulo undécimoBiblioteca Virtual Antorcha

MANUEL PAYNO

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EL FISTOL DEL DIABLO

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CAPÍTULO DÉCIMO

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MISERIA

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Cada hombre es una novela; cada mujer un enigma incomprensible; cada casa una ciudad; cada ciudad un mundo entero, y el mundo un grano de mostaza; y el hombre y la mujer unos locos llenos de miseria y de pasiones. Sin embargo, del hombre, de la mujer, de la casa y de este grano de mostaza en que habitamos, se pueden sacar lindas historias, y contarse sorprendentes maravillas.

Hace algunos capítulos que hemos echado en olvido a Celeste; pero el presente lo consagraremos a referir, muy en compendio, la historia ignorada de una muchacha encerrada en un miserable cuarto, sin más compañia que dos viejos moribundos, y sin más auxilio que Dios.

Se ha dicho que el viejo insurgente, padre de Celeste, no era del todo pobre cuando se casó; todavía en la época en que la niña comenzaba a crecer, no estaba reducido a pedir su sueldo de limosna, en las oficinas del gobierno. Todo el mundo sabe lo que hace un padre por su hija; los piecesitos de Celeste estuvieron sujetos por lindos zapatos de seda; sus redondos y delicados miembros se cubrieron con cambray, muselinas y encajes; sus cabellos sutiles se vieron enlazados con perlas y rubíes, y sus oídos se recrearon muchas veces con los gorgeos de los pájaros, con la música de los relojes, y con la armonía del piano, cuyas teclas recorrían sus dedos de rosa.

Una vez que la miseria asoma su cabeza por una casa, no tarda en recorrer todos los aposentos; un día el padre de Celeste vendió el piano; al día siguiente, los candelabros y floreros; al tercero, fueron las sillas y sofaes; y para no cansar al lector, en poco tiempo las paredes quedaron sin cuadros, los suelos sin alfombras, las piezas sin muebles, el comedor sin vajilla, la cocina sin lumbre; cada cosa de estas que se vendía, era un dolor sordo que enfermaba el corazón del pobre padre, y un motivo de lágrimas para la madre.

En cuanto a la niña, como conservaba sus muñecas de cera, sus trastos de barro y sus juguetes de cartón, veía salir todos los muebles de su casa, con la sonrisa de la inocencia en los labios; y si veía llorar a su madre, corría a colgarse del cuello y a acariciarla; la pobre madre lloraba, no porque fuera una mujer frívola o avara, sino porque todo lo quería para su hija, y veía día por día que nada podía dejarle.

Esto causó una mortal tristeza a la señora; se pasaba los días sin tomar alimento, y las noches en una dolorosa vigilia, con una idea fija, inseparable, eterna que la hacía exclamar cada momento ¡cuál será el porvenir de mi hija!

No pasó mucho tiempo sin que se mudaran a una pobre vivienda de una casa de vecindad, y allí se aumentó la tristeza de la madre. la hija crecía; y aunque más reflexiva, parecía que no le afectaba en lo más mínimo el cambio de situación.

La madre cayó al fin enferma, y entonces crecieron las angustias del marido, y se resolvió, como hemos dicho, a pasar los días en Palacio, implorando la compasión de los ministros, de los empleados, y hasta de los porteros, miserables canes echados a los piés de los que, en nuestro pobre país, se llaman hombres grandes, y para quienes la necesidad y la indigencia sólo merecen insultos y desprecios. El padre había respetado en medio de su miseria los vestidos de Celeste; de suerte, que ésta calzaba siempre muy fino, y sus vestidos eran de lo mejor que se encontraba en la calle de Plateros. Un día, el viejo, agobiado e incapaz de andar, llevó como hemos dicho, a su hija al Palacio; Celeste peinó sus hermosos cabellos, calzó sus pequeños piés, ciñó con el traje su cintura de abeja, y salió con su padre alegre, risueña, encantadora; todos los que en la calle pasaban junto a ella, la miraban con atención, y oía susurrar en sus oídos las palabras: divina, celestial, encantadora.

