Presentación de Omar CortésCapítulo duodécimo Capítulo decimocuartoBiblioteca Virtual Antorcha

MANUEL PAYNO

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EL FISTOL DEL DIABLO

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CAPÍTULO DECIMOTERCERO

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EL VÓMITO PRIETO

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El lector recordará que al fin del capítulo anterior dejamos a Arturo enfermo y a Teresa en el mar, al capitán Manuel moribundo y a Celeste en manos de la justicia. Comencemos por nuestro Arturo, que encontró en su enfermedad más auxilios que los que podía esperar, pues que Veracruz es un país hospitalario, y en aquella simpática e ilustrada juventud, encuentran siempre alivio la desgracia y el infortunio. Los primeros días fueron fatales para Arturo: la enfermedad y las extrañas cosas que le habían pasado en pocos días hicieron un efecto rarísimo en su organismo nervioso; y había momentos en que se levantaba del lecho, y corría por el cuarto con los brazos abiertos, exclamando:¡Teresa! ¡Teresa mía! Después en voz alta pronunciaba palabras incoherentes y sin orden alguno, pero en las que se echaba de ver, sin embargo, que profundos pesares y remordimientos destrozaban su corazón. En aquellos momentos era precisamente cuando los jóvenes veracruzanos, que alegres y frívolos jugaban al billar, y bebían copas de ponche, acudían al cuarto que Arturo ocupaba en el hotel; tomaban al paciente en sus brazos, y lo acostaban en el lecho, donde desfallecido y sin fuerzas, permanecía entregado siempre a sus dolorosos delirios. Los médicos no aseguraban la vida de Arturo; y cuando más humanos se mostraban, calculaban que el enfermo lograría la vida, pero perdería la razón; digo calculaban, porque siendo la medicina una ciencia todavía tan oscura, nada de positivo, ni aun de probable se puede decir, cuando se trata de un enfermo. Como debe suponerse, no se escasearon las sangrías, y sanguijuelas, ni cáusticos, ventosas y demás medicinas de la terrible familia de los revulsivos, que hacen de un enfermo un mártir, y de los sabios doctores unos crueles verdugos. La juventud que se sobrepone muchas veces a los más duros padecimientos físicos y morales, triunfó por fin, y Arturo volvió, por decirlo así a la vida, aunque tan extenuado, que su misma madre no lo hubiera reconocido. Durante su convalecencia tenía a veces la sociedad de varios jóvenes, que informados de que era de una rica y distinguida familia de México, trabaron amistad con él, pero cuando quedaba solo, caía en una profunda melancolía, y su rostro pálido, y todavía con las huellas profundas del mal, parecía, en el fondo oscuro del cuarto, una de esas bellas cabezas que suelen encontrarse en algunos cuadros de la escuela holandesa. El pensamiento dominante de Arturo era el hacerse fraile; pero ningún convento de México le parecía a propósito, pues deseaba una vida enteramente austera, solitaria, caritativa, como la que tienen los monjes que viven entre las asperezas y las nieves del monte de San Bernardo. Otras ocasiones le parecía, que una vez que adoptara este género de vida, abría sin remedio a sus pies un abismo, y que en vez del paraiso que aguardaba a los santos religiosos después de su muerte, le tocarían las llamas eternas, porque la felicidad en esta vida y en la otra se la figuraba al lado de una mujer que como Teresa tuviera por él la santa abnegación, el sublime amor que tenía por el capitán Manuel, a quien él había asesinado: en una palabra, si el mal físico de Arturo había cesado, la enfermedad moral se desarrollaba de nuevo, y entonces las predicciones de los médicos podían cumplirse. En medio de estos encontrados y distintos pensamientos, que hacían de su cabeza un volcán, Arturo llevaba la mano a su frente, abría más sus ojos y reflexionaba, si por ventura era aún presa del delirio y de la febre. Los días fueron dándole un poco más de tranquilidad, de suerte que justamente al mes de haber caído enfermo, el médico de cabecera lo mandó vestir y rasurar, y le permitió añadir a la sopa, un pedazo pequeño de pescado y un poco de dulce. Pero sea la debilidad, o sea que el presentimiento de una salud completa, sin la dicha del alma que buscaba, le asustase, al día siguiente, sintiéndose abatido y completamente inútil para la vida, guardó la cama.