Llegó a Palacio, y la escena cambió; de los grupos de militares libertinos oía salir palabras que por primera vez herían desagradablemente sus oídos; los elegantes que rodeaban a su padre, llenándolo de cumplimientos, echaban a hurtadillas miradas lascivas sobre ella; algunos la dijeron palabras al oído, que no entendió, pero que le disgustaron; y hubo quien atrevidamente le hiciera esas toscas caricias de la plebe, que se llaman pellizcos. Celeste, sin comprender cuánta maldad, cuánto libertinaje había en estos hombres, que abusaban de la enfermedad de un viejo y del candor de la pobre hija, sintió que sus mejillas se cubrían de rubor, e instintivamente tuvo miedo de ellos; cuando regresó a su casa, estaba triste y pensativa, y viendo a su padre cabizbajo y que una lágrima corría por sus mejillas, se aventuró a preguntarle qué tenía.

El padre con voz solemne le respondió:

- ¡Miseria, hija mía!

Esta palabra descubrió a Celeste el abismo por donde, descuidada y sonriendo, había pasado; se acordó entonces de que un día había salido el piano, otro los candelabros, y finalmente todos los muebles. Estas escenas, que no había podido entender, se las explicaba naturalmente con la palabra miseria; y comenzó a reflexionar.

- Miseria quiere decir, que mi madre necesitará de médico, y que si no hay con qué pagarle, el médico no vendrá.

- Miseria quiere decir, que si mi madre necesita medicinas, en la botica no las darán de balde.

- Miseria quiere decir, que mi padre no tiene ya, y que al llegar la hora de comer, no habrá ni puchero, ni aun frijoles.

- Miseria quiere decir, que no habrá ni trajes de muselina, ni zapatos de seda, ni nada ...

Celeste comprendió en toda su extensión lo que quería decir la palabra miseria, y se puso a llorar.

El padre, oyéndola, levantó la cabeza y le preguntó tristemente:

- ¿Qué tienes, hija mía?

La muchacha, sin saber acaso lo que decía, respondió:

- ¡Miseria!

El padre volvió a dejar caer la cabeza, y le pidió al cielo con todo su corazón la muerte para su esposa y para su hija.

La muchacha envolvió con su paño su rostro lloroso, y dijo para sí:

- Vale más la muerte.

Las dos ideas coincidieron naturalmente. ¿No es el espectáculo más doloroso que pueda presentarse, el de un padre saliendo ya del mundo, y una hija entrando en la vida, y ambos con el pensamiento terrible de la muerte, como único porvenir de felicidad, como el solo alivio de sus males?

Celeste entró así al mundo; cuando sus formas iban desarrollándose mórbidas y hermosas; cuando sus cabellos, creciendo siempre, caían en ondas sobre sus blancas espaldas; cuando sus lindos ojos comenzaban a lucir con el brillo de la pubertad; cuando como una rosa fragante y galana se desarrollaba, su corazón estaba ya herido por el infortunio.

Llegó un día solemne para ella, y este fue aquel en que estropeado, moribundo, con todas sus antiguas heridas renovadas, vió llegar a su padre. El casero entró a cobrar la casa; otros mil acreedores se presentaron, esperando acaso, que si los infelices padres no tenían dinero, se resolverían acaso a presentar a su hija en garantía. La enfermedad de la madre de Celeste había provenido de sufrimientos morales, que habían hecho retirar, por un fenómeno raro, la sensibilidad y el movimiento de una parte de su cuerpo; así, permanecía acostada constantemente, sin posibilidad para moverse, ni para pensar. Cuando veía a su hija, una sonrisa estúpida vagaba por sus labios, y esto partía el corazón de la muchacha. En cuanto al viejo, estropeado e inútil, conservaba en su pensamiento todo el vigor necesario, y creyó conveniente dar el último golpe, desapareciendo del mundo antes de tiempo, es decir, aislando su miseria y la de su familia. Mandó, pues, buscar un cuarto en la parte más retirada y escondida de la ciudad, y sin comunicar a nadie su resolución, se mudó a él; allí fue donde Arturo visitó a Celeste. Una vez instalados en esta nueva habitación, Celeste comenzó a su vez a hacer lo mismo que habían hecho sus padres; un día amaneció, y como no había dinero para la comida, sacó uno de sus trajes, y llena de temor, salió con él, y lo vendió a una vecina por lo que quiso darle, y así pudieron vivir una semana; pero la ropa se fue acabando, y día por día crecían las angustias de la muchacha, y la sombría desesperación del padre. Celeste se acordaba entonces vagamente de las lágrimas que derramaba su madre cuando desaparecían el piano y los muebles de la casa, y decía también llorando:

- Tenía razón.

Con una delicadeza angélica, ocultaba las lágrimas a su padre, y risueña como si fuera muy felíz, y diligente como una abeja, preparaba sus frugales alimentos, y los presentaba a los enfermos, diciéndoles:

- Dios nos ayudará.

Todo lo había vendido Celeste; nada quedaba ya; ninguna de las vecinas podía prestarles nada, ni ella se atrevía a pedirles; esa noche el anciano y la madre se durmieron; Celeste se recogió, y fingió dormir; pero toda la noche estuvo devorando las lágrimas, pidiendo a la Virgen en lo interior de su corazón, le inspirara una idea para procurarse algo para el día siguiente; ella no había comido, pero no sentía el hambre, pues estaba preocupada absolutamente con lo que sufrían sus padres.

¡Quién puede figurarse posición, ni más amarga, ni más terrible que la de una joven que en la mañana de la vida se encuentra frente a frente con la miseria! Entre los espectáculos que han conmovido profundamente nuestro corazón, uno de ellos es el de esas muchachas cubiertas de harapos, de hermosos rostros juveniles, pero pálidos y desencajados, quizá por el hambre. Si meditaran un poco esas jóvenes que pisan alfombras y que van muellemente reclinadas en soberbios carruajes, sobre cuánta es la desgracia y cuán crueles los sufrimientos que padecen algunas criaturas dotadas de hermosura, pero que no tienen, ni goces, ni porvenir, ni esperanzas, y que se arrojan acaso por la miseria a un extraviado camino, echando un sello a su desgracia, formarían una sociedad, para socorrer a estas infelices, para procurarles modo de trabajar honestamente y para quitarlas del riesgo en que se ven, de perder su virtud y vender su inocencia.

Celeste pensó toda la noche; y cuando los primeros rayos de la luz penetraron por las hendeduras de la puerta de su cuarto, no tenía más idea que la de coser ajeno; grande y único recurso con que creen las mujeres de la clase pobre de México haber hallado la piedra filosofal. ¡Pobre recurso en realidad! pues para ganar un miserable jornal, tienen que renunciar a su salud; el ejercicio de la costura les acarrea enfermedades de pecho, muchas veces incurables.

Celeste se vistió, y sin hacer ruido, fue a la calle gozosa con su idea; mas apenas anduvo algunos pasos, cuando cambiaron naturalmente sus ideas:

- ¿A donde voy? ¿A quién conozco? ¿Quién me dará costuras?

Celeste no sabía las calles; los groseros requiebros de los léperos la ruborizaban; tenía miedo de extraviarse, y de que mientras sus pobres padres sufriesen el hambre, y además la inquietud de no verla; al cabo de un momento se volvió a su casa llena de desconsuelo.

Aquel día, Celeste lo pasó con algunos tragos de un caldo que dos vecinas le dieron; en la noche un delirio febril la asaltó, y el pensamiento de: ¿Qué haré para mañana? estuvo fijo, inmutable en su imaginación.

Al día siguiente, se levantó con unas sombras moradas en los párpados, y con su lindo cutis empañado por la vigilia y la aflicción. Como el día anterior, salió a la calle, y su primer pensamiento fue dirigirse a la iglesia; el primer pensamiento de todos los desgraciados es dirigirse a Dios. ¿Quién puede, en efecto, comprender, más que Dios, los dolores íntimos y profundos de un aislamiento tan completo, de una miseria tan extremada? El rico, después de haber comido, ¿podrá comprender que hay otros que tienen hambre? El que es felíz, ¿podrá comprender esos dolores sordos, que atormentan el alma, y que a veces conducen a algunos desgraciados al suicidio o a la locura?

Celeste entró en una iglesia; hemos dicho que era muy de mañana; la dudosa luz del sol velado con las nieblas, penetraba por las ventanas, e iba a morir en las columnas del tabernáculo; la lámpara ardía delante del sagrario; los saltaparedes modulaban sus alegres notas, brincando por las cornisas y por las molduras doradas de los altares; todo esta desierto, silencioso y una gente llena de fe hubiera reconocido en aquel templo la presencia de Dios.