A cosa de medio día, se presentó en su cuarto un personaje vestido de negro, a pesar del calor y contra la costumbre veracruzana; sus ojos eran relumbrantes, sus patillas negras y espesas, y su fisonomía hermosa, tenía, por decirlo así, algo de siniestro y de terrible. El nuevo personaje se colocó frente de la cama del enfermo, y un rayo de sol, que penetraba por la ventana entreabierta, lo iluminó enteramente; Arturo creyó reconocer al hombre del Paso de Calais, y con sus dos manos se tapó los ojos, y sumergió su cabeza entre los almohadones. A los dos minutos, escuchó una sonrisa sardónica y aguda, y Arturo, involuntariamente, quitó las manos de sus ojos y las puso en sus oídos, pero el hombre del paso de Calais se acercó al lecho, y tocó el hombro del enfermo. Arturo sintió que un calosfrío recorría todo su cuerpo, y se encogio completamente; creía que la fiebre volvía a comenzar de nuevo, y que deliraba con Rugiero, con el capitán Manuel, y con todas esas bellas mujeres con quienes había tenido que tratar en los pocos días de sus aventuras.

- Vamos, Arturo -dijo Rugiero, acercando su silla, y sentándose al lado de la cama;- levantaos, pues el alivio es evidente; las facciones están ya menos extenuadas, y la palidez se va ausentando a toda prisa de vuestras mejillas.

Arturo ocultó enteramente su rostro entre la ropa de la cama.

- Os traigo buenas noticias, -continuó Rugiero, dando a su voz un acento agradable y hasta melífluo.

Arturo no hizo caso.

- Estoy cierto, de que cuando sepáis que os traigo una carta ...

- ¡Una carta! ... -murmuro Arturo sin descubrirse.

- Sí, una carta, y de una persona muy querida para vos.

- ¿Muy querida decís? -preguntó Arturo con interés y descubriéndose un poco.

- Estoy seguro de que será más eficaz que todas esas detestables bebidas que os han dado los médicos.

- ¿Si seré presa nuevamente del delirio y de la fiebre, Dios mío? -dijo Arturo acabando de descubrir su rostro, y pasando la mano por sus ojos.

- De ninguna manera, -le interrumpió Rugiero con voz muy afable,- por el contrario, estáis más aliviado, y os repito que esta carta os volverá enteramente la salud.

- ¿De quién es la carta? -dijo Arturo, volviéndose hacia el lado en que estaba Rugiero.

- Adivinad.

- ¿Será de Auro ... 

- ¡Oh!, no ... mejor ...

- ¿De Celes ...

- ¡Locura!

- ¿Entonces?

- Entonces ...

- Acabad, -dijo Arturo con impaciencia.

- Es ... de vuestra madre ...

- ¡Ah!, de mi madre ... ¡Dádmela, dádmela! -exclamó Arturo, levantándose con la energía y la facilidad de un hombre que está en completa salud.

- ¿No os dije que esta carta os volvería la salud? ... Tomad.

Rugiero dió la carta al convaleciente, y éste la abrió con precipitación, y leyó:

Hijo de mi alma:

Cuando apenas saboreaba el placer de tenerte en mi compañía y de besar tu frente todas las noches, te has separado de mí. ¿Por qué haces derramar lágrimas a tu madre? ¿Dónde estás, hijo mío? ¿Por qué te marchaste sin darme un abrazo, y sin decirme adiós? Si ahora se agravaran mis males, y muriera sin bendecirte, ¿qué sería de tu suerte? Cualesquiera que sean tus faltas, el corazón de una madre tiene tesoros inagotables de ternura y de amor para sus hijos. Si acaso tienes compromisos de dinero, no te dé cuidado; todo se remediará, sin que lo sepa tu padre; ven, por Dios, hijo mío.

Tres o cuatro recados he recibido de la señorita Aurora N., preguntando por tu salud; también ha venido una pobre mujer, de parte de una joven que está en la cárcel, diciendo que es preciso que la veas; ven, hijo mío, consulta tus asuntos con tu madre, y todo se compondrá. El Sr. Rugiero Delmotte, tu amigo, se ha encargado de poner en tus manos esta carta, y espera con afán tu respuesta, tu madre, que te adora con el corazón y con la vida

Clara

- Gracias, un millón de gracias, -dijo Arturo besando la firma de su madre, y dirigiendo al hombre del Paso de Calais una mirada de agradecimiento.- En efecto, esta carta me ha vuelto la salud ... ¡Ingrato!, no me acordaba de que mi pobre madre sufría y lloraba por mí ... Explicadme más esta carta; ¿habéis visto a mi madre?

- La he visto y está muy apesarada; pero yo la he tranquilizado mucho y está menos mala.

- Gracias, Rugiero, gracias. Mi madre me dice, -continuó Arturo sonriéndose,- que Aurora ha mandado recados ... ¿Lo sabéis?

- Y aunque no lo supiera, me lo supondría, -contestó Rugiero,- porque el corazón de las mujeres es así; son piadosas y caritativas hasta por demás.

- Siempre sarcástico, Rugiero, -dijo Arturo,- pero esto me sirve de satisfacción, sin embargo ...

- Es menester reirse de todo, amigo mío, -contestó el hombre de Calais, arrellanándose con indiferencia en el sofá, y encendiendo con un cerillo un exquisito puro habano.

- ¿Y esta mujer, que me ha buscado de parte de una joven que está en la cárcel, sabéis quién pueda ser?

- Esa es materia que ni merece mencionarse.

- ¿Por qué?

- Porque es una historia de gente baja, de esa canalla del pueblo, donde sólo están desarrollados los malos instintos.

Arturo comenzó a maliciar alguna cosa, y tímidamente dijo a Rugiero:

- Sea lo que fuere, sacadme de la duda.

Rugiero, echando bocanadas de humo, y subiendo sus dos pies, a la manera de un yankee, sobre la mesa de noche que estaba inmediata, le contestó con indiferencia:

- Amigo mío, os decía que es una historia de gente del pueblo, que no merece mencionarse. ¿Os acordáis de una muchacha que se hacía la santa y la virtuosa?

- ¿Cómo? -interrumpió Arturo alarmado,- ¿qué conexión puede tener esa muchacha con lo que quiero saber?

- No sólo tiene conexión, sino que ...

- ¡Oh!, la injusticia, la envidia acaso ... -dijo Arturo con calor.

- Nada de eso, -contestó con la misma frialdad Rugiero,- el hecho es muy natural y muy sencillo: la muchacha, en vez de ser una santa, era una ladrona; en vez de ser una Casta Susana, era una bonitilla prostituta; la justicia se apoderó de ella y la condujo a la cárcel; eso es todo.

- ¡Ladrona y prostituta! -dijo Arturo dejándose caer anonadado en su lecho.

- ¿Y qué, os asombráis de esto? -contestó Rugiero.

- ¡Oh, la amaba, la amaba!

Rugiero soltó de nuevo una carcajada.

¿Por qué os reís? -preguntó Arturo, volviendo lentamente la cabeza.

- Es muy natural, amigo mío, porque vos no amáis ni habéis amado nunca a Celeste, y durante vuestro delirio, sólo habéis tenido delante de vuestros ojos la imagen de otra mujer.

- No comprendo vuestro lenguaje, Rugiero, y esas palabras no pueden ser sino conjeturas, puesto que no estáis dentro de mi corazón.

- ¿Y si os dijera, Arturo, que poco antes de que yo viniera, pensábais ...

- Pensaba, -interrumpió Arturo,- en esta maldita enfermedad que aún me tiene clavado en la cama.

- ¿Y no os venía acaso a la imaginación, -continuó Rugiero,- la soledad de un claustro, el retiro y la meditación? ...

- ¡Cómo!, ¿acaso me habéis escuchado?

- De ninguna suerte, pero es natural pensar en acogerse a Dios, cuando el amor trata de huir para siempre de nuestro corazón; y por otra parte el espectáculo de las nieves del monte de San Bernardo ... la soledad de la Cartuja ... en fin ...