Si antes de entrar allí hubiera pasado Celeste por un río o por un precipicio, se habría precipitado en él; la pobre criatura sufría mucho, y no era dueña de su razón en aquel momento.

Se arrodilló ante un altar; bajo la frente, y quiso articular algunas oraciones; pero le fue imposible; ninguna de las que su madre le había enseñado, le parecía bastante eficaz para que llegase hasta los pies del Señor. Se acordó del Padre Nuestro, de esa oración llena de sencillez y de ternura, que el Señor mismo enseñó a sus apóstoles, para que pidieran a su Padre; rezó un Padre Nuestro, y de sus ojos corrían abundantes lágrimas. Largo tiempo estuvo pidiendo a Dios con sus sollozos el alivio de sus males, hasta que su corazón, henchido de pesares, se desahogó, como si hubiera estado en el seno de un amigo, o de un esposo, porque en las grandes aflicciones lloramos al pie del altar, figurándonos en Dios el esposo, el padre, el amigo más tierno.

Cuando Celeste salió de la iglesia, a pesar de que sus ojos estaban encarnados y sus mejillas extenuadas, se podía reconocer en ella cierta dulce tranquilidad; en efecto, la criatura salió con toda la resignación necesaria para soportar su desgracias. Le prometió a Dios en lo íntimo de su corazón, no abandonar a sus padres; no extraviar su corazón; no vender su virtud ni sus caricias por el oro, y sufrir su doloroso martirio todo el tiempo que fuese necesario, aunque el plazo no hubiese de terminar sino con su vida. Celeste veía al través de ese velo de inocencia que la cubría, otro porvenir, otra vida, que no es dado ni columbrar a los que desgraciadamente tienen su corazón manchado con el contacto del mundo. Anduvo por varias calles, ya sin temor de los que pasaban, sin desconfianza de su porvenir, y con aquella seguridad que tiene el que ha concebido una esperanza cirta de alivio. En la casa que le pareció de mejor apariencia entró, y no habiendo sido vista afortunadamente por el portero, subió y preguntó por la señora; se le dijo que estaba vistiéndose, que aguardara. Celeste esperó de pie, y llena de ansiedad, en el corredor; cada minuto le parecía un siglo, pues pensaba en que sus padres no se habían desayunado; pero con todo, la esperanza no la abandonaba. Al cabo de una hora, una criada la introdujo en la asistencia; era una pieza alfombrada, en la que había grandes espejos, ricos sofaes y una hermosa lámpara de cristal colgada del cielo raso, donde estaba pintada al fresco, por Gualdi, la Aurora y los genios de la luz. Celeste sintió una especie de temor al pisar en este blando pavimento y al entrar a una habitación, donde penetraba, al través de los transparentes cristales y de los cortinajes de musolina y seda, una media luz voluptuosa, lanzó un suspiro, pensando en el abandono y la desolación en que estaba su pobre cuarto. A poco apareció una señora gruesa, blanca, de robustas facciones, donde, a pesar de los cuarenta y tantos años de edad, se conocía la hermosura de que estaría dotada en los días de su juventud; le preguntó, con voz algo seca, quién era, y qué se le ofrecía tan de mañana; Celeste le contestó que tenía a sus padres en la cama, que deseaba y le suplicaba la favoreciera, dándole ropa blanca a coser.

- Pero yo no te conozco; no sé quién eres, -le dijo la señora,- necesito que me des un fiador, porque ¿quién me responde de que no eres una de tantas mujeres que se emplean en pegar chascos a los que se fían de su apariencia humilde?

Celeste, al escuchar esta insultante familiaridad, sintió que la vergüenza la sofocaba, y cubriéndose el rostro con su rebozo, salía ya sin responder una palabra, cuando tropezó con una joven que venía por el corredor; sus cabellos caían en desorden por su cuello; sus ojos azules brillaban con alegría; su cuerpo airoso tenía más elegancia con una blanquísima bata, y su fisonomía risueña y expresiva, anunciaba el contento y el bienestar.

En el momento en que la vió Celeste, preguntó a su mamá:

- ¿Quién es la niña?

- Es una muchacha que busca costuras; pero como nadie la conoce, no podemos favorecerla.