- ¿Volvemos de nuevo a los misterios, Sr. Rugiero? -dijo Arturo con visibles muestras de cólera.

Rugiero sonrió.

- En esta vez, -continuó Arturo con resolución,- con tal de que me concedáis algunos días más para recobrar la firmeza de mi pulso, saldré de la duda y sabré si sois de este mundo o del otro. ¿Lo oís? Un par de buenas pistolas nos harán enteramente iguales.

- Vaya, repuso Rugiero con calma,- se conoce que estáis débil, y que por consecuencia el cerebro ...

- Estoy enteramente sano, caballero, y si queréis probarlo en este mismo momento ...

Rugiero clavó los ojos en el joven, y éste sintió alguna cosa en sus nervios, como lo que se experimenta con el contacto de una máquina eléctrica. Hubo un momento de silencio, y después Rugiero habló.

- Tened calma y escuchadme; en mí no hay nada misterioso ni fantástico; y si algunas veces suelo adivinar vuestros pensamientos, eso no es debido sino a que conozco el corazón humano. He vivido muchos años, y en medio de la vida errante y vagabunda, que, como os dije, he llevado por todos los países, me he ocupado en estudiar el carácter de los hombres en particular y el de las naciones en general. ¿Se necesita acaso ser un ente sobrenatural para conocer que los ingleses son raros y borrachos, los españoles jactanciosos, los franceses charlatanes, los americanos codiciosos y los mexicanos imbéciles? ¿Se necesita acaso haber bajado de la luna para conocer los vicios y los defectos de esta colección mezquina y miserable de animales, que se llama raza humana? Ahora, hablando en lo particular, todo joven lleno de ardor y de esperanzas, como vos, que se ve en lo más florido de sus años sin amor y sin ilusiones, piensa forzosamente, o entregarse a Dios, o en regalarse al Diablo; es decir, o en el claustro, o en el suicidio. Con el tiempo acaso indagaremos algunas historias secretas de esos hombres vestidos de negro, de rostro pálido y de ojos penetrantes, y veréis que en el fondo no hay más que amor, celos y desgracias; en cuanto a las mujeres, es bastante sabido que hacen lo mismo en igualdad de circunstancias, o son monjas o cortesanas.

- Es verdad, -dijo Arturo con tristeza,- es verdad ... Pero decidme, ¿por qué me habéis mentado el monasterio de San Bernardo?

- Es también natural, Arturo; ustedes, los mexicanos, tienen el privilegio de convertir la triaca en veneno; los frailes, que debían estar en la soledad, en el retiro, convirtiendo a los infieles, sembrando la palabra de Dios, se hallan aglomerados en las grandes capitales; así, los monasterios no son ni pueden ser asilos silenciosos y llenos de religión y de misterio, donde una alma herida y desgraciada puede refugiarse en el seno de Dios ...

Rugiero suspiró profundamente, y Arturo notó que una lágrima temblaba en sus párpados.

¡Es cosa singular!, -se dijo para sus adentros,- que siempre que este hombre habla de religión y de virtud, se enternece!

- Pero parece que me desvío de mi objeto, -continuó Rugiero enteramente repuesto, y dando a su fisonomía un aire de ironía,- la cuestión era que no amabais a Celeste, y voy a daros mis razones. Vos amáis, además de la mujer, la seda de que está vestida, la alfombra que pisa, el piano que toca, el dorado candelabro que la alumbra, el coche que la conduce hermosa y fantástica por esas calles de palacios que ustedes tienen en México.

- Os engañáis, Rugiero; yo amaba a Celeste, porque era desgraciada, porque era buena, porque era más hermosa con su pobreza que mil otras que ...

- Eso no es cierto, Arturo; le teníais lástima, y esto es todo; pero eso es muy distinto del amor; esa reflexión sobre la virtud y las buenas cualidades, se queda para cierta edad del hombre en que pasa por reflexivo y por juicioso, y cuando en realidad no es más que un frío egoista. La juventud y el amor requieren brillo y pompa; así Arturo, vos amabais más a Aurora, y la prueba es que habéis recibido una completa satisfacción con las palabras que sobre este particular os escribe vuestra madre ...

- En efecto, no lo puedo negar ... pero ...

- Pero tampoco ese es amor, -interrumpió Rugiero, acercándose al oído del joven,- vos amáis apasionadamente ...

- ¿A quién? -preguntó Arturo alarmado.

- A Teresa, -dijo Rugiero.

Arturo se puso más pálido de lo que estaba, y a media voz dijo:

- A Teresa, no; no puedo amarla.

- Por esa razón la adoráis con delirio, y esto es bien hecho; os voy a decir la verdad. Un casamiento con Celeste es imposible, porque una mujer que ha sido llevada públicamente entre soldados, que ha robado, que ha vivido en la cárcel, no puede ser ... ni vuestra querida, porque cuando cayera la venda de vuestros ojos, veríais la realidad de las cosas, y os asustaríais.

Tampoco una mujer frívola, caprichosa, que corre desatinada en pos de los teatros y de los bailes, trayendo como un cometa una grande cauda de amantes, puede llenar un corazón avaro de amor. Pero ... una mujer pálida, enfermiza como Teresa, interesante por su desgracia, poética con su orfandad, sublime por sus exquisitos sentimientos, bella con sus grandes ojos negros llenos de lágrimas ... Eso es otra cosa, joven, y tenéis razón de adorarla.

Arturo, pálido, con los ojos descarriados y la respiración trabajosa, quería interrumpir a Rugiero, pero las palabras expiraban en su garganta.

- Ahora bien, -continuó el hombre del Paso de Calais, sin dar muestras de haber notado la agitación de Arturo,- ¿si en vez de esa rectitud de sentimientos, de esa caballerosidad, buena para la Edad Media, pero altamente ridículo en el siglo XIX, os hubierais embarcado para la Habana con Teresa? ...

- ¡Oh! -exclamó Arturo, lanzando un profundo suspiro, y llevando sus manos a sus ojos.

- Ya os acordáis de la Habana; es una canasta de flores colocada por la naturaleza entre el grande Océano y el Golfo de México; allí, en aquellos jardines floridos, debajo de aquellas gallardas palmas, habitando uno de esos palacios plantados en medio de los cafetales y de las cañas, que brotan, al parecer como unas maravillas orientales, ¿qué de placeres inefables y sublimes no gozaríais a esta hora, al lado de esa mujer tan bella, como esos ángeles que arrojo del Edén la cólera del señor?

- ¡Oh!, imposible, -dijo Arturo,- imposible; no presentéis a mi imaginación, Rugiero, esas escenas de felicidad que no pueden realizarse ... Teresa no me amaría.

- Os engañáis, Arturo; los primeros días seríais simplemente el amigo de Teresa; después os vería con la confianza de un hermano, y pasando el tiempo, todo el tesoro de amor y de sensibilidad que tiene Teresa, sería para vos, nada más que para vos, porque así es la naturaleza humana. Los grandes pesares, como los grandes placeres, se gastan, se olvidan, se borran enteramente; y el amigo de una mujer desgraciada y sensible, acaba por ser el amante más querido.

- Pero, ¿y la memoria del capitán Manuel? -preguntó Arturo, como deseando que Rugiero le disipase ese último remordimiento.

- ¡Bah! -dijo Rugiero,- eso es muy poca cosa; vos no matasteis al capitán intencionalmente; fue un acto de defensa natural ... Y sobre todo, si él ya murió, Teresa dejó de pertenecerle; vos la podréis hacer felíz.

- Y decidme, -dijo Arturo,- ¿habrá algún buque para la Habana?

- La goleta Dos Hermanas se hace a la vela mañana. El mar, por otra parte, os haría bien.

- Y vos, ¿qué pensáis hacer? -preguntó Arturo.

- Yo ... marcharme por la diligencia esta noche para México; pero contad con que en el próximo paquete me embarcaré; y si os resolvéis a ir a la Habana, os visitaré, aunque sea algunos días. Por ahora, tengo mil asuntos que terminar, y os dejo más tranquilo.

Arturo quiso decir algunas palabras más, pero no tuvo quien le escuchase, pues el hombre del Paso de Calais había desaparecido.
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