Celeste se descubrió por un momento para componerse el rebozo, y entonces la joven, que no era otra sino la bellísima Aurora, a quien hemos conocido en el baile, notando su rostro angélico, replicó a su mamá:

- Esta es una buena niña, mamá; y si nadie la conoce, yo la fío; ve y busca las costuras que tengas, y tráemelas. ¿Cómo se llama usted, niña? -prosiguió Aurora, dirigiéndose a la muchacha.

- Celeste, señorita, -contestó ésta tímidamente.

- No tenga usted temor ni cortedad; venga usted, -le dijo Aurora, tendiéndole la mano, y llevándola al sofá; mi mamá dará a usted costuras, y yo la favorecerá en cuanto pueda.

Aurora instó a su mamá para que trajese las costuras, y ésta, aunque con alguna repugnancia, condescendió con su hija, y entró a las piezas interiores.

- Vamos, Celeste, cuénteme usted, -le dijo Aurora, teniendo siempre la mano de la muchacha entre las suyas,- ¿es usted tan desgraciada, que necesite trabajar para vivir?

- Mi padre y mi madre están enfermos en cama, y yo no tengo más arbitrio, que buscar costuras; pero como no conozco sino a personas que me daría vergüenza ocupar, he preferido entrar en la primera casa que se me presentó, y sin duda Dios me deparó la de usted.

- ¡Pobrecita criatura! -le dijo Aurora, estrechándole la mano,- aguárdame usted un momento.

Aurora salió a otra pieza, y a poco volvió a entrar con un rebozo en la mano de finísimo tejido.

- Vaya, Celeste, quiero que tenga usted una cosa mía, para que se acuerde de que encontró quien la amara en el momento en que la vió.

Aurora puso el rebozo nuevo en los hombros de la muchacha, y le quitó el que tenía, que, como debe suponerse, estaba casi inservible.

- El rebozo de usted, niña, lo guardaré para tenerla a usted presente.

Celeste comprendió la delicadeza de esa acción, y quiso llevar a sus labios la mano de Aurora; pero ésta la retiró; hizo una muequecilla graciosa, e imprimió un beso en la frente de su protegida.

He aquí como Aurora hizo una caridad; las mujeres tienen para sus acciones buenas, una delicadez sin igual.

La señora salió al fin con algunas costuras, y dió a Celeste las instrucciones respectivas; Celeste se marchaba, dando mil gracias a la madre y a la hija; pero ésta le dijo:

- Quiero que me acompañe usted a desayunar; venga usted.

Celeste fue introducida por Aurora a un elegante comedor, donde estaba preparado un desayuno variado: chocolate, té, café, mantequilla, leche y bizcochos. Aurora quería que de todo tomase la muchacha, y le instaba con mil cariños y con la voz más suave y expresiva que puede imaginarse. Celeste estaba conmovida; comió poco, pensando que ella no debía hartarse, mientras sus padres tuvieran hambre, y a hurtadillas escondió los bizcochos, diciendo entre sí:

- Para mis padres.

Aurora, que la observaba, aunque se hizo disimulada, dijo para sí:

- ¡Pobrecita! guarda sin duda los bizcochos para sus padres.

El criado que servía la mesa pensó que Celeste era una glotona: tenía una alma tosca y común, y no podía comprender cuánto amor encerraba esta acción.

Celeste se despidió por fin de Aurora, la cual, en clase de anticipación, le dió algún dinero, recomendándole que cuando tuviese alguna urgencia, acudiese a ella.

Celeste salió de su casa con los ojos llenos de lágrimas, y volvió a ella completamente felíz; de paso, compró hilo, agujas y otros útiles, a la vez que lo necesario para la cocina de su pobre casa.

Desde entonces comenzó para Celeste una época de felicidad; una parte del día la ocupaba en hacer la comida, en asear la casa, y en curar a los enfermos, y el resto en coser. De noche, mientras los ancianos descansaban, ella con una vela delante, trabajaba sin cesar, para lograr más utilidad, por una parte, y para halagar por otra, a su protectora.

La casa en que vivía Celeste, era de vecindad; en los cuartos bajos vivían entre la miseria y la suciedad, familias de artesanos; y las viviendas altas las ocupaban diversas personas. En una de ellas se reunían de noche, un teniente de infantería a tocar la guitarra y a acompañar canciones a tres muchachuelas alegres y vividoras; un practicante de medicina que llenaba los intermedios, remedando animales, haciendo el tornito de monjas, y otras simplezas, que pasaban por gracias, y que hacían reventar de risa a la madre y a las hijas; un agente de negocios que contaba historias de muertos y aparecidos; y un fraile que tomaba buenos pocillos de chocolate, y que nunca faltaba a las meriendas de tamales y atole de leche, o de fiambre del Portal de las Flores. -En otra de las viviendas se ensayaba una comedia casera; un licenciado hacía de Otelo y un capitán de Yago; la Desdémona era hija de un cesante, y los espectadores todos los vecinos y vecinas de las demás viviendas. Celeste fue convidada una noche a estas tertulias, a las que por compromiso asistió; pero bajó disgustada de tanto libertinaje, y de tan poca educación como reinaban en esas diversiones caseras.

Celeste, se decidió, pues, a no volver a tener trato con las vecinas, y a encerrarse completamente en su casa; en las horas avanzadas de la noche recordaba los zapatos de seda que se había puesto de niña, sus camisas de cambray batista, las modulaciones del piano y los gorgeos de los pájaros. La voz del espíritu mal le decía, que con sólo querer, tendría otra vez todos esos goces; y echando una mirada por las paredes sucias del cuarto, por el envigado desigual, le venía ánimo de tirar la costura, de dejar aquel incesante y penoso trabajo, y de salir por el mundo a gozar de opulencias y de placeres, sacando definitivamente a sus padres de tan dolorosa situación; pero poco a poco recordaba aquel día de aflicción en que entró al templo, lloró ante el altar, y salió, no sólo consolada, sino que halló en Aurora una noble y generosa protectora. El espíritu bueno triunfaba entonces en Celeste; tomaba su costura y con nueva resignación se ponía a trabajar. Al día siguiente se levantaba con las mejillas color de rosa, con sus virginales ojos llenos de alegría, con la sonrisa en los labios, como si hubiese reposado durante la noche en camas doradas y entre finas sábanas de lino. cada vez que iba a casa de Aurora, volvía con nuevas costuras, y con nuevas muestras de generosidad; Aurora, por su parte, estaba encantada.

Un día en que Celeste se dirigía a la casa de Aurora, un joven, que visitaba a la opulenta señora, detuvo a la muchacha, y se puso a hablarle en la calle inmediata; Aurora, ligera y frívola para amar y para hacer el bien, la observó desgraciadamente desde el balcón y concibió la sospecha de que aquella muchacha la engañaba, y de que tenía inteligencias con el joven, que aunque no era declaradamente su novio, le hacia la corte; tuvo celos y mandó cerrar las puertas de su casa para su protegida; el portero recibió orden de recogerle las costuras que trajera, y de decirle que por mucho tiempo no se necesitaría de ella.

Aurora, a los dos días, se arrepintió de haber usado de tanta dureza para con una pobre niña, que acaso no era culpable, pero como no se acordaba exactamente del número de la casa, pasó la cosa así, y a poco tiempo, los teatros, los paseos, el lujo, los aduladores y los amantes de que estaba rodeada; le hicieron olvidar a la infeliz criatura.

En cuanto a Celeste, inocente de todo punto, no podía comprender el motivo de este desaire; pero como era demasiado delicada, no quiso ya volver a la casa de Aurora. Su desesperación fue grande; se vió privada de trabajo, y día por día fue vendiendo lo poco que había adquirido, menos el rebozo que le había regalado la joven; el padre no quería desprenderse de la lanza de Morelos, ni la hija del paño de Aurora, y es, que los dos amaban estas dos prendas con una especie de superstición, y antes habrían muerto de hambre que deshacerse de ellas.

Las noches de insomnio y de fiebre volvieron de nuevo para Celeste, hizo en dos o tres casas la misma tentativa que en la de Aurora, y ni aun siquiera la escalera dejaron subir los porteros; un día se agotaron todos los recursos, y Celeste no comió; al día siguiente, débil, extenuada, salió a la calle a pedir limosna, encontró a Arturo y ya el lector sabe lo que pasó.
Presentación de Omar CortésCapítulo noveno Capítulo undécimoBiblioteca Virtual Antorcha